•PAREDES DE PAPEL.

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Contos

-Escritor(a): Alfas Corpii.

-Categoría: Maduras.

-Tiempo Estimado de Lectura: [19min.]



CONTINUACIÓN...

Sus dedos me follaban con pericia, y su boca degustaba mi almeja y jugos con experta gula. Ni mi marido, ni ninguna de mis parejas anteriores a él, me habían hecho jamás un cunnilingus tan excelso.



— Mmm, Fer, mmm, Fer… —pronunciaba su nombre entre gemidos, jugueteando con mis dedos en su cabello.



De nuevo, me encontraba al borde del éxtasis, pero este, en vez de llegar, se postergaba sobrecargando mi lascivia.



Hasta que, de pronto, llevándome a un placer y excitación absolutamente desquiciantes, sentí en mi interior cómo, a la vez que el chico acariciaba ávidamente con la punta de su lengua mi clítoris, sus dedos se curvaban dentro de mí para alcanzar la secreta zona rugosa de mi vagina, masajeándola con las yemas.



Aquello ya fue la apoteosis. Comencé a gritar como una loca de incontenible gozo, sacudiéndome sobre la cama como un pez fuera del agua, tirando del pelo de mi amante mientras boqueaba, tratando de alcanzar el aire que se escapaba de mis pulmones.



Durante un minuto, mi amante me llevó al puro delirio con su doble técnica, hasta que, finalmente, sentí el orgasmo brotando de mi interior como un géiser, una devastadora gloria con la que tuve la sensación de orinarme repentinamente, mediante espasmos inconcebiblemente placenteros en cada eyección.



Con cada fibra de mi cuerpo en una exquisita tensión, me sujeté a aquella cabeza que se alojaba entre mis muslos, dando alaridos gozosos mientras me corría como nunca en la boca de mi benefactor.



El cénit me hizo perder la noción de la realidad por unos instantes, hasta que toda la furia sexual terminó de liberarse a través de mi coño encharcado, del que el artista bebió ávidamente sus aguas termales, como si yo fuera la fuente de la eterna juventud.



Caí agotada, respirando como si hubiera corrido una maratón, observando cómo Fernando se erguía con el rostro brillante por mis fluidos, chupándose los dedos que habían estado haciendo diabluras dentro de mí. A continuación, utilizando el sujetador que había quedado tirado sobre la cama, se limpió la corrida que había mojado su cara, sonriéndome con autosuficiencia.



— La supermamada que me has hecho se merecía un squirt —me dijo, guardando su miembro aún coloreado por mi carmín en el bóxer—. Eres una leona.



«¿Un squirt?», pregunté mentalmente, sin fuerzas para verbalizar. «No sé qué es, pero nunca me había pasado esto… Nunca me había corrido así…»



— Ya sabes dónde buscarme si quieres otra revisión de ordenador —añadió, con su cautivadora sonrisa de picardía—. Será un placer hacértela más a fondo…



Y allí me dejó, desmadejada sobre mi lecho matrimonial, mancillado y mojado por un flujo que hasta entonces no sabía que podía brotar de mí de aquella manera, ni en tal cantidad. Con mi rostro cruzado por regueros de leche de macho que comenzaban a secarse, habiendo salpicado, incluso, mi negra cabellera. Con el intenso y delicioso sabor del néctar de ese joven dios aún en mi paladar y, sobre todo, con la mayor sensación de satisfacción de toda mi vida.


Disfruta de este Pelirelato.


Pasé dos días sin volver a saber de Fer. Ni una coincidencia con él en la calle o el portal de casa, ni siquiera un fugaz vistazo a través de la rendija de la celosía de la terraza, teniendo en cuenta que mis salidas para fumar se habían vuelto más frecuentes, a pesar de que le había prometido a mi marido que lo dejaría definitivamente cuando volviese de viaje.



Mi estado de ansiedad sancionándome mentalmente, y a la vez congratulándome por lo ocurrido con el chico, me llevaba a consumir un cigarrillo cada hora, encendiendo también en mi interior la pequeña esperanza de verle aparecer en su terraza mientras yo exhalaba humo.



La soledad por la ausencia de mi esposo, aunque intentase refugiarme en el trabajo, me daba muchas horas al día para rememorar una y otra vez cada mínimo detalle de lo que ya había supuesto un punto de inflexión en mi vida.



El premeditado ataque a mí, hasta entonces, intachable fidelidad, no solo no había servido para apaciguar mis oscuros deseos, sino que los había catapultado para hacerme sentir que quería más, que necesitaba más, y que el artífice del más devastador orgasmo que había disfrutado en mi vida, me había convertido en esclava del placer que me podría proporcionar entregándole mi cuerpo para que lo utilizase a su antojo.



No podía apartar de mi mente la imagen de ese joven y atractivo ejemplar de macho desnudo para mí, con todos sus músculos en tensión y su potente polla erecta dispuesta a ser tragada con una gula que nunca antes había sentido. Mi ropa interior se humedecía con el recuerdo, y en cuanto éste evolucionaba hasta el momento de ver su castaño cabello entre mis muslos, no podía evitar acariciarme hasta descargar la excitación acumulada.



En menos de cuarenta y ocho horas, había perdido la cuenta de las veces que me había masturbado. Ni siquiera en la época de mi despertar sexual, fantaseando con el cantante de moda del momento, mis dedos habían trabajado tanto en mi coñito.



Y así fue que, aquella mañana, mientras masajeaba mi clítoris por enésima vez tumbada en la cama, escuché unos inequívocos jadeos femeninos que llegaban del otro lado de la pared.



Detuve mi autosatisfacción, y agucé el oído, percibiendo más claramente los gemidos, acompañados del inconfundible palmeo que indica un rítmico choque de carne contra carne.



«¡Qué cabrón!», dije para mis adentros. «Se está follando a una de sus amiguitas, teniéndome aquí al lado más salida que el pico de una plancha por su culpa».



Unas palabras incomprensibles para mí, en voz femenina, me hicieron saber que la amiguita estaba disfrutando por todo lo alto, dado el tono en que eran pronunciadas.



“¡Plas!”. Un sonoro azote, seguido de un quejido de mujer cargado de excitación, fueron los teloneros de la autoritaria voz de mi vecino:



— ¡En español, zorrita, que quiero entenderte! —dijo, sin detener el rítmico golpeteo de lo que yo ya estaba segura, de que era su pubis sobre las nalgas de la chica.



— ¡Sí, señor! —exclamó ella entre jadeos, con un marcado acento del este—, ¡Me mata, señor, mi mataaa…!



En ese momento, asociando el acento a la voz, reconocí a la afortunada que estaba recibiendo las duras estocadas de mi deseado: «Joder, ¡es Dana!».



Dana era la asistenta que mi vecina Pilar había contratado tan solo tres meses atrás, en sustitución de la mujer que había limpiado la casa durante veinte años, y que se acababa de jubilar.



— Hace poco que ha llegado de Rumanía —me había dicho mi amiga al poco de contratarla—, pero ya se maneja bastante bien en español, y entre que solo tiene veintidós añitos, y que es puro nervio, me deja la casa como nueva. Estoy encantada con ella, y aunque creo que hasta le sobra tiempo, no me importa pagárselo si sigue trabajando así de bien. ¡Divina juventud!



«¡Y tanto que le sobra el tiempo!», me dije, recordando la conversación sin dejar de escuchar cómo gozaba la rumana:



— Sí, señor, me gusta, señor… Empuja fuerte a Danaaahh… —pedía, aumentándose el escándalo del otro lado de la pared.



«Así aprovecha el tiempo que le sobra, la lista», pensé, «follándose al “señor buenorro”. Normal que limpie bien, ¡porque el polvo se lo lleva ella!».



Entre aullidos, la asistenta delató su orgasmo, pero el bombeo no se detuvo, aumentando en intensidad para que el cabecero de la cama también retumbase contra la pared.



Como en ocasiones anteriores, escuchar aquello resultaba excitante, sin embargo, no reanudé las caricias en mi entrepierna, pues por encima de la excitación, un sentimiento de envidia empezó a corroerme. ¿Por qué no era yo a quien mi vecino mataba de placer?



«Prefiere follarse a una cría delgaducha, que casi no tiene tetas, antes que a mí…», me decía, dejando que el veneno de los celos corriese por mis venas mientras escuchaba cómo Fernando rugía su catarsis con fuertes embestidas que catapultaban nuevamente a la muchacha hacia el delirio.



Tras esa traca final, no quise escuchar más, me fui a darme una ducha fría que calmase mis ánimos y refrescara mis ideas. Sin embargo, con el agua incidiendo en mi rostro, no podía dejar de pensar en ello.



«¿Cómo puedo obsesionarme así? Vale, el chaval está buenísimo, y todo indica que es un dios en la cama, pero no deja de ser un crío en comparación conmigo. Joder, y estoy casada… ¡Pero cómo me pone el cabrón…! Porque es eso, un cabrón que se tira todo lo que se menea… Esa rumana es guapita de cara, no se puede negar, pero es todo hueso, y en comparación con una mujer hecha y derecha como yo, con todo bien puesto…»



Así pasé el resto de la mañana, hasta que, un rato después de comer, tomé una decisión: Mi matrimonio se había convertido en una monotonía de ausencias, y yo necesitaba emociones fuertes que llenasen los vacíos de mi soledad, anímica y físicamente. Mi vecino había encendido en mí un fuego que solo él podía apagar, y me encontraba en un momento cumbre de mi vida, en mi máximo esplendor, como decía mi marido, más guapa que nunca, como decían mis amigas, y con unas necesidades que tenía claro que el joven macho que vivía al lado podía cubrir con holgura…



Vistiendo unos shorts y una ajustada camiseta de tirantes bajo la cual me puse un sujetador que realzaba mi generoso busto, formando un provocativo escote, «Esto son tetas, y no las de la rumana», a las cuatro de la tarde llamé a su timbre.



— Hola, Mayca —me saludó Pilar al abrirme la puerta—, no te esperaba. ¿Te apetece un café?



Me quedé de piedra, era yo quien no se esperaba encontrarla a ella. En mi estado de cerebro recalentado por mis bajas pasiones, había olvidado por completo que mi amiga no trabajaba los miércoles por la tarde.



— Hola, Pilar. No, gracias, tengo mucho trabajo… —contesté, tratando de ocultar mi sorpresa.



Mi amiga me miró confusa.



— Yo solo venía a pedirte un cigarrito —solté lo primero que se me ocurrió—. Me he quedado sin tabaco, y preferiría no salir a comprar hasta que no acabe con lo que estoy…


Disfruta de este relato.


— Por supuesto, mujer. Pero pasa, que tengo que ir a buscarlo —dijo sonriendo.



— Gra-gracias, pero mejor te espero aquí, que no quiero entretenerme, y como nos liemos a hablar…



Suspiré internamente por mi rapidez de reflejos, encontrando una excusa totalmente creíble.



— Voy a buscar el bolso —dijo con una carcajada—, que no sé dónde lo he dejado.



En cuanto mi amiga me dejó a solas en la puerta, en el recibidor apareció Fer, que me miró de arriba abajo con una amplia sonrisa.



Con solo verle, mi corazón se aceleró, y una sensación de vacío se adueñó de la parte más baja de mi abdomen.



— Me parece que lo que venías a buscar para llevarte a la boca no era un cigarro, ¿no? —susurró, fijando su mirada en mi apretado escote.



Un suspiro se me escapó, sintiendo cómo se me subían los colores y se me humedecía la entrepierna.



El joven me guiñó un ojo con complicidad y desapareció en el interior antes del regreso de su madre.



— Aquí tienes —me dijo mi amiga, ofreciéndome un paquete de tabaco—. Quedan tres, aunque no son mentolados como los que tú fumas.



— Bueno, no importa —contesté—. Te cojo uno para quitarme el mono.



— No, mujer, cógete el paquete, que tengo otro sin abrir, y así tienes para toda la tarde si te vuelve a dar…



— Gracias, Pilar, eres un cielo —acepté el ofrecimiento para no desbaratar mi excusa—. Me voy a seguir trabajando… ¿Tomamos ese café mañana?, ¿te pasas por mi casa cuando vengas de trabajar?



— Claro, guapa, eso está hecho.



Cuando volví a casa noté que me temblaban las piernas. Guardé para “emergencias” el paquete de tabaco que tan amablemente me había dado mi vecina, y salí a la terraza a fumar uno de mis cigarrillos para calmarme.



Después, me di una ducha fría, la segunda del día. El acaloramiento por la sorpresa, la vergüenza pasada, el haber estado en la terraza en la hora más cálida del día y, sobre todo, el comentario que había hecho Fernando al verme, requerían que bajase inmediatamente mi temperatura corporal.



No había hecho más que salir de la ducha, cuando escuché el timbre. Me puse el albornoz, sujetándolo con una mano, y me dispuse a abrir con la seguridad de que mi vecina venía con la buena intención de que me tomase un pequeño descanso del trabajo.



— Pilar, de verdad que te lo agradezco… —comencé a decir, girando la puerta.



No pude terminar la frase, pues a quien encontré en el umbral de mi hogar fue a su hijo.



— Pilar ya está roncando en su merecida siesta —dijo, dando un paso para entrar y cerrar la puerta tras de sí—. Te traigo lo que de verdad habías ido a buscar a mi casa…



De la impresión, la mano que sujetaba el albornoz lo soltó como si tuviera vida propia, abriéndose la prenda en una inconsciente, o tal vez no, invitación a contemplar parte de mi cuerpo desnudo.



— Joder, qué pibón eres, Mayca —comentó, embebiéndose de la piel que había quedado al descubierto—. Y está claro que sabes lo que quieres… Esa debe ser la diferencia entre una chica y una mujer de verdad.



Recompuesta y retomando la determinación que apenas media hora atrás me había hecho llamar a su timbre, mis ojos se fijaron en el buen bulto que marcaban los pantalones cortos del joven.



— A lo mejor demasiada mujer para ti —le reté, dejando caer la única prenda que me cubría, mostrándole completamente el cuerpo que en los últimos años había trabajado y que ahora orgullosamente lucía, aún más lozano que en las tres décadas anteriores.



El paquete del muchacho aumentó su volumen ante mi mirada, apreciándose enorme, alimentando mi ego, y haciéndose irresistible.



— Uff, Mayca, no sabes lo que dices —replicó, quitándose la camiseta para deleitarme con su fuerte torso—. Eres la tía que más morbo me ha dado siempre, y nunca he estado con ninguna mujer de treinta y algunos…



— Cuarenta y dos —le corregí, halagada y con orgullo.



— Pues estás como para reventarte a pollazos…

CONTINUARÁ...


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