Día 89. Viernes 12 de junio de 2020

Día 89. Viernes 12 de junio de 2020


Ayer fue uno de los peores días de mi vida. Pero he soslayado astutamente la atención de todo lo que me ha salido mal, en aras del arte y mantener la rutina de escribir todos los días a la misma hora. Solo mencioné el dolor de cabeza. Todo lo demás lo omití.

Ahora bien, hoy, en retrospectiva, y más calmada puedo abordar el aciago día de ayer desde otro lugar, desde la lejanía, o la altura que me proporciona el hoy.

Comencé mal. La bendita rutina del mate mañanero fue confiscada por mi marido que se levantó más temprano y se apropió de los enseres respectivos. Vi que estaba sentado frente a la computadora y a su lado tenía mi equipo de mate. No es que mezquine mi termo, mi mate y mi tarro de azúcar. Puede usarlo cuando quiera, siempre que no sea cuando yo me levanto.

Pero ahí estaba él con mis tesoros. Tenía demasiado sueño como para irritarme, así que me encogí de hombros, tomé el equipo y me fui a sentar a la sala, frente a mi cuaderno a seguir con mi rutina.

Tenía demasiada flojera para volver a calentar agua, cambiar la yerba y renovar la infusión. Lo consumí así nomás como estaba: lavado.

El mate nuevo, dulce y recién hecho, es como una descarga de adrenalina en la mañana. Es como tomarse veinte cafés y despertar de golpe. Como ya no estaba nuevo, no logré el efecto buscado. No desperté ni miércoles, seguí semidormida. Mala cosa.

Sorteé el percance empezando a escribir muy entusiasmada en mi cuaderno. Y ya estaba agarrando buen ritmo cuando se levantó mi hijo.

No escribo en las mañanas porque sí. Hacerlo obligadamente tiene su porqué y para qué. La descarga cerebral matutina es una de las pocas actividades que me centran y me ponen a tono con la energía del día y con mi propio bagaje emocional. Empecé a hacerlo años antes de leer El Camino del Artista de Julia Cameron y el libro Mañanas Milagrosas. Ambos autores recomiendan esta acción por sus sobrados beneficios. Que por supuesto no mencionaré aquí. Escribir lo primero que surge en la mente en la primera hora después de despertar es un placer que uno tiene que experimentar por sí mismo para entender de qué se trata.

Llevo años haciendo esto, así que reconozco los diferentes momentos que surgen durante la escritura del diario manuscrito. Hay un punto, que Julia Cameron llama “el punto de verdad” donde la escritura se vuelve repentinamente más fluida y la voz interior aparece de improviso regalando sus valiosos mensajes. Personalmente alcanzo este punto cerca del renglón veinte o veinticinco. Y cuando llega es un chute de energía. Un punto álgido que me conecta a la corriente eléctrica del Todo.

Acababa de llegar allí, cuando mi hijo se despertó y tuve que cerrar el cuaderno. Segunda mala cosa.

Cambié de actividad y me puse a revisar los pendientes. Y estaba absorta en ello, sin tener noción de qué sucedía alrededor cuando de repente mi marido me hizo señas hacia el niño. Estaba llorando a mares. Me pidió que lo atendiera porque él estaba en conferencia virtual. Maldita cuarentena que obliga a la gente a reunirse por videollamada.

Okey. Olvidemos la agenda, atendamos al niño. Niño ¿qué te sucede? ¿Querés salir a jugar a la vereda mientras mamá barre las hojas amarillas?

El niño olvidó inmediatamente sus lágrimas y una gran sonrisa se dibujó en su rostro.

Salimos. Él con su monopatín y yo con mi propio vehículo: la escoba.

A los cinco minutos, cuando más entusiasmada estaba barriendo hojas, el niño quiso ayudarme, pero en su celo por hacerlo bien, no se dio cuenta que se estaba acercando peligrosamente hacia la calle donde pese a la restricción de circular, motos, autos y camionetas, pasan como un soplido a velocidad de ruta: más de cincuenta kilómetros por hora.

Me pegué el susto de mi vida cuando lo vi casi a mitad de la calle. No oyó mis advertencias de que se detuviera. Entonces, corrí hacia él, lo tomé de la capucha de su buzo arrastrándolo hacia la vereda a toda velocidad. Mi corazón estaba a punto de explotar. Mi hijo no entendía nada. Si algún vecino miraba, habrá pensado que maltrato a mi hijo por la brusquedad con la que lo sujeté y estiré hacia mí.

¡Nos vamos adentro! ¡Inmediatamente! Ahí comenzaron los gritos. Después siguieron los regaños ya dentro de la casa. En realidad, no supe cómo explicarle el pánico que se apoderó de mí en el momento que me di cuenta que pudo haber sido atropellado por algún vehículo y reaccioné de la peor manera: enojándome.

Ya no pude evitar que las manos me temblaran el resto del día. Y ahí empezó el dolor de cabeza que se extendió hasta el último segundo que me mantuve despierta el resto de la jornada.

De ahí en más, ya todo me salió para la mona. Computadora y teléfono lento. Exasperante espera. Más gritos por nimiedades. Querer despejarme mirando una serie y ser interrumpida cada diez segundos. Páginas que no cargaban. Internet que se iba.

Por último, completamente resignada y derrotada a que nada me saliera bien –salvo el momento de escritura en este diario-, intenté dormir con un pequeño simio que saltaba en la cama mientras miraba por enésima vez la película de Bob Esponja a todo volumen. Imposible conciliar el sueño en esas condiciones. Me volví a levantar hecha una furia humana.

Dos horas después intenté volver a dormir. Pero mi marido usaba su teléfono en la cama, y la irritante luz me molestaba más que de costumbre. Le reproché que me avisara cuando terminara de ocupar el dispositivo y salí de la habitación dando portazos y resoplando como un búfalo.

Escribí treinta renglones en mi diario odiando al mundo y a mí misma. Y tampoco fui optimista respecto al día de hoy, sin embargo esta vez equivoqué la predicción.

Hoy no me levanté para nada animada, pero el día vino con otra energía y pronto olvidé el mal trago haciendo una cosa y otra. Conversé con varias personas que me habían escrito y llamado y se me pasó el mal humor.

Es el día ochenta mil de cuarentena y da lo mismo si es un billón. Hoy me pregunté qué va a pasar cuando la reclusión se levante. Quizás ya no quiera volver a salir. A fuerza de costumbre no voy a querer moverme de mi casa. Como los presos que reinciden para volver a su hogar, la cárcel. Así.

Igual ese es un pensamiento demasiado profundo para abordarlo ahora mismo. Necesita ser amasado, masticado y trabajado antes de exponerlo.

Creo que esto es todo por hoy. La granjita me espera. Es mi permitido del día por haber cumplido con los pendientes del día.



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