Día 87. Miércoles 10 de junio de 2020

Día 87. Miércoles 10 de junio de 2020


Hoy voy a hablar de cómo el discurso oficial troca las palabras para restarle importancia a los atropellos que están cometiendo contra la propiedad privada y las libertades constitucionales de los individuos.

Creo haber mencionado que al estado de sitio que estamos padeciendo lo llaman románticamente cuarentena. Y si no lo hice aquí, estoy segura de haberlo escrito en algún otro lado. En una de mis últimas publicaciones de Facebook me quejé de que no llaman a las cosas por su verdadero nombre.

Hace dos días, el Estado argentino expropió a una fábrica de aceites comestibles, y lo llamó intervención. Si no hubiese sabido de antemano que ha tomado posesión de dicha empresa, y me hubiese topado distraídamente con el titular, habría pensado que fue un rescate económico más, o una especie de subsidio. Habría pensado eso por la palabra que utilizaron para comunicar la noticia.

Y yo que me creía hábil con las palabras, palidezco de envidia ante la maestría gubernamental para reinterpretar sus ilegalidades y ponerle un moñito rosa para que luzcan más elegantes.

Intervención.

Endemoniados hijos de su buena madre. ¡Díganlo con su verdadera palabra! Eso que hicieron se llama expropiación. Y la última vez que estudié el Código Civil Argentino, hace ya quince años, en la letra de la ley se explicaba que eso estaba prohibido. Flagrante violación a la propiedad privada, únicamente posible bajo un estado de sitio como en el que nos encontramos ahora mismo.

Pero ya síganle con la cantaleta de que es una cuarentena preventiva. Sí, claro.

Mi marido me ha leído tuits en el que los usuarios han rebautizado a nuestro país como Argenzuela. Mitad Argentina, mitad Venezuela comunistada. Sí, así estamos. Tristísimo.

Al parecer el ánimo social está igual de revuelto. Digo al parecer, porque la verdad, no tengo ni idea de que pasa en el mundo. Hace tres días estoy barriendo hojas de la vereda y estudiando análisis de mercado de criptomonedas. Ah, sí; también volví a meditar recuperando así la alegría de vivir sin nubarrones ni fantasmas oscuros.

Sin embargo, el universo es fractal como los hologramas. Las partes contienen al todo a pequeña escala. Y hoy me tropecé con una parte que me dio una noción de cómo se respiran las cosas allá afuera.

Aunque ya no tengo iniciadas las sesiones de redes sociales, si reviso mi bandeja de mail todos los días. Y en ella recibo las alertas de mensajes de Instagram por ejemplo. Hoy recibí varias así que entré a la red para husmear de que se trataba.

Era un mensaje de grupal, tipo cadena Entre Emprendedores Nos Podemos Ayudar- Seguime Que Te Sigo-Bla bla bla. Es la décimotercera vez que recibo el mismo mensaje, y para esta altura, el bla bla bla significa que ya me conozco la cadena de memoria. Y la primera vez que la recibí, hasta la hice y todo. Como una boba mandando mensajes a mis colegas tejedoras, hasta que una me alertó advirtiéndome que se trataba de spam.

La cuestión es que varias de las usuarias de ese mensaje grupal habían contestado. Una de ellas alertando sobre el spam y explicando que la acción de reenviar dicho texto podía ser motivo de penalización por parte de Instagram. Agregaba también lo ineficaz que resultaba esa medida de seguirnos entre colegas, citando la gran frase por demás conocida entre aquellos que estudiamos un poquito de marketing digital: “los seguidores de redes no equivalen a clientes”.

La frase me la sabía. Lo que me da pena es haberme pasado tanto tiempo publicando como zonza antes de ponerla efectivamente en práctica.

Es cierto, pensé. Fans no son compradores. Los clientes van a mi tienda, no colocan corazoncitos en mis fotos publicadas. Y bien pensado: un millón de corazoncitos virtuales no pagan la lata de leche de mi hijo.

He aquí otra de las razones por las que dejé de publicar en las malditas redes. No sólo perdía tiempo, tampoco ganaba clientes o compradores. Y los seguidores, cada día tengo más. Sólo que ahora ya no hago nada. Vienen solos y engrosan el contador sin que siquiera inicie sesión en esas plataformas.

Pero volvamos a la charla grupal, que aún falta la cerecita del postre.

La cadena decía que se avise en caso de no querer formar parte de dicha iniciativa. Entonces escribí que no participaría porque ya no publico en redes sociales. Que me había ido por disconformidad con las políticas de las plataformas. Que mi consejo era que busquen plataformas alternativas más amigables con la privacidad del usuario.

Y en eso estaba cuando saltó alguien diciendo: « ¿Quién me metió acá? ¿Cómo me salgo?»

Seguí escribiendo dando las señas de la plataforma que uso ahora y que además recompensaba en criptomonedas a los creadores de contenido.

Entonces la usuaria despistada que no sabía cómo había llegado a ese chat grupal, escribió: «Pesada»

Por supuesto me di cuenta que el adjetivo iba dirigido a mí, y en concreto a lo que había escrito. Y es curioso como una sola palabra de un fractal da la pauta de cómo se encuentra el todo-social: absolutamente desquiciado.

Pasé olímpicamente de ese mensaje y seguí escribiendo que agradecía que me hayan tenido en cuenta para la cadena, pero abandonaría el chat. Les deseé feliz miércoles a todas las usuarias y me salí.

Después de darle click a “Abandonar chat” me reí una hora.

No me importaba quién me había metido. Yo sí sabía cómo salirme de ahí. 



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