Día 75. Viernes 29 de mayo de 2020

Día 75. Viernes 29 de mayo de 2020


Asombrosamente sigo acudiendo aquí. A este diario. Quinto día consecutivo, número setenta y cinco de cuarentena y estuve a punto de escribir: a ver ¿cuánto me dura el entusiasmo?

Y aunque acabo de plasmar esa pregunta, quedará a modo de anécdota, porque estoy empezando a plantearme todo lo que tengo por cierto.

No solo no le creo al gobierno, a los medios de comunicación y desconfío de las intenciones ocultas de las redes sociales, ahora también me cuestiono a mí.

Es un ejercicio mental sumamente saludable y descontracturante.

Me lo planteé ayer, al descubrirme peleando imaginariamente con el presidente; y terminé de revelarlo esta mañana escribiendo en mi diario manuscrito. La mente egoica, la de la personalidad –y concretamente la mía- es una tirana maldita, autoexigente y eternamente insatisfecha. No hay miembro viril que le quepa bien. Este dicho popular es más subido de tono en sus palabras originales, pero me ahorraré la molestia de escribirlo correctamente.

Decía que mi mente no se contenta con mis pequeñas victorias y logros: siempre quiere más.

Y hoy, en el ejercicio acostumbrado de descarga cerebral matutina –escribir lo primero que se me viene a la cabeza- encontré una multitud de fórmulas, racionalizaciones e intelectualidades que mi mente juzga como correctas.

El deber ser que me enseñaron en la Facultad de Derecho hace dieciséis años atrás. Debo hacer esto, y esto y aquello otro para ser correcta, para ser perfecta, para ser buena, para ser aceptable, para…

Puf, que latoso todo el asunto.

A veces las cosas son más simples.

Descubrí que tiendo a explicarme y justificarme por todas y cada una de mis acciones. No siempre me justifico ante los demás, aunque tiendo a caer en esa conducta con regularidad. Lo que si hago religiosamente es explicarme a mí porqué hago lo que hago, o porque voy a hacer determinada cosa.

Empiezo a entender el motivo por el cual a la larga, termino sumamente cansada o detestándome a mí misma. Tener que razonarlo todo es intensamente agotador.

Hoy, repetí el procedimiento de ayer de observarme mientras pensaba esas cosas. Estaba contenta por haberme despertado una hora más temprano que el día anterior. Entonces mi mente puso el disquito rayado de siempre y cito: «…entonces ahora tendré una hora de ventaja para estar conmigo misma a solas. Me prestaré más atención, por tanto, también prestaré más atención a mi hijo cuando se despierte».

Rebobiné la cinta y la escuché otra vez: «…entones ahora tendré una hora de ventaja para estar conmigo…»

¿En serio?

¿Realmente esto es así?

¿Lo creés a pie juntillas?

¿No será que es más simple? Te doy una explicación más ligera: anoche tomaste el recaudo de colocar la alarma, y hoy la voluntad de levantarte al primer timbrazo. Fin.

Sin esas dos acciones habrías seguido durmiendo de corrido hasta las dos de la tarde. Ahora bien, ¿qué te motivó que pusieras la alarma y tu voluntad de saltar de la cama?

Sí, lo que imaginaba: sin respuestas.

No hay una razón.

No tiene explicación plausible. Lo hiciste y ya, sin racionalizaciones.

Este planteo me dejó helada. ¿Cuántas fórmulas prefabricadas como esta conforman el programa mental que me hacen operar en piloto automático a lo largo de mi vida?

La simple observación de mis pensamientos habituales está dejando en evidencia cuantas cosas absurdas hago a diario, motivadas por pensamientos igualmente ilógicos. Como pelear imaginariamente con un presidente. Como darme palmaditas o latigazos según la hora en que me despierte, que daba igual que fueran las nueve, las diez, las once, si en cuarentena el tiempo no existe, y el día de la marmota es siempre el mismo. Si me hubiese levantado a las catorce ¿qué problema habría? Ah no, las catorce no. Eso está mal. Es muy tarde.

Tarde según ¿quién? ¿En base a qué? ¿Ves lo absurdo de la racionalización?

Estos días, otro mensaje recurrente que he recibido es este: hacer la voluntad de Dios. Y entonces me pregunté ¿cómo se hace eso? ¿Cómo se sigue a la Divinidad en sus designios sin que intervenga ese yo pequeño y egoísta que conforma la personalidad? ¿Cómo un ser humano finito se convierte en el canal de algo más grande?

Y esas respuestas llegaron hoy al observar la falta de solidez de mis pensamientos prefabricados. Al cuestionarlos y evidenciar su intrascendencia sin querer me coloqué en un punto cero. Intentaré explicarlo. Aunque intuyo de que se trata de algo sumamente simple.

Punto cero significa que escribo estas cosas porque sí. No hay una razón, ni un objetivo a largo plazo, ni una finalidad concreta. Que yo sepa no lo diagramé de antemano a manera de libro. No tiene capítulos. No sé si tendrá conclusión. En cinco días no me pregunté para qué voy a escribir. Simplemente me senté frente a la pantalla, acomodé mis manos en el teclado y me dejé llevar. No me machaqué obligándome a hacerlo. No tengo obligación alguna de ningún tipo. Ni plazos. Ni tiempos.

Estoy aquí porque quiero estar. Me siento bien haciéndolo. Y esa es toda la explicación que puedo darme.

Punto cero significa que mi día no está determinado por la hora en que despierte, sino por lo mucho que disfrute de él. Que da lo mismo si me pongo a chatear con las chicas, o meditar, o tocar la guitarra, o cantar karaoke para los vecinos, o tejer la manta interminable que comencé el año pasado o terminar de editar ese patrón de hipocampo amigurumi que aún no puse a la venta. Si puedo sentirme bien haciendo cualquiera de esas cosas será un gran día.

Punto cero significa que seguramente guardo en mi mente inconsciente muchos deber ser que ni siquiera son míos. Me los enseñaron en la infancia. Los he aprendido a fuerza de la repetición de mis mayores. Quizás fueron útiles cuando tenía cuatro años para que no me muera metiendo el dedo en la llave eléctrica, pero ahora con treinta y seis muchas cosas han cambiado y sé que si hago ciertas cosas me puedo electrocutar.

Punto cero es estar aquí y ahora. Frente a estas líneas, escuchando el dictado de mis guías, transcribiendo lo que dicen. Quizás algún día hable de ellos. Mi prosa sería aburrida y falta de sentido sin su presencia. En alguna oportunidad narraré como estos seres me han acompañado desde que tengo noción de las cosas.

La pregunta anecdótica de a ver ¿cuánto me dura el entusiasmo? Sólo tiene una respuesta: no lo sé.

Vendré a este escrito mientras sienta el impulso y disfrute haciéndolo.

Las cosas en realidad son muy simples.

Y el deseo de vivir mis experiencias vitales con simpleza, se hace más fuerte cada día.



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