Día 76. Sábado 30 de mayo de 2020 

Día 76. Sábado 30 de mayo de 2020 


Esta mañana me desperté media hora antes que sonara el despertador. Pero cuando abrí los ojos no sabía qué hora era. El teléfono había quedado en la sala. Si no despertaba por mis medios, tampoco iba escuchar la alarma cuando sonara. El día de la marmota está cambiando.

Me quedé unos minutos, no sé cuántos totalmente lúcida y despejada remoloneando en la cama. Luego me levanté y miré la hora. Saqué cuentas y deduje que habían sido treinta minutos de diferencia con la hora fijada en el despertador.

Anoche mi marido y yo descorchamos un vino del que bebí dos vasos bien cargados. Me pregunté qué relación había entre la ingestión de alcohol y el despertar lúcido, y no encontré respuestas. Aunque el solo hecho de hacerme esa pregunta ya me llamó poderosamente la atención.

También tenía el estómago bien raro, pesado. No al punto de que me doliera la panza, pero visiblemente indigesto. Y supe que la causa no fue el vino, ni los maníes saborizados con los que acompañé la bebida, sino las ciento cincuenta y seis páginas leídas de un libro extraño que no mencionaré ni nombre ni autor.

Me devoré un libro que me cayó pesado al estómago. Y no porque su prosa fuera difícil, por el contrario, su autor parecía muy diestro en el arte de mantener en vilo al lector ocasional, sino por su contenido atípico y su procedencia.

No daré más detalles. La curiosidad mató al gato, dice el dicho. Mi curiosidad y el morbo de averiguar de qué demonios se trataba aquel escrito me afectó sensiblemente una vez completada su lectura. Sin embargo, mi decisión fue libre y premeditada. No me lo habían recomendado ni nada por el estilo. Lo vi en una publicación de Facebook que apareció primera en el timeline de la red social. Eso sucedió hace tres o cuatro semanas atrás.

En dicho post dejaban las señas del PDF. No tenía ninguna necesidad de llevar a cabo la serie de acciones que requerían la descarga del libro y sin embargo lo hice bien consciente de que podría estar perdiendo cinco minutos preciosos de mi vida.

Recién ayer, pasando desde la computadora al Kindle una serie de libros digitales de Lobsang Rampa, volví a tropezarme con el extraño documento que había descargado semanas atrás. Y lo cargué al lector de e-books también.

Y aunque estaba leyendo Caballo de Troya 2: Masada de J.J. Benitez (6), lo interrumpí porque la curiosidad fue persistentemente más poderosa.

Siendo de esta manera mi acercamiento a ese libro raro, y aunque ya cometí el error de comentar su título, procedencia y contenido con dos amigas, no seré responsable de llevar a las personas que puedan leer este diario por un derrotero incierto que elegí libremente y consciente de sus consecuencias.

Solo diré que una mitad de ese libro me resuena profundamente y la otra mitad me asquea sobremanera. Y ese asco puede deberse a mi estrechez de miras, preconceptos, adoctrinamiento sostenido por pertenecer a un sistema injusto que predica la vulnerabilidad y limitación de los seres humanos, e incluso a mi clase socioeconómica que sostiene una cosmovisión particular de cómo es el mundo y cómo funcionan las cosas en él.

No obstante, hay una conclusión a la que he llegado por mis medios o ha estado marcada previamente entre mis lecciones de vida actual que creo haber asimilado correctamente estos últimos meses: allá afuera, en la vida real o en el mundo virtual existe un constante bombardeo de estímulos que atacan nuestra paz interior. Algunos estímulos están diseñados específicamente para socavar lo más sagrado e íntimo del ser. Otros son producto de la ignorancia colectiva, la negligencia o la falta de responsabilidad. Muchas personas comparten cosas sin averiguar sus fuentes o investigar al respecto. Repiten como loros lo que han escuchado sin confirmar la veracidad del dato. A eso me refiero con falta de responsabilidad y todos hemos caído allí de manera reincidente. Yo también. Hago mea culpa por mi inconsciencia.

El ataque y el bombardeo a nuestra psique son tan tenaces y constantes que cuando uno se retira voluntaria o accidentalmente en un recogimiento interior advierte inmediatamente que está siendo reiteradamente acometido desde varios flancos. Y esa es la gran bendición de la cuarentena. Nos ha obligado a todos, -en todo el mundo- a recogernos interiormente al cortar de cuajo los lazos sociales.

Demasiadas personas desde entonces se han hecho conscientes de ese ataque camuflado como titulares, noticias, publicaciones de redes sociales y el chisme contado por el panadero, el verdulero o la vecina. Son un flagelo sutil hacia el estado natural del ser.

Cuando se llega a este punto, no se necesita de nada ni nadie externo diga que lo más saludable es alejarse de todo lo que pueda contaminar y quebrantar la dicha y la felicidad que surgen de la conexión con uno mismo.

Y esa es la conclusión que creo haber asimilado satisfactoriamente. Es menester para mi salud mental cortar aún más lazos y mantenerme dentro de mi burbuja meditativa y de reconexión con mi ser natural. Se me hace obvio que todo lo que no contribuya a mi paz interior debe ser desechado inmediatamente. Hipoinformación en vez de sobreestimulación. Cuánto menos sepa del mundo, más ligero funcionará mi sistema. Cuantos menos chismes me cuenten, más limpio tendré el canal para oír mi voz interior.

Obviamente este tema es mucho más profundo que los pocos párrafos que le dediqué aquí, y su trascendencia e implicancias superan lo que puedo narrar ahora mismo.

Sin embargo, este fue el único punto donde el autor de ese libro extraño y yo, nos encontramos profundamente.

Día setenta y seis de cuarentena y aunque el vino y la lectura de anoche me hicieron olvidar la cita a la meditación grupal, esta mañana, ya adicta a la sensación de disfrute que obtengo del recogimiento interior diario, concentré la atención en mi respiración e hice las visualizaciones de apertura de mi canal hacia la Divinidad. Y me sentí muy bien.

Me siento contenta y hasta afirmaría alegremente que estoy saboreando la reclusión de la cuarentena.

El día de la marmota está cambiando.

O yo estoy cambiando desde que escribo estas cosas.

Es curioso, me tomo un vino y amanezco más temprano.



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