Día 72. Martes 26 de mayo de 2020

Día 72. Martes 26 de mayo de 2020


Se me terminaron los cigarrillos. Antes de ponerme manos a la obra aquí, creo que armaré uno o dos.

Sí, escribí armar.

Esta cuarentena trajo muchos cambios a mi vida. Además de aquello de no publicar en redes sociales -entre otras cosas-, el cese de la producción, y el cierre de los negocios y empresas que no fabrican artículos de primera necesidad, han afectado el abastecimiento de productos venenosos como el cigarrillo, por ejemplo. (Nota: es una lástima que no lo hayan hecho también con otras drogas legales que se venden alegremente en las farmacias y de las cuales nadie advierte públicamente acerca de sus riesgos).

Cuando mi marido me aseguró que no había Marlboro por ningún lado (ni otras marcas) también sugirió que aprovechara la circunstancia para dejar el maldito vicio de fumar.

Pero soy un huesito bien duro de roer así que le comuniqué que me pasaría a los habanos, a los cigarros puros o a la pipa siempre y cuando se consiguiera tabaco. Y si eso tampoco era posible, pondría a secar hojas y me fumaría el burrito (3) que crece en el frente de mi casa. O extraería la manzanilla de las bolsitas de té. Lo que hiciera falta. Reconozco que he mirado con cariño también a las hojas amarillas que el otoño ha arrancado del viejo árbol que vive en mi vereda.

En la primera semana de desabastecimiento había dado con el último paquete de Marlboro mentolado, adquiriéndolo al doble de su precio habitual. Odié con todo mi ser a ese híbrido con sabor a chicle de menta vencido. Fumé los veinte cigarrillos que contenía a regañadientes combinándolo con unos puritos que Rafa había conseguido en un sucucho para marihuaneros.

La segunda semana, ya acabados los mentolados, despunté el vicio con unos habanitos de sabores vainilla y chocolate. Guardaba las colillas y luego las rebanaba con cúter para armar unos cigarritos que parecían porritos de marihuana. Mi habilidad artesanal en el armado de cigarrillos y mi poca experiencia como “porrera” no hicieron nada placentera la actividad fumatoria.

Para la semana tercera ya contaba con un picador de cromo (dos cilindros chatos con diminutas cuchillas en su interior que se encastran uno con otro y luego se hace girar con las manos para cortar las hojitas que se introducen en su interior), un armador (dos rodillos montados en un sillar que giran una lona plástica de diez centímetros), papel puro lino (al menos eso reza la etiqueta), filtros de seis milímetro de diámetro y una bolsa de tabaco seco de cincuenta gramos.

Toda mi experiencia artesanal tejiendo, doblando alambre y creando obras manuales me sirvió de muy poco a la hora de elaborar mis propios cigarrillos. Pero no tardé en encontrarle variados nuevos beneficios y ventajas a las horas que dedico al armado.

En primer lugar el costo. La mitad del precio que pagaba por cigarrillos industriales. Teniendo en cuenta que prácticamente el cincuenta por ciento de su valor corresponde a impuestos que van a las arcas públicas y no a las empresas productoras, me alegré de levantarle el dedo medio al Gobierno con este nueva manera de continuar con mi vicio. Es verdad que aún pago el IVA de veintiuno por ciento cuando compro la bolsa de tabaco. Pero es solo ese impuesto. No el valor más impuestos más IVA.

En segundo lugar, la idea de introducir burrito y manzanilla a la receta no era tan descabellada después de todo. En un recorrido por Internet descubrí que existen los cigarrillos de hierbas y que es perfectamente válido aromatizar el tabaco, incluso hasta con una rodaja de manzana. Es así que los cincuentas gramos de tabaco terminan resultando sesenta, “cortado” con estas hojitas secas y picadas.

Otra sorpresa bien recibida fue notar que mi ropa, mi cabello, mis manos y el ambiente no quedaban impregnados con el olor residual característico. Esto me llamó muchísimo la atención y deduje que aparte del tabaco prensado de los cigarrillos normales, también aspiraba otras cosas y vaya a saber qué.

Para finalizar diré que la ansiedad de fumar a cada rato ha disminuido considerablemente, por tanto, contar con cigarrillos artesanales, no solo es más barato y evito costear las onerosas campañas políticas de esos impresentables llamados políticos, -esos que dicen ser representantes del pueblo trabajando en pro de nuestro bienestar-, sino que además mi consumo se redujo a la mitad.

Fumar nunca será sano, y no lo recomiendo. Pero no se le pueden enseñar trucos nuevos a una vieja loba como yo. Ahora estoy averiguando donde obtener semillas para plantar mi propio tabaco.

Releo estas líneas y vaya que me he explicado largo y tendido en el tema de los cigarrillos armados. Como si fuera lo único que ha sucedido en este día setenta y dos de cuarentena.

Y no. La verdad es que hoy no he podido contener la tentación de expresar mis opiniones descabelladas en el grupo del que hablaba ayer, y alguien llamado Leo ha tenido la buena voluntad de confirmar mis opiniones como ciertas.

Y para explicarlas tengo que desplazarme al origen.

El día 24 de abril, movida por una indignación que había llegado a su punto de ebullición, hice mi penúltima publicación en redes sociales avisando que me iría de ellas. Que no cerraría mis cuentas ni eliminaría el contenido que durante cuatro años compartí con mis comunidades de Aramela Artesanías y Diario de una Artesana, pero que en adelante protegería el contenido futuro alojándolo en una plataforma con características diferentes: datos descentralizados protegidos por cadena de blockchain.

En cristiano esto significa que cada vez que suba a esa plataforma una foto o un video, estos archivos se protegen con unas cadenas de códigos encriptados que no permiten el acceso ni siquiera a los dueños de dicha plataforma. Control de mi contenido. Solo yo puedo eliminarlo si lo deseo, y ellos no pueden hacer uso de él ni vender mis datos a terceros para enrostrarme anuncios personalizados como lo hacen las redes sociales conocidas.

En principio mi decisión de dejar de perder mi tiempo en Facebook se debió a la descarada censura que empezaba a manifestarse y el temor a que me confisquen el contenido ya creado, ya que mi rebeldía en algún momento podía llevarme a cometer alguna acción que violara las políticas de la comunidad con la consecuente pena de que cierren mis cuentas. Para no arriesgar ese contenido, y para dejar de indignarme, lo mejor era irme, retirarme del juego. No compartir estados, fotos, escritos, videos ni historias fue mi nueva premisa. Lo único que me permití compartir son los links a la plataforma descentralizada, es decir no subo archivos en modo nativo.

Para Whatsapp aplica la misma lógica, ya que es un producto de Facebook. También allí empiezo a cuidarme las espaldas sabiendo que todas mis conversaciones no están tan encriptadas como ellos nos cuentan. Es por eso que los mensajes importantes los comunico por Telegram. Dicen los techies que es más seguro que su competencia.

A propósito de esto es que opiné en aquella ocasión, ya que el grupo se comunica predominantemente por Whatsapp. Y la semana pasada llamé la atención sobre este punto y me dijeron que no tuviera miedo ni me preocupara por el destino de mis datos. Yo no lo tomé así.

Y en parte porque mi teléfono sacaba chispas con la friolera de seiscientos mensajes a la hora, y por otro lado porque sí me preocupaba que mis dichos quedaran almacenados en una base de datos de terceros, es que abandoné el equipo de Whatsapp quedándome únicamente en el de Telegram.

Hoy, este chico Leo dijo que era más seguro seguir la conversación por Telegram y todos aplaudieron con emojis. Herida en mi orgullo de haber sido tomada de excesivamente paranoica hace solo unos días, les recordé que había observado lo mismo la semana anterior.

Leo asintió a mis palabras. Pero solo él.

Y como me sentía herida -y además ahora estaba envalentonada por el apoyo- dejé otra vez caer mi apreciación de que era menester evitar ser funcionales a lo que se trataba de combatir, es decir seguía pensando que lo óptimo es salirse de las reglas del juego de las grandes plataformas y crear las propias. Ahí Leo ya se mostró más moderado y afirmó que eso se trataba de una decisión muy personal de cada individuo. Válido, pensé. Y estuve de acuerdo con él.

Por último y so pena de ganarme nuevos enemigos señalé una acción concreta que se había planteado después de crear la fan page de Facebook de este grupo: hacer un collage de fotos mostrando los traseros de todos los miembros.

No voy a decir que la idea no me encantó, porque mentiría. Sí, me fascinó. Y estaba dispuesta a bajarme los pantalones para fotografiarme las nalgas desnudas.

Solo que a la hora de hacerlo, la cansada batería de mi teléfono no me acompañó: cada vez que prendía la cámara, el aparato se apagaba.

Pasaron un par de días y reparé en un hecho que había pasado por alto: la cantidad de datos en segundo plano que contienen las fotografías. Fecha, hora, ID del aparato, etcétera. Cuando tomo fotos con la cámara réflex estos datos se duplican: velocidad de disparo, apertura de diafragma, ISO, autor.

Si mi premisa es no darle datos al gran Marquitos, señor de Facebook, entregar la foto de mi traste al grupo para crear un collage de todas formas revelaría mi identidad para quién sepa mirar. Indirectamente habría alimentado aquello que pretendo erradicar. No fotos de mi trasero. No fotos de ningún tipo.

Expliqué que ese era el motivo por el cuál no había enviado la imagen que me habían solicitado.

Leo confirmó mi punto de vista de la información que contienen las fotos, pero nadie más respondió.

De un plumazo me hice una veintena de enemigos por cuestionar el mundo que me rodea. O todos estaban demasiados ocupados para leer a la loca profeta mesiánica-apocalíptica que advierte sobre los males de las redes sociales mientras sigue fumando y envenenándose a tabaco.

Supongo que pronto me eliminarán del grupo o me matarán con la ignorancia. Y a esta altura me da lo mismo. Ya dije lo que tenía que decir.

Sigo pensando que un grupo de gente tan brillante que ya está cuestionando el mundo se debe sentir incómoda cuando a su vez le cuestionan. A mí tampoco me gusta que me señalen mis puntos débiles e incoherencias.  Y aunque muchas veces me elogian mi lucidez mental e intelectual, o la rapidez con la que puedo atar cabos sueltos, cometo tonterías a cada momento.

Solo el tiempo demostrará cuán acertada o equivocada estuve al señalar lo que he apuntado en dicho grupo.

Creo que he escrito suficiente por hoy. Hora del mate.



(3) Burro, burrito o ka'á jaguá (Aloysia polystachya), es un arbusto perteneciente a la familia de las verbenáceas.



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