Día 123. Jueves 16 de julio de 2020

Día 123. Jueves 16 de julio de 2020


Acabo de releer la primera entrada de este diario y se me hizo un nudo en la garganta. Cuanta intensidad tienen esas palabras. Supongo que el accidente de toparme con esas líneas justo ahora, justo hoy, no es casualidad a la luz de los pensamientos que ya mismo me rondan en la cabeza.

Me he saltado el día de ayer, y no por estrés, afortunadamente. Todo lo contrario, por la emoción de abocarme a esa labor por la que vengo suspirando de aprender lenguaje de programación. Me pareció buena idea pasarme el día buscando los editores adecuados y dedicándome al aprendizaje y la práctica.

Con el lenguaje C++ he llegado hasta donde alcanzaron los tutoriales de la página que he estado consultando: cuatro videos explicativos. Y se acabaron.

Entonces se me presentó la bifurcación a mitad de camino que obliga a detener la marcha y pensar cuál de los dos senderos tomar. Si navegaba por internet iba a encontrar cientos o miles de páginas que enseñaban a programar en C++ y esa era la primera opción. La segunda era retomar el lenguaje HTML con el cual ya estoy bastante familiarizada, aunque lo ideal me parecía abordarlo desde sus bases.

Decidí esto último y suspiré enamorada ayer por la tarde cuando me detuve a mirarme, escribiendo yo misma los códigos y creando tres páginas web con interfaz de 1995, pero funcionales igualmente. Sobrevino una satisfacción enorme mezclada con un ligero dolor de espalda por haberme pasado la jornada encorvada frente a la pantalla. Estaba muy emocionada, y el entusiasmo hizo difícil que conciliara el sueño, ya que mi mente hilaba multitud de futuras posibilidades gracias al nuevo conocimiento.

Un pensamiento que taché de infantil me agradaba especialmente: ahora cuando mire los códigos fuentes de las páginas web, entenderé que significa cada cosa y podré replicarla. Era algo así como decir: no importa si mis compañeritos de la escuela no me convidan sus chupetines, ya que papi montó la fábrica de dulces en casa y puedo comer tantos como quiera.

Y de fábrica de dulces precisamente quiero hablar hoy. Cómo ya vengo con el tópico de crear realidad y cosas así, al escribirlas abrí la puerta a refrescar mis aprendizajes de antaño.

Una dolorosa y vergonzosa introspección me llevó a reconocer que el conocimiento es poder cuando este se aplica a la vida diaria, sino es como tener la biblioteca de Alejandría al alcance de la mano sin jamás leer sus libros.

Como mujer Wikipedia mi almacén mental de datos e información puede ser asombroso para beneplácito de las personas que departen conmigo en alguna tertulia, ya que siempre tengo algo que aportar a cualquier tema del que se esté hablando, y nunca me quedo sin tópico en una conversación.

Pero como mortal pragmático dejo mucho que desear, y el caos mental de poseer tanta información y no hacer nada con ella ha quedado debidamente reflejado en este diario y el anterior.

Soy muy buena atando cabos, relacionando cosas dispares, analizando estrategias, vaticinando determinadas tendencias, detectando ideas globales, haciendo resúmenes de libros y comunicando cosas complejas de manera sencilla, pero si realmente aplicara tan solo el uno por ciento del conocimiento que poseo, en este momento tendría que estar tomando daiquiris en una paradisíaca isla del Pacífico.

He podido alguna vez modificar el software de mi cerebro y procurarme un pasar mejor en comparación a la vida que hasta entonces había tenido por defecto. Sin embargo, no he llevado estas máximas hasta las últimas consecuencias. Si así fuera, no me quejaría de no poder retirar los dólares que he ganado con mi trabajo creativo.

El solo hecho de que me siga quejando de cualquier cosa, ya es una evidencia indiscutible de que no estoy utilizando todo lo que sé. Tengo la fábrica de dulces en mi propia mente, pero no estoy comiendo los caramelos que produce.

No sé si habrá sido otra casualidad, no lo creo, haberme topado con El Poder, el libro que me faltaba de Rhonda Byrne, la autora de El Secreto, y empezar a leerlo inmediatamente después de apagar la computadora ayer por la noche. Pese a que tengo diez libros empezados sucumbí a la mala costumbre de seguir iniciando cosas que luego me cuesta horrores terminar o que engrosan la lista de los pendientes.

Como sea. Una rápida lectura al primer capítulo me refrescó la memoria de máximas aprendidas hace más de una década. Aunque no sucedió sin protestas ya que mi crítica interna apareció de improviso a inyectar su veneno, diciendo cosas como: “esto ya lo sé”, “esperaba algo más sofisticado de una autora de su calibre”, “¿Por qué el tono de la prosa me parece dirigido a un lector de cinco años?”

Aquí tuve que hacer una segunda dolorosa y aún más vergonzosa introspección para averiguar el origen de la cizaña de mi crítica. Y la vi tan cristalina como el agua del estanque: envidia. Creí que habíamos superado esto, Cecilia; me dije y seguí leyendo apartando a la señora criticona para que dejara de molestar.

Rhonda decía lo que todo el mundo dice y es una verdad irrefutable y empíricamente comprobable: el único poder capaz de crear universos y dar vida es el Amor. Sólo que sus libros son bestsellers y el mío no.

Y en este punto me veo obligada a sacar el pie del acelerador, clavar los frenos y detenerme a la vera del camino para ajustar la brújula de mi vida. ¿Cuál es la diferencia entre Rhonda que escribe superventas y yo que tengo cuatro cajas de libros sin vender en mi habitación? Ella aplica lo que predica. Tan simple como eso. Yo sé lo mismo que ella, pero saberlo no sirve si no se usa.

De hecho no puedo evitar que me venga a la mente la imagen de mi hermano Kevin, uno de mis primeros discípulos en la época en que ni siquiera había smartphones y descargábamos música pirateada con el programa Ares.

Yo había dado con el documental El Secreto, viéndolo por YouTube en los ratos libres de mi trabajo de telefonista y empecé a compartirle a él un resumen de todo lo que iba aprendiendo.

El nunca vio el documental, pero tomó todas y cada una de las réplicas que hice de él, y hoy maneja su propia empresa en el rubro automotor con solo veintiséis años.

Si mal no recuerdo, comenzó comprando y vendiendo figuritas o estampitas de colección haciendo negocios con sus compañeros de la escuela. Luego pasó a la compra y venta de teléfonos celulares, luego hizo lo mismo con diferentes motocicletas. Un día nos mandó la invitación a la inauguración de su concesionaria, y meses después se había mudado a un local que ocupaba media manzana y está en pleno centro de Corrientes.

Si hay alguien que usó la ley de atracción, oída de mi boca, fue él. Es una pena que yo no haya sido tan pragmática como él.

En una ocasión, medio en broma y medio en serio le espeté: yo me leo los libros pero vos aplicás el conocimiento. Admitió que así fue. Me había escuchado con muchísima atención. Creo que es innecesario aclararlo pero de todas formas lo haré: estoy muy orgullosa de sus logros y agradezco haber sido el puente para que el accediera al estilo de vida de sus sueños.

La pregunta del millón es ¿podré lograr lo mismo con mi propia vida?

Así como estoy aprendiendo a escribir los códigos fuentes de páginas yo misma, tengo fe en desentrañar el lenguaje que me permita diseñar una vida aún mejor de la que gozo ahora.

Aunque mi crítica interna haya puesto pegas al libro de Rhonda, eso no quita que tenga razón: todo el mundo tiene la fábrica de dulces en su mente, porque el primer principio universal que rige el cosmos dice textualmente, “todo es mente”. El mundo visible apenas es un reflejo del mundo invisible. Y el mundo que no se ve es más grande y más poderoso.

Presté especial atención a unos párrafos donde ella mencionaba que antes de escribir ese libro había contado todas y cada una de las cosas que amaba.

Lo tomé casi como un juego y empecé a pensar en las cosas que amo: la brisa de primavera acariciándome las mejillas, el canto de los gorriones cuando el cae el sol, las carcajadas infantiles de mi hijo, tejer muñecos, la textura y los colores de la manta interminable, el deleite de ver como evoluciona el diseño de las páginas cuando escribo una nueva línea de código, el olor de la fritanga de la hamburguesería de al lado, el sabor de los chocolates, la calma de las primeras horas de la mañana, hundir mis manos en la tierra cuando estoy transplantando burritos, que alguien me diga que mi libro le cambió su perspectiva del trabajo artesanal (hace dos días recibí uno de esos mensajes), el éxtasis que me provoca escribir, la levedad y laxitud después de una sesión de canto, las lágrimas que derramo cuando escucho música que me gusta…

Y la lista continuó hasta que repentinamente me sentí tan bien, pero tan bien que me pregunté porque sigo malgastando energía mental pensando en lo que no quiero cuando es tan simple como evocar las cosas que si quiero.

Y eso lo sé. Y lo repito como un mantra. Pero sigo sin aplicarlo sostenida y concienzudamente.

Ahora hacelo en serio, me dije.

Y hoy, al despertar volví al olvidado ejercicio de observar mis pensamientos: la mitad tenían una clara energía de gratitud, la otra mitad eran puras quejas. Pensé en el estado de mi vida y la encontré igual: mitad cosas gratificantes, mitad labores ingratas.

La tarea ahora es simple: eliminar las malas hierbas (quejas) y plantar más aloes (gratitud) en mi jardín mental.

Con ese solo ejercicio se reescribe en automático el código del software del cerebro. Espero esta vez aplicarlo en serio.

Es hora de volver a poner en marcha la fábrica de dulces. Ya tendré tiempo de darme panzadas con la primera tanda de caramelos.  



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