Día 104. Sábado 27 de junio de 2020

Día 104. Sábado 27 de junio de 2020


Hoy no me hago ilusiones de descollar con mis dotes literarias. Estoy de muy mal genio. En una situación así, lo ideal sería no escribir aquí, sino en el sitio donde no me privo de expresarme: mi diario personal.

Pero si no sigo la rutina y escribo una entrada en este diario de cuarentena, mañana mi humor será peor que el de hoy, y no podré perdonarme jamás haberme saltado un día cuando estoy en la recta final de concluir este escrito.

Al menos necesito mantener mi orgullo en alto aunque mis ánimos caigan en picada. Y haber escrito religiosamente estas líneas, día tras día es uno de los pocos logros personales que he alcanzado en estos meses tan raros y tan oscuros.

La última y única vez que escribí un libro de cuarenta y dos mil palabras empleé quince meses en conseguirlo.

Ahora he escrito treinta y nueve mil palabras en treinta y tres días. Es un record personal asombroso, dada mi facilidad para aburrirme de las cosas y para auto boicotearme en las cuestiones que hacen una diferencia en mi vida.

Al menos en este punto, tengo una razón para sentirme contenta pese a lo revirada que amanecí hoy.

¿Qué me puso tan mal? Es la misma pregunta que me hice anoche cuando me revolcaba en el piso con dolor de panza.

Una sumatoria de sucesos caóticos, uno detrás del otro, del tipo que suelen acaecer de tanto en tanto y me desestabilizan aunque me encuentre maravillosamente bien y de un humor espectacular.

Quizás el exceso de expectativas acerca de lo que soy capaz de hacer en veinticuatro horas. Sé que la actitud de llenar mi lista de tareas con un millón de quehaceres materialmente imposibles de cumplir en el lapso de un día es tan frustrante que me genera un horrible malestar.

El desfasaje temporal entre mi realidad alternativa artística, y la realidad de esta Matrix, es una frustración recurrente. En mi mundo las cosas ocurren instantáneamente. Solo tengo que mirar la pantalla de mi mente y ahí están todas mis creaciones: el próximo artículo que voy a escribir, el siguiente patrón de amigurumi que voy a sacar, las fotos que voy a tomar, el muñeco que voy a tejer, la canción que voy a componer, y todo lo demás que quiero hacer, como leer determinado libro o mirar tal película.

Pero en la matrix las reglas son otras. Para mirar la película hay que prender la computadora, abrir el navegador, tipear las palabras para ir al sitio, buscar la película, conectar los auriculares, colocármelos, darle al play y rogar que mi hijo no me interrumpa al menos los próximos diez minutos del film.

Ocho acciones para concretar lo que quiero hacer. De solo escribirlas me agoté sobremanera. Vivir en la Matrix con tantas acciones previas para llegar al resultado deseado es sumamente asfixiante en algunos momentos.

Cuando se trata de un proyecto que requiere más pasos para concretarse, y peor, su duración en el tiempo es mayor, el desgaste físico, mental y emocional que me ocasiona llevarlos a cabo esos procesos, generalmente desemboca en un terrible reflujo gástrico como el de ayer.

Soy pésima gestionando mi energía. Lo sé. Cuando estoy eufórica hago, hago, hago, una y otra cosa, miles. De repente se acaba la batería y termino tirada en la cama en posición fetal aullando de dolor.

Y creo que fue eso lo que sucedió ayer, aunque no estoy del todo segura.

Después de escribir la entrada de ayer, sabía que tenía que ir a descansar. Lo sabía con certeza. Pero me obligué a permanecer más horas despierta para adelantar tareas.

También sabía que con una cena ligera iba a estar bien. Pero no. Me abarroté de comida aprovechando la ocasión especial de que había pizza recién horneada.

El resto es pura deducción. No dormí hasta las cuatro de la madrugada. Y además me la pasé maldiciendo la cabeza de los dueños de determinada empresa argentina de alimentos por el abierto engaño de hacer pasar un concentrado químico de dudoso contenido por jugo de limón concentrado.

¡Cómo los odié por Dios!

Hace un tiempo descubrí que tomar un vaso de jugo de medio limón diluido en agua, me calmaba instantáneamente la acidez estomacal e impedía que se manifieste el reflujo gástrico.

Cuando se terminaron los limones que había en la heladera, probé suerte con una botellita que había comprado mi marido en el supermercado y rezaba en su etiqueta: Jugo de Limón concentrado. Temí que fuera cualquier cosa menos lo que decía el envase, sin embargo, mientras duró la botellita no sufrí ningún episodio de dolor de panza. El contenido era limón auténtico, ya que sin sus propiedades originales no hubiese surtido efecto como preventivo gástrico.

Antes de que se acabara aquella botellita, mi marido había comprado otra de una marca diferente. Esta nueva marca si vendía gato por liebre.

Ya al destapar la botella olí su contenido y me di cuenta de la diferencia con la primera marca. Olía a los jugos concentrados de botella, esos que vienen con sabor a naranja, y es solo el sabor porque una sabe que su composición química tiene cualquier cosas menos naranjas.

Lo mismo ocurrió con el jugo concentrado de limón de esta segunda marca. De limón solo tenía el nombre. Sus verdaderos componentes son un misterio.

Tomé dos vasos diluidos en agua. Nada. El dolor persistía.

En mi desesperación recurrí al otro bálsamo, pese a sus efectos colaterales. Bicarbonato de sodio. Una cucharada en medio vaso de agua hizo lo que ya sabía que iba a hacer: adiós pizza. Toda la cena vertida en el inodoro. Aun así el dolor no cedió.

A lo que cedí finalmente fue al cansancio y me dormí con un dragón adentro del estómago que hacia cabriolas escupiendo fuegos que me llegaban hasta la garganta. Un horror.

Me hice la pregunta obligada de cada ocasión en que se presentan los episodios de acidez estomacal: ¿Qué me puso así? ¿Qué cosa me cayó mal? Y a sabiendas de la pizza solo era el chivo expiatorio del momento.

Cuando todo en mi vida va bien me puedo comer un elefante y luego me voy a dormir como un bebé.

La respuesta que me llegó fue: estás demasiado acelerada. Tenés demasiados frentes abiertos. Recortá y enfocá.

Por eso hoy, después de descubrir que alguien se había robado un burrito que trasplanté hace unas semanas, busqué un nuevo plantín y lo trasladé al lugar que había ocupado el otro. ¿Quién se roba una planta de burrito? Me quedé desconcertada, pero no me preocupé. Tengo una planta enorme en el otro cantero. Seguirá creciendo y reproduciéndose.

Poner mis manos en la tierra me alejó por unas horas del mal trago de anoche y la frustración de haber empezado el día con mal pie.

Tenía la esperanza de que colocar estas cosas por escrito también me ayudara a transmutarlas y me hiciera sentir mejor. Y así fue.

La lección era muy sencilla, y hoy no tengo intenciones de desoírla. El cuerpo habla, y cuando dice que quiere descansar, descanso es lo que hay que darle.

Que así sea. 



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