Día 101. Miércoles 24 de junio de 2020

Día 101. Miércoles 24 de junio de 2020


El invierno tuvo la buena voluntad de hacer acto de presencia.

Esta mañana todavía hacía treinta grados de calor a la sombra, pero en el transcurso de la tarde, un viento frío empezó a soplar con persistencia.

Ya me tuve que poner un saco de lana para salir al garaje a escribir y fumar.

Esto se volvió una especie de ritual. Cada tarde noche, entre las dieciocho y las veinte horas, armo tres cigarrillos y me llevo la notebook al garaje para sentarme a escribir.

Mi oficina trasera es muy modesta. Mi escritorio es una plancha de MDF color madera de sesenta por cincuenta centímetros apoyada arriba del secarropas.

El asiento que ocupo está lejos de parecerse a una acolchada y confortable silla giratoria. Es una butaca que hice yo misma reciclando dos viejos tanques para calentar agua caliente. Los enfrenté y los sujeté con alambre para sostenerlos.

Esta filosofía del hágalo usted misma me ha llevado por el derrotero de fabricar mis propios muebles, aunque en la realidad es mi marido quién terminó atornillando y martillando piezas. Pero volviendo al tema, si hay algo que abunda en esta casa, son recortes de madera MDF de todos los tamaños. Uno de ellos sirvió perfectamente para añadir a la improvisada butaca.

Para darle suavidad al asiento, hice un almohadón a medida. El relleno son restos de tela e hilo.

He fantaseado con la idea de hacer butacas sin respaldo reciclando botellas plásticas, pero llevaba tanto trabajo que desistí de lanzarme a la tarea.

De vez en cuando sufro ataques de onda verde, y se me da por reciclar todo lo que veo. No soy adicta a ello, pero generalmente tomo el recaudo de guardar cartón, latas, frascos y botellas plásticas. Siempre sirven para algo.

Cuando hago limpieza profunda y noto que el material reciclable supera mi capacidad de reciclado, no lo pienso dos veces y termino tirando casi todo: menos una plancha de cartón. El cartón es fundamental en mi vida. Una planchita no amenaza la estabilidad del hogar y se puede guardar en cualquier resquicio de la casa.

Y bien. Volviendo a la modestia de mi oficina del garaje, es aquí donde ocurre el cincuenta por ciento de la magia. La otra mitad ocurre en la sala cuando mi hijo está mirando tan entretenido la tele que se olvida que tiene madre.

He decidido contar estos detalles de pobreza de mi ambiente de escritura, porque ayer chateando con mi amiga y colega Lily después de darle las gracias por el envío del paquete, salió a relucir un tema bastante espinoso: la envidia.

Tanto ella como yo nos dedicamos exactamente a lo mismo: a tejer muñecos de crochet. Sin embargo, no nos tratamos como competencia pese a que técnicamente lo somos. Si de nivel de experiencia tejeril hablamos, ella es tan impecable en sus amigurumis como yo. Fue por eso que decidí comprarle un muñeco que tenía a la venta y ese era el paquete que me había enviado: un Mario Bross de cincuenta centímetros de alto. Maravilloso, por cierto. Un trabajo tan logrado que me hizo suspirar de contento.

Muñeco que ella sabía que yo era perfectamente capaz de tejer. Sin embargo, lo adquirí por el placer de tener un muñeco confeccionado por ella. ¿Por qué en vez de competir Lily y yo nos admiramos? No lo sé. Supongo que ambas vibramos en el mismo estado de conciencia.

¿Por qué algunas personas en vez de admirar a la competencia intentan destruirla o plagiarle? No lo sé. Pero también sospecho que se trata de un estado del ser.

Cuando determinadas comprensiones no llegan a la mente y el corazón de las personas, o habiendo llegado a ellas deciden persistir en una ignorancia fingida, la envidia les corroe el alma y terminan cometiendo todo tipo de locuras.

Aclaremos: sentir envidia, es algo que experimentamos todos. No obstante, algunos aprendimos a gestionarla a nuestro favor y no en contra del supuesto enemigo. Algunos de nosotros ya entendimos que enfocar la atención en lo que es, o tiene el otro, es un derroche de energía vital. Energía que se puede reciclar para nuestro beneficio si aprendemos a conducirla a ese lugar donde sí genera ganancias.

No me voy a demorar en cómo utilizar la envidia a favor, ya que Julia Cameron lo ha explicado ya hace veinte años y mucho mejor que yo.

La reflexión conjunta con Lily me llevó a pensar en toda esa gente a la que no puedo ponerle rostro ni nombre, pero sé que seguía todas mis publicaciones en las redes sociales odiándome por ello. No sé quiénes eran, pero no me cabe duda de que estaban allí en las sombras. Podía sentir su envidia. Mi cuerpo podía sentirlo también.

He comentado lo que la poca fama que gané por mérito propio causó en mí. Pero ni me quiero imaginar lo que engendró en esa gente que no tenía nada mejor para hacer con su tiempo que envidiarme. A mí, justamente. Que tengo de pie de escritorio un secarropas y uso de mesa auxiliar el canasto de la ropa sucia. El garaje también es el lavadero.

Me he extendido muchísimo hablando de la falsa normalidad que crea en la sociedad el mal uso que se hace de las redes. Es vox populi que todos publicamos allí las fotos de las vacaciones, y la comida en el restaurant caro, sin mencionar que la pagó otro. De las peleas con nuestra pareja y la dificultad que tenemos con nuestros hijos no decimos nada. Bueno, yo sí. Si he tocado temas como mi propia depresión y el retraso del lenguaje de mi hijo. Pero porque soy rarita, y no me tiembla más el pulso a la hora de mencionar los tabúes colectivos.

No me extraña que la gente me envidiara cuando yo misma me encargaba de mostrar exactamente lo que quería que ellos vieran. Para las fotos con paredes descascaradas de fondo había una herramienta de edición digital que las corregía. Para mis arrugas, existía la belleza facial. Para fotografiar mis muñecos esperaba la hora de la siesta, la mejor luz.

Cada publicación, texto e imagen estaban pensados, diseñados, evaluados, retocados, editados y vueltos a editar. Tenía claro lo que quería comunicar, y adaptaba el contenido en función a ello. No había improvisación, salvo la prevista de antemano.

Ahora bien, si lo que envidiaban era mi manera de comunicar, que es y siempre ha sido fluida, desenfadada, ingeniosa y humorística, bueno. Para eso solo tengo una excusa: disciplina cuasi militar, estudio concienzudo y perseverancia a ultranza.

Lo siento, no hay atajos.

La excelencia se alcanza con trabajo duro, perdiéndole el miedo al miedo, saliendo de la zona confortable y cometiendo de vez en cuando algún que otro acto irrazonable que va a contracorriente del mundo.

Cuando todas las influencers del crochet mostraban en sus cuentas ositos adorables, yo tejía un diablito. Cuando tejían Baphomets –que se pusieron en tendencia durante un tiempo- yo mostré una dulce conejita blanca con moño rosa. Cuando todas estaban preocupadas por la Navidad, yo quise tejer un Grinch. Nunca lo terminé, por cierto, pero la intención de actuar a contracorriente estuvo latente.

Si hablamos de mi realidad, la auténtica, la que en buena medida narro aquí, -obviamente no contaré las desavenencias con mi marido cuando deja la ropa regada por toda la casa-, mi vida es igual a la de cualquier persona normal.

No vivo en una mansión, no tengo una habitación enorme que convertí en taller de tejido. Ya lo querría yo, pero en vez de eso me tengo que contentar con un rincón de ochenta por sesenta centímetros en una esquina de la sala.

La netbook en la que escribo estas cosas, es una comprada usada y encima pertenece a la saga de las entregadas a los estudiantes por el gobierno hace dos mandatos atrás. Tengo el mismo teléfono hace cuatro años y no lo cambio porque no gano lo suficiente para comprarme uno nuevo.

Y aunque suspiré con ilusión al ver que mis amigos viajaban a Brasil en las vacaciones pasadas antes de la crisis del Covid-19, no perdí mi tiempo enviándoles malas vibras. Quién sabe a cuanto han renunciado, o cuanto se han matado trabajando para ahorrar esos pesos que les permitieron vacacionar.

Ahora, pasando el limpio esta reflexión acerca de la envidia…

La gente que llega alto, necesariamente ha trabajado extremadamente duro para colocarse allí. Se me viene a la mente una colega escritora de novelas eróticas que cuenta con miles de seguidoras en su haber. Cuando le pregunté como lo había logrado, respondió que no lo sabía. Solo sucedió, fueron sus palabras.

Sin embargo, ella escribe obligatoriamente todos los benditos días entre cuatro y ocho horas. No sucedió solamente. Ella hizo que suceda.

Me tomé una foto con ella y tuvo más likes de los que pude haber generado en mi vida con una publicación. Ella es famosa en su nicho. Y se lo ha ganado porque escribe endemoniada y eróticamente bien. Una novela de ella hace palidecer a cientos de películas porno. Sabe cómo subir la libido de las señoras en dos párrafos. Me incluyo en esta categoría.

Y volviendo a las redes sociales, ¿acaso las personas no se dan cuenta que lo que ven allí es una sesgada visión de una realidad ajena que desconocen por completo?

¿Qué es lo que envidiaban? ¿Mis fotos lindas? Hice dos cursos de fotografía, leí cientos de tutoriales, saco millones de fotos y me demoro horas editando las imágenes que publico.

¿Mi verborragia? Escribo desde los ocho años, no fue magia.

¿Mi imagen? ¿El jaleo que monté adrede cuando estaba empecinada en la loca carrera de ganar seguidores? Belleza facial y peinarme antes de tomarme la foto, eso fue todo. Retoque y edición posterior para las paredes descascaradas de fondo.

¿Qué canto lindo? También practico canto desde los ocho años.

¿O será que me envidian que no me privo de ser yo misma ni de mostrarlo? O peor, de tejer monstruitos cuando todas están tejiendo gatitos. Ir intencionalmente a contramano, y eso de pasar por al lado del policía que come bizcochitos dentro el patrullero si llama la atención de algún otro que está observando desde la vereda de enfrente.

No me llevo bien con la uniformidad y el pensamiento de grupo. Ya lo dije. Si la causa lo amerita, yo misma me convierto en una leal subordinada, pero para llegar a esa instancia tiene que correr mucha agua bajo el puente. Y el fin último de la asociación tiene que superar con creces lo que podría lograr yo sola. Si no, ni me gasto.

Me he demostrado una y otra vez que me basto.

Sino mi marido no sería mi marido. Mi matrimonio funciona porque juntos y en equipo logramos más cosas de las que podríamos conseguir solos. Sin embargo, si algún día la asociación se rompiera por la razón que fuera, él será perfectamente capaz de vivir sin mí, y yo lloraría un buen rato por tener que volver a cocinar, pero sobreviviría.

Para cerrar el tema, que hace muchas horas que estoy aquí y ya me estoy saturando de mis propias palabras, tiraré la bomba y me iré.

El día que fui consciente que era blanco de la envidia de algunas personas sin rostro, busqué dentro de mí, ¿qué parte de mi inconsciente estaba envidiando a otros? Y por supuesto, lo descubrí.

Lo similar atrae lo similar. La energía que se lanza al exterior regresa multiplicada.

A diferencia de la gran mayoría de las personas no me lamenté por ser víctima de las malas vibras ajenas. Sabía perfectamente que eso solo podía tener un origen, solo uno: yo.

Busqué, lo encontré y lo admití en voz alta.

Como era energía reciclable como el cartón y las botellas de plástico, decidí utilizarla a mi favor. Después de unos meses de pataletas, berrinches y depresión pude convencerme de hacer las cosas que conjuraran mi propia envidia. No fue la cuarentena. No fue el coronavirus. No fue el hecho de tener que permanecer encerrada en casa lo que me hizo cambiar.

Pese a lo mucho que me quejo de las situaciones actuales, la crisis mundial ha devenido en una magnífica oportunidad para reciclarme a mí misma.

Mi calidad de vida ha mejorado enormemente desde el resguardo preventivo y estoy produciendo mucho más que en los años pasados y eso que tengo un escritorio de secarropas y convivo con los enseres del lavadero cada vez que me voy a sentar a escribir. Durante días permanezco con la misma ropa, y generalmente no me peino ni uso sostén. Ese es el backstage de la escritora.

Si pude experimentar un cambio tan radical y tan beneficioso para mi vida por trabajar mi envidia, no puedo evitar pensar en cómo sería el mundo si las personas lo intentaran al menos una vez.



◼️ Siguiente: Día 102. Jueves 25 de junio de 2020
◼️ Anterior: Día 100. Martes 23 de junio de 2020

Índice

Report Page