Día 100. Martes 23 de junio de 2020

Día 100. Martes 23 de junio de 2020


Para ser este el día cien de cuarentena, ha sido un día bastante particular.

En principio, me levanté tan temprano que relevé al gallo de sus tareas.

Sentí mucho placer de escuchar los pajaritos cantar. Preparar mi mate con absoluta tranquilidad. ¡Oh, que belleza! Hoy podré sentarme a trabajar tranquila mientras mi hijo duerme. Podré escribir de corrido en mi diario. ¿Qué tal si me amigo con las agujas de crochet y retomo ese hipocampo amigurumi que duerme desde febrero en mi mesa de trabajo? ¡Es un gran plan!

Quizás hasta podría abrir el archivo del patrón y editarlo un rato. Adelantaría la venta si lo terminara pronto y un nuevo producto, es un posible ingreso en este tiempo de sequía económica, aunque sepa que no lo podré cobrar. No importa, quizás podría invertir en bitcoins.

Prendí la computadora, abrí el archivo. Tomé el muñeco, y lo observé detenidamente. ¡Oh, estoy a solo dos piezas tejidas de terminarlo! ¡No creí que estuviera tan avanzado! Ovillo rosado, aguja en mano y empecé: cuatro medios puntos a crochet, siguiente ronda, un aumento, un medio punto, y repetir.

¡Qué contenta me pone regresar a mis labores artesanales! ¡Qué bien se siente! ¡Que placer cuando…!

Y mi hijo se despertó.

En toda la cuadra se escuchó mi alarido de anda a dormiiiiir. Son las nueve de la madrugada y vos te despertás al mediodía ¿qué estás haciendo acá?

Pobre criatura. Huyó despavorido.

Cinco minutos después agucé los oídos tratando de adivinar si efectivamente el niño se había vuelto a dormir. Me dí cuenta que no, entonces abandoné ovillo y aguja arriba de la mesa y me fui a mirar que estaba haciendo.

No le grité tan fuerte como para hacerlo llorar, pero lo hacía de todos modos, así que suavicé mis maneras y le ofrecí prepararle una leche, resignada y resoplando a sabiendas de que el magnífico plan de tejer ya no sería viable.

¿A qué hora me tengo que levantar para trabajar en paz? ¿Acaso tengo que matar al gallo y cantar en su lugar?

No obstante, eso fue solo el principio de una mañana difícil.

Cuando prendí el Wi-Fi para hacer las publicaciones que tenía agendadas para hoy, también entraron los nuevos mails y me encontré con unas cuantas situaciones que me obligaban a tomar acción inmediata, relegando lo planeado para después.

Una de ellas era el aviso de que había llegado un paquete enviado por mi amiga Lily al servicio de encomiendas. Me avisaban que tenía cinco días para retirarlo.

Otra, un mail de la pasarela de pago argentina que utilizo para vender mis productos, que me pedía rellenar un formulario. Esto último me resultó bastante inquietante ya que tienen mi identidad debidamente verificada. ¿De qué se trataba este reiterativo pedido de datos?

Supuse que el gobierno al que nadie osa llamar comunista en voz alta y sin embargo aplica medidas dignas de aquella ideología, estaba detrás de aquello. Hace un tiempo vengo leyendo noticias acerca de los nuevos modos para tenernos a todos bien controladitos. Especialmente a los que generamos ingresos. Nimios, pero los generamos igual.

No me sorprendería que pasado mañana, bien munidos de nuestros datos decidan sacar algún nuevo impuesto para continuar pisándonos la cabeza. ¿Es que la recesión económica recrudecida con el resguardo preventivo no les alcanza? Nos cierran las puertas al exterior, nos ponen cepo a los cobros internacionales, apenas se vende algo en Argentina ¿y pretender seguir exprimiéndonos más? ¡Esto es de locos!

Confío en mi pasarela de pago, pero también sé que ellos siguen regulaciones nacionales. Y aunque me olió a podrido la condición de rellenar el formulario para poder seguir operando con su plataforma, la completé igualmente.

A diferencia de las redes sociales, de las que me fui teniendo en la mano la opción B, en este caso no la tenía. En Argentina, solo tenemos esa única pasarela. Tampoco habrá nuevas, porque nadie tiene un centavo para invertir, y ningún extranjero en su sano juicio apostaría su dinero en un país donde intentan expropiar empresas.

Nota al margen: después de la Pueblada del domingo, el gobierno se echó atrás en su intención de copar la fábrica de aceites. No obstante, con tamaño precedente, si fuera extranjera, ni borracha pondría un centavo en este agujero del fin del mundo.

Ya pasado el malhumor y la inquietud de ese pedido extraño, tuve que pensar en cómo demonios haría para ir hasta el correo a retirar el paquete que me había mandado Lily.

Ponete barbijo. Mirá todo el tiempo adelante, acordate que no tenes permiso de tránsito; si ves un control policial, pegate media vuelta a casa. Mirá que la multa es cara. Tené cuidado. No te arriesgues. Llevá documento. Ah, y una copia del mail de retiro de paquete por si te detienen. Cuando llegues allá mantené la distancia. Dos metros, acordate. Dos metros.

Me sentí Rambo a punto de intentarme en la selva vietnamita con todas las sugerencias de mi marido. Y solo me dirigía al servicio de encomiendas. En vez de cinta roja, me calcé el tapabocas. No podía respirar. ¡Esto es una mier**! ¿Cómo hacés para salir con esta cosa en la cara? Le pregunté a mi marido que respondió encogiéndose de hombros.

 Después de 100 días sin transitar las calles de Resistencia, salir de casa se convirtió en toda una aventura salvaje.

Fui en bicicleta con viento en contra. Mañana voy a despertar teniendo las piernas de Maradona.

La mitad del viaje era por plena ruta 11. Con un sol ardiente en pleno invierno. Agotada de pedalear, y asfixiada por el barbijo creí que iba a caer seca en plena ruta.

En el camino presté especial atención al vallado del barrio marginal que habían convertido en gueto después del brote masivo de casos de coronavirus anunciado en las noticias locales. De gueto, nada.

Justo una motocicleta con dos pasajeros atravesaba de dentro hacia afuera el vallado cuando yo pasaba. Volví a mirar y descubrí que el tránsito no estaba vigilado, no habían policías, la gente entraba y salía de allí libremente por una abertura en el mismo. No entendía nada.

Estaba indignadísima cuando conocí la noticia, pensando en cómo se las apañaría toda esa gente encerrada allí como presa. Y resulta que circulaban con total normalidad.

También me asombré de la profusión de vehículos que embotaban la ruta. ¿Acaso no estábamos bloqueados? ¿Cómo era eso de que no se podía viajar de una localidad a otra? ¿Cómo podía ser que hubiese tanto tráfico?

No vi un solo policía en mi viaje de ida al correo. Lo que abundaba era el sol y el viento que hacia bambolear mis brazos y dificultaba sobremanera el pedaleo. Nadie me detuvo. Nadie me pidió mi documento de identidad. Nadie siquiera me miró.

En el viaje de vuelta, emprendí la ruta en contramano, por el camino lateral, de tierra, cuidando de alejarme casi veinte metros de ella.

Al llegar a la intersección de la ruta y la avenida principal vi un patrullero a lo lejos. Como estaba detenido, me arriesgué a seguir andando pese a las recomendaciones de mi marido.

No solo los pasé por al lado sin que advirtieran siquiera mi presencia, también lo hice en contramano. Los policías estaban tomando mate y comiendo bizcochitos.

No podía creer nada de lo que veía.

Encerrada durante cien días como estúpida ciudadana que no quiere contravenir las reglas ni cargarse una multa al hombro, no tenía manera de saber que allá afuera la vida funcionaba de manera casi normal. Y digo casi, ya que no tuve que temer de perecer arrollada por el transporte público. De esos colectivos mastodontes, no había ninguno.

Que decepción me dio ver con mis propios ojos tanta algarabía en lo que creía era un desierto.

Estoy pensando si me rebelo al mandato, o me mantengo como estúpida ciudadana hasta que decreten oficialmente lo que ya está ocurriendo: se terminó la cuarentena.

En el papel y las noticias nos han dicho que volvíamos a fase uno. En la realidad, vehículos, personas y mascotas circulan libremente. Y la fuerza policial no ejerce ningún tipo de control. El gueto era mentira. ¿Lo son también los casos de coronavirus que se produjeron en aquel barrio?

Es un misterio.

Después de cuatro meses sin hacer ejercicio físico, con el que tuve hoy pedaleando con viento en contra, me alcanza para cuatro meses más de sedentarismo. Adelanté el horario de la escritura porque si me caigo, pero de sueño y cansancio.

Después de hoy ya no voy desear levantarme más temprano que la alarma para trabajar tranquila. Ya entendí que en cuarentena es obligatorio pasar tiempo con mi hijo, ya que no solo él me interrumpe las labores, ahora sé que también el gobierno está empeñado en no dejarnos trabajar. Y que esta cuarentena luce demasiado rara.



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