1984

1984

George Orwell

No había nadie en ninguna de las mesas próximas a ellos. No era prudente que le vieran a uno cerca de semejantes personas. Los tres, silenciosos, bebían ginebra con clavo; una especialidad de la casa. De los tres, era Rutherford el que más había impresionado a Winston. En tiempos, Rutherford fue un famoso caricaturista cuyas brutales sátiras habían ayudado a inflamar la opinión popular antes y durante la Revolución. Incluso ahora, a largos intervalos, aparecían sus caricaturas y satíricas historietas en el

Times.

Eran una imitación de su antiguo estilo y ya no tenían vida ni convencían. Era volver a cocinar los antiguos temas: niños que morían de hambre, luchas callejeras, capitalistas con sombrero de copa (hasta en las barricadas seguían los capitalistas con su sombrero de copa), es decir, un esfuerzo desesperado por volver a lo de antes. Era un hombre monstruoso con una crencha de cabellos gris grasienta, bolsones en la cara y unos labios negroides muy gruesos. De joven debió de ser muy fuerte; ahora su voluminoso cuerpo se inclinaba y parecía derrumbarse en todas las direcciones. Daba la impresión de una montaña que se iba a desmoronar de un momento a otro.

Era la solitaria hora de las quince. Winston no podía recordar ya por qué había entrado en el café a esa hora. No había casi nadie allí. Una musiquilla brotaba de las telepantallas. Los tres hombres, sentados en un rincón, casi inmóviles, no hablaban ni una palabra. El camarero, sin que le pidieran nada, volvía a llenar los vasos de ginebra. Había un tablero de ajedrez sobre la mesa, con todas las piezas colocadas, pero no habían empezado a jugar. Entonces, quizá sólo durante medio minuto, ocurrió algo en la telepantalla. Cambió la música que tocaba. Era dificil describir el tono de la nueva música: una nota burlona, cascada, que a veces parecía un rebuzno. Winston, mentalmente, la llamó «la nota amarilla».

Y la voz de la telepantalla cantaba:
Bajo el Nogal de las ramas extendidas
yo te vendí y tú me vendiste.
Allí yacen ellos y aquí yacemos nosotros.
Bajo el Nogal de las ramas extendidas.
Los tres personajes no se movieron, pero cuando Winston volvió a mirar la desvencijada cara de Rutherford, vio que estaba llorando. Por vez primera observó, con sobresalto, pero sin saber por qué se impresionaba, que tanto Aaronson como Rutherford tenían partidas las narices.

Un poco después, los tres fueron detenidos de nuevo. Por lo visto, se habían comprometido en nuevas conspiraciones en el mismo momento de ser puestos en libertad. En el segundo proceso confesaron otra vez sus antiguos crímenes, con una sarta de nuevos delitos. Fueron ejecutados y su historia fue registrada en los libros de historia publicados por el Partido como ejemplo para la posteridad. Cinco años después de esto, en 1973, Winston desenrollaba un día unos documentos que le enviaban por el tubo automático cuando descubrió un pedazo de papel que, evidentemente, se había deslizado entre otros y había sido olvidado. En seguida vio su importancia. Era media página de un

Times
de diez años antes —la mitad superior de una página, de manera que incluía la fecha— y contenía una fotografía de los delegados en una solemnidad del Partido en Nueva York. Sobresalían en el centro del grupo Jones, Aaronson y Rutherford. Se les veía muy claramente, pero además sus nombres figuraban al pie.

Lo cierto es que en ambos procesos los tres personajes confesaron que en aquella fecha se hallaban en suelo eurasiático, que habían ido en avión desde un aeródromo secreto en el Canadá hasta Siberia, donde tenían una misteriosa cita. Allí se habían puesto en relación con miembros del Estado Mayor eurasiático al que habían entregado importantes secretos militares. La fecha se le había grabado a Winston en la memoria porque coincidía con el primer día de estío, pero toda aquella historia estaba ya registrada oficialmente en innumerables sitios. Sólo había una conclusión posible: las confesiones eran mentira.

Desde luego, esto no constituía en sí mismo un descubrimiento. Incluso por aquella época no creía Winston que las víctimas de las purgas hubieran cometido los crímenes de que eran acusados. Pero ese pedazo de papel era ya una prueba concreta; un fragmento del pasado abolido como un hueso fósil que reaparece en un estrato donde no se le esperaba y destruye una teoría geológica. Bastaba con ello para pulverizar al Partido si pudiera publicarse en el extranjero. Y explicarse bien su significado.

Winston había seguido trabajando después de su descubrimiento. En cuanto vio lo que era la fotografía y lo que significaba, la cubrió con otra hoja de papel. Afortunadamente, cuando la desenrolló había quedado de tal modo que la telepantalla no podía verla.

Se puso la carpeta sobre su rodilla y echó hacia atrás la silla para alejarse de la telepantalla lo más posible. No era difícil mantener inexpresivo la cara e incluso controlar, con un poco de esfuerzo, la respiración; pero lo que no podía controlarse eran los latidos del corazón y la telepantalla los recogía con toda exactitud. Winston dejó pasar diez minutos atormentado por el miedo de que algún accidente —por ejemplo, una súbita corriente de aire lo traicionara. Luego, sin exponerla a la vista de la pantalla, tiró la fotografía en el «agujero de la memoria» mezclándola con otros papeles inservibles. Al cabo de un minuto, el documento sería un poco de ceniza.

Aquello había pasado hacía diez u once años. «De ocurrir ahora, pensó Winston, me habría guardado la foto.» Era curioso que el hecho de haber tenido ese documento entre sus dedos le pareciera constituir una gran diferencia incluso ahora en que la fotografía misma, y no sólo el hecho registrado en ella, era sólo recuerdo. ¿Se aflojaba el dominio del Partido sobre el pasado se preguntó Winston— porque una prueba documental que ya no existía
hubiera existido
una vez?

Pero hoy, suponiendo que pudiera resucitar de sus cenizas, la foto no podía servir de prueba. Ya en el tiempo en que él había hecho el descubrimiento, no estaba en guerra Oceanía con Eurasia y los tres personajes suprimidos tenían que haber traicionado su país con los agentes de Asia oriental y no con los de Eurasia. Desde entonces hubo otros cambios, dos o tres, ya no podía recordarlo. Probablemente, las confesiones habían sido nuevamente escritas varias veces hasta que los hechos y las fechas originales perdieran todo significado. No es sólo que el pasado cambiara, es que cambiaba continuamente. Lo que más le producía a Winston la sensación de una pesadilla es que nunca había llegado a comprender claramente

por qué
se emprendía la inmensa impostura. Desde luego, eran evidentes las ventajas inmediatas de falsificar el pasado, pero la última razón era misteriosa. Volvi6 a coger la pluma y escribió:
Comprendo CÓMO: no comprado POR QUÉ.

Se preguntó, como ya lo había hecho muchas veces, si no estaría él loco. Quizás un loco era sólo una «minoría de uno». Hubo una época en que fue señal de locura creer que la tierra giraba en torno al sol: ahora, era locura creer que el pasado es inalterable. Quizá fuera él el único que sostenía esa creencia, y, siendo el único, estaba loco. Pero la idea de ser un loco no le afectaba mucho. Lo que le horrorizaba era la posibilidad de estar equivocado.

Cogió el libro de texto infantil y miró el retrato del Gran Hermano que llenaba la portada. Los ojos hipnóticos se clavaron en los suyos. Era como si una inmensa fuerza empezara a aplastarle a uno, algo que iba penetrando en el cráneo, golpeaba el cerebro por dentro, le aterrorizaba a uno y llegaba casi a persuadirle que era de noche cuando era de día. Al final, el Partido anunciaría que dos y dos son cinco y habría que creerlo. Era inevitable que llegara algún día al dos y dos son cinco. La lógica de su posición lo exigía. Su filosofía negaba no sólo la validez de la experiencia, sino que existiera la realidad externa. La mayor de las herejías era el sentido común. Y lo más terrible no era que le mataran a uno por pensar de otro modo, sino que pudieran tener razón. Porque, después de todo, ¿cómo sabemos que dos y dos son efectivamente cuatro? O que la fuerza de la gravedad existe. O que, el pasado no puede ser alterado. ¿Y si el pasado y el mundo exterior sólo existen en nuestra mente y, siendo la mente controlable, también puede controlarse el pasado y lo que llamamos la realidad?

¡No, no!; a Winston le volvía el valor. El rostro de O’Brien, sin saber por qué, empezó a flotarle en la memoria; sabía, con más certeza que antes, que O’Brien estaba de su parte. Escribía este Diario para O’Brien; era como una carta interminable que nadie leería nunca, pero que se dirigía a una persona determinada y que dependía de este hecho en su forma y en su tono.

El Partido os decía que negaseis la evidencia de vuestros ojos y oídos. Ésta era su orden esencial. El corazón de Winston se encogió al pensar en el enorme poder que tenía enfrente, la facilidad con que cualquier intelectual del Partido lo vencería con su dialéctica, los sutiles argumentos que él nunca podría entender y menos contestar. Y, sin embargo, era él, Winston, quien tenía razón. Los otros estaban equivocados y él no. Había que defender lo evidente. El mundo sólido existe y sus leyes no cambian. Las piedras son duras, el agua moja, los objetos faltos de apoyo caen en dirección al centro de la Tierra…

Con la sensación de que hablaba con O’Brien, y también de que anotaba un importante axioma, escribió:
La libertad es poder decir libremente que dos y dos son cuatro. Si se concede esto, todo lo demás vendrá por sus pasos contados.
CAPITULO VIII

Del fondo del pasillo llegaba un aroma a café tostado —café de verdad, no café de la Victoria—, un aroma penetrante. Winston se detuvo involuntariamente. Durante unos segundos volvió al mundo medio olvidado de su infancia. Entonces se oyó un portazo y el delicioso olor quedó cortado tan de repente como un sonido.

Winston había andado varios kilómetros por las calles y se le habían irritado sus varices. Era la segunda vez en tres semanas que no había llegado a tiempo a una reunión del Centro Comunal, lo cual era muy peligroso ya que el número de asistencias al Centro era anotado cuidadosamente. En principio, un miembro del Partido no tenía tiempo libre y nunca estaba solo a no ser en la cama. Se suponía que, de no hallarse trabajando, comiendo, o durmiendo, estaría participando en algún recreo colectivo. Hacer algo que implicara una inclinación a la soledad, aunque sólo fuera dar un paseo, era siempre un poco peligroso. Había una palabra para ello en neolengua:

vidapropia,

es decir, individualismo y excentricidad. Pero esa tarde, al salir del Ministerio, el aromático aire abrileño le había tentado. El cielo tenía un azul más intenso que en todo el año y de pronto le había resultado intolerable a Winston la perspectiva del aburrimiento, de los juegos anotadores, de las conferencias, de la falsa camaradería lubricada por la ginebra… Sintió el impulso de marcharse de la parada del autobús y callejear por el laberinto de Londres, primero hacia el Sur, luego hacia el Este y otra vez hacia el Norte, perdiéndose por calles desconocidas y sin preocuparse apenas por la dirección que tomaba.

«Si hay esperanza —habría escrito en el Diario—, está en los proles.» Estas palabras le volvían como afirmación de una verdad mística y de un absurdo palpable. Penetró por los suburbios del Norte y del Este alrededor de lo que en tiempos había sido la estación de San Pancracio. Marchaba por una calle empedrada, cuyas viejas casas sólo tenían dos pisos y cuyas puertas abiertas descubrían los sórdidos interiores. De trecho en trecho había charcos de agua sucia por entre las piedras. Entraban y salían en las casuchas y llenaban las callejuelas infinidad de personas: muchachas en la flor de la edad con bocas violentamente pintadas, muchachos que perseguían a las jóvenes, y mujeres de cuerpos obesos y bamboleantes, vivas pruebas de lo que serían las muchachas cuando tuvieran diez años más, ancianos que se movían dificultosamente y niños descalzos que jugaban en los charcos y salían corriendo al oír los irritados chillidos de sus madres. La cuarta parte de las ventanas de la calle estaban rotas y tapadas con cartones. La mayoría de la gente no prestaba atención a Winston. Algunos lo miraban con cauta curiosidad. Dos monstruosas mujeres de brazos rojizos cruzados sobre los delantales, hablaban en una de las puertas. Winston oyó algunos retazos de la conversación.

—Pues, sí, fui y le dije: «Todo eso está muy bien, pero si hubieras estado en mi lugar hubieras hecho lo mismo que yo. Es muy sencillo eso de criticar —le dije , pero tú no tienes los mismos problemas que yo».
—Claro —dijo la otra—, ahí está la cosa. Cada uno sabe lo suyo.

Estas voces estridentes se callaron de pronto. Las mujeres observaron a Winston con hostil silencio cuando pasó ante ellas. Pero no era exactamente hostilidad sino una especie de alerta momentánea como cuando nos cruzamos con un animal desconocido. El «mono» azul del Partido no se veía con frecuencia en una calle como ésta. Desde luego, era muy poco prudente que lo vieran a uno en semejantes sitios a no ser que se tuviera algo muy concreto que hacer allí: Las patrullas le detenían a uno en cuanto lo sorprendían en una calle de proles y le preguntaban: «¿Quieres enseñarme la documentación camarada? ¿Qué haces por aquí? ¿A qué hora saliste del trabajo? ¿Tienes la costumbre de tomar este camino para ir a tu casa?, y así sucesivamente. No es que hubiera una disposición especial prohibiendo regresar a casa por un camino insólito, mas era lo suficiente para hacerse notar si la Policía del Pensamiento lo descubría.

De pronto, toda la calle empezó a agitarse. Hubo gritos de aviso por todas partes. Hombres, mujeres y niños se metían veloces en sus casas como conejos. Una joven salió como una flecha por una puerta cerca de donde estaba Winston, cogió a un niño que jugaba en un charco, lo envolvió con el delantal y entró de nuevo en su casa; todo ello realizado con increíble rapidez. En el mismo instante, un hombre vestido de negro, que había salido de una callejuela lateral, corrió hacia Winston señalándole nervioso el cielo.

—¡El vapor! —gritó—. Mire, maestro. ¡Échese pronto en el suelo!
«El vapor» era el apodo que, no se sabía por qué, le habían puesto los proles a las bombas cohetes.

Winston se tiró al suelo rápidamente. Los proles llevaban casi siempre razón cuando daban una alarma de esta clase. Parecían poseer una especie de instinto que les prevenía con varios segundos de anticipación de la llegada de un cohete, aunque se suponía que los cohetes volaban con más rapidez que el sonido. Winston se protegió la cabeza con los brazos. Se oyó un rugido que hizo temblar el pavimento, una lluvia de pequeños objetos le cayó sobre la espalda. Cuando se levantó, se encontró cubierto con pedazos de cristal de la ventana más próxima. Siguió andando. La bomba había destruido un grupo de casas de aquella calle doscientos metros más arriba. En el cielo flotaba una negra nube de humo y debajo otra nube, ésta de polvo, envolvía las ruinas en torno a las cuales se agolpaba ya una multitud. Había un pequeño montón de yeso en el pavimento delante de él y en medio se podía ver una brillante raya roja. Cuando se levantó y se acercó a ver qué era vio que se trataba de una mano humana cortada por la muñeca. Aparte del sangriento muñón, la mano era tan blanca que parecía un molde de yeso. Le dio una patada y la echó a la cloaca, y para evitar la multitud, torció por una calle lateral a la derecha. A los tres o cuatro minutos estaba fuera de la zona afectada por la bomba y la sórdida vida del suburbio se había reanudado como si nada hubiera ocurrido. Eran casi las veinte y los establecimientos de bebida frecuentados por los proles (les llamaban, con una palabra antiquísima, «tab

En un ángulo formado por una casa de fachada saliente estaban reunidos tres hombres. El de en medio tenía en la mano un periódico doblado que los otros dos miraban por encima de sus hombros. Antes ya de acercarse lo suficiente para ver la expresión de sus caras, pudo deducir Winston, por la inmovilidad de sus cuerpos, que estaban absortos. Lo que leían era seguramente algo de mucha importancia. Estaba a pocos pasos de ellos cuando de pronto se deshizo el grupo y dos de los hombres empezaron a discutir violentamente. Parecía que estaban a punto de pegarse.

—¿No puedes escuchar lo que te digo? Te aseguro que ningún número terminado en siete ha ganado en estos catorce meses.
—Te digo que sí.
—No, no ha salido ninguno terminado en siete. En casa los tengo apuntados todos en un papel desde hace dos años. Nunca dejo de copiar el número. Y te digo que ningún número ha terminado en siete…
—Sí; un siete ganó. Además, sé que terminaba en cuatro, cero, siete. Fue en febrero… En la segunda semana de febrero.

—Ni en febrero ni nada. Te digo que lo tengo apuntado. —Bueno, a ver si lo dejáis —dijo el tercer hombre.

Estaban hablando de la lotería. Winston volvió la cabeza cuando ya estaba a treinta metros de distancia. Todavía seguían discutiendo apasionadamente. La lotería, que pagaba cada semana enormes premios, era el único acontecimiento público al que los proles concedían una seria atención. Probablemente, había millones de proles para quienes la lotería era la principal razón de su existencia. Era toda su delicia, su locura, su estimulante intelectual. En todo lo referente a la lotería, hasta la gente que apenas sabía leer y escribir parecía capaz de intrincados cálculos matemáticos y de asombrosas proezas memorísticas. Toda una tribu de proles se ganaba la vida vendiendo predicciones, amuletos, sistemas para dominar el azar y otras cosas que servían a los maniáticos. Winston nada tenía que ver con la organización de la lotería, dependiente del Ministerio de la Abundancia. Pero sabía perfectamente (como cualquier miembro del Partido) que los premios eran en su mayoría imaginarios. Sólo se pagaban pequeñas sumas y los ganadores de los grandes premios eran personas inexistentes. Como no había verdadera comunicación entre una y otra parte de Oceanía, esto resultaba muy fácil.

Si había esperanzas, estaba en los proles. Ésta era la idea esencial. Decirlo, sonaba a cosa razonable, pero al mirar aquellos pobres seres humanos, se convertía en un acto de fe. La calle por la que descendía Winston, le despertó la sensación de que ya antes había estado por allí y que no hacía mucho tiempo fue una calle importante. Al final de ella había una escalinata por donde se bajaba a otra calle en la que estaba un mercadillo de legumbres. Entonces recordó Winston dónde estaba: en la primera esquina, a unos cinco minutos de marcha, estaba la tienda de compraventa donde él había adquirido el libro en blanco donde ahora llevaba su Diario. Y en otra tienda no muy distante, había comprado la pluma y el frasco de tinta.

Se detuvo un momento en lo alto de la escalinata. Al otro lado de la calle había una sórdida taberna cuyas ventanas parecían cubiertas de escarcha; pero sólo era polvo. Un hombre muy viejo con bigotes blancos, encorvado, pero bastante activo, empujó la puerta oscilante y entró. Mientras observaba desde allí, se le ocurrió a Winston que aquel viejo, que por lo menos debía de tener ochenta años, habría sido ya un hombre maduro cuando ocurrió la Revolución. Él y unos cuantos como él eran los últimos eslabones que unían al mundo actual con el mundo desaparecido del capitalismo. En el Partido no había mucha gente cuyas ideas se hubieran formado antes de la Revolución. La generación más vieja había sido barrida casi por completo en las grandes purgas de los años cincuenta y sesenta y los pocos que sobrevivieron vivían aterrorizados y en una entrega intelectual absoluta. Si vivía aún alguien que pudiera contar con veracidad las condiciones de vida en la primera mitad del siglo, tenía que ser un prole. De pronto recordó Winston el trozo del libro de historia que había copiado en su Diario y le asaltó un impulso loco. Entraría en la taberna, trabaría conocimiento con aquel viejo y le interrogaría. Le diría: «Cuénteme su vida cuando era usted un muchacho, ¿se vivía entonces mejor que ahora o peor?. Precipitadamente, para no tener tiempo de asustarse, bajó la escalinata y cruzó la calle. Desde luego, era una locura. Como de costumbre, no había ninguna prohibición concreta de hablar con


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