1984

1984

George Orwell

¿Vas a decirme que no puedes servirme una pinta de cerveza? —decía el viejo.
—¿Y qué demonios de nombre es ese de «pinta»? —preguntó el tabernero inclinándose sobre el mostrador con los dedos apoyados en él.
—Escuchad, presume de tabernero y no sabe lo que es una pinta. A éste hay que mandarle a la escuela.
—Nunca he oído hablar de pintas para beber. Aquí se sirve por litros, medios litros… Ahí enfrente tiene usted los vasos en ese estante para cada cantidad de líquido.

—Cuando yo era joven —insistió el viejo— no bebíamos por litros ni por medios litros.
—Cuando usted era joven nosotros vivíamos en las copas de los árboles —dijo el tabernero guiñándoles el ojo a los otros clientes.
Hubo una carcajada general y la intranquilidad causada por la llegada de Winston parecía haber desaparecido. El viejo enrojeció, se volvió para marcharse, refunfuñando, y tropezó con Winston. Winston lo cogió deferentemente por el brazo.
—¿Me permite invitarle a beber algo? —dijo.

—Usted es un caballero —dijo el otro, que parecía no haberse fijado en el «mono» azul de Winston—. ¡Una pinta, quiera usted o no quiera! —añadió agresivo dirigiéndose al tabernero.

Éste llenó dos vasos de medio litro con cerveza negra. La cerveza era la única bebida que se podía conseguir en los establecimientos de bebidas de los proles. Estos no estaban autorizados a beber cerveza aunque en la práctica se la proporcionaban con mucha facilidad. El tiro al blanco con dardos estaba otra vez en plena actividad y los hombres que bebían en el mostrador discutían sobre billetes de lotería. Todos olvidaron durante unos momentos la presencia de Winston. Había una mesa debajo de una ventana donde el viejo y él podrían hablar sin miedo a ser oídos. Era terriblemente peligroso, pero no había telepantalla en la habitación. De esto se había asegurado Winston en cuanto entró.

—Debe usted de haber visto grandes cambios desde que era usted un muchacho empezó a explorar Winston.
La pálida mirada azul del viejo recorrió el local como si fuera allí donde los cambios habían ocurrido.
—La cerveza era mejor —dijo por último—; y más barata. Cuando yo era un jovencito, la cerveza costaba cuatro peniques los tres cuartos. Eso era antes de la guerra, naturalmente.
—¿Qué guerra era ésa? —preguntó Winston.

—Siempre hay alguna guerra —dijo el anciano con vaguedad. Levantó el vaso y brindó. ¡A su salud, caballero!
En su delgada garganta la nuez puntiaguda hizo un movimiento de sorprendente rapidez arriba y abajo y la cerveza desapareció. Winston se acercó al mostrador y volvió con otros dos medios litros.
—Usted es mucho mayor que yo —dijo Winston—. Cuando yo nací sería usted ya un hombre hecho y derecho.

Usted puede recordar lo que pasaba en los tiempos anteriores a la Revolución; en cambio, la gente de mi edad no sabe nada de esa época. Sólo podemos leerlo en los libros, y lo que dicen los libros puede no ser verdad. Me gustaría saber su opinión sobre esto. Los libros de historia dicen que la vida anterior a la Revolución era por completo distinta de la de ahora. Había una opresión terrible, injusticias, pobreza… en fin, que no puede uno imaginar siquiera lo malo que era aquello. Aquí, en Londres, la gran masa de gente no tenía qué comer desde que nacían hasta que morían. La mitad de aquellos desgraciados no tenían zapatos que ponerse. Trabajaban doce horas al día, dejaban de estudiar a los nueve años y en cada habitación dormían diez personas. Y a la vez había algunos individuos, muy pocos, sólo unos cuantos miles en todo el mundo, los capitalistas, que eran ricos y poderosos. Eran dueños de todo. Vivían en casas enormes y suntuosas con treinta criados, sólo se movían en autos y coches de cuatro caballos, bebían champán y llevaban sombrero de copa.

El viejo se animó de pronto.
—¡Sombreros de copa! exclamó. Es curioso que los nombre usted. Ayer mismo pensé en ellos no sé por qué. Me acordé de cuánto tiempo hace que no se ve un sombrero de copa. Han desaparecido por completo. La última vez que llevé uno fue en el entierro de mi cuñada. Y aquello fue… pues por lo menos hace cincuenta años, aunque la fecha exacta no puedo saberla. Claro, ya comprenderá usted que lo alquilé para aquella ocasión…

—Lo de los sombreros de copa no tiene gran importancia —dijo Winston con paciencia—. Pero estos capitalistas —ellos, unos cuantos abogados y sacerdotes y los demás auxiliares que vivían de ellos— eran los dueños de la tierra. Todo lo que existía era para ellos. Ustedes, la gente corriente, los trabajadores, eran sus esclavos. Los capitalistas podían hacer con ustedes lo que quisieran. Por ejemplo, mandarlos al Canadá como ganado. Si se les antojaba, se podían acostar con las hijas de ustedes. Y cuando se enfadaban, los azotaban a ustedes con un látigo llamado el gato de nueve colas. Si se encontraban ustedes a un capitalista por la calle, tenían que quitarse la gorra. Cada capitalista salía acompañado por una pandilla de lacayos que…

—¡Lacayos! Ahí tiene usted una palabra que no he oído desde hace muchísimos años. ¡Lacayos! Eso me recuerda muchas cosas pasadas. Hará medio siglo aproximadamente, solía pasear yo a veces por Hyde Park los domingos por la tarde para escuchar a unos tipos que pronunciaban discursos: Ejército de salvación, católicos, judíos, indios… En fin, allí había de todo. Y uno de ellos…, no puedo recordar el nombre, pero era un orador de primera, no hacía más que gritar: «¡Lacayos, lacayos de la burguesía! ¡Esclavos de las clases dirigentes!». Y también le gustaba mucho llamarlos parásitos y a los otros les llamaba hienas. Sí, una palabra algo así como hiena. Claro que se refería al Partido Laborista, ya se hará usted cargo.

Winston tenía la sensación de que cada uno de ellos estaba hablando por su cuenta. Debía orientar un poco la conversación:
—Lo que yo quiero saber es si le parece a usted que hoy día tenemos más libertad que en la época de usted. ¿Le tratan a usted más como un ser humano? En el pasado, los ricos, los que estaban en lo alto…
—La Cámara de los Lores —evocó el viejo.

—Bueno, la Cámara de los Lores. Le pregunto a usted si esa gente le trataba como a un inferior por el simple hecho de que ellos eran ricos y usted pobre. Por ejemplo, ¿es cierto que tenía usted que quitarse la gorra y llamarles «señor» cuando se los cruzaba usted por la calle?
El hombre reflexionó profundamente. Antes de contestar se bebió un cuarto de litro de cerveza.

—Sí —dijo por fin—. Les gustaba que uno se llevara la mano a la gorra. Era una señal de respeto. Yo no estaba conforme con eso, pero lo hacía muchas veces. No tenía más remedio.
—¿Y era habitual? —tenga usted en cuenta que estoy repitiendo lo que he leído en nuestros libros de texto para las escuelas—, era habitual en aquella gente, en los capitalistas, empujarles a ustedes de la acera para tener libre el paso?

—Uno me empujó una vez —dijo el anciano—. Lo recuerdo como si fuera ayer. Era un día de regatas nocturnas y en esas noches había mucha gente grosera, y me tropecé con un tipo joven y jactancioso en la avenida Shaftesbury. Era un caballero, iba vestido de etiqueta y con sombrero de copa. Venía haciendo zigzags por la acera y tropezó conmigo. Me dijo: «¿Por qué no mira usted por dónde va?». Yo le dije: «¡A ver si se ha creído usted que ha comprado la acera!». Y va y me contesta: «Le voy a dar a usted para el pelo si se descara así conmigo». Entonces yo le solté: «Usted está borracho y, si quiero, acabo con usted en medio minuto». Sí señor, eso le dije y no sé si me creerá usted, pero fue y me dio un empujón que casi me manda debajo de las ruedas de un autobús. Pero yo por entonces era joven y me dispuse a darle su merecido; sin embargo…

Winston perdía la esperanza de que el viejo le dijera algo interesante. La memoria de aquel hombre no era más que un montón de detalles. Aunque se pasara el día interrogándole, nada sacaría en claro. Según sus «declaraciones», los libros de Historia publicados por el Partido podían seguir siendo verdad, después de todo; podían ser incluso completamente verídicos. Hizo un último intento.

—Quizás no me he explicado bien. Lo que trato de decir es esto: usted ha vivido mucho tiempo; la mitad de su vida ha transcurrido antes de la Revolución. En 1925, por ejemplo, era usted ya un hombre. ¿Podría usted decir, por lo que recuerda de entonces, que la vida era en 1925 mejor que ahora o peor? Si tuviera usted que escoger, ¿preferiría usted vivir entonces o ahora?

El anciano contempló meditabundo a los que tiraban al blanco. Terminó su cerveza con más lentitud que la vez anterior y por último habló con un tono filosófico y tolerante como si la cerveza lo hubiera dulcificado.

—Ya sé lo que espera usted que le diga. Usted querría que le dijera que prefiero volver a ser joven. Muchos lo dicen porque en la juventud se tiene salud y fuerza. En cambio, a mis años nunca se está bien del todo. Tengo muchos achaques. He de levantarme seis y siete veces por la noche cuando me da el dolor. Por otra parte, esto de ser viejo tiene muchas ventajas. Por ejemplo, las mujeres no le preocupan a uno y eso es una gran ventaja. Yo hace treinta años que no he estado con una mujer, no sé si me creerá usted. Pero lo más grande es que no he tenido ganas.

Winston se apoyó en el alféizar de la ventana. Era inútil proseguir. Iba a pedir más cerveza cuando el viejo se levantó de pronto y se dirigió renqueando hacia el urinario apestoso que estaba al fondo del local. Winston siguió unos minutos sentado contemplando su vaso vacío y, casi sin darse cuenta, se encontró otra vez en la calle. Dentro de veinte años, a lo más —pensó—, la inmensa y sencilla pregunta «¿Era la vida antes de la Revolución mejor que ahora?» dejaría de tener sentido por completo. Pero ya ahora era imposible contestarla, puesto que los escasos supervivientes del mundo antiguo eran incapaces de comparar una época con otra. Recordaban un millón de cosas insignificantes, una pelea con un, compañero de trabajo, la búsqueda de una bomba de bicicleta que habían perdido, la expresión habitual de una hermana fallecida hacía muchos años, los torbellinos de polvo que se formaron en una mañana tormentosa hace setenta años… pero todos los hechos trascendentales quedaban fuera del radio de su atención. Eran como las hormigas, que pueden ver los objetos pequeños, pero no los grandes. Y cuando la memoria fallaba y los testimonios escritos eran falsificados, la: pretensiones del Partido de haber mejorado las condiciones de la vida humana tenían que ser aceptadas necesariamente porque no existía ni volvería nunca a existir un nivel de vida con el cual pudieran ser comparadas.

En aquel momento el fluir de sus pensamientos se interrumpió de repente. Se detuvo y levantó la vista. Se halle ha en una calle estrecha con unas cuantas tiendecitas oscura salpicadas entre casas de vecinos. Exactamente encima de su cabeza pendían unas bolas de metal descoloridas que habían sido doradas. Conocía este sitio. Era la tienda donde había comprado el Diario. Sintió miedo. Ya había sido bastante, arriesgado comprar el libro y se había jurado a sí mismo no aparecer nunca más por allí. Sin embargo, en cuanto permitió a sus pensamientos que corrieran en libertad, le habían traído sus pies a aquel mismo sitio. Precisamente, había iniciado su Diario para librarse de impulsos suicidas como aquél. Al mismo tiempo, notó que aunque eran las veintiuna seguía abierta la tienda. Creyendo que sería más prudente estar oculto dentro de la tienda que a la vista de todos en medio de la calle, entró. Si le preguntaban podía decir que andaba buscando hojas de afeitar.

El dueño acababa de encender una lámpara de aceite que echaba un olor molesto, pero tranquilizador. Era un hombre de unos sesenta años, de aspecto frágil, y un poco encorvado, con una nariz larga y simpática y ojos de suave mirar a pesar de las gafas de gruesos cristales. Su cabello era casi blanco, pero las cejas, muy pobladas, se conservaban negras. Sus gafas, sus movimientos acompañados y el hecho de que llevaba una vieja chaqueta de terciopelo negro le daban un cierto aire intelectual como si hubiera sido un hombre de letras o quizás un músico. De voz suave, algo apagada, tenía un acento menos marcado que la mayoría de los proles.

—Le reconocí a usted cuando estaba ahí fuera parado —dijo inmediatamente. Usted es el caballero que me compró aquel álbum para regalárselo, seguramente, a alguna señorita. Era de muy buen papel. «Papel crema» solían llamarle. Por lo menos hace cincuenta años que no se ha vuelto a fabricar un papel como ése —miró a Winston por encima de sus gafas. ¿Puedo servirle en algo especial? ¿O sólo quería usted echar un vistazo?

—Pasaba por aquí —dijo Winston vagamente. He entrado a mirar estas cosas. No deseo nada concreto.

—Me alegro —dijo el otro— porque no creo que pudiera haberle servido. —Hizo un gesto de disculpa con su fina mano derecha—. Ya ve usted; la tienda está casi vacía. Entre nosotros, le diré que el negocio de antigüedades está casi agotado. Ni hay clientes ni disponemos de género. Los muebles, los objetos de porcelana y de cristal… todo eso ha ido desapareciendo poco a poco, y los hierros artísticos y demás metales han sido fundidos casi en su totalidad. No he vuelto a ver un candelabro de bronce desde hace muchos años.

En efecto, el interior de la pequeña tienda estaba atestado de objetos, pero casi ninguno de ellos tenía el más pequeño valor. Había muchos cuadros que cubrían por completo las paredes. En el escaparate se exhibían portaplumas rotos, cinceles mellados, relojes mohosos que no pretendían funcionar y otras baratijas. Sólo en una mesita de un rincón había algunas cosas de interés: cajitas de rapé, broches de ágata, etc. Al acercarse Winston a esta mesa le sorprendió un objeto redondo y brillante que cogió para examinarlo.

Era un trozo de cristal en forma de hemisferio. Tenía una suavidad muy especial, tanto por su color como por la calidad del cristal. En su centro, aumentado por la superficie curvada, se veía un objeto extraño que recordaba a una rosa o una anémona.
—¿Qué es esto? —dijo Winston, fascinado.
—Eso es coral —dijo el hombre—. Creo que procede del Océano Indico. Solían engarzarlo dentro de una cubierta de cristal. Por lo menos hace un siglo que lo hicieron. Seguramente más, a juzgar por su aspecto.

—Es de una gran belleza —dijo Winston.
—De una gran belleza, sí, señor —repitió el otro con tono de entendido—. Pero hoy día no hay muchas personas que lo sepan reconocer —carraspeó—. Si usted quisiera comprarlo, le costaría cuatro dólares. Recuerdo el tiempo en que una cosa como ésta costaba ocho libras, y ocho libras representaban… en fin, no sé exactamente cuánto; desde luego, muchísimo dinero. Pero ¿quién se preocupa hoy por las antigüedades auténticas, por las pocas que han quedado?

Winston pagó inmediatamente los cuatro dólares y se guardó el codiciado objeto en el bolsillo. Lo que le atraía de él no era tanto su belleza como el aire que tenía de pertenecer a una época completamente distinta de la actual. Aquel cristal no se parecía a ninguno de los que él había visto. Era de una suavidad extraordinaria, con reflejos acuosos. Era el coral doblemente atractivo por su aparente inutilidad, aunque Winston pensó que en tiempos lo habían utilizado como pisapapeles. Pesaba mucho, pero afortunadamente, no le abultaba demasiado en el bolsillo. Para un miembro del Partido era comprometedor llevar una cosa como aquélla. Todo lo antiguo, y mucho más lo que tuviera alguna belleza, resultaba vagamente sospechoso. El dueño de la tienda pareció alegrarse mucho de cobrar los cuatro dólares. Winston comprendió que se habría contentado con tres e incluso con dos.

—Arriba tengo otra habitación que quizás le interesara a usted ver —le propuso—. No hay gran cosa en ella, pero tengo dos o tres piezas… Llevaremos una luz.

Encendió otra lámpara y agachándose subió lentamente por la empinada escalera, de peldaños medio rotos. Luego entraron por un pasillo estrecho siguiendo hasta una habitación que no daba a la calle, sino a un patio y a un bosque de chimeneas. Winston notó que los muebles estaban dispuestos como si fuera a vivir alguien en el cuarto. Había una alfombra en el suelo, un cuadro o dos en las paredes, y un sillón junto a la chimenea. Un antiguo reloj de cristal, en cuya esfera figuraban las doce horas, estilo antiguo, emitía su tic—tac desde la repisa de la chimenea. Bajo la ventana y ocupando casi la cuarta parte de la estancia había una enorme cama con el colchón descubierto.

—Aquí vivíamos hasta que murió mi mujer —dijo el vendedor disculpándose. Voy vendiendo los muebles poco a poco. Ésa es una preciosa cama de caoba. Lo malo son las chinches. Si hubiera manera de acabar con ellas…

Sostenía la lámpara lo más alto posible para iluminar toda la habitación y a su débil luz resultaba aquel sitio muy acogedor. A Winston se le ocurrió pensar que sería muy fácil alquilar este cuarto por unos cuantos dólares a la semana si se decidiera a correr el riesgo. Era una idea descabellada, desde luego, pero el dormitorio había despertado en él una especie de nostalgia, un recuerdo ancestral. Le parecía saber exactamente lo que se experimentaba al reposar en una habitación como aquélla, hundido en un butacón junto al fuego de la chimenea mientras se calentaba la tetera en las brasas. Allí solo, completamente seguro, sin nadie más que le vigilara a uno, sin voces que le persiguieran ni más sonido que el murmullo de la tetera y el amable tic—tac del reloj.

—¡No hay telepantalla! —se le escapó en voz baja.
—Ah —dijo el hombre. Nunca he tenido esas cosas. Son demasiado caras. Además no veo la necesidad… Fíjese en esa mesita de aquella esquina. Aunque, naturalmente, tendría usted que poner nuevos goznes si quisiera utilizar las alas.

En otro rincón había una pequeña librería. Winston se apresuró a examinarla. No había ningún libro interesante en ella. La caza y destrucción de libros se había realizado de un modo tan completo en los barrios proles como en las casas del Partido y en todas partes. Era casi imposible que existiera en toda Oceanía un ejemplar de un libro impreso antes de 1960. El vendedor, sin dejar la lámpara, se había detenido ante un cuadrito enmarcado en palo rosa, colgado al otro lado de la chimenea, frente a la cama.

—Si le interesan a usted los grabados antiguos… —propuso delicadamente.
Winston se acercó para examinar el cuadro. Era un grabado en acero de un edificio ovalado con ventanas rectangulares y una pequeña torre en la fachada. En torno al edificio corría una verja y al fondo se veía una estatua. Winston la contempló unos momentos. Le parecía algo familiar, pero no podía recordar la estatua.
—El marco está clavado en la pared —dijo el otro—, pero podría destornillarlo si usted lo quiere.

—Conozco ese edificio —dijo Winston por fin—. Está ahora en ruinas, cerca del Palacio de Justicia.
—Exactamente. Fue bombardeado hace muchos años. En tiempos fue una iglesia. Creo que la llamaban San Clemente. —Sonrió como disculpándose por haber dicho algo ridículo y añadió—. «Naranjas y limones, dicen las campanas de San Clemente».
—¿Cómo? —dijo Winston.

—Es de unos versos que yo sabía de pequeño. Empezaban: «Naranjas y limones, dicen las campanas de San Clemente». Ya no recuerdo cómo sigue. Pero sí me acuerdo de la terminación: «Aquí tienes una vela para alumbrarte cuando te vayas a acostar. Aquí tienes un hacha para cortarte la cabeza». Era una especie de danza. Unos tendían los brazos y otros pasaban por dentro y cuando llegaban a aquello de «He aquí el hacha para cortarte la cabeza», bajaban los brazos y le cogían a uno. La canción estaba formada por los nombres de varias iglesias, de todas las principales que había en Londres.

Winston se preguntó a qué siglo pertenecerían las iglesias. Siempre era dificil determinar la edad de un edificio de Londres. Cualquier construcción de gran tamaño e impresionante aspecto, con tal de que no se estuviera derrumbando de puro vieja, se decía automáticamente que había sido construida después de la Revolución, mientras que todo lo anterior se adscribía a un oscuro período llamado la Edad Media. Los siglos de capitalismo no habían producido nada de valor. Era imposible aprender historia a través de los monumentos y de la arquitectura. Las estatuas, inscripciones, lápidas, los nombres de las calles, todo lo que pudiera arrojar alguna luz sobre el pasado, había sido alterado sistemáticamente.


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