1984

1984

George Orwell

Contuvo la respiración y siguió escribiendo:
Entré con ella en el portal y cruzamos un patio para bajar luego a una cocina que estaba en los sótanos. Había una cama contra la pared, y una lámpara en la mesilla con muy poca luz. Ella

Le rechinaban los dientes. Le hubiera gustado escupir. A la vez que en la mujer del sótano, pensó Winston en Katharine, su esposa. Winston estaba casado; es decir, había estado casado. Probablemente seguía estándolo, pues no sabía que su mujer hubiera muerto. Le pareció volver a aspirar el insoportable olor de la cocina del sótano, un olor a insectos, ropa sucia y perfume baratísimo; pero, sin embargo, atraía, ya que ninguna mujer del Partido usaba perfume ni podía uno imaginársela perfumándose. Solamente los

proles
se perfumaban, y ese olor evocaba en la mente, de un modo inevitable, la fornicación.

Cuando estuvo con aquella mujer, fue la primera vez que había caído Winston en dos años aproximadamente. Por supuesto, toda relación con prostitutas estaba prohibida, pero se admitía que alguna vez, mediante un acto de gran valentía, se permitiera uno infringir la ley. Era peligroso pero no un asunto de vida o muerte, porque ser sorprendido con una prostituta sólo significaba cinco años de trabajos forzados. Nunca más de cinco años con tal de que no se hubiera cometido otro delito a la vez. Lo cual resultaba estupendo ya que había la posibilidad de que no le descubrieran a uno. Los barrios pobres abundaban en mujeres dispuestas a venderse. El precio de algunas era una botella de ginebra, bebida que se suministraba a los proles. Tácitamente, el Partido se inclinaba a estimular la prostitución como salida de los instintos que no podían suprimirse. Esas juergas no importaban políticamente ya que eran furtivas y tristes y sólo implicaban a mujeres de una clase sumergida y despreciada. El crimen imperdonable era la promiscuidad entre miembros del Partido. Pero —aunque éste era uno de los crímenes que los acusados confesaban siempre en las purgas— era casi imposible imaginar que tal desafuero pudiera suceder.

La finalidad del Partido en este asunto no era sólo evitar que hombres y mujeres establecieran vínculos imposibles de controlar. Su objetivo verdadero y no declarado era quitarle todo, placer al acto sexual. El enemigo no era tanto el amor como el erotismo, dentro del matrimonio y fuera de él. Todos los casamientos entre miembros del Partido tenían que ser aprobados por un Comité nombrado con este fin Y —aunque al principio nunca fue establecido de un modo explícito— siempre se negaba el permiso si la pareja daba la impresión de hallarse físicamente enamorada. La única finalidad admitida en el matrimonio era engendrar hijos en beneficio del Partido. La relación sexual se consideraba como una pequeña operación algo molesta, algo así como soportar un enema. Tampoco esto se decía claramente, pero de un modo indirecto se grababa desde la infancia en los miembros del Partido. Había incluso organizaciones como la Liga juvenil Anti—Sex, que defendía la soltería absoluta para ambos sexos. Los nietos debían ser engendrados por inseminación

artificial (semart,
como se le llamaba en neolengua) y educados en instituciones públicas. Winston sabía que esta exageración no se defendía en serio, pero que estaba de acuerdo con la ideología general del Partido. Éste trataba de matar el instinto sexual o, si no podía suprimirlo del todo, por lo menos deformarlo y mancharlo. No sabía Winston por qué se seguía esta táctica, pero parecía natural que fuera así. Y en cuanto a las mujeres, los esfuerzos del Partido lograban pleno éxito.

Volvió a pensar en Katharine. Debía de hacer nueve o diez años, casi once, que se habían separado. Era curioso que se acordara tan poco de ella. Olvidaba durante días enteros que habían estado casados. Sólo permanecieron juntos unos quince meses. El Partido no permitía el divorcio, pero fomentaba las separaciones cuando no había hijos.

Katharine era una rubia alta, muy derecha y de movimientos majestuosos. Tenía una cara audaz, aquilina, que podría haber pasado por noble antes de descubrir que no había nada tras aquellas facciones. Al principio de su vida de casados —aunque quizá fuera sólo que Winston la conocía más íntimamente que a las demás personas— llegó a la conclusión de que su mujer era la persona más estúpida, vulgar y vacía que había conocido hasta entonces. No latía en su cabeza ni un solo pensamiento que no fuera un

slogan.
Se tragaba cualquier imbecilidad que el Partido le ofreciera. Winston la llamaba en su interior «la banda sonora humana». Sin embargo, podía haberla soportado de no haber sido por una cosa: el sexo.

Tan pronto como la rozaba parecía tocada por un resorte y se endurecía. Abrazarla era como abrazar una imagen con juntas de nudera. Y lo que era todavía más extraño: incluso cuando ella lo apretaba contra sí misma, él tenía la sensación de que al mismo tiempo lo rechazaba con toda su fuerza. La rigidez de sus músculos ayudaba a dar esta impresión. Se quedaba allí echada con los ojos cerrados sin resistir ni cooperar, pero como sometible. Era de lo más vergonzoso y, a la larga, horrible. Pero incluso así habría podido soportar vivir con ella si hubieran decidido quedarse célibes. Pero curiosamente fue Katharine quien rehusó. «Debían —dijo— producir un niño si podían.». Así que la comedia seguía representándose una vez por semana regularmente, mientras no fuese imposible. Ella incluso se lo recordaba por la mañana como algo que había que hacer esa noche y que no debía olvidarse. Tenía dos expresiones para ello. Una era «hacer un bebé», y la otra «nuestro deber al Partido» (sí, había utilizado esta frase). Pronto empezó a tener una sensación de positivo temor cuando llegaba el día. Pero por suerte no apareció ningún niño y finalmente ella estuvo de acuerdo en dejar de probar. Y poco después se separaron.

Winston suspiró inaudiblemente. Volvió a coger la pluma y escribió:
Se arregló su la cama y, en seguida, sin preliminar alguno, del modo más grosero y terrible que se puede imaginar, se levantó la falda. Yo…

Se vio a sí mismo de pie en la mortecina luz con el olor a cucarachas y a perfume barato, y en su corazón brotó un resentimiento que incluso en aquel instante se mezclaba con el recuerdo del blanco cuerpo de Katharine, frígido para siempre por el hipnótico poder del Partido. ¿Por qué tenía que ser siempre así? ¿No podía él disponer de una mujer propia en vez de estas furcias a intervalos de varios años? Pero un asunto amoroso de verdad era una fantasía irrealizable. Las mujeres del Partido eran todas iguales. La castidad estaba tan arraigada en ellas como la lealtad al Partido. Por la educación que habían recibido en su infancia, por los juegos y las duchas de agua fría, por todas las estupideces que les metían en la cabeza, las conferencias, los desfiles, canciones, consignas v música marcial, les arrancaban todo sentimiento natural. La razón le decía que forzosamente habría excepciones, pero su corazón no lo creía. Todas ellas eran inalcanzables, como deseaba el Partido. Y lo que él quería, aún más que ser amado, era derruir aquel muro de estupidez aunque fuera una sola vez en su vida. El acto sexual, bien realizado, era una rebeldía. El deseo era un crimental. Si hubiera conseguido despertar los sentidos de Katharine, esto habría equivalido a una seducción aunque se trataba de su mujer. Pero tenía que contar el resto de la historia. Escribió:

Encendí la luz. Cuando la vi claramente

Después de la casi inexistente luz de la lamparilla de aceite, la luz eléctrica parecía cegadora. Por primera vez pudo ver a la mujer tal como era. Avanzó un paso hacia ella y se detuvo horrorizado. Comprendía el riesgo a que se había expuesto. Era muy posible que las patrullas lo sorprendieran a la salida. Más aún: quizá lo estuvieran esperando ya a la puerta. Nada iba a ganar con marcharse sin hacer lo que se había propuesto.

Todo aquello tenía que escribirlo, confesarlo. Vio de pronto a la luz de la bombilla que la mujer era vieja. La pintura se apegotaba en su cara tanto que parecía ir a resquebrajarse como una careta de cartón. Tenía mechones de cabellos blancos; pero el detalle más horroroso era que la boca, entreabierta, parecía a oscura caverna. No tenía ningún diente.
Winston escribió a toda prisa:

Cuando la vi a plena luz resultó una verdadera vieja. Por lo menos tenía cincuenta años. Pero, de todos modos, lo hice
Volvió a apoyar las palmas de las manos sobre los ojos. Ya lo había escrito, pero de nada servía. Seguía con la misma necesidad de gritar palabrotas con toda la fuerza de sus pulmones.
CAPITULO VII

Si hay alguna espera,
escribió Winston
, está en los proles.

Si había esperanza, tenía que estar en los proles porque sólo en aquellas masas abandonadas, que constituían el ochenta y cinco por ciento de la población de Oceanía, podría encontrarse la fuerza suficiente para destruir al Partido. Éste no podía descomponerse desde dentro. Sus enemigos, si los tenía en su interior, no podían de ningún modo unirse, ni siquiera identificarse mutuamente. Incluso si existía la legendaria Hermandad —y era muy posible que existiese resultaba inconcebible que sus miembros se pudieran reunir en grupos mayores de dos o tres. La rebeldía no podía pasar de un destello en la mirada o determinada inflexión en la voz; a lo más, alguna palabra murmurada. Pero los proles, si pudieran darse cuenta de su propia fuerza, no necesitarían conspirar. Les bastaría con encabritarse como un caballo que se sacude las moscas. Si quisieran podrían destrozar el Partido mañana por la mañana. Desde luego, antes o después se les ocurrirá. Y, sin embargo…

Recordó Winston una vez que había dado un paseo por una calle de mucho tráfico cuando oyó un tremendo grito múltiple. Centenares de voces, voces de mujeres, salían de una calle lateral. Era un formidable grito de ira y desesperación, un tremendo ¡O—o—o—o—oh! Winston se sobresaltó terriblemente. ¡Ya empezó! ¡Un motín!, pensó. Por fin, los proles se sacudían el yugo; pero cuando llegó al sitio de la aglomeración vio que una multitud de doscientas o trescientas mujeres se agolpaban sobre los puestos de un mercado callejero con expresiones tan trágicas como si fueran las pasajeras de un barco en trance de hundirse. En aquel momento, la desesperación general se quebró en innumerables peleas individuales. Por lo visto, en uno de los puestos habían estado vendiendo sartenes de lata. Eran utensilios muy malos, pero los cacharros de cocina eran siempre de casi imposible adquisición. Por fin, había llegado una provisión inesperadamente. Las mujeres que lograron adquirir alguna sartén fueron atacadas por las demás y trataban de escaparse con sus trofeos mientras que las otras las rodeaban y acusaban de favoritismo a la vendedora. Aseguraban que tenía más en reserva. Aumentaron los chillidos. Dos mujeres, una de ellas con el pelo suelto, se habían apoderado de la misma sartén y cada una intentaba quitársela a la otra. Tiraron cada una por su lado hasta que se rompió el mango. Winston las miró con asco. Sin embargo, ¡qué energías tan aterradoras había percibido él bajo aquella gritería! Y

Escribió:
Hasta que no tengan conciencia de su fuerza, no se revelarán, y hasta después de haberse rebelado, no serán conscientes. Éste es el problema.

Winston pensó que sus palabras parecían sacadas de uno de los libros de texto del Partido. El Partido pretendía, desde luego, haber liberado a los proles de la esclavitud. Antes de la Revolución, eran explotados y oprimidos ignominiosamente por los capitalistas. Pasaban hambre. Las mujeres tenían que trabajar a la viva fuerza en las minas de carbón (por supuesto, las mujeres seguían trabajando en las minas de carbón), los niños eran vendidos a las fábricas a la edad de seis años. Pero, simultáneamente, fiel a los principios del doblepensar, el Partido enseñaba que los proles eran inferiores por naturaleza y debían ser mantenidos bien sujetos, como animales, mediante la aplicación de unas cuantas reglas muy sencillas. En realidad, se sabía muy poco de los proles. Y no era necesario saber mucho de ellos. Mientras continuaran trabajando y teniendo hijos, sus demás actividades carecían de importancia. Dejándoles en libertad como ganado suelto en la pampa de la Argentina, tenían un estilo de vida que parecía serles natural. Se regían por normas ancestrales. Nacían, crecían en el arroyo, empezaban a trabajar a los doce años, pasaban por un breve período de belleza y deseo sexual, se casaban a los veinte años, empezaban a envejecer a los treinta y se morían casi todos ellos hacia los sesenta años. El duro trabajo físico, el cuidado del hogar y de los hijos, las mezquinas peleas entre vecinos, el cine, el fútbol, la cerveza y sobre todo, el juego, llenaban su horizonte mental. No era

Winston se rascó con precaución sus varices. Habían empezado a picarle otra vez. Siempre volvía a preocuparle saber qué habría sido la vida anterior a la Revolución. Sacó del cajón un ejemplar del libro de historia infantil que le había prestado la señora Parsons y empezó a copiar un trozo en su diario:

En los antiguos tiempos (decía el libro de texto) antes de la gloriosa Revolución, no era Londres la hermosa ciudad que hoy conocemos. Era un lugar tenebroso, sucio y miserable donde casi nadie tenía nada que comer y donde centenares y millares de desgraciados no tenían zapatos que ponerse ni siquiera un techo bajo el cual dormir. Niños de la misma edad que vosotros debían trabajar doce horas al día a las órdenes de crueles amos que los castigaban con látigos si trabajaban con demasiada lentitud y solamente los alimentaban con pan duro y agua. Pero entre toda esta horrible miseria, había unas cuantas casas grandes y hermosas donde vivían los ricos, cada uno de los cuales tenía por lo menos treinta criados a su disposición. Estos ricos se llamaban capitalistas. Eran individuos gordos y feos con caras de malvados como el que puede apreciarse en la ilustración de la página siguiente. Podréis ver, niños, que va vestido con una chaqueta negra larga a la que llamaban «frac» y un sombrero muy raro y brillante que parece el tubo de una estufa, al que llamaban «sombrero de copa». Este era el uniforme de los capitalistas, y nadie más podía llevarlo, los capitalistas eran dueños de todo que había en el mundo y todos los que no eran capitalistas pasaban a ser sus esclavos. Poseían toda la tierra, todas las casas, todas las fábricas y el dinero todo. Si alguien les desobedecía, era encarcelado inmediatamente y podían dejarlo sin trabajo y hacerlo morir de hambre. Cuando una persona corrie


Winston se sabía toda la continuación. Se hablaba allí de los obispos y de sus vestimentas, de los jueces con sus trajes de armiño, de la horca, del gato de nueve colas, del banquete anual que daba el alcalde y de la costumbre de besar el anillo del Papa. También había una referencia al
jus primae noctis
que no convenía mencionar en un libro de texto para niños. Era la ley según la cual todo capitalista tenía el derecho de dormir con cualquiera de las mujeres que trabajaban en sus fábricas.

¿Cómo saber qué era verdad y qué era mentira en aquello? Después de todo, podía ser verdad que la Humanidad estuviera mejor entonces que antes de la Revolución. La única prueba en contrario era la protesta muda de la carne y los huesos, la instintiva sensación de que las condiciones de vida eran intolerables y que en otro tiempo tenían que haber sido diferentes. A Winston le sorprendía que lo más característico de la vida moderna no fuera su crueldad ni su inseguridad, sino sencillamente su vaciedad, su absoluta falta de contenido. La vida no se parecía, no sólo a las mentiras lanzadas por las telepantallas, sino ni siquiera a los ideales que el Partido trataba de lograr. Grandes zonas vitales, incluso para un miembro del Partido, nada tenían que ver con la política: se trataba sólo de pasar el tiempo en inmundas tareas, luchar para poder meterse en el Metro, remendarse un calcetín como un colador, disolver con resignación una pastilla de sacarina y emplear toda la habilidad posible para conservar una colilla. El ideal del Partido era inmenso, terrible y deslumbrante; un mundo de acero y de hormigón armado, de máquinas monstruosas y espantosas armas, una nación de guerreros y fanáticos que marchaba en bloque siempre hacia adelante en unidad perfecta, pensando todos los mismos pensamientos y repitiendo a grito unánime la misma consigna, trabajando perpetuamente, luchando, triunfantes, persiguiendo a los traidores… trescientos millones de personas todas ellas con las misma cara

Volvió a rascarse el tobillo. Día y noche las telepantallas le herían a uno el tímpano con estadísticas según las cuales todos tenían más alimento, más trajes, mejores casas, entretenimientos más divertidos, todos vivían más tiempo, trabajaban menos horas, eran más sanos, fuertes, felices, inteligentes y educados que los que habían vivido hacía cincuenta años. Ni una palabra de todo ello podía ser probada ni refutada. Por ejemplo, el Partido sostenía que el cuarenta por ciento de los proles adultos sabía leer y escribir y que antes de la Revolución todos ellos, menos un quince por ciento, eran analfabetos. También aseguraba el Partido que la mortalidad infantil era ya sólo del ciento sesenta por mil mientras que antes de la Revolución había sido del trescientos por mil… y así sucesivamente. Era como una ecuación con dos incógnitas. Bien podía ocurrir que todos los libros de historia fueran una pura fantasía. Winston sospechaba que nunca había existido una ley sobre el

jus primae noctis
ni persona alguna como el tipo de capitalista que pintaban, ni siquiera un sombrero como aquel que parecía un tubo de estufa.
Todo se desvanecía en la niebla. El pasado estaba borrado. Se había olvidado el acto mismo de borrar, y la mentira se convertía en verdad. Sólo una vez en su vida había tenido Winston en la mano
—después

del hecho y eso es lo que importaba— una prueba concreta y evidente de un acto de falsificación. La había tenido entre sus dedos nada menos que treinta segundos. Fue en 1973, aproximadamente, pero desde luego por la época en que Katharine y él se habían separado. La fecha a que se refería el documento era de siete u ocho años antes.

La historia empezó en el sesenta y tantos, en el período de las grandes purgas, en el cual los primitivos jefes de la Revolución fueron suprimidos de una sola vez. Hacia 1970 no quedaba ninguno de ellos, excepto el Gran Hermano. Todos los demás habían sido acusados de traidores y contrarrevolucionarios. Goldstein huyó y se escondió nadie sabía dónde. De los demás, unos cuantos habían desaparecido mientras que la mayoría fue ejecutada después de unos procesos públicos de gran espectacularidad en los que confesaron sus crímenes. Entre los últimos supervivientes había tres individuos llamados Jones, Aaronson y Rutherford. Hacia 1965 —la fecha no era segura— los tres fueron detenidos. Como ocurría con frecuencia, desaparecieron durante uno o más años de modo que nadie sabía si estaban vivos o muertos y luego aparecieron de pronto para acusarse ellos mismos de haber cometido terribles crímenes. Reconocieron haber estado en relación con el enemigo (por entonces el enemigo era Eurasia, que había de volver a serlo), malversación de fondos públicos, asesinato de varios miembros del Partido dignos de toda confianza, intrigas contra el mando del Gran Hermano que ya habían empezado mucho antes de estallar la Revolución y actos de sabotaje que habían costado la vida a centenares de miles de personas. Después de confesar todo esto, los perdonaron, les devolvieron sus cargos en el Partido, puestos que eran en realidad inútiles, pero que tenían nombres sonoros e importantes. Los tres escribi

Times
analizando las razones que habían tenido para desertar y prometiendo enmendarse.

Poco tiempo después de ser puestos en libertad esos tres hombres, Winston los había visto en el Café del Nogal. Recordaba con qué aterrada fascinación los había observado con el rabillo del ojo. Eran mucho más viejos que él, reliquias del mundo antiguo, casi las últimas grandes figuras que habían quedado de los primeros y heroicos días del Partido. Todavía llevaban como una aureola el brillo de su participación clandestina en las primeras luchas y en la guerra civil. Winston creyó haber oído los nombres de estos tres personajes mucho antes de saber que existía el Gran Hermano, aunque con el tiempo se le confundían en la mente las fechas y los hechos. Sin embargo, estaban ya fuera de la ley, eran enemigos intocables, se cernía sobre ellos la absoluta certeza de un próximo aniquilamiento. Cuestión de uno o dos años. Nadie que hubiera caído una vez en manos de la Policía del Pensamiento, podía escaparse para siempre. Eran cadáveres que esperaban la hora de ser enviados otra vez a la tumba.


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