Zoya

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París » Capítulo 20

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20

Las siguientes dos semanas fueron muy tristes en el apartamento de las inmediaciones del Palais Royal. El ballet había cerrado durante tres semanas y, a pesar de que hicieron correr la voz a través de Vladimir, no encontraban un nuevo huésped. Apenada por el comportamiento de Zoya, Eugenia envejeció de la noche a la mañana y, aunque la tos mejoró, se la veía muy débil. La condesa reprochaba diariamente a Zoya su conducta con Antoine. Pasado Año Nuevo, su situación económica era tan apurada que Eugenia bajó a la calle y se hizo llevar por Vladimir a la rue Cambon.

El viaje casi no mereció la pena, pero no tenía más remedio. La condesa desenvolvió cuidadosamente el paquete y mostró la pitillera de oro de Konstantin y tres estuches de recuerdo de Nicolai con reproducciones en esmalte de sus insignias militares, lemas divertidos y los nombres de sus amigos. Una de ellas tenía como adorno una ranita y otra una hilera de elefantes en esmalte blanco. Representaban todas las cosas apreciadas o significativas para él. La condesa le había prometido a Zoya y también a sí misma no venderlas jamás.

El joyero las reconoció inmediatamente como piezas de Fabergé, pero ya había comprado por lo menos una docena del mismo estilo.

—No le puedo ofrecer mucho —dijo en tono de disculpa. La suma era tan ridícula que a Eugenia los ojos se le llenaron de lágrimas. Siempre confió en poder conservarlas, pero tenían que comer—. Lo siento, madame.

La condesa inclinó la cabeza con silenciosa dignidad y aceptó la cantidad que le ofrecían. No les duraría ni una semana, siempre y cuando no se extralimitaran.

El príncipe Vladimir observó que la anciana estaba muy pálida al salir del establecimiento, pero, como siempre, no hizo ninguna pregunta indiscreta y la acompañó a casa tras detenerse a comprar una barra de pan y un pollo escuchimizado. Zoya los esperaba en el apartamento cuando volvieron. Parecía un poco apagada, pero estaba muy guapa.

—¿Dónde estuviste? —preguntó, y ayudó a su abuela a sentarse mientras Vladimir bajaba por un poco de leña.

—Vladimir me llevó a dar un paseo.

Sin embargo, la joven sospechaba que había algo más.

—¿Solo eso?

La condesa iba a contestar que sí, pero se le llenaron los ojos de lágrimas y se sintió vieja y cansada, como si la vida la hubiera traicionado al final. Ni siquiera podía permitirse el lujo de morir. Primero tenía que pensar en Zoya.

—¿Qué has hecho, abuela? —preguntó Zoya, súbitamente asustada.

—Nada, cariño. Vladimir se ha ofrecido amablemente a acompañarnos a San Alejandro Nevsky esta noche.

Eugenia se sonó la nariz con un pañuelo de encaje.

Era la víspera de la Navidad rusa y Zoya sabía que todos los rusos en París estarían allí, aunque no le parecía prudente que su abuela asistiera a la misa de medianoche. Sería mejor quedarse en casa. De todos modos, a ella no le apetecía ir. Sin embargo, su abuela la miró muy seria y enderezó la espalda, y cuando Vladimir regresó con la leña esbozó una sonrisa.

—¿Seguro que te sientes con ánimos para eso, abuela?

—Pues claro. —¿Qué más daba ya?—. Jamás en mi vida he faltado a la misa navideña de medianoche.

Ambas sabían que sería muy doloroso porque el oficio religioso les recordaría inevitablemente a los seres queridos con quienes celebraron la Navidad el año anterior y que ahora ya no estaban. Zoya pasó todo el día pensando en Mashka y los demás que pasarían las Navidades en Tobolsk.

—Volveré a las once —prometió Vladimir al marcharse.

Zoya se pondría su mejor vestido y su abuela ya había lavado y planchado el único cuello de encaje que le quedaba para ponérselo con el vestido negro que Zoya le compró.

Fue una Nochebuena muy triste. La habitación vacía de Antoine pareció mirarlas con mudo reproche. Eugenia se la había ofrecido a Zoya unos días antes, pero la joven no se atrevió a aceptarla. Tras la muerte de Fiodor y la partida de Antoine, no quería aquel dormitorio y prefería dormir con su abuela hasta que encontraran un nuevo huésped.

Zoya asó cuidadosamente el pollo para aquella noche. Sería un lujo no aprovecharlo para hacer sopa, pero era el único detalle extraordinario que podían permitirse mientras trataban de olvidar los esplendores del pasado. En la Nochebuena solían quedarse en casa y después toda la familia asistía a la misa de medianoche. A la mañana siguiente, se trasladaban a Tsarskoe Selo para celebrar la fiesta con Nicolás y sus parientes. Ahora, en cambio, se limitaron a comentar el aspecto del pollo, hablaron de la guerra y mencionaron a Vladimir. Cualquier cosa con tal de evitar sus propios pensamientos. Cuando llamaron suavemente a la puerta, Zoya se levantó para atender y apartó a Sava, que permanecía a la espera de un poco de pollo.

—¿Sí?

La joven se preguntó si sus plegarias habrían sido escuchadas y sería un nuevo huésped, enviado por Vladimir o alguno de sus amigos. Pero el momento no parecía muy oportuno. Zoya se quedó de una pieza al oír una voz conocida. No podía ser…, pero era. Abrió la puerta de par en par y lo vio con su uniforme de gala, sus charreteras, las relucientes insignias de su gorra y el rostro muy serio, mirándola con sus ojos intensamente azules.

—Feliz Navidad, Zoya —dijo Clayton.

Llevaba cuatro meses sin verla, pero sabía la importancia que aquella fecha tenía para ellas y removió cielo y tierra para poder dejar Chaumont y estar a su lado. Disponía de cuatro días de permiso y quería pasarlos con Zoya.

—Pero…, Dios mío…, ¿de verdad eres tú?

—Me parece que sí.

Clayton sonrió y se inclinó para besarle la mejilla. Aunque sus coqueteos del verano anterior jamás habían rebasado aquellos límites, ahora Clayton ansiaba estrecharla en sus brazos. Casi había olvidado lo hermosa que era, pensó, y contempló su grácil y esbelta figura.

Zoya lo hizo pasar y admiró sus anchos hombros y su erguida espalda. Mientras Clayton saludaba a su abuela, la joven observó que llevaba una bolsa de la que extrajo increíbles tesoros. Unos pastelillos recién hechos en el cuartel general, una tableta de chocolate, tres grandes salchichones, una lechuga fresca, unas cuantas manzanas y una botella de vino de la bodega privada del general Pershing. Hacía muchos meses que no veían nada de todo aquello. Zoya lo miró con adoración.

—Felices Navidades, condesa —dijo Clayton—. Las he echado mucho de menos a las dos.

Sin embargo, ni siquiera la mitad de lo que Zoya lo había echado de menos a él.

—Muchas gracias, capitán. ¿Cómo va la guerra? —preguntó Eugenia y miró disimuladamente a su nieta. Lo que vio en sus ojos le alegró el corazón de golpe. Aquel era el hombre que quería Zoya, tanto si ella lo sabía como si no. La cosa estaba clarísima.

La presencia de Clayton, apuesto y viril, en la pequeña salita hizo que todos los objetos de la estancia parecieran miniaturas.

—Por desgracia, aún no ha terminado, pero estamos en ello. Creo que dentro de unos meses tendremos controlada la situación.

Las sobras de la mesa parecían ahora una miseria, pensó Zoya, contemplando con avidez el chocolate. La muchacha rio y le ofreció a su abuela una pastilla y ella se zampó dos como una chiquilla hambrienta. Clayton la miraba sonriendo.

—Deberé tener en cuenta lo mucho que te gusta el chocolate —dijo Clayton y tomó su mano.

—Mmm… ¡Está buenísimo!… Muchas gracias… —Eugenia miró a su nieta y cuando el capitán clavó sus ojos en ella se sintió rejuvenecer. Las dos estaban más delgadas y parecían más cansadas y abatidas que antes, pero Zoya seguía tan guapa como siempre—. Siéntese, por favor, capitán.

La condesa estaba muy elegante, a pesar de su edad, sus penas y sus constantes sacrificios por Zoya.

—Muchas gracias. ¿Las señoras piensan ir a la iglesia esta noche?

Clayton sabía que para ellas era un ritual muy importante. Zoya le había hablado de las procesiones de cirios de Nochebuena y le apetecía acompañarlas. Zoya asintió enérgicamente con la cabeza y miró inquisitivamente a su abuela.

—¿Le importaría acompañarnos, caballero? —lo invitó Eugenia.

—Me encantará.

Clayton descorchó la botella de vino y Zoya sacó las copas que él les había regalado el verano anterior, observándolo escanciar en silencio. Verlo allí de uniforme era algo así como un sueño, pensó Zoya, y recordó súbitamente lo que le había dicho a Antoine. No podría casarse con un hombre al que no amara. Sabía que amaba a aquel hombre. Se hubiera casado con él aunque le doblara la edad, sin importarle dónde hubiera estado ni lo que pudiera ocurrirles. Sin embargo, le parecía una locura. Había pasado dos meses sin tener noticias suyas. No sabía lo que sentía por ella ni si la apreciaba. Solo sabía que era generoso y amable y que había vuelto a su vida en Nochebuena. Era lo único que sabía. Sin embargo, Eugenia comprendió en su mirada que había mucho más de lo que el propio Clayton sabía.

Vladimir llegó poco después de las once. Prometió acompañarlas a la iglesia y se llevó una sorpresa con Clayton. La condesa los presentó y Vladimir estudió el rostro del capitán, preguntándose quién era y qué estaría haciendo allí. La luz de los ojos de Zoya le dio la respuesta. Era como si la joven hubiera superado todas las penalidades anteriores solo para vivir aquel momento.

Clayton la siguió a la cocina mientras la condesa le ofrecía un vaso de vino al príncipe y, una vez allí, la tomó del brazo y la atrajo lentamente, besándole el sedoso cabello al tiempo que la abrazaba.

—Te eché muchísimo de menos, pequeña… Hubiera querido escribirte, pero no pude. Ahora todo es alto secreto. Es un milagro que me hayan permitido venir. —Clayton intervenía directamente en todos los planes de Pershing sobre las Fuerzas Expedicionarias norteamericanas. Después se apartó de ella y le preguntó, mirándola amorosamente—: ¿Me has echado de menos?

Zoya lo miró con lágrimas en los ojos. Habían vivido momentos muy difíciles en medio de la pobreza, la escasez de comida, el frío del invierno, la guerra. Fue una terrible pesadilla que él acababa de disipar de golpe con los pasteles, el vino y sus poderosos brazos rodeándola con fuerza.

—Te he echado mucho de menos —contestó Zoya en un susurro sin atreverse a mirarlo por temor a que él pudiera ver demasiado en sus ojos. Sin embargo, con él se sentía a salvo. Oyó una discreta tos en la puerta de la cocina y, al volverse, vio al príncipe Vladimir, observándolos con silenciosa envidia.

—Pronto tendremos que irnos a la iglesia, Zoya Nikolaevna —dijo el príncipe en ruso, y por un instante clavó los ojos en los de Clayton—. ¿Vendrá con nosotros, señor? Las señoras asistirán a un oficio religioso a medianoche.

—Me gustaría mucho. —Clayton miró a Zoya—. ¿Crees que a tu abuela le importará?

—Por supuesto que no —contestó Zoya, hablando en nombre de las dos, pero, sobre todo, en el suyo propio.

Se preguntó dónde se alojaría Clayton y estuvo tentada de ofrecerle la habitación de Antoine. Sin embargo, adivinó que su abuela no lo consideraría correcto, aunque nada de aquello tenía ahora importancia. ¿Qué significaba la corrección cuando no había comida ni dinero ni calor y el mundo en el que una vivía se había derrumbado? ¿Quién podía decir qué era o qué no era correcto? Mientras Clayton tomaba su mano para acompañarla a la salita, Zoya pensó que todo era una estupidez. Sava los siguió, esperando alguna sobra. Zoya se agachó y le dio un pastelillo.

La condesa fue por el sombrero y el abrigo, y Zoya descolgó su raído abrigo de la percha del recibidor. Ambos hombres esperaban, hablando de la guerra, el tiempo y las perspectivas de paz en los próximos meses. Vladimir miró al capitán con ojos críticos, pero, muy a su pesar, no pudo encontrarle ningún defecto. El americano era demasiado mayor para Zoya, claro, y Eugenia cometería una imprudencia si permitiera que ocurriera algo entre ellos.

Cuando terminara la guerra, el capitán regresaría a Nueva York y se olvidaría de la bonita muchacha con quien jugueteó en París. Sin embargo, Vladimir no le podía reprochar que la quisiera. Él todavía la deseaba, aunque llevaba un mes cortejando a una amiga de su hija. Era una simpática rusa de buena familia que había llegado a París la pasada primavera y se ganaba la vida míseramente como costurera. Pensaba reunirse con ella y su hija en la iglesia.

Clayton ayudó a la anciana condesa a bajar la escalera mientras Zoya lo miraba. Vladimir se adelantó hacia el taxi. Durante el recorrido por las silenciosas calles, Clayton miró a Zoya y pensó que la muchacha necesitaba un poco de distracción y de comida. También le hacía falta un abrigo nuevo: el que llevaba estaba tan gastado que apenas la protegía del gélido viento que soplaba frente a la iglesia de San Alejandro Nevsky.

Era un precioso templo antiguo, ya casi completamente lleno de gente cuando entraron. Oyeron la música del órgano y un suave murmullo de voces alrededor. El dulce perfume del incienso, los conocidos rostros que la rodeaban y los comentarios en ruso hicieron brotar lágrimas en los ojos de Zoya. Era casi como estar en casa, cuando sus rostros resplandecían de alegría y todos sostenían un alto cirio en la mano. Vladimir le entregó uno a Clayton y otro a Eugenia. Zoya recibió el suyo de un niño que la miró con una sonrisa tímida y le deseó feliz Navidad. En aquellos momentos Zoya recordó otras Navidades y otros tiempos… Mashka, Olga, Tatiana y Anastasia, tía Alejandra y tío Nicolás, y también el pequeño Alexis. Cada año asistían juntos a los oficios religiosos de Pascua, muy parecidos a los de Navidad. Clayton tomó su mano y se la apretó con fuerza, como si leyera su mente y adivinara sus sentimientos. Después, la rodeó con sus brazos mientras entonaban el primer himno y se emocionó ante la belleza de las profundas voces rusas. Las lágrimas rodaban por las mejillas de muchos hombres, y las mujeres lloraban recordando la vida llevada en un lugar que siempre recordarían con nostalgia. Los perfumes, los sonidos y las sensaciones eran tan familiares que Zoya apenas podía resistirlo. Cerró los ojos y recordó a Nicolai y a su madre y su padre. Era como si hubiera regresado a la infancia, pensó, de pie al lado de Clayton mientras trataba de imaginar que todavía se encontraba en Rusia.

Una vez finalizada la ceremonia, muchos conocidos se acercaron a saludarlas. Los hombres se inclinaron en reverencia y besaron la mano de Eugenia, los que antaño fueran criados hincaron brevemente la rodilla ante ella y todos lloraron y se abrazaron. Clayton observaba conmovido la escena. Zoya lo presentó a todos sus conocidos. Muchos rostros le parecían familiares, pero no los conocía a todos. Sin embargo, ellos sí las conocían. Estaban presentes el gran duque Cirilo y otros primos de los Romanov, todos vestidos con ropa vieja y calzados con zapatos gastados, sin apenas disimular en sus expresiones las angustias que padecían. Fue una situación dolorosa y al mismo tiempo consoladora, como un breve regreso a un pasado que todos querían recuperar y pasarían la vida evocando.

De pie al lado de Vladimir, Eugenia parecía muy cansada. Permaneció orgullosamente erguida y saludó a todos los que se acercaron. Hubo un terrible momento en que el gran duque Cirilo se acercó a ella y rompió a sollozar como un niño. Sin poder hablar a causa de la emoción, Eugenia le tocó en silenciosa bendición. Entonces Zoya la tomó del brazo y, mirando a Vladimir, la acompañó al taxi. Fue una noche muy triste, pero todos se alegraron de haber estado allí. La condesa se reclinó en el asiento y suspiró de cansancio.

—Ha sido una ceremonia muy hermosa —dijo Clayton, tras haber percibido toda la fuerza del amor, el orgullo, la fe y el dolor de aquellas gentes. Era como si todos hubieran rezado silenciosamente al unísono por el zar, la zarina y sus hijos. Se preguntó si Zoya habría vuelto a tener noticias de María, pero no quiso interrogarla delante de Eugenia. Hubiera sido demasiado doloroso—. Gracias por permitirme acompañarlas.

Clayton subió con ellas al apartamento y Vladimir escanció el vino que quedaba en la botella. Al ver la triste mirada de Eugenia, Clayton lamentó no haberles traído coñac. Atizó el fuego y acarició con aire distraído a Sava mientras Zoya tomaba otro pastelillo.

—Tendrías que irte a la cama, abuela.

—Lo haré enseguida. —La condesa quería quedarse un momento con ellos para evocar el pasado—. Feliz Navidad, hijos. —Bebió un sorbo de vino, los miró con ternura y se levantó muy despacio—. Ahora os dejo. Estoy muy cansada.

Zoya la acompañó al dormitorio y Clayton observó que apenas podía andar. La muchacha regresó a los pocos minutos y, al cabo de un rato, Vladimir miró con envidia a Clayton por la atención que le prodigaba Zoya, y se retiró.

—Feliz Navidad, Zoya —dijo, todavía emocionado por la ceremonia de medianoche.

—Feliz Navidad, príncipe Vladimir.

El príncipe la besó en las mejillas y bajó corriendo hasta el taxi. Su hija y su amiga lo esperaban en casa. Zoya cerró la puerta y regresó junto a Clayton. Todo tenía un sabor agridulce, lo viejo y lo nuevo, lo feliz y lo triste, los recuerdos y la realidad, Konstantin, Nicolai, Vladimir, Fiodor, Antoine… y ahora Clayton. Mientras lo miraba, Zoya los recordó a todos. Bajo el resplandor del fuego de la chimenea, su cabello brillaba como el oro. Clayton se le acercó, tomó sus manos en las suyas y, sin mediar palabra, la estrechó entre sus brazos y la besó.

—Feliz Navidad —le dijo en ruso, tal como lo había oído repetir una y otra vez en la iglesia de San Alejandro Nevsky.

Ella le devolvió la felicitación y, durante un prolongado instante, Clayton la retuvo en sus brazos y le acarició el cabello mientras el fuego chisporroteaba en la chimenea y Sava dormía a sus pies.

—Te quiero, Zoya…

No había querido decírselo hasta estar seguro, pese a que ya lo estaba cuando se fue en septiembre.

—Yo también te quiero. —Zoya pronunció en un susurro las palabras que a él le resultaban tan fáciles—. Oh, Clayton, no sabes cuánto te quiero…

Pero ¿qué ocurriría después? Había una guerra y, más tarde, él tendría que dejar París y volver a Nueva York. Sin embargo, en aquellos momentos Zoya no quería ni podía pensarlo.

Clayton la condujo al sofá y ambos se sentaron tomados de la mano, como dos chiquillos felices.

—He estado muy preocupado por ti. Ojalá hubiera podido quedarme en París todos estos meses.

Ahora solo tenían cuatro días, una minúscula isla de momentos en un mar proceloso que podía engullirlos en un instante.

—Sabía que volverías —dijo Zoya sonriendo—. Por lo menos, lo esperaba.

Se alegraba de no haber cedido a los deseos de su abuela. De haber seguido los consejos de la condesa, Clayton la hubiera encontrado casada con Antoine o tal vez con Vladimir.

—Intenté olvidarte, ¿sabes? —Clayton suspiró y estiró sus largas piernas sobre la raída alfombra color púrpura. Todo en el apartamento era viejo, gastado y deslustrado, menos la preciosa muchacha que tenía a su lado, con sus grandes ojos verdes, melena pelirroja y perfectas facciones de camafeo, un rostro con el que había soñado durante muchos meses a pesar de las justificaciones que él mismo se daba para olvidarlo—. Soy demasiado mayor para ti, Zoya. Necesitas a alguien más joven que descubra la vida contigo y te haga feliz.

Pero ¿quién podía ser? ¿El hijo de algún príncipe ruso, un muchacho con tan pocos recursos como ella? Lo que la muchacha necesitaba de verdad era a alguien que cuidara de ella, y él estaba dispuesto a hacerlo.

—Tú me haces feliz, Clayton. Más feliz de lo que he sido jamás…, por lo menos desde hace mucho, mucho tiempo. —Zoya sonrió con ingenuidad, pero inmediatamente se puso muy seria—. No quiero a nadie más joven. No me importa la edad que tengas. Lo importante es lo que ambos sentimos. No me importaría que fueras rico o pobre, que tuvieras cien o diez años. Cuando se ama a una persona, ninguna de estas cosas importa.

—A veces sí, pequeña. —Clayton tenía más experiencia y lo sabía—. Son tiempos muy extraños, tú lo has perdido todo y te encuentras atrapada aquí en medio de una guerra y en un país desconocido. Ambos somos extranjeros, pero más tarde, cuando mejore la situación, podrías mirarme y preguntarte qué estás haciendo conmigo. —Clayton sonrió y temió que sus predicciones se cumplieran—. La guerra provoca unos efectos muy extraños.

Clayton había sido testigo de ello muchas veces.

—Para mí, esta guerra no tendrá fin. Nunca podré volver a casa. Algunos piensan que algún día podrán regresar…, pero ahora ha estallado otra revolución. Todo será distinto. Estamos aquí. Esta es nuestra nueva vida, es la realidad… —De repente, Zoya miró a Clayton como si ya no fuera una chiquilla a pesar de sus pocos años—. Solo sé que te quiero.

—Me haces sentir inmensamente joven, mi pequeña Zoya. —Clayton la abrazó, y ella sintió otra vez el calor y la fuerza que antaño sintiera cuando la abrazaba su padre—. Me haces muy feliz.

Esta vez, fue ella quien lo besó. De repente, Clayton la estrechó en sus brazos y tuvo que luchar contra su propia pasión. Llevaba demasiado tiempo soñando y sufriendo por ella, y ahora apenas podía reprimir sus sentimientos y su deseo. Se levantó, se acercó a la ventana para contemplar el jardín y después regresó despacio junto a ella, preguntándose qué caminos seguirían sus vidas a partir de aquel momento. Había regresado a París solo para verla y ahora temía lo que pudiera ocurrir. Solo Zoya parecía segura y tranquila, como si tuviera la absoluta certeza de que hacía lo más conveniente.

—No quiero hacer nada de lo que después puedas arrepentirte, pequeña —dijo Clayton—. ¿Bailas esta semana? —Ella negó con la cabeza—. Entonces dispondremos de tiempo antes de que yo regrese a Chaumont. Ahora será mejor que me vaya.

Eran las tres de la madrugada, pero Zoya no se sentía cansada cuando lo acompañó a la puerta, seguida de Sava.

—¿Dónde te hospedas?

—El general ha tenido la amabilidad de cederme la casa de Ogden Mill. —Allí, en aquel precioso hôtel particulier de la rue de Varenne, en la orilla izquierda del Sena, ambos se habían conocido y salido al jardín la noche de la recepción en honor del Ballet Russe—. ¿Puedo venir a recogerte mañana?

—Me encantará —contestó Zoya muy contenta.

—Vendré a las diez.

Clayton la besó de nuevo ya en la puerta, sin saber hacia dónde iban, pero completamente consciente de que no podrían volver atrás.

—Buenas noches, capitán —dijo Zoya en tono burlón y lo miró con los ojos más brillantes que nunca—. Buenas noches, amor mío —añadió en voz baja mientras él bajaba a toda prisa la escalera con unos pies que parecían volar.

Clayton sonrió para sus adentros, pensando que nunca en su vida había sido tan feliz.

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