Zoya

Zoya


París » Capítulo 21

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21

—Anoche debiste de acostarte muy tarde —dijo la condesa a la hora del desayuno.

Zoya mondó unas manzanas y preparó tostadas con el pan que les regaló Clayton la noche anterior.

—No mucho —contestó Zoya, y apartó la mirada mientras tomaba un sorbo de té y se metía subrepticiamente en la boca una pastilla de chocolate.

—Todavía eres una niña, pequeña.

Eugenia lo dijo casi con tristeza mientras la miraba. Ya sabía lo que iba a ocurrir y temía por ella; Clayton era bueno, pero no le convenía demasiado. Vladimir se lo había comentado la víspera y la condesa estaba de acuerdo con él, pero sabía que no podría detener a Zoya. Confiaba en que el capitán fuera más prudente, pero no le parecía probable, sabiendo que se había desplazado desde Chaumont a París solo para verla. No le cabía ninguna duda de que estaba locamente enamorado de Zoya.

—Tengo dieciocho años, abuela.

—¿Y eso qué significa? —preguntó Eugenia y la miró tristemente.

—Significa que no soy tan tonta como crees.

—Eres lo bastante tonta como para enamorarte de un hombre que podría ser tu padre. Un hombre que se encuentra en un país extranjero con un ejército en guerra, un hombre que regresará a su casa algún día y te dejará aquí plantada. Debes pensar en eso antes de cometer una tontería.

—No pienso cometer ninguna tontería.

—Más te vale. —Sin embargo, la joven ya estaba enamorada y eso sería suficiente para hacerla sufrir cuando él se fuera. Clayton se iría cuando terminara la guerra, e incluso tal vez antes—. No se casará contigo. Eso tenlo por seguro.

—De todos modos, yo no quiero casarme con él.

No era cierto y ambas lo sabían.

Cuando se presentó en el apartamento poco después del desayuno, Clayton vio una mirada de recelo en la condesa. Esta vez traía flores, tres huevos frescos y una barra de pan.

—Engordaré mientras usted nos visite, capitán —dijo Eugenia y esbozó una amable sonrisa.

Era un hombre encantador, pero ella temía por Zoya.

—No hay peligro, madame. ¿Le apetece dar un paseo con nosotros hasta las Tullerías?

—Me encantaría. —La condesa volvió a sentirse joven de golpe. El capitán parecía llevar consigo la luz y la felicidad dondequiera que fuera, y era tan cariñoso y considerado como Konstantin—. Pero me temo que mis rodillas no estén de acuerdo. Este invierno tengo un poco de reumatismo.

El «poco» a que ella se refería hubiera dejado inválida a cualquier mujer con menos determinación. Solo Zoya adivinaba sus sufrimientos.

—En tal caso, ¿me permite que salga a dar un paseo con Zoya?

Era correcto y educado, y la condesa le tenía gran simpatía.

—Es usted muy amable al preguntármelo, joven. Creo que no habría nada capaz de detener a Zoya.

Ambos se echaron a reír mientras la muchacha iba por sus cosas. La radiante felicidad que reflejaba su rostro eclipsó sus viejas y raídas prendas. Por primera vez en muchos meses, Zoya anheló tener algo bonito que ponerse. Todos sus preciosos vestidos de San Petersburgo habían ardido en el incendio, pero ella aún los recordaba.

La joven se despidió de su abuela con un beso. La condesa los vio alejarse y se alegró por ellos mientras Clayton tomaba de la mano a Zoya. No hubiera podido experimentar ningún otro sentimiento. Ambos parecían iluminar la estancia con su presencia. Cuando se fueron, Zoya charlaba animadamente y Eugenia los oyó bajar a toda prisa la escalera. Clayton tenía uno de los automóviles requisados por el ejército.

—Bueno, pues, ¿adónde te gustaría ir? —preguntó Clayton, sentado al volante—. Estoy enteramente a tu servicio.

Zoya también estaba libre porque no tenía ni ensayos ni funciones. Podría pasar todo el día con Clayton.

—Al Faubourg Saint Honoré. Quiero echar un vistazo a las tiendas. Nunca tengo tiempo de hacerlo y, además, tampoco me serviría de mucho. —Mientras se dirigían al Faubourg Saint Honoré, Zoya comentó lo mucho que a ella y a Mashka les gustaban los vestidos y lo bonitos que eran los de tía Alejandra—. Mi madre también iba siempre muy bien vestida, pero nunca fue una persona feliz. —Aunque pareciera un poco extraño, Zoya deseaba contárselo todo a Clayton, compartir todos sus pensamientos, sueños y recuerdos para que, de ese modo, pudiera conocerla mejor—. Mamá era muy nerviosa y la abuela dice que papá la mimaba demasiado.

Zoya rio súbitamente como una chiquilla.

—Tú también mereces ser mimada. Puede que algún día lo seas, igual que tu madre.

—No creo que eso me pusiera nerviosa —dijo Zoya y rio mientras descendía del vehículo.

Clayton la tomó del brazo y, a partir de entonces, las horas pasaron volando.

Almorzaron en el Café de Flore y Clayton pensó que Zoya parecía más feliz que el verano anterior. Entonces se encontraba todavía bajo los efectos de la tragedia mientras que ahora el dolor se había mitigado en parte. Habían transcurrido nueve meses desde su llegada a París y le parecía increíble que apenas un año antes aún estuviera en San Petersburgo y la vida fuera normal.

—¿Has tenido noticias de María últimamente?

—Sí. Parece que se encuentra a gusto en Tobolsk; pero ella es tan buena que se conforma con todo. Dice que la casa es muy pequeña y que comparte habitación con sus hermanas y tío Nicolás les lee historias constantemente. Siguen recibiendo clase incluso en Siberia. Cree que muy pronto podrán abandonar Rusia. Tío Nicolás dice que los revolucionarios no les harán daño, aunque, de momento, quieren retenerlos allí. A mí me parece una crueldad y una estupidez por su parte. —Zoya estaba furiosa con los ingleses por haberles denegado asilo en el mes de marzo. Caso contrario, tal vez todos hubieran podido reunirse en Londres o en París—. Estoy segura de que la abuela se hubiera ido a Londres si ellos estuvieran allí.

—En tal caso, yo no te hubiera conocido y eso sería terrible. Es mejor que te quedes en París mientras esperas que salgan de Rusia.

Clayton no quería alarmarla, pero no confiaba demasiado en que el zar y su familia estuvieran a salvo en Rusia. Sin embargo, era una simple impresión y no quería preocupar a Zoya. Tras el agradable almuerzo en el Café de Flore, bajaron por el Boulevard Saint Germain bajo el tibio sol invernal. Zoya se sentía completamente libre y se alegraba de que así fuera.

Vagaron sin rumbo un buen rato hasta que, al final, acabaron en la rue de Varenne a dos pasos de la residencia donde se alojaba Clayton.

—¿Quieres entrar un momento?

Zoya asintió y recordó la noche en que se habían conocido. Clayton habló de Nueva York, de su infancia y de sus años de estudiante en la Universidad de Princeton, y mencionó que vivía en una casa de la Quinta Avenida.

—¿Por qué no tuviste hijos cuando estabas casado? ¿No los querías? —preguntó Zoya con la inocencia de la juventud que no teme pisar terreno delicado.

Ni siquiera se le ocurrió pensar que tal vez no podía tenerlos.

—Me hubiera gustado, pero mi mujer no quería. Era una chica muy hermosa y egoísta, solo le interesaban los caballos. Ahora tiene una granja magnífica en Virginia. ¿Tú montabas mucho cuando estabas en Rusia?

—Sí —contestó Zoya sonriendo—. En verano, en Livadia, y a veces en Tsarskoe Selo. Mi hermano me enseñó a montar cuando tenía cuatro años. En eso era muy severo y, cuando me caía, decía que era una tonta.

Sin embargo, por su tono de voz se adivinaba lo mucho que Zoya amaba a su hermano.

Ya habían llegado a la casa de Mills. Clayton extrajo una llave y abrió la puerta. No había nadie en la residencia, todos los miembros del Estado Mayor del general se encontraban en Chaumont.

—¿Te apetece una taza de té? —preguntó Clayton mientras sus pisadas resonaban en los suelos de mármol.

—Me encantará.

En la calle hacía frío y Zoya había olvidado sus guantes. De pronto, la muchacha recordó el abrigo de martas que había dejado en Rusia. Durante su huida, se cubrieron la cabeza con gruesos chales porque la condesa supuso acertadamente que los sombreros de piel llamarían excesivamente la atención.

Zoya lo siguió a la cocina y el té estuvo listo en un momento. Clayton llenó dos tazas y ambos se sentaron a charlar mientras el sol iluminaba suavemente el jardín. Zoya hubiera deseado permanecer allí horas y horas. De repente, ambos enmudecieron y Zoya advirtió que Clayton la miraba de una forma distinta.

—Es mejor que te acompañe a casa. Tu abuela estará preocupada.

Eran las cuatro de la tarde y llevaban fuera todo el día, aunque Zoya le había dicho a la condesa que tal vez no cenaría en casa. Durante aquellos cuatro días de permiso querían permanecer el mayor tiempo posible juntos.

—Le dije que quizá volveríamos tarde. —De pronto, a Zoya se le ocurrió una idea—. ¿Quieres que prepare la cena aquí? —le pareció agradable no tener que salir de nuevo y seguir conversando tranquilamente tal como habían hecho todo el día—. ¿Hay comida?

—Pues, no lo sé —contestó Clayton sonriendo—. Quisiera llevarte a algún sitio. Tal vez al Maxim’s. ¿No te gustaría?

—No importa —contestó Zoya con toda sinceridad. Ella solo quería estar a su lado.

—Oh, Zoya… —Clayton rodeó la mesa de la cocina para estrecharla en sus brazos. Quería salir de la casa antes de que ocurriera algo irreparable. Sentía por ella una atracción casi dolorosa—. No creo que debamos quedarnos aquí —añadió, más prudente que Zoya.

—¿El general se enfadaría si supiera que estoy aquí?

—No, amor mío —contestó Clayton, conmovido por su inocencia—, el general no se enfadaría, pero no estoy muy seguro de que yo pueda dominarme. Eres demasiado guapa para quedarte a solas conmigo. No sabes la suerte que tienes de que no haya saltado por encima de la mesa y me haya abalanzado sobre ti.

Zoya rio y se apoyó contra él.

—¿Es eso lo que pretendías hacer, capitán?

—No, pero me gustaría —contestó Clayton, acariciando su larga melena pelirroja—. Me gustaría hacer un montón de cosas contigo…, ir a la Costa Azul después de la guerra, y también a Italia. ¿Has estado allí alguna vez?

Zoya sacudió la cabeza y cerró los ojos. El solo hecho de estar con él le parecía un sueño.

—Creo que deberíamos irnos —repitió Clayton en voz baja—. Voy a cambiarme. No tardo ni un minuto.

Pero a Zoya le pareció que tardaba una eternidad. La joven empezó a pasear por las estancias de la planta baja y, de repente, se le ocurrió una travesura. Subió por la escalinata de mármol a ver si podía encontrarlo.

En el piso de arriba había varios salones, una magnífica biblioteca llena de libros franceses e ingleses, y numerosas puertas cerradas. En la distancia, la muchacha oyó cantar a Clayton mientras se cambiaba y sonrió, incapaz de permanecer alejada de él ni un solo instante.

—¿Estás ahí? —gritó, pero él no la oyó porque tenía el grifo de la bañera abierto.

Cuando entró de nuevo en el dormitorio, la vio como una gacela inmóvil en el bosque. Estaba desnudo de cintura para arriba porque quería afeitarse rápidamente antes de llevarla a cenar. La miró súbitamente asombrado, sosteniendo una toalla en la mano.

—¿Qué haces aquí? —preguntó, casi asustado, no de la encantadora joven sino de sí mismo.

—Abajo me sentía sola sin ti.

Zoya se acercó lentamente a él, arrastrada por una fuerza magnética que jamás había sentido anteriormente. Clayton dejó caer la toalla a sus pies, la estrechó en sus brazos y le besó el rostro, los ojos y los labios hasta aturdirse con la dulzura de su piel.

—Espérame abajo, Zoya —dijo con la voz ronca, y trató infructuosamente de apartarse de ella—. Por favor…

Ella lo miró, casi dolida.

—No quiero…

—Por favor, Zoya… —repitió Clayton, besándola una y otra vez mientras el corazón le estallaba en el pecho.

—Te quiero, Clayton…

—Yo a ti también. —Al final, Clayton consiguió apartarse de ella—. No hubieras tenido que subir aquí, tontuela —dijo, tratando de bromear mientras se volvía de espaldas para sacar una camisa del armario. Cuando dio media vuelta la vio todavía allí, inmóvil como una estatua. La camisa le cayó de las manos y se acercó a ella—. Ya no puedo resistirlo más, pequeña. —Su juventud y su belleza sensual lo volvían loco—. Zoya, jamás me lo perdonaría si…

—¿Si qué? —La niña había desaparecido, convertida súbitamente en mujer—. ¿Si me amaras? ¿Y eso qué importancia tiene, Clayton? Ya no hay futuro, solo tenemos el ahora. El mañana no existe. —Zoya aprendió aquella dura lección en solo un año—. Te quiero.

Clayton se conmovió profundamente al leer en sus ojos que no lo temía porque lo amaba.

—No sabes lo que haces —le dijo, y de nuevo la rodeó con sus brazos—. No quiero hacerte daño.

—No podrías, te quiero demasiado…, nunca me harás daño.

Al final, Clayton ya no supo cómo convencerla de que se fuera. La quería demasiado y soñaba con ella desde hacía mucho tiempo. La besó en la boca y, sin pensarlo más, la desnudó y la llevó a la cama, donde la acarició y besó mientras ella lloraba muy quedo. Ambos se deslizaron bajo las sábanas de la enorme cama cuyo dosel parecía cernirse sobre ellos como una bendición. Hicieron el amor a oscuras, pero a la débil luz que llegaba del cuarto de baño, Clayton vio el rostro de la joven mientras la besaba, la abrazaba y le hacía el amor como jamás lo había hecho a ninguna mujer.

Transcurrió una eternidad antes de que ambos permanecieran finalmente tendidos el uno junto al otro, suspirando de felicidad mientras ella se acurrucaba como un animalillo que buscara a su madre. Clayton se puso de pronto muy serio y rezó para que la joven no quedara embarazada. Después se incorporó apoyándose en un codo y la miró con ternura.

—No sé si tendría que enojarme conmigo mismo o ser simplemente feliz. Zoya, amor mío, ¿te arrepientes?

Ella sonrió y lo rodeó con sus brazos mientras la pasión volvía a renacer. Hicieron el amor hasta casi medianoche, cuando Clayton miró el reloj de la mesita con súbito terror.

—¡Oh, Dios mío, Zoya! ¡Tu abuela me matará! —Ella rio alegremente al verlo saltar de la cama—. Vístete… ¡Y encima ni siquiera te he dado de comer!

—No me he dado cuenta —dijo Zoya, riendo como una colegiala.

—Te quiero, tontuela —dijo Clayton, y se volvió para abrazarla—. A pesar de lo viejo que soy, resulta que te adoro.

—Estupendo. Porque yo también te adoro. ¡Y no eres viejo, eres mío! Recuérdalo —añadió Zoya y le acarició el cabello entrecano mientras acercaba su rostro al suyo—, ocurra lo que ocurra, ¡recuerda lo mucho que te quiero!

Era una lección aprendida muy pronto en su vida, la de que nunca se sabía qué desgracia podía ocurrir mañana.

Clayton la estrechó en sus brazos sin poder contener su emoción.

—No ocurrirá nada, pequeña, ahora estás a salvo.

Después le preparó un baño caliente en la enorme bañera y por un momento la joven pensó que era un lujo excesivo. Le pareció encontrarse de nuevo en el palacio de Fontanka, pero, en cuanto se puso el feo vestido gris de lana y los viejos zapatos, comprendió que no. Llevaba medias de lana negras para ir más abrigada y, frente al espejo, vio que parecía una huérfana.

—Dios mío, Clayton, estoy horrible. ¿Cómo puedes quererme con esta pinta?

—Eres guapísima de pies a cabeza. Me encanta tu melena pelirroja y todo lo tuyo —dijo Clayton y hundió el rostro en su cabello tan perfumado como las flores estivales—. Te adoro.

No les apetecía marcharse, pero Clayton tenía que acompañarla a su apartamento del Palais Royal. Zoya no podía quedarse allí con él toda la noche.

Mientras subían al cuarto piso, Clayton la besó varias veces en los oscuros rellanos. Al entrar en el apartamento, vieron a Eugenia que los esperaba dormida en una silla. Ambos se miraron por última vez y Zoya se inclinó para besar la mejilla de la condesa.

—¿Abuela? Siento llegar tan tarde. No hubieras tenido que esperarme levantada…

La condesa se despertó y los miró sonriendo. A pesar de que estaba medio dormida, se dio cuenta de lo felices que eran. No podía enojarse con ellos porque fue como si en la fea estancia acabara de penetrar una brisa de primavera.

—Quería cerciorarme de que estabas bien. ¿Os habéis divertido? —preguntó y escudriñó los ojos de Clayton.

Solo vio en ellos ternura y amor.

—Muchísimo —contestó Zoya sin el menor remordimiento. Ahora pertenecía a Clayton—. ¿Has cenado?

—Comí un poco de pollo y un huevo de los que trajo el capitán, gracias. —La condesa se volvió para mirar a Clayton y trató de levantarse de la silla—. Fue muy amable de su parte.

Clayton se avergonzó de no haber llevado nada más. De pronto recordó que Zoya no había cenado y se preguntó si la muchacha estaría tan hambrienta como él. Durante las largas horas de felicidad se distrajo, pero ahora se moría de hambre. Como si leyera sus pensamientos, Zoya lo miró con sonrisa mal disimulada y le entregó la tableta de chocolate. Él tomó una pastilla con aire culpable mientras Zoya acompañaba a su abuela al dormitorio.

Cuando al cabo de un momento la joven regresó, ambos volvieron a besarse. Clayton hubiera querido permanecer a su lado, pero no podía.

—Te quiero —le susurró ella antes de que se fuera.

—Solo la mitad de lo que yo a ti —replicó Clayton.

—¿Cómo puedes saberlo?

—Porque soy más viejo y experto —dijo él en tono de chanza. Zoya cerró la puerta y de nuevo se sintió tan joven y feliz como antaño.

Poco después, la muchacha apagó las luces del apartamento.

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