Zaira

Zaira


Cuarta parte » 4

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Dejan se encogió cada vez más, adelgazó, se volvió frágil, como si quisiera que se lo llevase una ráfaga de viento. No crecía como los niños a quienes pronto les queda pequeña la ropa, sino que a él la ropa le crecía sobre los brazos, las articulaciones y los hombros. Se enseñoreaba de él, envolvía sus huesos, su piel, que estaba llena de manchas. Se había quedado enterrado bajo su ropa, antes aún de que enterrasen su cadáver.

También se tornó extraño, olvidadizo, y siempre estaba cansado. Ahora que Odette estaba muerta, él no sufría por ella menos que antes. Las mismas historias, pero ahora en tiempo pasado. Las susurraba para sus adentros mientras cocinaba, se las contaba al personal y perseguía de una mesa a otra a los camareros, que lo ignoraban. El profesor y yo nos mirábamos sin saber qué hacer.

Cuanto más se encogía Dejan, tanto más llamaba la atención su olor. No se cuidaba, olía mal, de modo que lo recluí en la cocina. Sin embargo, cuando ya no se dejaba encerrar, iba una y otra vez a la sala, molestaba a los clientes con sus historias, me señalaba una y otra vez y les decía en voz baja: «Esa mujer me roba el negocio», lo envié a su casa. A partir de ese momento yo recibía a los clientes, los conducía a sus mesas y tomaba nota de sus pedidos. Y al nuevo cocinero lo introduje en las recetas secretas de Zsuzsa.

Por la noche, el profesor y yo hacíamos un paquete de comida e íbamos a casa de Dejan. Lo encontrábamos cada vez más perturbado y encolerizado. Sus ojos y sus mejillas eran cráteres, su pecho estaba hundido como un volcán apagado. Nosotros ordenábamos, limpiábamos, el profesor a veces incluso lo lavaba. Pero cuando no quería abrirnos la puerta y habíamos gritado ya suficientes veces su nombre y pateado la puerta, le dejábamos la comida a la entrada. Hasta que un día Dejan dejó definitivamente de abrirnos la puerta y en su lugar apareció Mister Brown en nuestro restaurante. Venía todas las noches, siempre solo y taciturno, pero no nos perdía de vista. Telefoneaba por la mañana, siempre quería tener la misma mesa, siempre venía a la misma hora y comía lo mismo.

Era un hombre pequeño con pequeña barriga, tal vez demasiado blanco —hasta sus pupilas eran lechosas—, tal vez vestido de un modo demasiado correcto. Pero nosotros teníamos muchos clientes así. No se diferenciaba de los políticos y abogados, de los empresarios, cuyo apetito mitigábamos regularmente. Tan pronto como terminaba de comer, se encendía un cigarro, aspiraba el humo con fruición, se apoyaba en la pared, cerraba los párpados, aunque no se le escapaba detalle de lo que sucedía en la sala.

—¿Tiene usted alguna idea de quién es ese hombre? —me preguntó el profesor.

—No, pero lo averiguaré enseguida.

Me quité el delantal y me dirigí a su mesa.

—Nos halaga, Sir, tenerle tan a menudo como cliente en nuestro restaurante. Por lo visto le gusta mucho nuestra comida y se siente bien con nosotros, de lo contrario no estaría usted todas las noches aquí. ¿Cómo ha llegado a saber de nosotros? ¿Quién le ha recomendado nuestro restaurante?

Él apagó su cigarro, bebió un sorbo de vino y dijo suave, pero claramente:

—Siéntese, Zaira. Yo no soy un cliente suyo.

—Pues entonces ¿quién es usted?

—Soy su jefe. A partir de mañana, en todo caso. Dejan me lo vende todo. Tome asiento, por favor.

Su invitación no había sido realmente necesaria, caí en la silla.

Me dijo que había oído hablar por supuesto de Chez Odette; sin embargo, nunca le había interesado. Su especialidad eran los bares nocturnos, donde uno se citaba en la penumbra y en los reservados, para la empresa y para aventuras extramatrimoniales. Cuando habló con Dejan por primera vez por teléfono y le ofreció el local, supuso que se trataba de un anciano perturbado. Dejan quería negociar deprisa, antes de que otros, puros ladrones, se lo apropiaran. Antes de que lo envenenaran para hacerse con la joya.

Primero se habían ganado su confianza, como en tiempos su mujer, le había dicho Dejan. Que hoy en día uno ya no podía confiar en nadie, y menos en su propia esposa. Ella se había fugado con un hombre más joven, con un árabe. Entonces él había buscado y encontrado una lavaplatos. No obstante, desde un principio, ella había pretendido más de lo que había conseguido. Que habría debido alarmarle el que ella pensara ya en cocinar antes de empezar a lavar los platos, pero pese a todo la había contratado. Zaira —esa víbora de mujer— había ascendido rápidamente. Ella, con su cocina k. and k., les había hecho perder la cabeza tanto a él como al profesor.

Que ella intentaba, a buen seguro, algo sórdido con su cocina de bruja. Eso era veneno para un hombre. Al profesor el alcohol le había robado la mitad del juicio y la comida de Zaira la otra mitad.

Zaira estaba bien camuflada, uno podía incluso llegar a quererla. Pero eso precisamente era lo que buscaba: adormecer el entendimiento de los hombres con sus sopas, sus salsas y sus asados, también con sus pasteles, y entonces asestarles el golpe de gracia. Él se había salvado por los pelos, porque desde hacía mucho tiempo había dejado de comer lo que ella le ponía en la mesa. Se preguntaba cuántos senadores, gobernadores o abogados, que comían lo mismo que el profesor, estarían aún en su sano juicio. A juzgar por los disparates que decían en la televisión, seguramente no muchos.

Mister Brown había colgado el teléfono, pero unos minutos más tarde Dejan había vuelto a llamar. Que nunca debía permitir que las mujeres cocinaran para él. Que el hombre domina a la mujer sólo por fuera, la mujer, sin embargo, domina al hombre por dentro. Desde las tripas. Como hombre uno no duerme sólo junto a su enemigo, el enemigo duerme también en su interior. Que en toda su vida había dejado que dos mujeres cocinaran para él, y dos mujeres eran demasiado para una vida. Que Mister Brown debía ir a visitarle para ver en qué se convertía un hombre en el que se alojaba el veneno de dos mujeres.

Mister Brown había vuelto a colgar, Dejan había vuelto a telefonear. Esta vez no dijo más que el precio, un precio irrisorio, y en Mister Brown germinó la curiosidad. Tan sólo debía comprobar si Dejan era capaz de firmar un contrato. Delante de la puerta de Dejan descubrió la comida que habíamos dejado allí. Negoció durante mucho tiempo con el viejo hasta que éste le abrió. No habría podido entrar sin taparse la nariz con un pañuelo. Olía a todos los intestinos del mundo, a comida enmohecida, a basura acumulada, a orina. La moqueta estaba cubierta de suciedad, las mesas también, las estanterías, el cuerpo del anciano. La piel de Dejan estaba llena de escamas, pero la chispa de cordura que necesitaba para ultimar el contrato seguía estando allí. Mister Brown lo había visto enseguida en sus ojos. Sin esa chispa no habría perdido ni un minuto más en aquella casa.

Al día siguiente Dejan y él firmarían el contrato. En las últimas semanas él se había convencido del potencial que encerraba Chez Odette. Tenía grandes proyectos, una coctelería como jamás había visto Washington, nada de mal gusto, sino algo selecto y distinguido. Y un restaurante, para ello compraría adicionalmente la casa colindante. Ya le habían presentado los planos, sus arquitectos estaban trabajando en eso. Habría que contratar personal, gente que entendiera algo del negocio. Habría que reorganizar alguna que otra cosa. Habría que hacer limpieza.

—¿Le he entendido bien, mister Fulano de tal? ¿Hoy no es usted mi jefe todavía, sino a partir de mañana?

Yo tenía dificultades para respirar y toqueteaba sin parar una punta de mi chaqueta.

—Exactamente, Zaira.

—Entonces le digo que se vaya al infierno. ¿Usted se aprovecha de un hombre viejo y perturbado, irrumpe aquí, nos examina, se deja alimentar por nosotros y luego nos dice que quiere hacer limpieza? ¿Que quiere gente nueva que entienda algo del negocio? ¿Que pretende construir aquí un bar y tal y tal? Yo lo conozco, mister, ya he oído hablar de usted.

Me puse en pie, mi voz era cada vez más alta, de modo que todos me miraban fijamente.

—Usted tiene ese local en la plaza Lafayette, prácticamente en el jardín delantero de la Casa Blanca. Todos los jefes del Estado Mayor y asistentes de los jefes y diputados se pasan ahí la mitad de la noche, tras haber tenido durante el día que componérselas con Bréznev o Castro. O con el presupuesto financiero. Se dice que nuestra política se cuece en sus reservados. Se dice que nuestra política es bastante húmeda, porque allí todos se emborrachan. Y se dice que en su local están las putas más caras de la ciudad.

Me miró con una sonrisa irónica.

—Hemos necesitado años para conseguir que Chez Odette estuviera donde está hoy. He lavado platos, cocinado, servido, limpiado, y cuando había acabado de limpiar, he vuelto a empezar desde el principio. ¿Ahora viene usted y quiere barrernos? ¡Pues no tiene la escoba apropiada para nosotros!

Yo gritaba, y él seguía mirándome con sonrisa irónica.

—Sea razonable, Zaira, siéntese. Yo quería conversar con usted —intentó apaciguarme.

—No, Zaira no es razonable. ¿No ha oído usted lo que ha dicho Dejan? Tal vez tenga razón. Tal vez sea yo temeraria e imprevisible, y, si usted no abandona inmediatamente el restaurante, lo hechizaré. Hace ya decenios que me alimento con mi propia sopa, no puede usted ni imaginarse lo venenosa que puedo llegar a ser.

El hombre seguía mirándome con su sonrisa indulgente, como si tuviera que vérselas con los caprichos de un niño. O precisamente de una mujer.

—No me mire de esa manera. Hablo en serio.

—¿Y quién le dice que yo no la tomo en serio?

—Entonces levántese y váyase. Mañana puede usted venir y hacer limpieza, pero hoy sigo mandando yo. Profesor, tráigale al señor el abrigo, por favor.

Él se puso el abrigo, yo mantuve la puerta abierta, titubeó, quiso tenderme la mano, pero finalmente la metió en el bolsillo del pantalón. Ya en la calle quiso sacar su cartera.

—Aún debo pagar.

—Usted no nos debe nada. En todo caso, nada que pudiese saldarse con dinero. Y si usted regresa mañana como jefe, mi dimisión estará preparada. En mi familia nunca ha tenido nadie que tolerar ser despedido por alguien como usted.

Por la noche apagué las luces, cerré con llave y busqué un taxi. Me asusté al ver una silueta en la oscuridad. Me volví y aceleré el paso.

—¡Zaira, espere! —me gritó Mister Brown.

Me alcanzó y se puso enfrente de mí.

—Usted tenía razón. Esta noche he hecho una escena ridícula en su restaurante. Si alguien en mi despacho me dijera que quiere comprar todo lo que tengo desentendiéndose de mí, lo mataría a tiros. Desde hace treinta años construyo mi pequeño reino, como usted su restaurante. Mi coche está aquí, suba, la llevaré a su casa.

—¡Ni hablar!

De modo que seguimos caminando.

—¿Me permite acompañarla? He oído que es usted rumana. Rumania es comunista. ¿Eran ustedes comunistas, usted y su esposo?

Me detuve.

—Eso no es de su incumbencia. Creo que seguiré andando sola. Buenas noches.

—Por lo visto, hoy lo hago todo mal. Lo siento, ha sido una pregunta estúpida. Pero, para lo que deseo proponerle, he de conocer la respuesta.

—¿Piensa hacer algo conmigo?

—Por favor, respóndame.

Nos pusimos otra vez en movimiento. Yo guardé silencio durante un rato, antes de decir:

—Rumania es comunista, pero los rumanos son «omunistas», créame usted.

—¿Qué es el «omunismo»?

—Mi hija lo decía cuando era pequeña. Mi esposo y yo adoptamos la palabra para que el comunismo no nos devorara. Del «omunismo» uno puede reírse, pero el comunismo ha matado a millones. Y ahora le toca hablar a usted. ¿Qué quiere proponerme?

Él guardó silencio durante un momento y carraspeó varias veces antes de contar:

—Mis padres eran irlandeses. Procedían de un asqueroso pueblo cercano a Dublín. Apenas tenían para comer más de una vez al día. Usaban la ropa hasta que estaba tan raída que mi madre no podía ya seguir remendándola. Mi padre era jornalero. Se trasladaba de un lugar a otro, un poco de labranza por aquí, un poco de trabajo en fábricas por allá. Cuando llegaron a Ellis Island, supo que aquí podría aspirar a más cosas. Pero para ello tenía que hacerse propaganda. Pero ¿de qué podía hacer él propaganda si apenas sabía hacer algo bien de verdad? Entonces tuvo una idea. Hizo imprimir un volante en el que exhortaba a la gente a escribirle si estaban buscando trabajo o si tenían un puesto de trabajo libre. Mi madre y él recorrieron a pie Nueva York entera y distribuyeron los volantes. Durante mucho tiempo no pasó nada, pero luego llegaron las primeras cartas, al principio de una en una, después en sacos. Las primeras gestiones exitosas se lograron más por pura casualidad que por el talento de mi padre. Contrató a su primer empleado, al cabo de dos años se sumaron otros diez, pues ya dirigía una verdadera empresa. Así llegó a tener tal vez no la primera, pero sí la más importante agencia de colocación de la Costa Este.

—¿Por qué me cuenta usted todo eso?

—¿Sabe qué escribió mi padre en su volante? «Psicólogo experimentado, que ha estudiado con Sigmund Freud, ofrece sus servicios». Afirmaba que era capaz de reconocer en el acto quién iba bien con quién, observando estrictamente las normas de la psicología avanzada. Mi padre nunca había leído nada de Freud, sólo el nombre en la cubierta de un libro que había visto en el barco.

—Sí, ¿y?

—Mi padre luchó siempre, al principio cuando era pobre, y después cuando se hizo rico. Fue pobre dos veces, la primera vez cuando llegó a América, y la segunda tras el crack de la Bolsa. También se hizo rico dos veces. Me dijo: Muchacho, no ha subsistido nadie que no haya tenido que luchar, que no lo haya perdido casi todo y aun así no se haya suicidado. Que no haya seguido siempre mirando hacia delante.

—Eso me recuerda a un hombre a quien yo tanto… en fin, de eso hace ya mucho tiempo. El caso es que también él decía siempre: «No hay que rendirse nunca. Siempre hay otra oportunidad». Sin embargo, bebía como un cosaco.

Mister Brown sacó entonces el tema que en realidad le interesaba.

—Yo sé que usted se desenvuelve magníficamente con sus clientes. Que los controla en todo momento, incluso cuando va de mesa en mesa y ha de prestar oídos a sus bromas. Sabe perfectamente lo que quiere. Qué es lo que debe pensar de usted el cliente y cómo lograrlo. Usted no se inclina delante de ellos, pero más de uno se inclina delante de usted. Consigue hacerse querer y que uno acuda una y otra vez a su restaurante. La comida es sólo una parte del encanto de su local. Usted es la otra parte. Esta noche he visto que es capaz de mucho más. Sabe imponerse. Consigue no pasar inadvertida. En resumen, usted puede acariciar a alguien, pero también abofetearlo, en sentido figurado naturalmente. Yo necesito a alguien así.

—¿Para qué?

—Como directora general de la coctelería Chez Odette. Yo la necesito a usted para cohesionarlo todo. Ésa es mi propuesta. Además, usted acudiría paralelamente a una academia durante un año, y yo la ayudaría todo lo que pudiera. Aprendería todo lo necesario para esto. La gente de la Casa Blanca es muy exigente, esperan un servicio de primera clase, atención especial y de vez en cuando una copa a cargo de la casa. La mayoría de las camareras serían bonitas estudiantes, a las que usted tendría que echar un ojo, porque nuestros clientes también lo hacen. Una parte de nuestro éxito se la debemos a esas chicas, por ellas viene algún que otro político. A veces se van con alguno a la cama y creen haber pescado un buen partido. Pero después de dos o tres veces, ellos las abandonan y ellas regresan llorosas al trabajo, aunque ya no sirven para nada. Hay que ser severo con ellas y controlarlas. Pero no se asuste, yo no quiero tener prostitutas. Quiero un bar respetable. Por eso debería mantener alejadas también a las prostitutas de lujo, que siempre tratan de entrar sigilosamente cuando huelen el dinero. Hay que distinguirlas de las esposas de los senadores y abogados, lo que a menudo no resulta fácil ya que todas ellas tienen casi el mismo aspecto. Y luego están los mismos políticos y abogados, a los que les gusta emborracharse. Hay que apaciguarlos con discreción y hacer que los lleven a casa. Además debería usted hacer programas de trabajo, saberlo todo sobre el alcohol, los cócteles y los comestibles.

Subí los escalones hasta el portal y me volví hacia él.

—¿Por qué hace usted esto por mí? Quiero decir que ya no soy tan joven como las señoras que usted emplea normalmente. Tengo más de cincuenta.

—No sea pueril, Zaira. Si usted fuese joven, no se lo ofrecería. Usted ha luchado tan bien por sí misma, que me ha recordado a mi padre.

Cuando yo ya quería cerrar la puerta detrás de mí, alcanzó a gritar todavía:

—Espero que no tenga nada en contra de los trajes de noche. Pues eso será su ropa de trabajo. Siempre y cuando acepte usted mi oferta, claro.

Sólo el profesor fue consecuente. Cuando Mister Brown apareció al día siguiente, su dimisión estaba sobre la mesa. Así como Dejan había seguido siéndole fiel pese a su afición a la bebida, el profesor seguía siéndole fiel a Dejan, pese a su locura. Abandonó Chez Odette esa misma noche. Washington lo devoró, igual que había devorado a Eugene.

Noche tras noche me vestía elegantemente, me maquillaba y perfumaba y subía al coche de Robert. En la casa de al lado los vecinos nos miraban con curiosidad. Me tomaban seguramente por una de aquéllas a las que yo habría de mantener alejadas de la coctelería. ¡Con semejantes horarios de trabajo! Robert, a quien tomarían por mi proxeneta, me llevaba a las siete de la tarde y volvía a recogerme a las tres de la mañana. Si aún hubiese estado allí la secretaria rusa, habría pensado: Ahora sí que ha encontrado un trabajo. Al rayar el día me acostaba unas horas. A veces Robert, cuando se sumergía en algún lugar del océano, se ausentaba durante días y semanas.

Yo dirigía el bar de Mister Brown como si fuera «mi» bar. Él no se oponía. También las camareras eran «mis» chicas. Si uno de los clientes se les acercaba demasiado, yo le advertía que ellas no eran un cóctel, aunque tuvieran el mismo aire seductor. Si no era capaz de entenderlo, es que habría bebido un trago de más, y en ese caso habría que llevarlo a casa.

—Peter, mis chicas son delicadas, se merecen un alma delicada y no un alma de leñador como la tuya —le decía yo a uno.

—Luis, tú tienes unas manos maravillosas, pero úsalas para sostener las copas.

Todos se reían, yo encontraba el tono que les gustaba. Aunque, como al mismo tiempo era rigurosa, me obedecían y bajaban la cabeza. Cuando estaban borrachos, me sentaba junto a ellos, ponía mi mano sobre sus manos y les susurraba al oído para no ponerlos en evidencia: «Mañana tienes una reunión en el Capitolio. ¿No quieres irte a dormir? Enviaré a buscar tu abrigo y Jim te llevará a casa».

—Jim, trae el abrigo del diputado.

Cuando Jim regresaba con el abrigo, yo lo enviaba a buscar el coche mientras le alcanzaba la prenda al diputado, un hombre que medía más dos metros y que en tiempos había jugado al baloncesto en la universidad. Yo tenía que ponerme de puntillas y estirar los brazos por encima de la cabeza para que él pudiese meter sus brazos dentro de las mangas. Me miraba con sus ojos grandes y tristes —algunos con el alcohol se ponían tristes, otros alegres—, y buscaba posibilidades de conseguir aún una mujer como yo. Como un niño que quiere quedarse más tiempo jugando fuera de casa.

—Zaira, me encanta cuando haces de maestra severa. Me recuerdas a mi maestra de escuela en Tucson. Ella era igual que tú. —Entonces volvía a sentarse, se acomodaba en su silla y les hacía guiños cómplices a los otros—. Otro whisky, por favor, y envíame a la preciosa Amanda.

—No te envío a nadie. Mañana tienes una reunión sobre el presupuesto, y con un presupuesto tan miserable necesitas la cabeza despejada.

—Sólo discutiremos un insignificante detalle del presupuesto, así que no hay motivo para no divertirme un poquito.

Yo seguía sosteniendo el abrigo, sacudía ligeramente al hombre y sólo entonces él comprendía que ya era su hora.

En la academia aprendí todo sobre comestibles, higiene y dirección de personal. Con frecuencia me sentaba en el despacho de Mister Brown y le hacía preguntas y pedía consejos.

—¿Cómo se habla con los senadores?

—A veces como una madre, a veces como una postulante. Lo primero los impresiona, lo segundo los adula. Tengo entendido que un tipo duro como Ron ya come de su mano. Y eso que no conozco a ningún otro miembro de los lobbies tan duro como él. Durante la crisis de petróleo de los últimos años ha sido siempre despiadado.

—¿Cómo se habla con el personal?

—Se ha de ser amable, pero decidido. Sólo se aflojan las riendas si se lo han ganado, y se ha de estar siempre preparado para volver a tirar de ellas.

—¿Cómo se habla con las chicas fáciles que intentan entrar?

Yo habría apostado por la dureza, yo habría esperado que Mister Brown fuese más riguroso; no obstante, su mirada y su voz se suavizaron. Sonrió un momento, completamente ensimismado.

—¿Y a usted cómo le gustaría tratarlas? —me preguntó a su vez.

—No lo sé. Hay una de ellas algo especial, que se llama Amanda.

—¿Y quién es esa Amanda? —preguntó.

—Una muchacha desorientada. Apenas tiene veinticinco años y desde hace ya cinco está en el alterne de lujo. Amanda es el tipo de mujer a la que todos siguen con la mirada, aunque no menee el trasero. La sola idea de que podría llegar a hacerlo basta para que los hombres levanten la vista. Créame usted, todos esos altos funcionarios no son más que hombres en esos momentos. Hombres con fantasías. Eso se les nota en la cara. Amanda es rubia teñida, tiene ojos grandes y asombrados y piel de bebé. Un día le pregunté: «¿Cómo consigues una piel tan suave? ¿Te bañas como Cleopatra en leche de cabra?». ¿Sabe lo que me respondió? Me dijo: «No, yo prefiero bañarme en whisky. Pero ¿quién se cree que es esa Cleopatra? Que aparezca por aquí en mi territorio, y la arrastraré de los pelos por todo Georgetown. Díselo a esa estúpida cabra. Nadie puede medirse aquí con Amanda, con o sin leche».

—Una chica como Amanda tan sólo quiere sobrevivir —dijo él—. Como mi padre. O como nosotros dos. Yo diría que usted debería echarla si se vuelve demasiado escandalosa. Ella regresará, esas mujeres siempre regresan.

—Pero ella nunca escandaliza. Sólo necesita su trasero. Y cuando nada funciona, se pasea por entre las hileras de mesas y todos saben entonces que Amanda está de servicio. Sobre todo Joe, usted lo conoce de la televisión, está en el Senado. Es tan tímido como un niño pequeño cuando ella está cerca, y hasta se ruboriza en su presencia. Nunca ha conseguido abordarla.

—Si Amanda alborota con su trasero, en ese caso échela.

Si es discreta, déjele plena libertad.

—Yo pensaba que usted no quería tener prostitutas. ¿No me habrá dado gato por liebre y ahora quiere hacer de mi restaurante uno de sus bares de alterne?

Él se rió.

—No sea tan desconfiada, Zaira. Una puta no basta para tener un burdel. Usted ya ha oído cómo defiende su territorio. No habrá otra que se atreva a entrar.

Yo me encogí de hombros.

—De modo que si ella es discreta, se queda. Si es escandalosa, se va —repetí.

Amanda, sin embargo, no cumplió con las expectativas de Mister Brown. Un frío día de noviembre, mientras dábamos en nuestro salón más grande una recepción para más de ciento cincuenta personas, se abrió súbitamente la puerta, como si la hubiera empujado el viento, y entró Amanda. Un costoso abrigo sobre los hombros, la cabeza erguida con altanería, como una reina que aparece ante sus súbditos. Dio unos pasos en dirección al bar, revisó su peinado con la mano. Luego miró en derredor, quería disfrutar del impacto que causaba, entonces titubeó desconcertada.

—Pero si aquí no hay nadie. He oído voces desde fuera y he pensado: «Hoy es un buen día para el negocio». ¿Dónde están todos? ¿Se te escapan los clientes, Zaira? ¿Has puesto un magnetófono? Si le dieras carta blanca a Amanda, enseguida volverías a tener la casa llena.

—Tenemos una recepción en la parte de atrás. Pero ésa es una zona prohibida para ti. Algunos de ellos están aquí con sus esposas.

—¿Y qué debe hacer Amanda, según tu opinión? ¿Debe Amanda estar sentada sin hacer nada como un buen cordero y mirar cómo pasa la noche? No, Amanda puede ser muchas cosas, pero no un corderito.

Apagó el cigarrillo, que había fumado nerviosa hasta ese momento, apartó a una de nuestras chicas, examinó en el espejo su vestido y maquillaje y quiso ir hacia la sala del fondo.

—¿Adónde quieres ir, muchacha?

—Enseño un poco el culo, le hago un guiño a uno y a otro, ellos se enteran, y tan sólo debo esperar.

—Tú no harás eso. Te sientas en el bar y te quedas tranquila. Además —dije con voz cortante y la agarré por el antebrazo—, no vuelvas a presentarte aquí con semejantes pinchazos.

Se sentó descontenta en un taburete del bar, balanceaba impaciente sus bien rasuradas y esculturales piernas.

—¿Tal vez un poquito? —volvió a intentarlo. Estiraba el cuello esperando en vano poder echar una ojeada en el salón del fondo—. Esto sí que es aburrido.

—Esto es todo lo que podemos ofrecerte hoy.

Joe salió un momento y me pidió que me acercara a la sala. Disgustado y con bastante alcohol encima, me llevó hacia un costado. Me dijo al oído que Amanda estaba allí, pero yo ya lo sabía. Le advertí que sería mejor que él se cuidase de que mi vestido quedara impoluto. Había bebido demasiado y si seguía así habría que llevarlo nuevamente a casa. Amanda no debía quedarse allí sentada tan sola, dijo él. Que si no podía yo enviarla a la sala. Yo le expliqué que, aunque no entendía por qué razón estaba él tan pendiente de ella, quería impedirle hacer el ridículo.

Me preguntó si él era su tipo. Yo le dije que ella era muy flexible con los tipos, que lo único fijo era el precio. Que además era una yonqui y que él era más de treinta años mayor que ella. Pero eso tampoco lo impresionó, entonces se enfadó conmigo porque quería aguarle la fiesta. Se volvía cada vez más autoritario, conforme a su papel de senador, y habríamos discutido si de pronto no hubiese aparecido Amanda. Su impacto fue contundente, las conversaciones se interrumpieron, y las cabezas se volvieron hacia ella como los girasoles al sol. Ella dejó vagar su mirada soberana, ligeramente arrogante. Echó la cabeza hacia atrás, le guiñó un ojo a Joe, dijo a modo de invitación: «Entonces, señores míos», ignoró presuntuosa a las mujeres, recorrió una única vez la sala y regresó al bar.

Las conversaciones prosiguieron y las fantasías de los hombres también. Ella lo daba por seguro. Yo también. Tan sólo debía esperar. Esa extraordinaria miel atraía a todos los hombres.

Fui corriendo hacia Amanda, tomé su abrigo, la agarré del brazo y la obligué a ponerse en pie.

—A partir de hoy tienes prohibida la entrada en esta casa. No quiero volver a verte.

Ella estaba tan perpleja, se había sobrevalorado tanto, que no se opuso. En la calle le di el abrigo, volví a entrar, pero aún la escuché decir: «¡No lo dirás en serio!». Joe esperaba impaciente en el bar.

—¿Por qué la echas?

—Esto no es un burdel, Joe. Si lo tolero, pronto habremos perdido nuestra buena reputación.

En ese momento se abrió por segunda vez la puerta, que golpeó contra la pared, y entró Amanda.

—No me puedes tratar así. Yo también tengo que vivir.

—Pues así no vivirás mucho tiempo. Mírate los brazos. Así morirás antes de lo que piensas.

Hice llamar a dos cocineros, que la sacaron por segunda vez a la calle. Joe se había quedado allí de pie todo el tiempo, en silencio, luchaba consigo mismo. Y seguía luchando consigo mismo cuando Amanda dio patadas a la puerta, gritó y amenazó. Y aún seguía luchando cuando ya no se oía nada.

—¿Quieres ir detrás de ella, no es verdad? —le pregunté.

Él no contestó, pero cuando fui a atender a los invitados, desapareció. Pensé que tal vez quería pasar la noche con ella. Pero que incluso llegaría a mendigar por ella, eso no podía yo preverlo.

Dos semanas más tarde Joe estaba esperando en la calle delante de Chez Odette antes de que abriéramos. Lo vi a través de la ventana, agitado y mal vestido, y, sin embargo, incomprensiblemente rejuvenecido. Iba de arriba abajo a toda prisa, de vez en cuando se pasaba la mano por la calva, fumaba con ansiedad. Le serví un poco de whisky, y nos sentamos. Él hacía girar el vaso.

—¿Estás en este estado por Amanda?

Se sorprendió de que yo fuera sin rodeos al grano, aunque eso también le facilitó las cosas. Se calmó, después de que una especie de espasmo recorriera su cuerpo.

—Yo mismo lo ignoro. Voy a verla todos los días, no puedo evitarlo, y entonces…

—Ahórrame los detalles, Joe.

—Pero si lo importante para mí son precisamente los detalles. Eso es lo que importa.

—¿Estás enamorado?

—Hace decenios que no sé lo que significa eso, pero mi estado parece acercarse mucho, creo yo.

Joe había vivido las últimas semanas como una tormenta, como una poderosa descarga eléctrica que había puesto en marcha cosas que él no sabía que existían. O que había dado por enterradas. Le había propuesto a Amanda mantenerla, pero ella había declinado la oferta. Le gustaba hacer lo que hacía, había dicho. «¿Cómo puede gustarte hacer eso?», le había preguntado él, entonces ella había montado en cólera y lo había echado a la calle. Que él podía imaginarse cualquier cosa menos que ella era una estúpida a la que tenía que instruir. Joe había tenido que suplicar mucho tiempo para que lo dejase volver a entrar. Esa misma mañana, sin embargo, las súplicas no habían dado resultado. Ella no había hecho más que gritarle a través de la puerta: «¡O lo haces, o no me vuelves a ver jamás!».

—¿Hacer qué? —le pregunté yo.

—Por eso estoy aquí.

Entonces se puso en pie de un salto, fue hacia el bar, se sirvió otro vaso y se sentó en un taburete.

—¿Puedo contarte una historia, Zaira?

—Puedes contarme todas las historias que quieras. Desde que estoy en América, me han contado ya muchas historias cuando querían conseguir algo de mí. Donovan quería tener un lugar donde alojarse, y Mister Brown quería que yo trabajara para él. Eugene dijo una vez que aquí lo primero es siempre el negocio. Aquí no se cuenta nada de balde. De modo que empieza ya, Joe.

Joe era originario de Montana, pero eso no era nada nuevo para mí. Montana era rica en bosques, allí había tanto bosque que el hombre apenas tenía espacio. Eso tampoco me sorprendió. Sin embargo, el hecho de que un día el padre de Joe hubiera llegado a ser el hombre más rico de Montana y al cabo de pocos años volviese a ser pobre de solemnidad, eso sí me resultaba nuevo.

En la familia de Joe se contaba que el primero de ellos había llegado a América con el capitán John Smith. Que habían desembarcado y construido un pequeño fuerte para defenderse de los indios y los animales salvajes, pero que el fuerte no los había protegido de la fiebre amarilla y del terrible viento helado. Murieron como moscas, pero el pionero de la familia sobrevivió. El segundo y el tercero también vivieron en la misma región, más arriba de la bahía de Chesapeake; negociaban con los indios o los mataban. Los indios se vengaron en el tercero de la saga, pero éste tenía dos hijos. El segundo de la familia y los hijos del tercero hicieron prosperar los negocios y contribuyeron a poblar la región. Más tarde, se decía, sus hijos y sus nietos habían vivido muy bien de sus negocios con Inglaterra.

Cada vez eran más los barcos que llegaban de Inglaterra y escupían cargamentos enteros de gente que quería probar fortuna. Eran codiciosos e impíos, o piadosos y codiciosos, eso no era para ellos una contradicción. Odiaban el Viejo Mundo por todo aquello que había hecho imposible su vida allí, o simplemente buscaban la aventura. Estaban enfermos o debilitados por la travesía, murieron pronto o sobrevivieron con tenacidad a las adversidades. En cuanto se recuperaron, prosiguieron su camino hacia el oeste. Los antepasados de Joe habían hecho buen dinero con el tabaco, con los caballos y los víveres. Decían que eso habría podido seguir así eternamente.

Pero uno de ellos fue por libre, era irascible y adicto al juego, apenas podían controlarlo. Cuando había perdido casi íntegramente su parte del patrimonio, los otros miembros de su familia se reunieron para deliberar. Querían desheredarlo y echarlo. Él también quería irse, pero no con las manos vacías. Mientras los demás estaban reunidos en la casa tratando el asunto, se dirigió a la tienda, vació la caja fuerte y se llevó todo el dinero. Una pequeña fortuna. Fue el primero de la familia de Joe de quien se supo el nombre: George. Un nombre demasiado distinguido para un vulgar ladrón.

Se fue hacia el Oeste a caballo, unas veces se unía a una caravana de carretas, otras se quedaba durante meses en una ciudad dedicado al juego. Perdía, pero también ganaba. Su fortuna seguía siendo casi la misma. Consiguió escaparse de todos los que trataban de capturarlo. Tardó siete años en llegar a Montana. Allí se creía seguro. Eligió a una mujer —la hija de un granjero en cuya casa había pernoctado—, la dejó embarazada y murió. Había tenido suerte con los tramposos, los sheriffs, los cazadores de recompensas, pero no con los osos de Montana.

Ante su mujer había insinuado que poseía una fortuna y que la había enterrado en un claro, en la montaña de detrás de su casa. Que había hecho una marca muy cerca, en la corteza de un árbol, pero no aclaró qué tipo de marca. Había muerto a pocos pasos de su granja al ser atacado por una osa con cachorros. Su mujer había alcanzado a oír sus gritos. Ella lo enterró, pero no se interesó por el tesoro, que con los años había ido teniendo cada vez más por una fantasía de su marido. No fue hasta unos cuantos años más tarde cuando, muy de pasada, se lo contó a su hijo, que resultó ser el padre de Joe.

—Joe, ¿por qué me cuentas todo esto? Se trata de Amanda.

—Déjame llegar al final, por favor.

—¿Falta mucho para el final? Tengo que abrir enseguida.

—Zaira, tienes que agradecerme que a tu local le vaya tan bien, así que no seas impaciente.

El padre de Joe buscó el tesoro a lo largo de muchos años, pero todos los claros habían sido cubiertos por la vegetación. Examinó la corteza de miles de árboles, pero no descubrió ninguna marca. Cuando ya pensaba que todo había sido una broma de mal gusto de su padre, tuvo la idea que lo haría rico. «Pero ¿cómo no se me ha ocurrido antes?», le dijo a su anciana madre. Simplemente haría que otros buscasen en su lugar. Vallaría completamente la ladera de la montaña y haría que la gente pagase entrada. De modo que puso en una carretera secundaria, que conducía al bosque, una barrera con un cartel: «Búsqueda de tesoros. Deténganse aquí para pagar la entrada. Precios por día y por semana».

Durante quince años, el padre se sentó en una silla junto a la caja, cobró y dejó entrar a la gente. Joe aún se acordaba de eso, pues todos los mediodías le llevaba el almuerzo. Un día alguien descubrió el tesoro. Salió corriendo del bosque, sostenía en la mano un montón de antiguas monedas ya sin valor. Joe lo felicitó y se felicitó a sí mismo, pues entre tanto había hecho una fortuna. Desmontó la barrera y el cartel y volvió a casa.

—¿Y cómo cayó otra vez en la pobreza?

Le cogió el gusto, siguió contando Joe. Se volvió avaricioso, inauguró un segundo y un tercer parque, ofrecía cada vez más atracciones, pero se sobrestimó. Eso podía funcionar en California o en Florida, pero no en Montana. Cuando se hubo agotado el dinero, el padre se volvió a sentar en una silla junto a la barrera. Confiaba en que el último de todos sus clientes no hubiese oído lo poco que se podía sacar ya de su bosque. Pero el último ya lo había oído. El padre de Joe murió en la silla junto a la barrera. Joe era entonces un joven abogado.

—Esto es lo que te quería contar.

—Sí que es una buena historia, Joe, pero ¿qué tiene que ver todo esto con Amanda?

—Nunca he sido codicioso, Zaira. Nunca me he parecido en nada a mi padre. Tal vez me haya quedado solo precisamente por eso, porque nunca anhelé lo suficiente, nunca lo hice todo lo posible para obtener algo.

—¿Y quieres comenzar ahora con Amanda, a tu edad?

—Quiero pedirte que la dejes entrar otra vez. Hazlo por mí. Es cierto que podría ir a otros locales, pero ella descarta esa posibilidad. Está obsesionada con Chez Odette. Quiere tener la última palabra. Déjale tener la última palabra.

—Entiendo —murmuré yo—. Se trata de una lucha personal contra mí, y te envía de avanzadilla. Pero no puedo hacerlo, tampoco por ti. Aquí, la última palabra la sigo teniendo yo. Confío en que puedas comprenderlo. Ahora he de irme, los primeros clientes ya han llegado.

—Primero el negocio, ¿no es verdad? —dijo en tono burlón y salió corriendo.

Nunca volví a ver a Joe. Más tarde supe por otros clientes que Amanda había muerto de una sobredosis medio año después y que durante el entierro Joe se había quedado sentado en el asiento trasero del coche de Eugene y había llorado como un niño.

Cuando Joe huyó del restaurante, pensé que ésa había sido la experiencia más excitante del día. Pero me equivocaba. Por la noche teníamos otra recepción, demócratas importantes, había comentado Mister Brown. Eso ya era rutina para nosotros. Yo recibía a los políticos en la entrada, a muchos los conocía pues ya habían sido invitados a nuestro restaurante. Los acompañaba a la sala del fondo, conversaba con sus mujeres, brindaba con ellos, luego me retiraba con discreción.

Todo transcurrió sin incidentes, hasta que la puerta se abrió de repente con un fuerte estampido. Ésa es Amanda que quiere tener la última palabra, pensé. Pero no era una, sino tres Amandas a la vez. Tres robustas, arrolladoras americanas. Sindicalistas, un piquete. «¡Huelga! —gritaron ellas—. Todos los que sean miembros del sindicato deben hacer huelga». Yo intenté interponerme en su camino, tal como había hecho con Amanda, pero no sirvió de nada. Convocaron a la huelga hasta en el último rincón del restaurante, luego desaparecieron como habían venido. Todos los camareros, cocineros, el personal entero, se desembarazaron de sus delantales y chaquetas, dejaron todo tirado, se disculparon al pasar y salieron corriendo. Al cabo de no más de cinco minutos me encontraba allí sola con todos los invitados. Ciento veinte pares de ojos que me miraban ansiosos. De lo que había ocurrido hasta ahora era responsable el sindicato. Pero para todo lo demás, Chez Odette ponía en juego su reputación.

Cogí una silla, la coloqué en el medio de la sala y me subí encima.

—Queridos senadores, diputados, secretarios de Estado y quienesquiera que sean: si tienen un sindicato, es el momento de ir a buscarlo. —Se rieron, y eso era bueno—. Muchos de ustedes me conocen. Ustedes saben de dónde vengo y lo que hecho en otros tiempos, o sea, marionetista. En el caso de las marionetas siempre se necesita a alguien que tire de los hilos. Todos ustedes tienen alto rango, y por ello penden de muy pocos hilos; sin embargo, también existen esos hilos. Hoy han recibido una muestra de ello. El pueblo ha hablado. Por lo general, sucede lo contrario. Pero no se preocupen, mañana habrá regresado el personal. Atrás, en la cocina, el cuchillo sigue clavado en el asado. No teman, les serviremos una nueva y tierna carne asada y muchas cosas más. Los mimaremos y les ofreceremos champán por cuenta de la casa. Pero no será antes de mañana. Esta noche se ha acabado. Tengan la gentileza de depositar la vajilla en la cocina, ya que yo jamás lo conseguiría sola. Pueden estar contentos de que no les pida lavarla. Conozco tan bien a algunos de ustedes, que desde luego podría hacerlo. Y tengan cuidado de no birlar nada, los cubiertos son de plata. Nunca he confiado en los políticos.

Tampoco fue ésa la última sorpresa del día. Por tercera vez se abriría la puerta, por segunda vez habría de pensar que sería la última palabra de Amanda, y de nuevo habría de equivocarme. Cuando estaba finalmente sola, me quitaba los zapatos de tacón, bebía un Martini, se abrió la puerta y entró un hombre que primero sacudió su chaqueta y luego se la quitó. Tenía el cabello ralo, pero todo lo demás en él había permanecido igual.

—Donovan, ¿qué haces aquí? —exclamé sorprendida y lo abracé. No podía dejar de mirarlo—, ¿Dónde has estado todo este tiempo?

—Vosotros me echasteis, ¿lo has olvidado?

Se sentó, y le traje comida de la cocina. Comida de senadores. Comía con la misma avidez que en los viejos tiempos. Como si ésa fuera la última vez que vería un plato lleno. Hizo chasquear la lengua contra el paladar y se limpió la boca con el dorso de la mano. Sólo cuando se hubo saciado, levantó la cabeza del plato, miró a su alrededor y dio un silbido de aprobación.

—Hay que ver qué buen aspecto tiene el restaurante. Os debe de ir muy bien.

—No podemos quejarnos.

—¿Dónde está Dejan?

—Lo está pasando mal.

—¿Y el profesor?

—Dimitió hace ya mucho tiempo.

—¿Quién es el jefe ahora?

—El propietario se llama Mister Brown. Pero la jefa soy yo.

Me cogió de la cintura y me levantó.

—No es una mala carrera desde la malograda representación en Dumbarton House hasta aquí, ¿no es cierto?

—¿Y qué pasa con tu carrera? —pregunté después que me dejara en el suelo y yo preparase dos bebidas. Cuando me di otra vez la vuelta, ya tenía un porro en la boca—. Según veo, no has renunciado a eso.

—No hay que renunciar a un mal hábito. Para eso no se tiene más tiempo que la vida. Para todo lo demás, la eternidad.

Le alcancé la copa, le quité el porro y di una calada. Empecé a toser con fuerza.

—Un día es un día, ¿qué más da? No he tenido un día como el de hoy desde hace mucho tiempo. ¿Y qué es lo que haces en Washington?

—Acabo de representar un pequeño papel en una obra. Buscaba un lugar donde hubiera cerveza decente y donde se pudiese dormir.

—¿Estás otra vez sin blanca y no puedes permitirte un hotel?

—No, no estoy sin blanca. Tengo mi función en un pequeño teatro de Nueva York.

—¿Estás en el teatro?

—Se puede decir así. Mira, un día fui al teatro y vi una obra que estaba en cartel desde hace decenios. Había seis personajes de pie en una cola y hablaban sobre la vida. Desde hace treinta años hablaban sobre eso. Entonces me dije: «Eso lo puedes hacer tú también». En realidad, nunca os había contado que me gustaba el teatro de variedades. En otros tiempos, las compañías ambulantes recorrían el campo americano, se las llamaba vodevil. Mi padre las conoció. Actuaban en todos los malditos escenarios de provincias que aceptaban programarlas. Bailaban, contaban chistes, interpretaban escenas cómicas y cantaban. —Hizo una pausa.

—¿Y qué más? —pregunté yo.

—Practiqué durante un año, hice pequeños trabajos para ir tirando, y un día fui a ver al director del teatro y le enseñé mi programa. Ahora ya voy por el quinto año. —Volvió a hacer una pausa.

—¿Y qué representas?

—Ah, sí. Imito a los treinta y dos grandes cómicos americanos, desde Buster Keaton hasta Jerry Lewis. Pero no sólo a ellos, también a gente como Dean Martin o Frank Sinatra. Tan sólo tengo un espejo, una silla, una mesa y además un par de sombreros, algunas gafas, guantes y maquillaje. El espejo no tiene cristal, es sólo un marco, yo lo atravieso para entrar al escenario y hacer mis imitaciones. —Hizo una pausa—. ¿Y qué tal vosotros? ¿Han cambiado algo las cosas?

—Si con «eso» te refieres a Ioana, no mucho. Poco después de que te marcharas, se fue de casa. Ahora vive sola. Discute a menudo con Robert, ya no son uña y carne como antes.

—¿Se pelean?

—Todo comenzó cuando descubrimos que ella robaba. Antiguamente, Ioana echaba enormemente de menos a Traian, su dulce padre. En Robert encontró un buen sustituto. Tal vez sea eso lo normal, que ahora discutan. Pero ella lo aceptó desde el principio.

—¿Qué sabes de Traian?

—Si aún vive, seguro que sigue bebiendo.

—Tú lo desprecias.

—Únicamente rechazo al borracho que vive en él. Pese a los años transcurridos, todavía sería capaz de mostrar cómo movía sus manos. Lo imagino muchas veces ante mí, cuando estaba en el escenario, en mi casa o en Strehaia. Ése es el sitio donde crecí. O en Bucarest, recibiendo su premio. De ningún otro hombre he estado tan orgullosa como en aquel instante lo estuve de él. Pero ¿qué estoy diciendo? Tú estás cansado. Sólo me temo que no podré llevarte a casa. Por Robert. Ahora tenemos una casa propia, y también somos americanos.

—¿Y cómo están tus padres? —preguntó Donovan.

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