Zaira

Zaira


Cuarta parte » 4

Página 34 de 37

—Se han hecho muy mayores. A veces mi madre escribe en código. Alaba todo de manera tan exagerada, que yo deduzco lo contrario. No están bien, están enfermos, y alguien que nos odia les hace la vida cada vez más difícil. Hay que ver hasta qué punto debe odiarnos ese hombre.

—Pero ¿qué le habéis hecho?

—A él personalmente nada en absoluto.

Pero su padre era nuestro campesino y murió en un accidente.

—¿Y exactamente qué es lo que hace el hombre contra vosotros?

—Se ocupa de que mis padres nunca puedan sentirse seguros. Apenas han transcurrido unos pocos días tranquilos, vuelven ya a someterlos a interrogatorio. Han de permanecer sentados durante horas en una habitación fría y húmeda y no pueden más que responder una y otra vez lo mismo.

—¿Cómo puede ese hombre tener tanto poder?

—Es un líder comunista, y los comunistas tienen todo el poder. Oímos en las noticias que al país le va cada vez peor. Que cada vez es más difícil encontrar alimentos o cualquier otra cosa. A eso se suma el miedo perpetuo. ¿Y tú? ¿Has estado «muy lejos en el Norte»?

—¿Muy lejos en el Norte? —Cuando finalmente comprendió a qué me refería, se encogió de hombros.

—No.

—¿Por qué no?

—Ya no era necesario.

Fui a la cocina para lavar los platos, y cuando regresé Donovan estaba ya tumbado en el suelo, con la cabeza apoyada en el brazo, y dormía. Se había cubierto con su abrigo, yo le puse también el mío encima. Todo parecía ser otra vez como en los viejos tiempos, sólo que Donovan tenía menos pelo y en su rostro habían aparecido arrugas. Pero ya no se estremecía en sueños, no sudaba, dormía tranquilo. De nuevo pensé:

Todo está bien ahora, puede acabar así. Podemos dar por terminado el vértigo. Las cosas pueden seguir como son ahora. Con un amigo que finalmente ya no está inquieto. Con una hija con la que reina una extraña paz. Con un marido que duerme abismado en sus mundos de algas y junto al que pronto me acostaré. Todos podríamos ir hacia el borde del escenario e inclinarnos en una reverencia. Nos pedirían quizá cuatro o cinco veces que saludásemos, si lo hemos hecho bien, y, si no, sólo dos o tres veces. Estaríamos exhaustos pues habríamos dejado el alma en el escenario. Los aplausos no habrían querido cesar, o ya habrían cesado hace tiempo al mezclarnos entre el público.

La mañana siguiente Donovan regresó a Nueva York. Cuando llegué al restaurante y abrí la puerta con sigilo para no despertarlo, ya se había marchado. Como si hubiese sido una aparición. El espíritu de la casa, que me había visitado fugazmente.

—Ha telefoneado Odette. Dejan está muerto —dijo Robert en cuanto llegué a casa.

—No, te equivocas, Odette está muerta. Dejan vive.

Pero no se equivocaba. Todos habíamos tenido a Odette por una fantasía de Dejan, que así buscaba tener, además del restaurante, a alguien con quien compartir la vida. Sin embargo, ella estaba viva y se apoyaba en el brazo de un hombre más joven cuando la encontré en el cementerio. Una esbelta y radiante mujer, que seguía rezumando algo francés, o acaso uno se lo imaginara porque lo sabía. La fantasía de Dejan la había modelado a su propio gusto. La había vertido en un molde generoso, cuando de hecho la mujer que teníamos delante era delgada. Ella no había probado su propio arte culinario, sino que lo había dado a probar a los demás. O tal vez nada de eso se había almacenado en su cuerpo.

Todos la miramos detenidamente, no sólo el personal del restaurante, sino también muchos clientes habituales a los que Dejan había servido durante tantos años. Tras el entierro, quiso invitarnos a mí y al profesor —quien se mantenía algo alejado— a una copa de vino. Como yo tenía que ir pronto a trabajar, nos dirigimos a Chez Odette y nos sentamos en la coctelería que aún estaba cerrada. Ella nos presentó a su acompañante, Ahmed, un marroquí.

—Seguramente estarán sorprendidos de verme.

—No más sorprendidos que si usted estuviese realmente muerta —dijo el profesor.

—¿A qué se refiere usted con «muerta»?

—Nosotros no creíamos que usted existiera de verdad. Tanto que tampoco creíamos que estaba muerta cuando de pronto Dejan la declaró muerta. Usted no puede imaginarse cuánto hablaba él de usted.

—Seguramente hablaba mal de mí. Lo abandoné, sólo puede haber hablado mal.

—No, él siempre inventaba nuevas historias sobre usted y él juntos. Dónde acababan ustedes de pasar el fin de semana, que habían proyectado un nuevo viaje a Las Vegas y tantas cosas más.

—¡Basta, por favor, basta! —exclamó ella.

Le temblaba todo el cuerpo, el joven le acariciaba la mejilla y le decía chérie. El profesor amagó con seguir hablando, pero yo le cogí el brazo.

—Ya está bien, profesor. Dejan siempre ha exagerado un poco. Eso es todo.

—Del mismo modo que exageró con sus celos —replicó Odette con voz cortante. Bebió un trago, luego empezó a contar.

Odette y Dejan habían llevado juntos el restaurante, ella cocinaba y él servía. Se habían conocido efectivamente en Marsella. Nunca se habían casado, primero porque ella era aún demasiado joven, luego porque los dos eran demasiado viejos. Ahorraron todo su dinero hasta que un día pudieron abrir el restaurante. Durante unos años todo salió bien haciéndolo en pareja, pero en algún momento necesitaron refuerzo, y el refuerzo fue Ahmed.

A Ahmed —un silencioso y tímido muchacho— lo querían como al propio hijo que nunca tuvieron. Al caducar su visado, Ahmed se quedó ilegalmente con ellos, hasta que un día lo descubrieron. Los tres hombres que lo fueron a buscar amenazaron con clausurar el restaurante por emplear a trabajadores clandestinos. Llevaron al chico a la cárcel y después al aeropuerto, desde donde fue devuelto a Casablanca.

Día tras día pensaban en él, como también pensaban en su propia huida de los caníbales alemanes. Veían la cara delicada y triste de Ahmed y sus ojos, con los que miraba tantas veces sumisamente al suelo. Al cabo de medio año, Ahmed dio señales de vida desde Casablanca. Escribió que ya no podía arreglárselas en su tierra tras haberse acostumbrado a América. Que él era por una parte musulmán, pero por la otra americano. Odette comenzó a darle vueltas, un día sí y otro también, hasta que empezó a dejar caer la vajilla, no responder a los clientes o equivocarse con las facturas.

Entonces Dejan le preguntó por primera vez si estaba enamorada de Ahmed. La segunda vez se lo preguntó más inseguro, furioso. Fue cuando ella le anunció:

—Me caso con él.

Esa vez fue Dejan quien dejó caer la olla llena de sopa.

—¿Cómo que te casas?

—Como se casa la gente.

—Si ni siquiera te has casado conmigo.

—No era necesario casarme contigo. A ti te tenía seguro.

Ella se salió con la suya y escribió a Marruecos: «Me caso contigo. Voy a Casablanca». Un mes más tarde estaban los dos en el vestíbulo del Hotel Hilton de Casablanca. Le explicó que no debía asustarse. Que tan sólo quería casarse formalmente con él, pero no ir con él a la cama. Las mejillas de Ahmed se encendieron. «Si mi familia se entera, soy hombre muerto. Tú no eres musulmana y eres mucho mayor que yo». «Nadie se enterará de nada».

Para que el casamiento fuera válido, después de la embajada americana debían presentarse también ante un imán. Era más fácil engañar a cien funcionarios americanos que a un único clérigo musulmán. Necesitaban además dos testigos, uno cristiano para ella y uno musulmán para él. Odette le puso cien dólares en la mano y le dijo:

—Ve a un edificio en construcción, escoge al obrero más miserable, dale el dinero, y dile que se convertirá en tu primo.

—¿Y cómo conseguirás tú un primo cristiano?

—Déjame resolverlo.

Odette se sentó en el restaurante del hotel y observó el ir y venir de los camareros, hasta que uno de ellos —un enclenque italiano llamado Luigi, que se había percatado de sus miradas— se acercó a ella. «Querido Luigi, lo necesito como primo por dos, tres horas». «¿Cómo primo?», preguntó el hombre, que se había imaginado prestarle otra clase de servicio. Pero accedió y se llevó el dinero.

Al día siguiente cada uno llevó consigo a su propio primo. También Ahmed había tenido éxito. Se encontraron delante del Hilton: un camarero italiano, una cocinera francesa, un obrero musulmán y un confundido muchacho que estaba con la mente en algún lugar entre Marruecos y América. Anduvieron de tienda en tienda, pronto tuvo el obrero nuevos zapatos, pero viejos y agujereados calcetines, y el italiano una hermosa camisa blanca, pero una corbata anticuada. Luego Ahmed encontró un traje, pero dos tallas más grande. Al final, sin embargo, todos tenían lo que necesitaban: zapatos, calcetines, corbata y traje. Parecían tres caballeros con dama cuando, unos días más tarde, se encontraron delante de la casa del imán, los cuatro viniendo de cuatro direcciones distintas.

Primero el hombre le preguntó a Luigi si estaba de acuerdo con el matrimonio. Luigi por poco se había delatado, pues el imán preguntó en francés e inglés, y Luigi apenas si sabía algo de ambos idiomas, lo que resultaba extraño tratándose del primo de una americana. Para mayor seguridad declaró su acuerdo en tres idiomas: «Sí. Oui. Yes». También el obrero manifestó su conformidad tras haber titubeado un momento. Se pasó el dedo por entre el cuello de la camisa y la garganta, pero no era el cuello lo que le ceñía la garganta, sino su conciencia. Luigi de todas maneras podría confesarse, pues Dios, para un cristiano, sería indulgente. Odette por su parte quería cultivar la cocina islámica y educar a los hijos en el espíritu islámico. Y Ahmed hubo de responder a preguntas del Corán. Ante la casa del imán volvieron a estrecharse la mano, Luigi y el obrero siguieron sus propios caminos, Odette y Ahmed se dirigieron al aeropuerto.

Dejan había cambiado mucho durante su ausencia, estaba huraño, monologaba, y el nombre de Odette surgía con frecuencia en sus soliloquios. No soportaba a Ahmed ni tampoco a ella, quería desterrar a Ahmed del restaurante y de su vida. Decía: «Ya que me pones los cuernos, entonces que no sea ni en mi restaurante ni en mi cama». «Pero se trata también de mi cama y mi restaurante». A partir de entonces él se volvió irascible, amenazaba. Era muy imprevisible, en algún momento maldecía, la apartaba de un empujón, y al siguiente la abrazaba y se disculpaba.

Odette se marchó, primero de la casa, luego del restaurante, y más tarde de la ciudad. Hasta la fecha nunca había tenido nada con Ahmed.

—¿No es cierto, Ahmed? —le preguntó.

—Yes.

Eso fue lo único que conseguimos oír de su boca además del anterior chérie.

—¿Por qué nos cuenta usted esa historia? —le pregunté yo.

—¿Es que ha de haber una razón?

—Todos los que me han contado una historia aquí en América han querido siempre algo de mí. He aprendido mi lección. El negocio es lo primero. ¿Qué es lo que quiere usted entonces? ¿Acaso el restaurante?

—Nada. Usted se equivoca. Es injustamente desconfiada. Yo no pretendo nada más que poder seguir viviendo.

Ella miraba a Ahmed con tanto cariño, que uno hubiera dudado de su continencia. Pero a esos dos seres los unía algo, que era tan grande y profundo como un matrimonio y que duraría toda una vida. Y que era lo que inspiraba esas tiernas miradas.

Ir a la siguiente página

Report Page