Voy

Voy


Ella

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Ella

 

No hubo ninguna razón sentimental para viajar a la India. Aquel verano Gabi estaba trabajando en Tokio y desde allí mismo me envió un e-mail diciendo que si aún no había planeado mis vacaciones podíamos encontrarnos en algún país intermedio para pasarlas juntos.

—Pero ¿tú no estabas saliendo con alguien? —le pregunté.

—Nos vemos de vez en cuando, aunque aún hay tela que cortar. ¿Te apetece o no?

Jo, si me apetecía. Hacía más de tres años que no viajaba un poco en serio, nada que no fueran las típicas excursiones a l’Empordà o salidas de fin de semana a alguna capital europea. Más de tres años sin un viaje de verdad. El problema era que sólo hacía un mes que había cobrado el finiquito después del cierre de mi empresa. De todas formas, desconectar del modo que me proponía Gabi era tan tentador... Además, nuestra historia no había estado nada mal.

 

 

¿Qué quiere decir?

 

Que nos estuvimos acostando una temporada antes de que conociera a su nueva pareja. Yo siempre tuve claro que lo nuestro no iba más allá de una amistad de cama, pero igualmente le cogí aprecio. Estar con él era fácil, dentro de lo que son los hombres. O sea que no me costó imaginarme unas vacaciones juntos. Pensando en países que nos vinieran bien a los dos, enseguida me vi en la India. Y se lo dije. Yo aún no había viajado a Asia y me hacía ilusión estrenarme, aparte de que quería enfrentar un viaje más duro de lo que estaba acostumbrada y la India prometía pocas comodidades, sobre todo porque enseguida acordamos ir con mochilas, un presupuesto ajustadísimo y sin casi ninguna reserva de hotel, así que a menudo habría que improvisar. Parecía un país ideal para salir del abrigo de Barcelona y sentirme un poco... expuesta. No sé, quizá fuera un mecanismo interno que me animaba a ir preparando lo que se me venía encima después de perder el trabajo, pero disponer de un gran territorio con miles de kilómetros por delante y sin necesidad de estar mirando el calendario me hizo aparcar las precauciones.

Recuerdo los nervios y la emoción en los días previos, mientras esperaba a embarcar en el aeropuerto, durante todo el vuelo..., no sólo por el viaje sino por la certidumbre de que en la India comenzaba un camino hacia una vida desconocida.

 

 

Ha dicho que se quedó sin trabajo. Usted es profesora de lengua francesa.

 

Sí, y había trabajado siempre sin interrupción desde que me licencié en la universidad. Llevaba varios años en el staff directivo de una academia privada, cobraba un sueldo suficiente que me permitía salir a cenar con frecuencia, ir a conciertos, regalarme de vez en cuando un fin de semana de hotel... Pero poco antes del verano de ese mismo 2011 nos anunciaron recortes y en julio supimos que la empresa cerraba y nos quedábamos todos en la calle. No hubo tiempo de asumirlo, de reaccionar, de nada. El dinero de la indemnización debía permitirme aguantar una temporada..., aunque ya le he dicho que tal y como estaba el mercado laboral, marcharme a la India tenía algo de imprudencia. La coyuntura económica no era en absoluto favorable y mi futuro resultaba muy incierto. Pero necesitaba airearme después de tantos años bajo presión. Y me apetecía viajar con él, la verdad, recuperar un poco lo que al fin y al cabo era una buena amistad, porque no pasaba una semana sin que intercambiáramos como mínimo un mensaje o una llamada para saber cómo nos iba. Yo diría que nuestro vínculo resistió porque nos encontramos en una época complicada para ambos y supimos apoyarnos. Ninguno pedía más de lo que el otro daba mientras nos desahogábamos sin promesas ni compromisos, sabiendo que aquello tenía fecha de caducidad porque desde luego que enamorados no estábamos.

Pasamos varios meses viéndonos con cierta frecuencia, no mucha teniendo en cuenta que después de su separación, Gabi llevaba una vida condicionada a las necesidades de su hijo, así que la semana que tenía al pequeño en casa, desaparecía del mapa. La semana que no estaba con el chaval, podíamos vernos dos, tres o hasta cuatro días, dependía de las agendas. Yo tenía otro amante al que veía de forma más regular y a veces hablaba con Gabi sobre él, aunque mi amante no sabía de su existencia. Si esto sirve para medir el interés por alguien, supongo que me interesaba más el otro, alguien más joven, más puro, con quien quizá pudiera construir algo.

Como con Gabi no miraba hacia adelante, no había proyectos ni futuro pero todo fluía fácil, éramos gente moderna y abierta interesada por la actualidad y tal, ya sabe. Por eso, cuando me dijo que estaba liado con una mujer que le gustaba mucho me sorprendió el trallazo de malestar que sentí. Son curiosas estas cosas, nuestra codicia. Todo para mí, todos míos... Ay. Piensas que tú no eres como el resto y sí, sí, ya lo creo que nos parecemos. De todas formas, después de recibir el golpe asimilé bien la nueva situación y seguimos acostándonos sin problemas. Diría que incluso me esforcé para reivindicarme ante él. Puede que suene ridícula, pero ¿quién no quiere ser el mejor?

Lea era una mujer más o menos de su edad, o sea que me llevaba unos diez años, y por lo visto también tenía un amante. Menudo berenjenal, ¿eh? De todas formas, estos nudos se deshacen pronto, sobre todo cuando hay tanta gente de por medio. Es que en total éramos cinco. ¡Cinco! Durante más o menos un mes y medio fue divertido ver cómo avanzaban las relaciones, hasta que un día Gabi dijo que iba a intentar concentrarse en Lea.

—Es una cuestión de honradez —dijo, y dio una explicación muy bonita de cómo quería que fueran las cosas a partir de entonces, sin engaños, sin mentiras.

Después de eso, pasaron tres meses en los que rompí con mi otro amante. Poco después me quedé en paro. Y entonces, Gabi me escribió desde Tokio. Me encantó su don de la oportunidad. Yo necesitaba una excusa para salir de aquella especie de atolladero y por otra parte reconozco que me ilusionaba verle en acción. A fin de cuentas, le había conocido como escritor de libros de viajes, su personaje público vivía de eso, y pensé que observar cómo se desenvolvía en su medio tendría algo de privilegio.

Tampoco crea que sublimo el oficio de escritor, más bien al contrario. Mi academia había proporcionado excelentes traductores a algunas editoriales y, gracias a los vínculos que se crearon, los editores me llamaban con frecuencia para que asistiera a presentaciones de libros, que casi siempre terminaban con escritores, editores y algún periodista tomando copas en cualquier coctelería. En varias ocasiones llegaron a contratarme para que hiciera de intérprete entre un autor y los periodistas, e incluso he traducido unos cuantos libros. Quiero decir que durante años he tenido trato constante y cercano con bastantes escritores y pocas veces me ha atraído alguno de una forma... íntima. He visto tanta rareza y egolatría que incluso llegué a convencerme de que nunca me iba a liar con un autor. Como principio: escritores no.

 

 

¿Cómo se conocieron?

 

A veces nos cruzábamos en presentaciones de libros o en alguna de las fiestas que se hacían en Sant Jordi, ya le he dicho que no voy a más actos de los necesarios. Pero curiosamente nuestra presentación oficial fue en casa de Yolanda, el día de su cumpleaños.

 

 

El de Yolanda.

 

Sí. Una amiga común. A Yolanda la conozco desde la primera academia donde di clases porque es profesora de alemán, me ayudó mucho a aterrizar y aunque ahora está trabajando fuera de Barcelona, ahí seguimos, uña y carne. Yolanda me había hablado del viaje que hizo por el Nilo con Gabi y un director de cine..., ahora no me acuerdo de cómo se llama..., pero vaya, da igual, el caso es que antes de la fiesta ya le tenía fichado. Yo estaba sin pareja, así que las amigas se animaban a buscarme hombres ideales por todas partes. Valoraban pros y contras, calculaban cuánto iba a durar el idilio, tonterías así. Con Gabi pasó lo mismo. Después de presentármelo, cada uno se fue por su lado y mis amigas se pusieron a analizarle en broma, que si era un flaco intrigante, que si a los cuarenta estás tan maltratado es porque algo no funciona bien, que si en medio año se habría quedado calvo... Nos reímos un poco y seguimos bebiendo. De todas formas, Yolanda me dijo que tuviera cuidado.

—Es un poco... peculiar.

Eso dijo, peculiar, y de ahí no salió. Pero no vi nada extraño en él.

 

 

¿Y?

 

De entrada me pareció interesante aunque desde luego que no era mi tipo... y lo veía demasiado mayor para mí. Cuando nos cruzamos en la fiesta, fue agradable, respetuoso. Lo de pedirme el teléfono con la excusa de que a veces necesitaba intérpretes para sus entrevistas me sonó a truco más bien rancio y mentiroso, pero a los diez días me llamó para ofrecerme que le acompañara a una entrevista con un autor canadiense de paso por la ciudad. Es que antes de la debacle de los periódicos aún se sacaba sobresueldos colaborando con ellos. La editorial pagaría mis honorarios, que él mismo había negociado. Yo no iba a cobrar mucho pero acepté, claro.

En la entrevista, Gabi me dio la impresión de ser muy inseguro. Muchas de las preguntas las dejaba inacabadas, como si al final pusiera unos puntos suspensivos que el otro debía rellenar. Cedía todo el protagonismo y la iniciativa al entrevistado, hasta el punto de que él me pareció muy pequeño, poquita cosa. Como si el canadiense fuera escritor y él no. O al menos como si él no se encontrara en igualdad de condiciones, como si se sintiera inferior.

En cuanto terminó la entrevista, el autor se fue a su habitación y nos quedamos solos en el bar del hotel. Yo atravesaba una etapa poco... comunicativa. Llevaba casi dos años dando bandazos, desde que lo dejé con una pareja con la que había estado bastante tiempo. Poco después de romper, pasé una época de desmadre. En una semana llegué a acostarme con tres hombres distintos, fue mi manera de llevar el luto... o de tomarme la revancha por una relación en la que siempre me sentí por debajo, a merced de los deseos de él. De allí salí teniendo muy claro que nadie volvería a utilizarme ni a rebajarme. Total, ¿para qué? ¿Para que al final se largara con otra?

De todas formas, después de desfogarme a gusto no tardé mucho en decir basta, a mí misma, decírmelo a mí. Lo de liarme con el primero que pasaba no era mi estilo, más bien me dio la medida de mi desesperación, y entonces me replegué. Durante más de un año me dediqué a fabricarme una concha estupenda y cuando apareció Gabi ya le había dado forma y la concha empezaba a secarse, a endurecerse. Eso no significa que hubiera renunciado a los hombres. Me limitaba a encuentros puntuales que en general ni siquiera forzaba yo y que de vez en cuando llevaba hasta el final para ver si reaccionaba de algún modo o descubría a alguien que me desmontara la idea cada vez más deprimente que me estaba haciendo de los hombres, porque no quería creer que los tíos fueran así, no podía ser que fueran así.

Con todo esto quiero decir que en la época de la entrevista al canadiense no pasaba por mi mejor momento y quedarme sola con un hombre, más que estimularme, me angustiaba. Aunque acabara follando con él. Me angustiaba. Pero Gabi estaba casado, por entonces todavía lo estaba, hablaba muy tranquilo, le había visto encogerse durante la entrevista... Cerca de él no se me disparó ninguna de las alarmas habituales, así que no me costó agradecerle la oportunidad de haber conocido al canadiense y, además, de sacarme un dinero.

—Gracias a ti —dijo—. Eres mucho más barata que una traductora profesional y lo haces casi igual de bien.

—Ya.

Hubo uno de esos silencios incómodos.

—¿Tienes familia francesa? Ella no parece un nombre muy francés.

—No, no. Mi madre es argentina y mi padre, de aquí, pero como tengo antepasados italianos, mis padres buscaron un nombre más o menos neutral. Creo que Ella es inglés aunque suene a italiano.

—Es bonito.

Siguió preguntando cosas sobre mí, hablamos de literatura, contó alguna anécdota de sus viajes hasta que llegó la hora de irme al curso de carpintería. Le hizo gracia que me hubiera apuntado a un taller tan... inusual.

—He conocido a chicas muy modernas que se apuntan a talleres de costura, pero ¿carpintería? ¿Tú entre sierras y virutas de madera?

Al decirlo así, yo misma me vi en el taller. Me vi desde fuera. Y me pareció lo que él quería que pareciera: una imagen erótica. Porque por su forma de decirlo y la imagen que creó con esas palabras tan simples tenía que estar insinuando algo.

—Soy joven, necesito desfogarme —respondí.

Sonrió como si se alegrara de haber rascado lo suficiente para asomarse más allá de lo poco que yo solía mostrar. Pidió que le dejara acompañarme hasta la puerta. Qué le iba a decir. Que viniera. Fue un episodio divertido, agradable, que terminó cordialmente en el umbral del taller.

Pasaron varios meses en los que nos cruzamos sólo por casualidades y no fue hasta después de su separación cuando empezamos a coincidir con relativa frecuencia. Yo me había recuperado anímicamente y me sentía fuerte, dueña de mi tiempo, de mi casa, de mi vida. Independiente en el mejor de los sentidos, sin esclavitudes sentimentales ni ataduras que costara deshacer y convencida de que cualquier relación que emprendiera en el futuro sería de igual a igual o no sería.

Algo que me hacía sentir fuerte eran el orden y una moral que, pese a todo lo que escuchaba por ahí, creía mantener lo suficientemente íntegra. De todas formas, había empezado a permitirme ser un poco menos rígida concediéndome alguna que otra..., cómo llamarlo..., travesura, hasta que en algún momento me vi en la cama con Gabi rompiendo varias de las normas, modelos y precauciones que hasta entonces me habían guiado. Yo no quería maduritos y él me sacaba diez años. Me gustaban los cuerpos grandes y él era un alfeñique. No quería saber nada de hombres casados y él lo estaba. Sí, acababa de dejar su casa, pero vivía en una confusión evidente, aparte de haberse instalado de forma provisional en el piso de un amigo y de que le sobrevenían ataques de profundísima melancolía que desde luego no garantizaban que no fuera a volver con su mujer.

Y todo eso me dio igual. Sobre todo porque desde el principio lo vi como un amante pasajero. Alguien con quien simplemente me sentía bien y podía conversar de cualquier cosa sabiendo que no teníamos futuro porque los dos estábamos demasiado pendientes de otras cosas. En nuestra primera charla íntima le hablé de Pablo, un chico con el que yo había quedado varias veces y me gustaba lo bastante como para empezar algo serio. Gabi me animó a salir con él, y dos semanas después yo tenía dos amantes. Bueno, no, el amante era Gabi, porque con Pablo iba a pasear, al cine, le presenté a mis amigos..., y aunque esa división era nueva para mí y me inquietaba un poco lo que pudiera derivarse de ella, me sentía, más que nada, bien. Me veía dueña de la situación, controlando mi destino, con dos hombres para mí, cada uno cubriendo la mayoría de mis necesidades y convencida de que en el fondo no engañaba a ninguno.

 

 

Hombre, a Pablo...

 

Con Pablo había empezado más tarde, yo le daba todo lo que quería, y pensé que, en todo caso, estar con Gabi iba a fortalecer mi relación con él.

 

 

No lo entiendo.

 

Gabi me daba seguridad y calma para no precipitarme en los pasos con Pablo. No hablaba mucho pero escuchaba. Escuchaba horas, lo que hiciera falta. No es que yo necesitara mucho más. Nadie me ha escuchado como él, aunque quizá fuera porque no me quería. Pero ya le digo que eso me daba igual. Cubría una necesidad importante, era un poco como ir al psicoanalista. ¿Ha ido alguna vez? Yo sí, después de dejarlo con mi primera pareja, en la época del desmadre. Pues Gabi actuaba un poco así: ponía la antena, se mantenía en silencio, de vez en cuando decía algo que me daba que pensar... Y gratis. Claro que para él debía de ser una bicoca tener a una jovencita contándole todos los detalles de su relación, desde las cenas que mi chico me preparaba a nuestros juegos sexuales. A veces yo recordaba de pronto que al fin y al cabo él era un escritor y entonces me interrumpía a mí misma para advertirle que ni se le ocurriera contar nada de lo que le estaba explicando. En ese sentido nunca tuve problemas. Era un buen confidente. Eso es, confidentes. Eso es lo que éramos el uno para el otro. Aunque yo hablaba mucho más que él. Su tema eran su hijo y su exmujer. Bueno, sus padres y sus hermanos también salían a veces, aparte de los monólogos sobre política y literatura. No hablaba de casi nada más. Esta situación duró, no sé, cuatro o cinco meses, hasta que de repente un día dice que ha conocido a una mujer.

—¿Conocido? —le pregunté—. ¿Qué significa conocido? ¿Te has acostado con ella?

—Sí.

—¿A la primera? ¿Así sin más?

—Llevamos viéndonos unas semanas.

¿Unas semanas? ¿Tres? ¿Ocho? Será cabrón. Fue lo que pensé, y al darme cuenta me sorprendió lo mal que lo había encajado. No porque Gabi tuviera otro rollo, sino porque a saber cuánto tiempo llevaba ocultándome algo tan importante mientras yo me seguía abriendo a él de arriba abajo, como una imbécil. De todos modos no me iba a rebajar a preguntarle de cuántas semanas estábamos hablando.

—Qué bien —le dije.

No eran celos, créame. No exactamente. Más bien tenía que ver con la traición y con el hecho de que de nuevo me sentí en desventaja. Pero intenté ser justa. Sopesé el apoyo, el afecto, la sinceridad general que había definido nuestra relación... y que a fin de cuentas yo estaba saliendo con Pablo. Qué le podía reprochar. Lo único que no iba a preguntarle era si seguiría acostándose conmigo. Por lo demás, le pregunté de todo, y como él respondió sin problemas, comprendí que se estaba enamorando. Porque no hablaba de una mujer, no. Hablaba de una traductora, encima también traductora, una reina del glamour conocedora de la literatura universal de la a a la zeta, una mujer con recursos mundanos y a la vez celosa de su intimidad, cariñosa pero no en exceso. El equilibrio perfecto. La idealizó, quizá para sostenerse en ella mientras se alejaba de una vez por todas de la persona con la que había compartido diecisiete o dieciocho años de su vida. No de mí, no. La aparición de Lea me sirvió para darme cuenta de lo poco que yo significaba para él, porque para alejarse de su exmujer necesitaba a alguien que le succionara con una fuerza muy superior a la que yo tenía, necesitaba una solidez de valores que de algún modo reforzara las convicciones que él quería imponerse. Necesitaba a alguien con objetivos reales y dispuesto a luchar por ellos: tener hijos, formar una familia, ser fiel. Era lo que había abandonado pero era en lo que se forzaba a creer, así que necesitaba a alguien... maduro. Y desde luego que yo no podía darle eso.

 

 

Bueno, usted ha dicho antes que era consciente de que esto iba a ocurrir algún día.

 

Somos codiciosos. Cuando nos quitan algo que creíamos exclusivo... Siempre fui consciente de que le había servido como tabla de salvación, pero supongo que a partir de cierto momento, de cierta rutina, quise creer que había algo más porque, después de todo, sus cuidados y su cariño me parecían verdaderos. Sin embargo, él no me admiraba. Al contrario que Pablo, para quien yo lo era todo. Y esa carencia, constatada ahora con la aparición de una rival, porque así fue como la vi, esa falta de admiración hacia mí fue la que me enganchó a él. Hay que ver cómo son las cosas, ¿eh? Qué raro todo.

Creé una dependencia malsana. Ahora era él quien necesitaba que le escucharan, así que aparqué mis monólogos sobre Pablo y me dediqué a conocer la historia de Lea. Ella no llevaba muy bien la irregularidad de Gabi, que de pronto se esfumaba, pasaba dos o tres días sin dar noticias, y cuando reaparecía lo hacía tan tranquilo.

Yo estaba acostumbrada a eso, pero supongo que si aquella mujer quería montar algo duradero no iba a tolerar una dinámica semejante. Y yo me alegraba. Lea era de las que entendían las relaciones como una constante, sin agobios ni obsesiones, pero una constante. Compartir es compartir, saber que el otro te acompaña en todo momento. Sin embargo, Gabi no. Desaparecía. Y aunque yo no llegué a experimentar nunca esas inseguridades, podía entender muy bien a su pareja.

Por otra parte, Lea tampoco entendía que después de una semana sin verse, Gabi llegara a su casa, le dijera hola, le diera un beso insulso y se quedara callado o se pusiera a hablar de cómo había ido la semana con su hijo como si se hubieran visto el día anterior. Yo estaba acostumbrada, tampoco le pedía más, pero en esto tenía que darle la razón a ella porque, mirado objetivamente, ¿qué tipo de hombre era ése? No tenía nada que ver con la pasión que una desea, y menos al principio de una relación. Yo al menos soy de las que quiero que me abracen fuerte y me besen como se debe besar. Él no lo hacía y por eso alguna vez me sentí un poco... turbada..., molesta por su forma de entregarse en la cama o cuando veía un partido de fútbol, porque para eso no era tímido ni moderado, no. O sea, no es que me molestara..., pero me costaba asumir el contraste entre tanta frialdad para las cuestiones cotidianas y la devoción que mostraba por esas cosas puntuales.

—Es que es verdad —no pude contenerme—. No demuestras tu pasión.

Y ahí se quedó callado. Pero no callado normal, no. Se pasó como una hora sin abrir la boca, casi podía ver cómo le hervía la sangre y eso que ni pestañeaba. Fue la primera vez que asistí a uno de sus bloqueos.

 

 

¿Bloqueos?

 

¿Nadie le ha hablado de los bloqueos? ¿Y dice que soy la última a la que va a entrevistar?

 

 

Quizá no los sufrió con otros.

 

Huy, ya lo creo. Y los que tenía en público eran espectaculares.

 

 

¿Iban juntos a lugares públicos?

 

No como pareja. Pero seguíamos coincidiendo en fiestas, en presentaciones, algún amigo común nos invitó a cenar con más gente... En una de esas cenas tuvo uno de sus bloqueos, uno histórico. Imagine diez personas a lo largo de una mesa, todos conocidos, charlando, intercambiando historias, bromas, brindando. Y uno que no abre la boca, que como mucho responde con monosílabos. En cinco horas. Uno que permanece serio y abrazado a sí mismo durante cinco puñeteras horas. Llegó a conseguir que yo sufriera por él. Deseé que se largara a su casa, y eso que aquella noche teníamos previsto acostarnos juntos.

 

 

Pero ¿por qué? ¿Pasó algo?

 

Entre los invitados había uno al que no soportaba, por lo visto le había hecho alguna mala jugada, pero como era el típico hipócrita cínico con don de gentes fue el primero en intentar animar a Gabi, y al ver que no funcionaba siguió a lo suyo convirtiéndose en el alma de la fiesta.

Para no decirle lo que pensaba de él delante de todos y fastidiar la velada, Gabi prefirió callarse.

—¿Qué te hizo? —le pregunté camino de casa.

—Me debe un libro —dijo.

—Cómo que te debe un libro.

—Le presté un libro importante y nunca me lo ha devuelto. Ya no sabe ni dónde está.

—¿Y te pones así por un libro? Tampoco será para tanto.

—Es importante para mí —repitió.

En casa le dije que si servía de consuelo podía pedirme un libro de La Pléiade, el que quisiera, que yo se lo conseguiría.

—¿Qué es La Pléiade? —preguntó. La Pléiade es una emblemática colección francesa especializada en editar clásicos y que él, un escritor, no la conociera, me chocó tanto que exclamé:

—¡Cómo es posible que no la conozcas!

Fue la primera vez que se enfadó conmigo. Tuvo una reacción visceral.

—¿Te reprocho todo lo que tú no sabes? —respondió—. ¿Te digo cuántas cosas me sorprende que ignores? Tu vida y la mía han ido por lugares muy distintos, y no creo que sea aconsejable ridiculizar a nadie por lo que sabe o deja de saber. Ni creo que se pueda ni se deba medir la capacidad de una persona por los libros que ha leído. Lo que acabas de hacer me repugna. Siento decírtelo así, pero por favor no vuelvas a hacerlo. Me repugna.

Me quedé helada. Vaya discurso soltó. Hasta esa noche nunca había dirigido su resentimiento hacia mí. Sin duda, toqué una tecla muy esencial de su carácter. Su rabia intimidaba. De verdad. Daba miedo. Pensé que veníamos de realidades muy distintas pero no me costó asimilar el reproche porque en realidad yo opinaba como él. Más bien me avergoncé de mi exclamación.

La bronca le calmó y al cabo de un rato empezó a hablar de sus bloqueos. No sabía por qué reaccionaba así, dijo que le pasaba muy de tanto en tanto aunque desde su separación estos episodios le ocurrían con más frecuencia. Estaba traumatizado, vaya.

 

 

¿Eso lo dijo él?

 

Eso lo digo yo. Y por eso creo que conectó con Lea. Ella era cautelosa, moderada, al menos en público. Con una pareja como ésa, la relación avanzó despacio. Fueron ajustando los caracteres de una manera lenta pero yo diría que bastante adecuada, como después se ha demostrado. Él fue comprendiendo que Lea no era tan seria y correcta y contenida como al principio había creído. Descubrió que tampoco era una erudita impecable y que podía adaptarse a casi cualquier situación, pese a la idea de mujer rígida y exigente que se había hecho de ella. Y aunque los cambios le iban mostrando a una persona menos impresionante, le gustaban, quizá porque le ayudaban a verla real, a su alcance. Supongo que al principio Lea contribuyó un poco a crear esa imagen de estrella distante, es lo que haces cuando quieres protegerte. No quieres exponerte demasiado para terminar otra vez decepcionada.

Aparte de que era discreta de por sí, de un modo radical. Se había hecho una virtuosa en el cultivo del anonimato, así que ella sí sabía ser hermética. Intentaba mantenerse al margen de los corrillos literarios, que su nombre no sonara, y después de las aproximaciones que yo había tenido a ese mundo entendía muy bien su postura. Ese ambiente es triste. Otras profesiones también lo serán, pero lo de la literatura tiene un plus de decadencia, con esas competiciones en las que a menudo se enzarzan autores, editores, críticos y periodistas al reunirse, todos soltando avalanchas de referencias y citas y chismorreos que de algún modo obligan a demostrar lo conectado que estás a un mundo que no es el mundo, sino el mundo de ellos.

Visto desde aquí, desde hoy, resulta hasta un poco patético cómo aquella gente cargaba contra el sistema y los políticos y los empresarios codiciosos mientras ellos competían, competían y no descansaban ni un minuto de competir. Y sé de lo que hablo, que después de lo del canadiense empezaron a llamarme para más traducciones y varias veces acabé a las tantas con gente de ésta, y reconozco que en aquel momento muchos de aquellos charlatanes me impresionaron haciéndome creer que yo sabía muy poco del mundo, de todo. Su presunta sabiduría me apabullaba y no podía dejar de asombrarme. Y de envidiarlos. De ahí que de pronto yo misma saliera un día con idioteces como lo de La Pléiade. En cualquier caso, y pese a que los frecuentaba, no me sentía cómoda con ellos. Por una parte supongo que percibía demasiado crudamente mis carencias, pero también es cierto que en el fondo me sentía lejos de sus actitudes, de su exhibicionismo.

 

 

Antes ha dicho que Gabi y usted venían de realidades muy distintas. ¿A qué se refería?

 

¿He dicho eso? Vaya. Porque más que mías parecen palabras de él, tan obsesionado con los orígenes sociales de las personas. Hablaras de lo que hablaras, como la conversación se alargara, siempre salía con lo mismo, y a menudo me daba la sensación de que a su modo me echaba en cara cosas tan elementales como tener unos ahorros, un coche, unos amigos que disfrutaban de sus trabajos en empresas que les pagaban bien... Yo creo que al principio de nuestra relación me estuvo analizando como si yo fuera un ser demasiado extraño a él, como si viniera de otro planeta y debiera mantener una distancia prudencial. Sí, sí, empezó muy equivocado conmigo. Pensó que por haber nacido en una familia acomodada debía de pensar de un modo determinado. Mi padre era de una familia de la alta burguesía catalana y esa burguesía no le gustaba demasiado a Gabi por considerarla enormemente hipócrita y, a la vez, lo bastante astuta como para lograr sus objetivos. Lo de que alguien tuviera ciertas facilidades por haber nacido en una familia concreta ya le irritaba lo suyo, aunque al fin y al cabo eso era una cuestión de azar. Pero lo de la hipocresía y el abuso de poder...

Separarse de su mujer, romper con un estilo de vida y apostar por una nueva fórmula le supuso dolor y sufrimiento. A cambio, el premio fue inmenso, al menos él lo veía así: abandonó la idea de que se comportaba como un hipócrita. Y al demostrarse que ese camino era posible, se encontró con la voz y la autoridad moral suficientes para denunciar sin contemplaciones a todos aquellos que engañaran, aún más si lo hacían desde tribunas públicas. Todos esos portavoces ejemplares sólo buscaban el beneficio propio, y Gabi los culpaba directamente de la marginación y la pobreza y las dificultades en las que vivían muchos vecinos de, por ejemplo, su barrio en L’Hospitalet.

Por eso, yo, y el hecho de que yo me interesara por él, le halagaba y despertaba su curiosidad al tiempo que le inquietaba. Era como si de algún modo estuviera traicionándose a sí mismo. A ver si me explico... Como si el chico de barrio siempre fiel a su discurso y a su gente, de pronto descubriera que lo que en realidad había querido desde el principio era triunfar en la Gran Barcelona, y por eso se había enrollado conmigo, con una chica de Sarrià. Como si las cosas fueran tan matemáticas.

Cuando más tarde me vio muy agobiada tras el cierre de mi empresa y me vio llorar y supo que mi madre había emigrado igual que la suya y que las historias al final casi nunca son tan diferentes como pensamos, creo que se relajó un poco. No mucho, pero al menos un poco. Así de clasista era. ¡Como si pudiéramos controlar los orígenes! Es verdad que en gran parte nos determinan, pero ¿es que no han demostrado millones de personas que es posible cambiar de rumbo? ¿Desviarse de lo esperado? Como usted. Por eso le pregunté tantas cosas antes de aceptar la entrevista y por eso me encanta lo que está haciendo. Es muy valiente. No le habrá sido fácil desmarcarse del negocio familiar ni de ese padre que tanto ha significado para usted..., y además es adoptado. Si no le importa, cuando terminemos con esto algún día me gustaría hacerle unas preguntas sobre su experiencia como niño adoptado. Usted sí que puede hablar de raíces, de las dudas que nos crean y de cómo nos enfrentamos a ellas.

 

 

Si me escribe un e-mail, intentaré buscar un hueco, aunque no sé si voy a permanecer mucho tiempo en la ciudad. De todas formas, puedo responderle a lo que quiera por correo. En cuanto a Lea... ¿Gabi tuvo algún conflicto de este tipo con ella?

 

¿Quiere decir por su procedencia?

 

 

Sí.

 

No sé muy bien cómo fue. Sé que no se fiaba de sus orígenes, aunque ni siquiera los conocía demasiado bien, y creo que eso era bueno para la relación porque como a él le iba lo desconocido, mientras Lea continuara representando a otro mundo seguiría interesado por ella... o por mí o por quien fuera, al menos hasta que agotara su curiosidad.

Conmigo no tardó en agotarla, claro, porque yo no resistía casi ninguna comparación con ella. Parecerá una bobada, pero a Gabi le iban los perros, y mientras que Lea se había criado con perros, yo vivía con dos gatos. Yo no tengo ni idea de cocina y aquella mujer hacía unos guisos y unos pasteles para morirse, y se lo digo yo que Gabi me trajo sus madalenas más de una vez para que las probara.

En fin, que nuestro adiós estaba cantado, y nos habríamos despedido antes de no ser porque dos semanas después de que me anunciara que no volveríamos a acostarnos, mi padre murió. Vino al entierro, quiso estar cerca durante los días que siguieron, y una de las formas que encontró para expresar su solidaridad fue hacerme el amor. Después, fui a encender un cigarro y no pude, me temblaba todo el cuerpo. Tuve un ataque de ansiedad o algo así. Él se dedicó a abrazarme y hablarme en susurros hasta que se me pasó. Cuando me vio recuperada emprendió un monólogo sobre el modo como nos afecta la muerte, se fue animando solo, obviamente no hablaba para mí, se enredó en sus razonamientos como solía hacer... hasta que se fue. O sea, no físicamente, se le fue la cabeza a no sé dónde, se fue como a menudo se iba, y por eso, al olvidar que era yo quien estaba justo a su lado, terminó diciendo que no soportaba las escenas histéricas en los funerales. Sencillamente, le costaba explicárselo. Si el muerto era alguien joven o había tenido un accidente, podía ser un poco más tolerante, pero si no... No entendía cómo la gente montaba esos dramas por la muerte de sus mayores, se preguntaba qué habían aprendido esas personas a lo largo de sus vidas para llegar tan vulnerables a algo tan natural como el morir de un anciano.

Cuando vio en mi cara cuánto se había equivocado con esa reflexión brutalmente inoportuna debió de recordar que veníamos de un funeral y que el que acababa de morir a los sesenta y un años era mi padre. De pronto se abalanzó sobre mí para abrazarme de nuevo, muy fuerte, pidiéndome perdón. Le dejé hacer y después nos despedimos. A las dos semanas, rompí con Pablo. Rompí yo. Se juntaron demasiadas cosas, estaba desbordada. Preferí volver a la concha que ocuparme de nadie, no necesitaba apoyo ni consuelo ni que me escucharan. Sólo calma. Un poquito de silencio. Mis planes de futuro con Pablo eran tan endebles... Eso fue lo que más lástima me dio. Cómo me había estado engañando yo misma.

Transcurrieron tres meses durante los que intercambié con Gabi e-mails y llamadas semanales contándonos cómo iban las cosas, cómo él seguía avanzando a paso de tortuga en su relación, de qué manera me había incorporado a las listas del paro. Y en ese punto llegamos al viaje a la India. Después de lo que le he explicado podrá entender mejor mis ganas por desconectar unos días. Y si además era en compañía de un buen amigo... con el que no había peligro de nada, porque las cosas entre nosotros habían quedado claras y él ya tenía a Lea... Y por delante asomaban veinte días en los que podríamos disfrutar mano a mano y sin paréntesis, algo único en la relación.

Como él venía de Tokio, llegué sola a Nueva Delhi y tomé un taxi hacia el hotel que habíamos reservado. El paisaje era exuberante y desordenado y la gente, pobre. En aquel asiento de atrás me invadieron todas las desconfianzas y esperanzas que se acumulan al comienzo de los viajes, y el interés, el desamparo y los temores, sobre todo cuando el taxista comenzó a detenerse para hablar con cualquiera pese a que mi guía de la India casi ordenaba saltar en marcha de los taxis que se pararan durante el trayecto.

Llegué sin problemas al hotel, un dos estrellas cochambroso. El cuarto no tenía ventanas, apestaba a humedad y el aparato de refrigeración expulsaba un aire gélido y saturado que empeoraba la atmósfera. Aquello era la típica ratonera en la que si se declaraba un incendio podías darte por muerto. Pero me alegré de estar allí. Gabi se presentó pocas horas después, recién aterrizado. Quizá fue lo excepcional del momento o la desprotección que da encontrarse en terreno extraño, el caso es que al vernos me abrazó fuerte y nos besamos con ganas, como para cobrar al fin conciencia de que el viaje había comenzado.

Como estaba a punto de anochecer salimos a buscar un restaurante. El impacto de la calle fue memorable. Ya lo había sido la llegada, porque el Ginger Hotel se sitúa entre la estación del tren rápido que viene del aeropuerto y la estación de ferrocarriles, de modo que centenares de vagabundos y ambulantes se concentran en ese espacio de tránsito donde de vez en cuando consiguen algo de comer. Lo que pasa es que su pobreza es radical, absoluta. Cuando esa gente se estiraba en el suelo a descansar, podía confundirse con la suciedad del asfalto. Gabi no podía dejar de compararlo con el lugar de donde venía. Nada menos que Tokio, donde el orden y la higiene eran un imperativo moral.

Mientras caminábamos lie un cigarro. Antes ya había sentido las miradas de los hombres sobre los hombros desnudos o las piernas, porque aunque llevaba una falda larga, se veía un poco de piel por encima de los tobillos, pero en el momento en que comencé a fumar la sensación de mono de feria me abrumó. Yo había hecho dos grandes viajes, quiero decir viajes a lugares muy lejanos, como son Kenia y el Orinoco, pero en ninguno de los dos había experimentado esa agresión por parte de los hombres. A ver, también me moví por Marruecos, sólo que allí estaban acostumbrados a las turistas y pese a sentirme observada, la lujuria, la voracidad o la crítica de las miradas masculinas no me afectaron ni mucho menos del mismo modo.

Si las mujeres de la India han estado oprimidas durante mucho tiempo por ley, ver a una fumando rozaba la provocación, ya que ni siquiera es un hábito extendido entre hombres. Más tarde nos dijeron que el tabaco se consideraba impuro por cuestiones higiénicas y espirituales, y casi me echo a reír. ¡Higiénicas! Entonces, ¿cómo podían aceptar esas calles abominables, ese nivel de miseria?

Quizá me pongo pesada con el tema, pero es que aquella pobreza... Los días en Delhi constatamos el deterioro de la ciudad. Eso era lo que más llamaba la atención de Gabi, que se iba cargando de indignación.

La mañana que fuimos a tomar el tren rumbo a Agra debimos cruzar un parking y un amplio trozo de acera hasta la estación. Madrugamos y con la primera luz del día nos encontramos sorteando perros, basura, charcos y cuerpos que aún dormían en la calle tirados en el suelo o recostados en piedras. La mayoría de personas estaban allí tendidas sin una manta o una toalla que les sirviera de colchón, algunas tampoco tenían camisa, así que dormían con la piel pegada al asfalto o la tierra, sin una bolsa o una maleta alrededor. Carecían de todo lo que no fuera su cuerpo. No tenían nada. Nada.

En la estación compramos unos zumos que habían caducado hacía al menos dos semanas, como en el resto de tiendas. Era un desastre. Subimos al tren, donde curiosamente sirvieron un desayuno en el vagón y nos ofrecieron el periódico del día en inglés. Una de sus secciones anunciaba los últimos cadáveres hallados en Delhi a los que aún no había identificado nadie. Daban el peso, la estatura, una descripción del rostro y la complexión por si algún familiar o amigo podía reconocerlos. Esa sección acabó de crispar a Gabi, incapaz de comprender cómo un país podía establecer una división social que despreciara de ese modo a millones de personas. Se enfrascó en otro de sus monólogos maratonianos preguntándose cómo una comunidad podía dejarse aplastar por la religión y recordó que en Europa se hablaba mucho del despegue de la potencia india, de la cantidad de dinero que movían entre aquel país y China, y aunque se vapuleaba al régimen comunista por su falta de respeto a los derechos humanos, las críticas al Gobierno indio eran mucho más moderadas y comprensivas. ¿Por qué? Porque la India se alineaba en la órbita de Estados Unidos y porque los capitostes no se imponían recurriendo a argumentos políticos, sino religiosos. Mucho más imbatibles. Mucho más eficaces. Porque la sociedad no se avergonzaba ni se manifestaba impotente. Vivían la marginación con la tranquilidad de lo normal, poseídos por un sentimiento situado en algún lugar inaccesible para mí, para nosotros. Una fe que los salvaba hundiéndolos.

Y todo eso a las seis de la mañana, mientras atravesábamos Uttar Pradesh al alba. La llanura se velaba con las nieblas emergidas de la tierra y había tramos que parecían arder con la luz nueva. Fuera casi podía verse cómo el calor se iba apoderando del campo, aunque en el vagón funcionaba el aire acondicionado.

Al bajar del tren me golpeó una ola caliente y en segundos comencé a sudar. Gabi sudaba más que yo, tenía facilidad para eso, pero al menos ya usaba desodorante, porque cuando le conocí no hacía nada para ocultar el olor. En cuanto empezamos a vernos con asiduidad le insistí en que le pusiera remedio. No es que fuera el típico machito defensor de que el hombre debe oler a hombre, su argumento era más..., cómo llamarlo..., naturalista: decía que como hacía deporte y no fumaba ni bebía, el sudor le olía dulce, a fruta, y que nadie le había hecho nunca comentarios sobre eso. En fin. Como mínimo entendió que a mí me molestaba y empezó a usar desodorante, aunque tenía un olfato tan mal educado que la mitad de las veces se lo compraba de mujer.

De todas formas, en la India dejé de percibir su olor. O de distinguirlo entre los demás. Al contrario que Gabi, tengo un olfato bien dotado, así que los cambios en el aire me afectan enseguida, pero en la India el olor del aire era tan poderoso y matizado, mezclaba tantos efluvios, aromas y pestilencias, que de algún modo mi nariz, o mejor, mi cerebro, decidió relajarse y me descubrí aceptando con normalidad una amplia gama de sensaciones agresivas que en otras circunstancias podían haberme perturbado.

Ser capaz de adaptarte para seguir disfrutando es una gran cosa, supongo que tiene algo que ver con la supervivencia.

 

 

Moverse es una escuela de adaptación.

 

Será eso. La cuestión es que la escuela de aquel viaje prometía ser de lo más exigente, sobre todo porque desde el principio me obligó a recomponer mi idea del propio viaje y de Gabi. Para empezar, en Agra tuve la gran desilusión de no poder entrar en el Taj Mahal. Resultó que el viernes era el día de descanso y ya habíamos comprado los billetes de tren para salir esa misma noche hacia Jaipur. Además, la economía y el recorrido que pretendíamos hacer no aconsejaban prolongar la estancia en Agra, así que nos contentamos con deambular unas horas por la ciudad con el resto de despistados que se habían equivocado de día.

Aún no me puedo creer que estuviera allí con aquella especie de viajero profesional y me perdiera el Taj Mahal. ¿Comprende de qué tipo de individuo estamos hablando? Le he apreciado mucho, de alguna forma muy imperfecta pero mucho... Siempre creí que era... bueno. O sea, una buena persona. Que le movían las mejores intenciones..., pero tenía la impresión de que iba dejando demasiadas puertas abiertas en todo lo que hacía y que por ellas podía colarse cualquier cosa que le llevara a algún lugar inesperado y quizá terrible; o que podía despistarse por sí solo, salir por una puerta inoportuna y encontrarse en una situación que de algún modo cambiaría su vida y la de los de su alrededor de forma radical. Demasiado radical.

 

 

¿Quiere decir que no confiaba en él?

 

(Ella se alza la coleta. Desata la goma que sujeta el pelo, lo reordena y vuelve a atarla.)

 

Es muy tajante responder sí o no. Pero es verdad que la confianza no admite medias tintas: o confías o no. Con sus antecedentes y su forma de actuar, si debiera decantarme por una respuesta, sería no, no confiaba en él. ¡Cómo iba a hacerlo! En todos sus compromisos había siempre un atisbo de duda, un olvido, un hueco por rellenar. Estaba lleno de grietas, había algo eternamente incompleto en él, huidizo. Por eso, en cuanto yo empezaba a bajar las defensas ocurría algo que me devolvía al punto de partida.

—Lea va a adoptar un niño —dijo de repente.

Acabábamos de comer en un restaurante de Agra muy bien refrigerado pero sentí un golpe de calor. Me impresionó estar en la India a solas con él recibiendo una noticia así. ¿Se había venido conmigo escapando de esa responsabilidad? ¿O pretendía que tan sólo siguiera con mi papel de confidente? ¿Qué quería de mí?

—¿Cuándo? —pregunté.

—Lleva varios meses de papeleo. Si hay suerte, en un año y medio quizá tenga al niño.

—¿Desde cuándo lo sabes?

—Hace algún tiempo.

Algún tiempo... ¿Qué estaba haciendo conmigo en la India? ¿Iba a decirme que me prefería a ella? No, no, yo no había viajado hasta allí para enfrentarme a eso.

—¿Y tú qué dices?

—Es un momento difícil. Ella también se ha quedado sin trabajo.

Al enterarme de esto me atravesó una corriente de profunda simpatía por Lea. Por su valentía, por llevar adelante una idea al margen de lo que aquel pasmarote pudiera decidir.

—¿Vivís juntos?

—No, ella sigue en su casa y yo, en la mía.

No me lo podía creer. Aquel tío estaba en todas partes pero no estaba en ninguna. No es tan fácil hacer eso, no se crea, es todo un arte. Con fecha de caducidad, eso sí. Hay un párrafo en un libro de Gabi que, al leerlo, pensé: así son las cosas.

 

(Ella se levanta. Coge el libro de la estantería, lo hojea.)

 

Él se quedaba con libros míos, yo tengo algunos suyos por la casa..., éste es uno de ellos. Aquí está, lo tiene subrayado: «A un nivel personal existía cierta tensión entre nosotros. Yo quería que nuestra relación creciera y se desarrollara, y él quería que siguiera igual, sin cambios. Eso fue lo que acabó por causar la ruptura. Porque, a mi modo de ver, entre un hombre y una mujer no puede darse la inmovilidad. O vas hacia arriba o hacia abajo». Pues en ese punto se encontró él con Lea durante varios meses. O avanzaban o se acababa... y sin embargo, nunca terminaba.

—¿De qué país será el niño? —le pregunté.

—De Colombia. El problema es que como todos los papeles de la adopción ya están en marcha, el proceso se ha puesto en peligro, porque si el Gobierno colombiano vuelve a pedirle que justifique sus ingresos, no va a poder hacerlo. O encuentra trabajo pronto o pueden retirarle la idoneidad.

—Pues que se tome este mes con calma. En agosto no encontrará nada.

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