Voy

Voy


Ella

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Lo sabía porque los traductores y los profesores de idiomas teníamos clientes muy parecidos. En agosto, las editoriales, universidades y academias cierran por vacaciones y las probabilidades de obtener cualquier respuesta a solicitudes de empleo son nulas, también por eso había decidido embarcarme en aquel viaje. A saber cuándo podría hacer otro, si es que podía hacer alguno más. Decidí apostar.

Mientras las universidades y el sistema educativo entraban en una crisis de final impredecible, decenas de academias de lengua desaparecían y yo misma me quedaba en la calle, opté por apuntalar mi historia privada. Por creer en mí.

Hay momentos en los que debes creer. Creer en algo, lo que tú elijas, pero que te ayude a enfrentar la realidad. De eso va Sólo para gigantes, ¿no? De un hombre que cree que otra vida es posible y se va a buscar al yeti al Hindu Kush. ¿Ha visto la portada? Es el rostro de un hombre que mira adelante, hacia algún lugar incierto, pero con esperanza. Gabi defendió esa portada desde el principio y siempre con el mismo argumento:

—Es la mirada de alguien que cree.

Magraner creyó en el yeti. Gabi creyó en Magraner y siempre ha dicho que ese libro cambió su vida. Agustí Villaronga, ése era el nombre del director que no recordaba, Villaronga creyó en la historia contada por Gabi, y se puso a trabajar en una película sobre ella. Necesitamos razones para creer, y encontrarlas significa que el mundo se ampliará, que seguirás viviendo. Que seguirás con vida.

El problema de Gabi es que cada dos por tres encontraba algo nuevo en que creer, y podía ser cualquier cosa. ¡El moa! ¡El perezoso gigante! Incluso triste me dan ganas de reír. No me extraña que le encantara descubrir que en los escaparates de las tiendas de fotografía indias había fotos que retrataban a dioses y hombres juntos. Creer en lo que no creía nadie, mirar a donde aquí no se miraba...

Esa curiosidad, el deseo de enfrentar las convenciones y sus propios miedos, me causaba tanto recelo como fascinación. Ésa era su fuerza. Pero era tanta, y sus historias tan exóticas y atractivas y sugerentes, que te imantaba. Era como un núcleo de energía absorbente tanto para él como para los que le rodeábamos. Cuando fijaba un objetivo, lo perseguía arriesgando hasta donde ni él había imaginado. Por eso viajó a Pakistán para contar la historia de Magraner en una época en la que los enfrentamientos entre el ejército y los talibanes se encarnizaban. Nunca había pensado que llegaría a ponerse en peligro voluntariamente, pero ahí fue. Pese a los muchos miedos que tenía. Una vez explicó que durante años le había angustiado subirse a aviones. Otro ejemplo es que teniendo él carnet de conducir, yo llegué a sentirme su taxista, siempre llevándole a todas partes porque prefería no ponerse al volante. Pero cuando un tema le atrapaba, lo dejaba crecer hasta obcecarse y en ese punto ya sólo pensaba en quitárselo de encima fuera como fuera, consiguiendo las respuestas que necesitaba. Entonces, la fuerza que le impulsaba era ya más poderosa que cualquier miedo. Y que cualquier afecto, porque el viaje a Pakistán lo hizo cuando aún vivía con su mujer y siendo ya padre.

 

 

¿Cree que la historia de Magraner le obsesionó porque él mismo pensaba cambiar de vida?

 

Supongo que algo de eso habría. También fue importante que Magraner hubiera nacido en un barrio de periferia dentro de una familia sin demasiadas posibilidades económicas y padeciendo el ninguneo de unas instituciones científicas francesas que no lo consideraban uno de los suyos.

 

 

¿Qué quiere decir «uno de los suyos»?

 

Magraner era un autodidacta con teorías demasiado fantasiosas para las eminencias científicas. Y era extranjero. Algunos lo menospreciaron llamándole immigré. El clasismo, las dificultades para prosperar en un entorno controlado por grupos de poder, eran algunas de las espoletas de Gabi. Por eso, al encontrar esa historia pensó que de algún modo a través de ella podría explicarse él. Y no sólo él, también quiso homenajear a toda esa gente que está haciendo cosas impresionantes pero de la que nunca nadie sabrá nada porque pertenece a los márgenes. Los gigantes invisibles, por llamarlos de algún modo. Seguro que en la India están por todas partes. De entre tantos millones de personas luchando por sobrevivir deben de salir constantes hornadas de genios... por descubrir. Y a esa India fuimos, entre monos sentados en cornisas que se orinaban sobre los paseantes, caminando rodeados de niños que intentaban vender baratijas o guiarnos a cualquier lugar. Pronto me vi sacándome a niños de encima con tranquilidad. Lo que al principio me violentaba empezó a formar parte de lo normal y no tardé en bromear con cosas que en Barcelona seguro que me habrían asustado.

Jaipur desplegó el espectáculo de una ciudad selvática, con los animales campando a sus anchas por las calles, sobre todo los monos y las vacas, y fue en el templo de los monos de Galta donde el viaje dio un vuelco. Después de remontar la montaña, la guardiana del templo casi nos obligó a pronunciar una plegaria. Al final, la señora nos puso unas pulseras en las muñecas y cuando fuimos a por el calzado que habíamos dejado en la entrada, me faltaba una zapatilla. La guardiana se echó las manos a la cabeza, pidió perdón, culpó a los monos. Debía de ser verdad, porque habíamos encontrado monos durante toda la ascensión por la montaña y los barrancos alrededor del templo estaban llenos de zapatos mordidos.

Varios niños nos ayudaron a buscar la zapatilla, pero no hubo forma. Luego, un motorista de los que subían pasajeros al templo se ofreció a llevarme hasta la falda de la montaña. Cuando me senté detrás del piloto, la guardiana dijo:

—Piensa que si un mono te roba, los problemas de dinero han terminado para ti.

Durante el descenso comenzó a llover. Aunque rodábamos sobre piedras cada vez más resbaladizas, me sentía segura. Cuando llegué a la avenida, la lluvia arreció. Gabi estaba bajando a pie, así que se empapó de lo lindo y esa mala suerte fue como un anuncio de lo que vino después, porque desde el robo en el templo los contratiempos se encadenaron. Costó una barbaridad encontrar una tienda donde nos vendieran unas zapatillas a un precio razonable, supongo que al verme descalza de un pie los tenderos querían aprovecharse de la situación. Durante los dos días que permanecimos en Jaipur no hubo manera de confirmar la reserva de los billetes de tren a Jaisalmer pese a que nuestra oficina en Barcelona los había contratado hacía semanas. Y cuando por la noche fuimos a las taquillas de la estación a enseñar el documento que acreditaba las reservas, dijeron que no servía y que el tren estaba completo. O sea, que nos tendríamos que quedar en Jaipur. Mientras discutíamos en la taquilla, un hombre me tocó el culo. Me volví hacia él gritándole que qué estaba haciendo, que qué se había creído. Los de la cola debieron de pasar un rato entretenido mientras yo notaba cómo la situación me estaba superando y perdía los nervios. Un señor nos explicó que a pesar de haber reservado con antelación, en la India podían dejarte en el andén si se imponía una urgencia.

—Y casi siempre hay urgencias —dijo el hombre.

Viendo cómo funcionaba todo allí, podía adivinar esas urgencias. Podía imaginar al puñado de políticos y empresarios de turno acomodándose en los asientos que no habían reservado porque ellos simplemente no necesitaban reservas. Las cosas funcionaban así en el país de las castas.

Era medianoche y teníamos que decidir si viajábamos en ese momento a Jaisalmer o esperábamos a que amaneciera. Nos convenía salir lo antes posible para cumplir los tiempos de la ruta que habíamos diseñado, así que enseguida estuvimos de acuerdo: esa noche tocaba viajar.

En todas las ciudades había chicos que se ofrecían como guías y en Jaipur habíamos aceptado los servicios de Ali y un amigo. Ali era un joven que explotaba sus encantos un poco hasta la caricatura, pero la verdad es que era guapo y el que llevaba la voz cantante. Fueron eficaces, muy correctos, nos acompañaron durante varios días y creímos que su insistencia en escoltarnos hasta que subiéramos al tren formaba parte de su amabilidad. Pero cuando vimos cómo el tren partía sin nosotros comprendimos que aquella situación se había repetido más de una vez y que si los chicos aún aguantaban en la estación era porque continuábamos siendo un negocio para ellos. Aún más ahora que conocían nuestro deseo de llegar pronto a Jaisalmer.

—¿Cuánto cobráis por llevarnos? —pregunté a Ali.

—Uf, eso significa viajar toda la noche.

—¿Cuánto se tarda?

—Unas seis horas.

Las guías calculaban el trayecto en cerca de doce horas. Seguro que Ali mentía. Al menos se tardarían siete u ocho, pero ellos eran chóferes profesionales, conocían el territorio y quizá fuera cierto que podíamos ahorrarnos dos o tres horas en ruta. Aparte de que menos tiempo significaba menos dinero.

—Viajar de noche por estas carreteras es peligroso —dijo Gabi.

—No te preocupes —respondió Ali—. De todas formas, si os quedáis más tranquilos, podemos dormir en un hotelito de mi pueblo que queda a medio camino y es muy barato. Hay que hacer un pequeño desvío, pero así por la mañana saldréis más descansados.

«Saldréis.» Como si aquello no fuera con ellos. Como si no formara parte de un plan.

—¿Cuánto queréis? —pregunté.

Pidieron una cantidad de rupias que me pareció excesiva. La bajaron un poco y aunque seguí rechazando el precio, porque era yo quien negociaba, la bajaron algo más hasta que ya no se movieron de ahí. Me sentía engañada. Ellos sabían perfectamente cómo iba a suceder todo, sabían que no íbamos a subir a ese tren porque habían visto mil veces cómo otros viajeros se quedaban en la estación, pero no nos advirtieron por su propio interés y ahora nos tenían donde querían. De las cosas que no soporto, una de las que más me indignan es el engaño, la mentira. Deseaba abofetear al jodido guaperas. Perdón. Otra novedad con Gabi fue que empecé a insultar y decir tacos. No muchos, pero antes no los decía nunca, es algo que no me gusta.

A lo que iba: seguí regateando y ellos mantuvieron el precio. Estuvimos así un buen rato, Ali parecía divertirse, reía cada dos por tres.

—No van a moverse de ahí, Ella —me dijo Gabi—. Si bajan, no sacan beneficio.

—Pero si nos la han estado pegando todos los días, aparte de llevarse comisión de cada sitio adonde entrábamos.

—Esto es otra cosa. Haz cuentas. No van a bajar.

Discutimos apartados de los demás y si cedí fue porque necesitábamos arrancar lo antes posible, no porque creyera que el precio que pedían era justo. Cuando aceptamos, el amigo de Ali se despidió y apareció un chaval flaco y demacrado al que Ali presentó como su primo. Abrió una cajita de guthak y se metió una pastilla en la boca. El guthak es un estimulante que en la India usan a menudo los chóferes para mantenerse despiertos. Salimos a la una de la madrugada.

Probablemente haya sido el viaje más peligroso de mi vida. Circulábamos por carreteras de dos direcciones llenas de baches, sin iluminación en la mayoría de tramos y abarrotadas de camiones que no dejaron de zumbar a centímetros en todo el trayecto. Algunos tenían los faros en mal estado o varias luces fundidas y en la oscuridad costaba distinguir incluso si eran vehículos hasta que los tenías casi encima. Un par de veces debimos esquivar vacas aparecidas de repente. Qué locura lo de las vacas. Cómo ponían su vida en peligro por salvar a las vacas.

Llegamos al pueblo de Ali pasadas las cuatro de la madrugada, cuando él nos había asegurado que estaríamos antes de las tres. Su palabra no valía nada. Y la habitación..., un cubículo infecto donde no funcionaba el agua, las sábanas estaban sucias y la única ventana no se abría. Llevaba todo el día sudando, aún más en el asiento trasero del coche, y aquel tugurio... Tendí sobre la cama una tela que había comprado en Jaipur para no tocar las espeluznantes sábanas. Ni siquiera sé si Gabi se protegió de ellas con algo, sólo recuerdo una profunda sensación de rabia y asco.

Llegamos a Jaisalmer al día siguiente, catorce horas después de nuestra partida. Ali aparcó delante de un discreto hotel. Confirmamos que nos gustaba lo suficiente, bajamos las mochilas y repetí a Gabi lo que veníamos discutiendo desde hacía rato:

—Dales mil rupias menos.

—No puedo. Acordamos un precio, hay que pagarlo.

—Aseguraron que llegaríamos en seis horas. Han pasado catorce.

—Dormimos cuatro horas.

—Da igual, nos engañaron. No se equivocaron: nos engañaron. Eso nos lo debemos cobrar —dije, así que di un par de pasos hacia Ali y le comuniqué que íbamos a pagarle menos de lo pactado en Jaipur. Se enfadó, aunque no fue muy vehemente en los gestos. Cabeceaba de un lado a otro, pestañeaba despacio, chasqueaba la lengua. Cuando le tradujo la situación a su primo, que no hablaba inglés, éste se puso a gritar y a manotear violentamente. El dueño del hotel salió al umbral, pidió que cada parte expusiera sus argumentos. Después de las exposiciones, el hombre habló con ellos, pero era evidente que Ali y su primo no querían escucharle. Seguimos el tira y afloja hasta que Gabi me llevó al vestíbulo e insistió en que les pagara de una vez. Yo no estaba dispuesta. Volvimos a discutir hasta que Gabi me entregó el fajo de billetes y me soltó:

—Te arreglas tú.

Y se marchó a la habitación. No esperaba que me abandonara en una situación como ésa. Por una parte me sentí traicionada pero también pensé que quizá habíamos llegado a un límite donde no cabían más regateos. Es cierto que a veces entro en una especie de bucle que me lleva a forzar la máquina hasta comprender que no puedo ir más allá, pero eso también me sirve para estar convencida de que he llegado hasta donde podía llegar. De todas formas, continué defendiendo mi precio durante unos minutos aunque a esas alturas todos sabíamos que les iba a entregar el dinero que pedían.

Cuando subí al cuarto, Gabi estaba vaciando la mochila. Permaneció un buen rato callado.

—¿Por qué me has dejado sola?

Siguió callado.

—Pensé que sabías regatear —dije.

—Simplemente me doy cuenta de cuándo debo aflojar —respondió más tenso de lo normal—. Y comprendo que esa gente debe comer.

—Aunque les hubiéramos restado mil rupias se hubieran seguido sacando un buen margen. ¿No te das cuenta de cómo viven, la ropa que tienen? No son precisamente pobres.

—Me sorprende que defiendas mil miserables rupias de esa manera cuando en Barcelona gastas bastante más dinero en cosas mucho menos importantes.

¿De qué iba? ¿Qué tenía él que decir sobre cómo administraba yo mi dinero? ¿Y por qué tenía que meterme en medio de la discusión? ¿Cuántas cosas se estaba guardando sobre mí para soltármelas en el peor momento, el muy capullo?

—Pago lo que vale cada cosa en cada lugar —respondí—. Lo que no quiero es sentirme estafada.

Él siguió ordenando su ropa.

—Yo ahora necesito ese dinero tanto como ellos —dije—. ¿Sabes lo que tengo por delante?

—Yo vivo en esa incertidumbre desde hace mucho. Desde el principio. Pero de todos modos sé cuándo alguien ha puesto su precio final.

—Tú te equivocas cada dos por tres. En lo que llevamos de viaje yo he conseguido que nos bajaran tarifas varias veces, sin ir más lejos en el hotel de Jaipur. Así que perdona, pero no eres ningún lince acertando precios finales.

El maldito dinero. Aquel año comenzó a ocupar demasiado espacio entre mis preocupaciones. No sólo por mi situación, sino porque el sistema financiero español se derrumbaba, las manifestaciones se encadenaban en la calle, las empresas cerraban, la deuda nacional se disparaba y la gente alrededor comenzaba a quedarse sin empleo. Mi primo, por ejemplo. O la hermana de Gabi y su marido, que se quedaron en el paro un mes después de casarse. Su hermano trabajaba media jornada y sus padres cobraban pensiones pequeñas con las que no podían permitirse mucho más que sobrevivir. Aquel año aprendí a valorar tantas cosas de otra manera... Sobre todo, comprendí actitudes que hasta entonces había pensado que comprendía.

Comprendí qué significa no saber cuánto dinero entrará el próximo mes y el desasosiego de asomarte al futuro y no poder definir nada, no poder imaginar nada, porque te faltan las herramientas que podrían permitirte hacer siquiera un pequeño esbozo de lo que vendrá. Me sentí frágil, a merced de demasiadas circunstancias incontrolables que se situaban muy por encima de mí.

Yo sabía que existía ese sentimiento, lo había leído en libros, visto en películas, y pensaba no sólo haberlo comprendido, sino que lo compartía. Pero aquel año lo sentí. No sé si me explico. Podía describir desde dentro la experiencia. Podía hablar del insomnio, de las preocupaciones que se acumulaban como una carga tan pesada que a veces me dejaban encerrada en casa. Y de esa especie de miedo que de pronto me asaltaba quitándome incluso el hambre. Todo el mundo empezó a decir que había adelgazado y mi madre llegó a inquietarse por mi aspecto. Ella lo atribuía todo a la muerte de mi padre. De todas formas, mientras me encogía, notaba cómo iba extendiéndose una fuerza distinta en mí. No quiero ponerme espiritual pero así es. Sentí que accedía a lugares, a respuestas, de una forma más auténtica. Quizá tenga algo que ver con una cierta iluminación pero, si es así, no se parece en nada a un fogonazo repentino, sino más bien a un principio de claridad que con el paso del tiempo se amplía y va alumbrando cada vez más espacio. El proceso es tan lento que ni siquiera te das cuenta. Lo único evidente es que llega un instante en el que ves lo que antes sólo intuías. Y vi un mundo distinto desde un ángulo inesperado. Creo que eso me ayudó a asimilar de otra manera la rabia y el rencor que había detectado en Gabi desde los inicios de nuestra relación.

Creo que ese período fue decisivo para vislumbrar la magnitud de nuestra impotencia. La de los dos, la de la mayoría. Asistí a varias manifestaciones convocadas por el movimiento 15M, y eso que nunca me había involucrado en cosas así, la política la seguía más bien de lejos porque es que yo no quería mirar hacia allí, no quería ser política..., pero vivía en la ciudad. Y terminé protestando contra empresarios y políticos y reproché a Gabi que no viniera nunca conmigo. Durante años, él había criticado sin piedad a los niños pijos que protestaban y pedían cambios y animaban a la gente a meterse en líos sabiendo que al final del día tendrían la nevera llena, y que si los arrestaban por romper escaparates, en unas horas vendrían a sacarlos sus padres. Había conocido a varios de ésos, jóvenes y adultos, de los que hablaban de cambios por aquí y por allá sabiendo que sus cuentas no sufrirían gravemente pasara lo que pasara. A varios de los que jugaban a infiltrarse entre los que luchaban por sobrevivir y durante unas horas o unos días se convencían de que ellos eran iguales. Pero las cosas habían cambiado, porque muchos de esos a los que él veía como niños pijos habían empezado a comprobar cómo su nevera se vaciaba y ya no se manifestaban ni gritaban por solidaridad, sino que lo hacían por sí mismos. Él también se daba cuenta del cambio y por eso yo no entendía por qué no expresaba su queja en la calle, con los demás.

—Me parecen muy bien las manifestaciones pero no llegaréis muy lejos —respondía—. Aparte de que no sabéis protestar. No tenéis práctica. Y otra cosa: ¿cuánto aguantaréis? Para cambiar este paisaje se necesita dignidad a lo largo de los años, y eso es una cuestión privada. Lo importante es la resistencia. Mantenerte coherente, dosificar fuerzas, no ceder.

Estas sentencias tan rimbombantes y pesimistas... Su soberbia daba ganas de abofetearle. Pero cuando le provocaba para que exteriorizara la rabia de una maldita vez, para que se expresara de verdad, no sólo con palabras, que gritara, llorara, que se liberara de alguna forma visible, no solía conseguir gran cosa. Él decía que ya había tragado suficiente y que en el futuro intentaría no enfrentarse a nadie con un mínimo poder. A no ser que él también lo tuviera. Como mucho, deslizaría su pensamiento de una manera más o menos encubierta a través de sus textos porque estaba convencido de que en cuanto se desatara lo aplastarían. Como si todo el mundo conspirara, como si la gente no tuviera nada mejor que hacer que atizarle a él.

—¿Y se te ocurre una fórmula para alcanzar ese poder? —le pregunté.

—El éxito.

—Como si llegara tan fácil. ¿No tienes alguna alternativa?

—Adula, adula, adula. Hasta que puedas atacar.

Lo que pasa es que esa contención le estaba carcomiendo, convirtiéndole en un frustrado. Y no me gustaba su actitud, tenía algo de cobarde. Durante aquel año pude deducir, o al menos acercarme un poco, cómo había llegado hasta ella. Los casos de fraudes empresariales y bancarios tapados por políticos, el desvío de capitales enormes, la inauguración de aeropuertos sin aviones, los casos de corrupción sin castigo..., todo aquello fue aún más doloroso cuando el nuevo Gobierno decidió prácticamente indultar a los que habían evadido capitales si volvían a invertirlos en España mientras justificaba que los bancos dejaran en la calle a familias con los ingresos justos para salir adelante. ¿Qué podías hacer ante aquel derrumbe? ¿Por dónde empezar? La ira y la impotencia eran los sentimientos más lógicos, y por eso varias manifestaciones fueron reprimidas de forma muy violenta por la policía. ¿Qué hacer? El mundo tal y como yo lo había concebido se desmoronaba. Y con él, la posibilidad de viajar.

Durante unos veinte años, en España habíamos tenido la suerte de que para viajar casi que nos bastaba con el deseo. Pero eso había cambiado. Ahora había que contar el dinero.

 

 

Su madre era argentina, ¿vivió el corralito?

 

A través de la familia que sigue viviendo allí, que es como decir que sí, sí que lo vivió.

 

 

Entonces usted estaría familiarizada con esa impotencia. Su madre debió de transmitirle como mínimo un estado de alerta.

 

No es lo mismo. Me ha dicho antes que es chileno. Pues quizá tenga una idea más aproximada de lo que significa vivir con esas dificultades. No sé. Lo de mi familia me lo contaba mi madre y yo podía apoyar y compadecer a mis tíos, mi abuela, mis sobrinos de allí..., pero mi vida iba por otro lado. No es lo mismo.

 

 

Desde luego que lo de vivir en alerta lo tengo bien interiorizado. Los americanos tenemos esa desgracia y esa suerte... Hemos tenido que aprender pronto a buscarnos la vida.

 

Ya.

 

 

A usted le corre sangre americana, algo de ese carácter habrá conservado. Se la ve atenta, en guardia, una mujer con recursos...

 

Soy zurda. Quizá eso haya sido más importante que muchas otras cosas a la hora de espabilarme. Acepto la complicación con naturalidad y me limito a buscar la mejor postura. El amor es otra historia, pero... seguro que de algo sirve la experiencia física. Me esfuerzo por facilitarme las cosas. Digamos que en los momentos difíciles tengo la facultad de tomar perspectiva. Es como si me levantara del suelo, subiera, subiera, y desde las alturas me contemplara a mí y el mundo alrededor. Cuando bajo tengo una intuición sobre cómo comportarme. La primera vez que necesité subir a esas alturas en la India vi a un Gabi que no dejaba de pensar en Lea. La sacaba en las conversaciones, a menudo sin darse cuenta, y se ausentaba, se ausentaba todo el rato. O sea, caminaba conmigo pero estaba muy lejos, no pensaba en mí, y por eso, para recuperarlo al menos para el viaje, decidí preguntarle aún más por ella. Si soy sincera, no me costó. Después de lo que me había contado, la figura de Lea había pasado a interesarme de verdad.

—¿Es zurda? —le pregunté.

Se me quedó mirando muy serio.

—¿Tan egocéntrica eres? —dijo el muy...

—Parece una tía lista, debe de ser zurda. No, en serio, ¿por qué eligió Colombia para adoptar?

Por lo visto, unos amigos colombianos le dijeron que podían ayudar con el proceso.

—Le he dicho que podría probar en Etiopía o Rusia —dijo Gabi—. He oído que en esos países las adopciones son rápidas.

Por lo que él mismo comentó, fue de las pocas informaciones sobre la adopción que consiguió por su cuenta, porque se mantuvo muy al margen de toda la parte burocrática.

—¿No crees que a ella le gustaría que te implicaras más?

—No sé. Escucho lo que me cuenta, la oriento sobre cómo se portan los niños explicando anécdotas de mi hijo, hablo sobre qué haría yo para ayudar en su educación...

Se notaba que no acababa de enterarse de que un hijo adoptado no iba a reaccionar igual que uno biológico. Él daba soluciones generales para todos, relativizaba los traumas y las carencias que traían esos niños, cuando en las ECAI, las entidades que ayudan en los procesos de adopción, no paran de insistir en que hay que trabajar duro para superar esa interminable lista de heridas. Pero él iba a la suya. Y por eso, suponiendo que acabara liándose en un proceso de este tipo, le debía de hacer más gracia vincularse a un país con el que tuviera poco que ver. Etiopía, Rusia, Vietnam... Estoy convencida de que no mencionó China porque ya había estado allí. Prefería un país más de viajero, no sé si me explico. Así, las diferencias serían más llamativas, las dificultades posiblemente más grandes. Viviría algo más parecido a una aventura. Para defender su opinión llegó a decir que descartar a niños por el hecho de no hablar español le parecía ponerse un límite absurdo.

—¿Absurdo? —no pude evitar tomar partido—. La que va a pasarse los días de arriba abajo con él será ella. La que va a tener que contratar a logopedas o psicólogos será ella. La que se desesperará porque tarda más de un año en comunicarse de una forma medio normal será ella.

Ante eso, se calló, claro. Pero noté su desilusión. ¡Pues lo siento mucho! ¡Hablábamos de un niño! Un niño que estuvo presente todo el tiempo en la India, aunque no sé si como una ilusión o como una amenaza para él. Lo peor es que su desconcierto era en cierta forma el mío, porque no sabía si quería decirme algo con todo aquello, si pretendía que le ayudara a tomar una decisión de algún modo que yo no entendía...

 

 

Llegaron a Jaisalmer.

 

Sí, el calor... En Jaisalmer todo se mojaba, constantemente, como si la ciudad tuviera fiebre. El desierto a las puertas traía un viento abrasador que nos hacía sudar todo el tiempo y el calor sólo lo aliviaban la noche y los chaparrones del monzón. Por la tarde, salimos a unas calles llenas de arena. El viento nublaba el horizonte, olía a tormenta y el aire tenía ese toque irreal de los sueños turbios. Enseguida comenzaron a caer gotas gruesas que al estallar se hacían barro, llovió unos minutos y luego seguimos hacia la fortaleza entre hombres con bigotes estrambóticos que llevaban turbantes de colores y mujeres que vestían casi siempre de rosa o rojo. Mientras anochecía me estremeció uno de esos escalofríos a los que en realidad aspiras al empezar un viaje porque en ellos se expresa nuestra felicidad. Viajaba.

Por la mañana, desayunamos en la azotea entoldada. La vida en las azoteas es común en la India y aún más en Jaisalmer, donde intentan aprovechar cada soplo de viento para mitigar el calor. El cielo estaba despejado, más blanco que azul, aunque allí casi todo se teñía con el color de la arena, que comenzaba donde acababan las construcciones. Contemplábamos el desierto bebiendo té.

—Tienes el color de la ciudad —dijo Gabi.

Sentí sus palabras más mías que nunca. Estaban inspiradas por un lugar, un sentimiento. Irrepetibles. Lo sentí mío, quizá por primera vez de una forma tan... total. Nuestra relación era tan frágil que teníamos una intimidad vulgar, con palabras afectuosas pero poco singulares. Por ejemplo, me molestaba cuando me llamaba nena o pequeña, como si yo fuera cualquiera. Yo quería distinguirme del resto, comunicarnos con nuestro vocabulario propio, nuestros guiños, nuestros motes. Crear un mundo realmente íntimo, sin forzar nada, pero ir añadiendo detalles que terminaran por levantar algo personal que me convenciera de que aquella historia tenía al menos algo de verdad, que no era un pasatiempo. Y supongo que por eso aquella tarde, cuando volvíamos solos del desierto en la parte trasera de un jeep cruzando dunas con la luz ya tenue y el agradable azote del viento, se agolparon las sensaciones de los últimos días y estuve a punto de llorar. Quizá porque por primera vez en una buena temporada vi que había un futuro posible con él. Seguía sin poder dibujarlo, creo que desde entonces ya no he sabido dibujar muy bien ninguno, pero intuí..., no sé..., posibilidades.

Gabi me tocó la rodilla. Fue suficiente. Yo misma iba acostumbrándome a su estilo moderado.

—¿Escribirás algo sobre este viaje? —le pregunté por la noche mientras sorteábamos los catres a la intemperie donde la gente dormía junto a sus vacas. Él tomaba notas sin dejar de caminar.

—Supongo que algo saldrá.

—¿Y yo?

—Quizá, de alguna manera.

Cerré los ojos para sentir mejor el aire caliente de la noche. No había luna y cuando nos apartamos de la calle principal debimos encender la linterna para continuar avanzando.

—Lea no quiere que escriba sobre ella —cómo me dolió que la mencionara en ese momento—. Estoy preparando algo sobre gente que ha viajado conmigo pero ella se niega a salir. «Invéntate a otra», dice. «Yo no voy exhibiéndome.» Un día le pasé unas páginas en las que contaba algo de su historia y después de leerlas se puso tan furiosa que le costó hasta hablar. «Ni se te ocurra publicar nunca esto. No me gusta que la gente sepa cosas de mi vida privada.» Le dije que si aparecía no saldría exactamente como era, no entiendo por qué se puso así. Se supone que conoce mi trabajo y sabe que mis acompañantes están expuestos a convertirse de algún modo en ficción.

Yo empuñaba la linterna y me detuve con el foco apuntando al suelo.

—No tienes derecho —dije.

—¿A qué? ¿A disponer de mi fantasía?

—A aprovecharte de su confianza.

Creo que sonrió, al menos movió la boca, la luz nos llegaba muy débil rebotada desde abajo. Lo inmundo de algunos escritores es cómo se recrean en su condición. Aunque sea para insultarla, porque Gabi ha hablado pestes del oficio de escritor. Pero el hecho de sentirse eso, escritor, de hablar de ello con la boca grande o sonreír con aquella altivez sabihonda, como si ese oficio concediera un rango o una distinción elevada, me revienta.

 

 

¿Cree que él era de ésos?

 

No sé, pero si alguna vez tuvo tentaciones de ir por ese camino, seguro que enseguida se dio cuenta de que yo no iba a ser su groupie. No iba a darle el más mínimo margen para que se regodeara. De todas formas, aquella noche parecía como mínimo dispuesto a provocarme.

—No me aprovecho de su confianza —dijo—. Pero su pudor no es asunto mío. Ni el tuyo. Alrededor pasan cosas y vosotras estáis entre ellas. No voy a radiografiarla, comprendo que no quiera ir pregonando sus asuntos, aunque si utilizo algo de ella... Hay que ser un poco flexible, ¿no?

—¿Qué quiere decir flexible?

—Por ejemplo, estar dispuesta a confiar.

—Supongo que tú te consideras un modelo de flexibilidad, claro.

Y claro que era así.

Me vino con el mismo rollo que me había soltado otras veces sobre las escasas ataduras que cada uno de sus libros guardaba con los anteriores y cómo cada historia exigía su forma de ser contada. Según él, cada libro pide una estructura y una estética propias, y para dárselas hay que olvidar lo que hiciste con anterioridad. Hay que ponerse al servicio de la historia, ella es la que manda. No, no..., me dijo algo aún más repelente:

—No mando yo, manda la historia.

Sí, eso fue lo que dijo. Según él, permitir expresarse a la propia historia es un gesto de humildad y de libertad suprema. Cuando se ponía a hablar sobre el proceso creativo y de dónde salía la inspiración y todo eso siempre terminaba empachado de palabras grandilocuentes. Su favorita era sin duda «libertad», parecía un libro de autoayuda andante.

 

 

¿Y usted qué opina?

 

Sobre qué.

 

 

Sobre sus libros. Su literatura.

 

Buf... Yo sólo soy una profesora de francés.

 

 

Una lectora, en cualquier caso.

 

A ver... Algo que me está llamando la atención al leer sus libros es que aunque muchos pertenecen a géneros diferentes y están escritos con fórmulas muy distintas, hay una especie de hilo que los une. No sabría decir bien de qué se trata. Una atmósfera..., un sentimiento...

 

 

Habla como si los hubiera leído hace poco.

 

Es que empecé a leerle hace poco. No me había acercado a ninguna de sus obras hasta que aclaré mi relación con él. Yo también tengo mis técnicas defensivas. Cuando viajamos a la India creo que sólo había leído su Gigantes, y fue porque no paraba de contarme historias de Pakistán y de la familia Magraner.

 

 

¿En serio? ¿No conocía su obra cuando empezaron a quedar?

 

Se lo acabo de decir. La atracción fue por él, su obra no contó para nada. Pero quizá por eso, como cuando me he puesto en serio he ido leyendo un libro tras otro, percibo claramente ese hilo que vincula sobre todo los cuatro últimos. Todos nacidos de algún viaje. Tres de ellos, siguiendo líneas de agua. Y, sobre todo, unidos por un espíritu que sin duda arrancaba del mismo lugar aunque fuera adoptando formas distintas. Eso es lo que cuenta. El aliento. No el hilo: el aliento, que no me salía la palabra. Va mucho más allá que la voz. Y siento el suyo en cada libro. No me gustan todos, pero eso lo tienen en común, aunque tampoco debe de ser tan raro, porque a fin de cuentas los ha escrito la misma persona. Sea como sea, si mañana reaparece y me vuelve a soltar una frase tan pedante como esa de que manda la historia, le responderé igual que hice en aquel momento:

—Ya veo que eres muy moderno. Y muy flexible.

—No te burles —respondió—. Además, en Australia me di cuenta de que soy bastante conservador.

—Bastante.

—Sí —sonrió—. Bastante.

Nos reímos. Yo solía quejarme de que no se implicara más en sus juicios, de que siempre estuviera relativizándolo todo, quitándole fuerza. Le decía que estaba enganchado al «bastante». Bastante por aquí, bastante por allá.

 

 

¿Por qué se descubrió conservador en Australia?

 

Del viaje a la Gran Barrera de Coral le salió un libro medio ecologista que hablaba de aborígenes y valores naturales. Más o menos proponía volver a formas de vida más primitivas apoyándose, eso sí, en teorías biológicas. Lo curioso es que su libro más fundamentalmente conservador fue escrito con una estructura vanguardista. La forma y el contenido proponían una contradicción de partida que se resolvía con un canto a los ancestros de la humanidad. Su mensaje era: cuida, conserva, bucea en tus raíces y vela por ellas. Muy en la onda primitivista que se lleva ahora.

Y que sí, que todo eso está muy bien, pero lo que implica esa postura no es fácil de asimilar. ¿Hasta dónde deberíamos retroceder? Por ejemplo, en Jaisalmer nos quedamos varias veces sin luz. Los generadores de la ciudad y por lo tanto todos los aparatos de aire acondicionado se apagaban a menudo por la noche, y el calor podía tenerte despierto hasta las tantas. En la India podías acercarte a cómo sería nuestra vida si empezáramos a prescindir de comodidades. Sudaríamos más. Pasaríamos más frío. Todo sería más sucio. La comida se pudriría antes. Por otro lado..., aquella gente había hecho un arte del reciclaje. La tapicería de un coche podía servir para forrar una butaca que se apoyaba en neumáticos de bicicleta. De los retales salían vestidos, sombreros, piezas para motos... y lo ensamblaban tan bien que ni siquiera parecía de segunda mano. Lo mejor es que cuando quise imaginarme intentando salir adelante en aquel lugar, no tuve ningún problema. Me vi capaz. Resulta que la niña pija cosía, reparaba mesas, luces, lo que fuera. Me di cuenta de que estaba preparada para enfrentar un mundo menos cómodo, y fue una gran sensación. Gabi no sé cuánto duraría en un sitio así... Para entendernos: si nos hubieran juntado a él y a mí en la casilla de salida de un mundo en ruinas y, teniendo en cuenta lo que era capaz de hacer cada uno, hubieras debido apostar por quién duraba más tiempo vivo, él habría sido tu peor inversión.

Aunque esto son ilusiones, ganas de sentirme dura sabiendo que probablemente nunca deberé enfrentar una situación así. Lo único cierto es que la austeridad de la India me impresionó. La capacidad de salir adelante con casi nada. Supongo que la espiritualidad es clave para afrontar una realidad de ese tipo. No sé. Vivir con poco te hace menos vulnerable. Es más difícil sentir carencias. Creo que la India dio a Gabi un matiz que le permitió despojarse de sus últimos grandes tabúes. Después de aquel viaje se sintió preparado para escribir sobre sí mismo e intentar una especie de desnudo. Cuando se marchó a Nueva Zelanda había empezado un libro más o menos autobiográfico del que me dejó leer algún fragmento.

 

 

¿Cree que en ese libro se desnuda?

 

Bastante, como diría él.

 

 

¿Por qué?

 

En la India vio a muchas personas que sobrevivían estrictamente con lo esencial. Gente desnuda casi literalmente. Le dio muchas vueltas a eso. Rumbo a Jodhpur, recorrimos cientos de kilómetros superando a peregrinos que se dirigían a la ciudad santa de Pokhara. Alguno llevaba un zurrón, otro, un paraguas, pero había centenares que no llevaban nada. En todo caso, se turnaban la bandera, lo único que merecía ser cuidado y protegido.

El monzón nos acompañó durante casi todo el viaje y las hileras de peregrinos continuaron sucediéndose bajo la lluvia. En un restaurante de carretera donde nos detuvimos a tomar un té conversamos con algunos de ellos. Había gente que llevaba diez días caminando y otros que venían de sitios tan distantes como Guyarat, donde nació Gandhi, a quinientos kilómetros de su destino. El cansancio era secundario. Si la comida faltaba, alguien les proveería en el camino o buscarían el alimento en arbustos o en los árboles. Y tanto los peregrinos como los habitantes de Jaisalmer vestían camisas o camisetas tan usadas y mojadas y secadas y vueltas a mojar que habían tomado el color de sus portadores, que era el de la tierra o la arena, el del paisaje. Las prendas se adherían al cuerpo como si fueran segundas pieles y a varios hombres los debí mirar varias veces para saber si iban vestidos.

Era como darse cuenta de la manera más sencilla de qué importa y qué no. Creo que después de la India Gabi decidió que no importaba desprenderse de aún más intimidades si eso ayudaba a alimentar lo que para él realmente valía la pena: su obra. Aparte de que optó por escribir sobre sí mismo sin vergüenza y sin martirizarse... A ver si me explico. Si hasta entonces casi se había exigido rabia y melancolía para crear, tras la India renunció al látigo. Por supuesto que esos sentimientos iban a aparecer, formaban una parte básica de su carácter, pero una vida es mucho más que eso. No quería estancarse en dos emociones, y menos en dos tan tristes. No quería acabar como esos profetas del dolor que curiosamente tienen vidas bien largas y por eso terminan convertidos en cacatúas que se rebozan en las frases e ideas más o menos acertadas que una vez les dieron alguna notoriedad. Cantando al dolor, pretenden sacudírselo. Y lo peor es que los alivia contagiarlo. No. Gabi se retiró de esa esquina y, por decirlo de algún modo, salió a campo abierto. Con una certidumbre, eso sí:

—No quiero vivirlo todo.

Supongo que ésa es una condición para atreverse a lo que sea: saber que hay todo un cosmos que, si puedes, evitarás. Te prepara para esquivar. Ahora veo que aquel conformismo que le critiqué varias veces era engañoso, porque pese al aparente desapego del mundo exterior, en la India aprovechaba cualquier ocasión para disfrutar. Si hasta comía más que yo. Diría que comió incluso más que en Barcelona, probando platos raros que a veces señalaba en la carta sin saber qué contenían. Se especializó en los lassi, una especie de yogures caseros animados con frutas o azafrán. Buscaba alimentos nuevos, conversaba con las personas, se colaba en las callejas. Como le gustaba decir, sólo aspiraba a que la historia se escribiera a través de sus manos quietas.

De vez en cuando soltaba alguna frase por el estilo, y si le sonaba bien y estaba inspirado, se le disparaba la megalomanía. Eran como chutes de autoestima que se suministraba a sí mismo. Era casi espectacular, como si bajara un rayo y le inoculara una dosis de energía que durante unos minutos le desbocaba la lengua. En uno de sus ataques indios llegó a decir que al Sudd lo había paseado él por el mundo. Que al dar una dimensión novelística al pantano, había emparejado ya para siempre su nombre con el de aquel lugar y que, en adelante, cualquier persona medianamente informada pensaría en el Sudd como si fuera su apellido: Gabi Martínez Sudd. ¡Pero si Sudd la han leído cuatro gatos! A veces se le iba un poco la cabeza.

 

 

Bastante.

 

(Ella ríe.)

 

Bastante, sí. Es que cuando se ponía épico... Mientras soltaba estas locuras, él mismo se reía, pero si las había imaginado, sería por algo. El moa. Se había obsesionado con esa historia de los animales invisibles. Tardó dos años en encontrar financiación, pero mucho antes de conseguirla ya había empezado... como a vivir en otro lugar. Mucho antes de marcharse, ya estaba allí. Y cuando me llamó desde Nueva Zelanda noté que no debíamos haberle dejado ir, que al menos debimos esforzarnos más en retenerle. Se sentía demasiado... bien. Demasiado seguro, y ésa no es la forma de viajar. Él mismo lo había dicho. Su familia le ordenó que volviera. Lea... Ahora que las cosas empezaban a funcionarle..., pero ninguna conquista le saciaba.

 

 

¿Y las derrotas? ¿Cómo le afectaban las derrotas?

 

Desde luego que no le hundían. En todo caso le inspiraban. Diría que los fracasos le sentaban bien, que incluso los necesitaba. Sí. Necesitaba fracasar de vez en cuando para recordar lo insignificante que era.

 

 

¿Está pensando en algún episodio en concreto?

 

No fue exactamente un fracaso. Más bien, volvió a presenciar desde primera línea cómo la política, los prejuicios y los medios de comunicación podían vetar la difusión de una buena historia.

 

 

¿A qué se refiere?

 

Él no lo ha explicado, así que yo tampoco lo haré, pero vaya, es una historia de censura entre tantas, nada demasiado excepcional. En el país de la corrupción y la envidia, ¿alguien cree que la literatura se salva?

 

 

No irá a dejarme así...

 

(Ella ríe.)

 

Esa frase...

 

(Ríe.)

 

Mire, lo de la censura me lo guardo para mí, pero a cambio le cuento algo que seguro que le gusta. Tiene que ver con esa frase.

 

(Ríe.)

 

 

¿Con «no irá a dejarme así»?

 

(Ella se parte de risa. Cuando se controla, continúa.)

 

Sí, con «no irá a dejarme así» y con una escenita que me montó precisamente en Jodhpur, supongo que por eso me he acordado. Fue una noche. Cuando nos acostamos, le noté más rígido que de costumbre. Había tenido una tarde de las suyas, una de esas en las que parecía catatónico, ensimismado en sus historias como si yo no existiera. Moví la pierna un par de veces para tocarle, rozarle me gustaba y me ayudaba a dormir por mucho calor que hiciera, pero él retiró su pierna las dos veces. Cuando empezaba en ese plan yo le dejaba en paz y no tardaba en dormirme, pero con aquel calor y sin aire acondicionado no había manera, así que tuvo tiempo de incubar el enfado, agrandarlo y sacarlo de la peor forma. Antes de arrancar dio algunos rodeos, porque él mismo se avergonzaba de lo que iba a decir. Yo creo que no sabía ni cómo plantearlo, necesitó un rato para ir elevando el tono hasta soltar que llevábamos tres días sin hacer el amor y que eso a él no le había pasado nunca.

—¿Qué es lo que no te ha pasado nunca? —pregunté.

—Acostarme con alguien varios días seguidos sin sexo. Y menos durante un viaje largo.

Me quedé... Vaya con el señor semental.

—No me puedo creer lo que estás diciendo —respondí.

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