Voy

Voy


Ella

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—Pues créetelo. No sé para ti, pero para mí el sexo es muy importante, básico. Si eso no funciona, algo va mal. Pura matemática. No hay discusión. Al menos para mí es así. No sé cómo te lo harías con tus anteriores parejas...

—¿Qué tienes que decir de mis parejas? ¿Me comparo yo con las tuyas?

—Me da igual, sólo quiero decirte que para mí el sexo es una necesidad. Una elemental. Sin él, no llegaremos muy lejos.

—¿Muy lejos? —respondí—. ¿Es que vamos hacia algún lugar? Además, qué dices de parejas. ¿Acaso lo somos? ¿Eh? ¿Qué somo tú y yo? ¿Qué somos?

Se dio la vuelta en la cama.

—Bueno —masculló—, ya sabes lo que quiero decir.

—No, no sé qué quieres decir.

—Da igual, Ella. Déjalo.

 

 

¿Cuánto dice que llevaban sin hacerlo?

 

¡Tres días! ¿Tanto son tres días? En fin. Era la primera vez que alguien me hablaba de esa forma. Bueno, no de esa forma, sino de eso. Que alguien me hablaba de eso. Y fue extraño, porque mientras me sentía invadida y me abrumaba lo impúdico de todo aquello, a la vez me... me gustaba..., a ver cómo lo digo... me gustaba la sinceridad de su enfado. Quiero decir que estar hablando sobre aquello me acercaba a él más que me separaba. Porque nos daba una intimidad auténtica.

 

(Ella se queda en silencio.)

 

 

¿Qué le respondió usted?

 

Seguí enfadada. Le dije que entonces qué pasaba si me ponía enferma o si tenía que vivir separado de su chica una temporada, y él respondió que eso eran situaciones distintas, que una cosa era tener la posibilidad de hacer sexo y descartarla y otra no tener la posibilidad. En ese caso, él no tenía problemas para arreglárselas por su cuenta. Entendí lo que quería decir pero estaba dolida:

—¿Cómo te las arreglarías aquí, sin internet en la habitación?

Cuando nos conocimos, él me había llevado a navegar por algunas webs porno, me había mostrado las ventanas donde se consolaba... y que abandonó después de que nuestros encuentros se hicieran más... habituales. Es un mérito que me apunto, claro que sí. Conmigo dejó de masturbarse. Al menos durante una época.

 

 

¿Cómo lo sabe?

 

Lo admitió. Desde su separación... No tenía pudor para hablar de eso. Alguna vez hasta rememoró la época en la que se masturbaba varias veces al día, en los tiempos de maricastaña.

—Y sin internet —decía, como si fuera el no va más.

Así que aquella noche le dije que si tan desesperado estaba, tenía la ocasión de demostrar lo bien que se las apañaba sin internet. Discutimos hasta que se dio cuenta de que igual se había pasado de la raya y se medio disculpó. Pero no dejó de repetir que de todas formas el sexo era importante para él, y para cualquiera. Luego nos callamos intentando dormir.

Daba al sexo una importancia desorbitada. Por eso yo entendía aún menos que me tocara tan poco. Me refiero al día a día, a hacerme caricias, darme besos... No era cariñoso, más bien al contrario. Vale, yo no era su novia, pero ¡por favor, estábamos solos en la India! ¡En la India! Era raro que me agarrara de la mano por la calle o que me sorprendiera con un abrazo. Eso sí, cuando quería acción no especulaba.

Había algo demasiado desajustado en aquella cabeza. O sea, no es que estuviera para encerrar pero... Nunca había tratado con una pareja tan brutalmente explícita. Digamos que mis otros hombres fueron más sofisticados a la hora de expresar sus descontentos. La franqueza de Gabi me ofendía, pero reconozco que también me gustaba verlo venir. Es algo que se agradece. Y como franqueza pide franqueza, me encontré manteniendo conversaciones insólitas. Por ejemplo, y para bajarle un poco los humos, el día que retomamos el sexo le sugerí que quizá había llegado la hora de que probara la Viagra, porque la fiabilidad del antiguo campeón no es que fuera ejemplar. También le hablé de amantes míos mejor dotados que él. ¿No quería hablar de parejas? Pues ahí las tenía. Pero esas cosas le daban igual, incluso bromeaba. Si conseguía el sexo que le pedía el cuerpo, podías decirle lo que quisieras que lo encajaba sin problemas. Éramos tan distintos... Supongo que ésa era una clave de nuestra atracción. ¡Pero si ni siquiera escuchaba música! Desde su separación no podía soportarla. Decía que la buena música, por muy alegre que sea, siempre te toca en algún lugar tan profundo que atrae recuerdos y provoca nostalgia o tristeza. Yo creo que por eso justamente debes escuchar música en los momentos difíciles, para encarar esos sentimientos, para familiarizarte con ellos. No sé. La música es importantísima para mí, de modo que cuando estoy triste hago todo lo contrario que él: me la pongo melancólica para hundirme en una tristeza que al fin y al cabo es la mía. Me identifico con las melodías oscuras y delicadas, yo diría que con ellas me siento acompañada, tiene algo de comunión, no me importa hundirme ahí. Se está bien, reconforta... No sé. Éramos muy distintos.

Quizá hayamos vivido algo así como un romance por curiosidad, para saber más de una gente y unos lugares que de otro modo no habríamos podido conocer, al menos no tan a fondo como lo hacíamos el uno a través del otro. Nos negábamos muchas cosas y las discusiones podían alargarse hasta la madrugada, creo que con nadie he hablado tanto, intentando comprender sus razones, y él las mías. Queríamos convencer y ser convencidos. Aunque la noche de Jaisalmer la discusión no fue especialmente larga porque me cabreó de verdad. Y por supuesto que se quedó sin lo que quería.

El día siguiente se levantó silencioso y con cara de perro, como siempre que se enfadaba. Le dije cualquier cosa, nada relacionado con la noche anterior, y, también como siempre, empezó a hablar, se fue animando solo y terminó hojeando la guía para ver cómo era la fortaleza de Mehrangarh que íbamos a visitar esa mañana. Ahuyentaba los problemas con la misma facilidad con que los invocaba, como si no tuviera memoria. En fin, que nos fuimos a Mehrangarh.

Mehrangarh es una fortaleza gigantesca, con estancias de un refinamiento virtuoso y varias salas que exponen desde yelmos y espadas a mobiliario exquisito o instrumentos musicales, aparte de los cuadros, las esculturas... El último tramo del recorrido está muy centrado en pinturas de batallas con un aire generalmente naïf. En varias pinturas se ven caballos a los que ponían máscaras de elefantes para intimidar a los adversarios. Veías paquidermos con el cuerpo musculado y ágil de un caballo que se lanzaban a la carrera esgrimiendo trompas como puntas de lanza y el contraste de ese cuerpo con aquella cabeza, lo extraño de la imagen, era fascinante.

—Existen animales así —dijo Gabi.

No supe si bromeaba, si lo decía en serio o si se refería a que existían en la imaginación de las personas. Tampoco se lo pregunté, a menudo decía cosas raras que desarrollaba sin necesidad de estimularle y lo que yo quería en aquel momento era concentrarme en los cuadros. Supongo que por entonces ya tenía la idea de los animales en la cabeza, porque poco después de la India empezó con su historia de ir en busca de animales invisibles por el mundo. ¿Has visto la lista? Están desde el tsuchinoko japonés al moa, el rinoceronte de Java, una especie de yeti chino..., un monstruo del Congo o por ahí, el dodo, el jabalí de Vietnam... En fin, un catálogo de animales de leyenda, extinguidos o muy difíciles de ver.

Cuanto más friki era una idea... Y tampoco es que programara nada demasiado. Sí, se informaba y partía de un proyecto, pero el margen que dejaba al azar era mucho más grande de lo que yo pensaba antes de conocerle.

—Algo pasará —decía antes de cualquier viaje.

Y pasaba, claro que pasaba, porque siempre pasa algo cuando te mueves. Era tan fiel a ese principio que podía descuidar la preparación de alguna ruta sin estresarse en absoluto, y por eso no fue hasta el último desayuno en Jodhpur, justo antes de tomar la carretera a Udaipur, cuando descubrió que Rohet Garh, el palacete donde Bruce Chatwin escribió Los trazos de la canción, nos pillaba de paso. ¡Menudo alegrón! ¡Chatwin! El año siguiente, Gabi iba a publicar su libro sobre la Gran Barrera, y si se había atrevido a escribir una obra de viajes vanguardista fue en gran medida gracias a lo que había aprendido de Chatwin. Aparte de que, para él, Los trazos de la canción era el gran libro del inglés. Y casualmente estábamos a pocos kilómetros del lugar donde había sido escrito.

Por supuesto, nos dirigimos a Rohet. Es un pueblo peor que mediocre, sin ningún encanto, con laberintos de callejas infectas. Nos metimos por pasillos donde costaba maniobrar con vehículo hasta que al doblar una esquina encontramos un hotel que no tenía nada que ver con la miseria de alrededor. Era un palacio colonial anclado en los años cincuenta o sesenta. Había varios jardines grandes paseados por pavos reales que se encaramaban a las azoteas para gritar por encima del rumor de las fuentes que se repartían por los patios. Olía a especias y a jardín, un aroma dulce, y el personal de servicio vestía completamente de blanco.

Creo que en aquel momento se hospedaban una o dos personas, aunque no vimos a nadie que no perteneciera al servicio. Nos dejaron visitar el recinto y hasta subimos a la habitación donde se había alojado Chatwin. Estaba en el pabellón central. Era una habitación estrecha pero muy larga, con dos escritorios y dos camas de pie alto. Las paredes estaban llenas de cuadros de antiguos maharajás con sus estirpes. Unas ventanas del cuarto daban al patio mayor. Las otras, al pequeño lago donde terminaba el pueblo. Se escuchaba el trinar de los pájaros.

Luego nos sentamos en los viejos sofás de un porche que incluía una barra de bar de madera, y fue como viajar cincuenta años atrás. Los cojines, la enorme alfombra, las persianillas de caña trenzada, el ventilador de aspas... Sólo faltaba el rugido de un tigre para clavar la escena.

—Nos podríamos quedar una noche —dijo Gabi.

Al entrar nos habían informado de los precios, y era el hotel más caro de todos en los que habíamos estado. Le miré extrañada, pero por suerte no insistió. Diría que él mismo se descubrió traicionándose. El señor que no soportaba verse como un jefe, el austero mayor del reino que decía padecer vértigo ante la comodidad y encima rechazaba la mitomanía, de repente tenía el antojo de pasar una noche de superlujo en un palacete con tal de homenajear a un muerto. Y que conste que yo me habría alojado allí encantada de no ser porque no podía gastarme el dinero.

De todas formas, nos permitimos un desayuno. Es uno de los grandes momentos de aquel viaje. Uno en el que reunimos el mundo de donde veníamos con el que estábamos descubriendo, y disfrutamos de unos instantes de serenidad. Que no lo hubiéramos previsto fue un aliciente, hay que reconocerlo. Creo que nos beneficiamos de ese tipo de suerte que hay que buscar y, de paso, equilibramos la balanza de la fortuna de aquel viaje: perdimos el Taj Mahal pero ganamos el hotel de Chatwin.

Seguimos ruta acompañados por una lluvia fina que iba y venía, atravesando montañas exuberantes. Algunas carreteras prohibían circular a partir de las ocho de la tarde, por los tigres, pero no disfruté de ese tramo como debía porque me empezó a doler la espalda, supongo que de la acumulación de trenes, coches, buses... Viajar implica sentarse más de lo que parece. Incluso pedí que nos detuviéramos un rato para estirar las piernas, y cuando le conté a Gabi que tenía algunas llagas en la columna y me costaba mover el cuello, dijo que Lea le había dado unas cremas para masajes y que en cuanto llegáramos a Udaipur me iba a dejar como nueva. Y ahí hice definitivamente clic. Lea, Lea, Lea. Todo el tiempo Lea. Seguro que la llamaba a escondidas. Reconozco que me atrae lo raro, por algún motivo casi siempre acabo simpatizando con las cosas que no siguen los cauces habituales, pero es que aquella situación era algo más: era malsana. Gabi quería estar con ella. Conmigo tan sólo se tomaba un respiro antes del definitivo paso que estaba a punto de dar.

Entonces lo sospeché y el tiempo ha demostrado que aquel viaje a la India fue su particular despedida del mundo de la incertidumbre... sentimental. Él aseguraba que había madurado, que las angustias vividas tras su separación, el haber lidiado con la culpa, la traición, la tristeza de su familia, le habían enseñado algo que no repetiría jamás. Bueno. Yo diría que la cosa fue mucho más física: tuvo la suerte de hacerse viejo, de perder fuerzas. Al ser consciente de que debía amortizar su energía, dejó de calentarse la cabeza con aventuras amorosas para concentrarse en los viajes. Por lo que he sabido, desde que regresamos de la India se dedicó a cuidar a Lea y no volvió a tener relaciones con ninguna otra mujer. Cada uno continuó viviendo en su propia casa pero encontraron el equilibrio necesario, y la prueba de que la cosa funcionó son los niños.

 

 

¿Cómo lo sabe?

 

Porque nunca perdí el contacto con Gabi. Me fue informando de su reencuentro con Lea, de los viajes a Colombia para buscar a una niña, porque al final fue una niña, de cómo disfrutaron cuando la pequeña llegó, lo bien que se entendieron los chicos, cómo crecían... También me hablaba de su tranquilidad, hasta había perdido el miedo a volar, que era como decir a morir. Fueron correos muy íntimos, de dos verdaderos amigos. Por la fecha en la que se perdió su rastro en Nueva Zelanda, puede que yo haya sido la última persona con la que se comunicó. Pero mi última ciudad junto a él, la última en la que compartimos algo físico, fue Udaipur.

Udaipur es una de esas joyas al estilo de Venecia donde las casas y los palacios crecen junto al agua. No esperaba esa belleza. La ciudad se dispone en torno a dos enormes lagos a los que la gente se acerca para lavar la ropa, purificarse o darse un baño descendiendo las escaleras en las que terminan algunas calles. Buscamos un hotel digno para pasar los últimos tres días y despedirnos en condiciones de la India. Los ruidos de la ciudad quedaban lejos, allí se podía pensar. Había un hombre que cada mañana se bañaba solo a la hora del desayuno debajo de nuestra ventana. Una de esas mañanas nos pusimos a hablar de renovación, purificaciones, unas palabras trajeron otras y hablamos del futuro, que era de lo que yo quería hablar. Lo necesitaba. Ante mí se abría un mundo del que desconocía todo. Todo. Sin trabajo, sin pareja... y con una idea que había aparecido al principio de aquel viaje y que no lograba apartar, más bien al contrario, ganaba cada vez más espacio y se estaba revelando como una necesidad. Me había pillado totalmente a contrapié, pero desde el instante en que emergió había borrado casi todo lo demás. Fue asombroso contemplar cómo algo que no sabía que quería hacer pasaba de repente a ocupar el universo entero. Pensaba que eso sólo podía ocurrir con el amor a primera vista, con el clásico flechazo..., aunque después de todo, mi historia también era de amor.

 

 

¿Qué idea era ésa?

 

Primero, pedí a Gabi que explicara hasta dónde estaba dispuesto a implicarse conmigo. Intenté no agobiarle, sabía que eso sólo podía ir en mi contra, pero al menos quería obtener alguna respuesta que me orientara. Que me sentenciara. Yo necesitaba... luces, aunque fueran lejanas, pero luces que me aportaran una intuición de hacia dónde debía dirigirme. Que me diera palabras, al menos palabras.

Míster Bastante volvió a aparecer. Dijo que el viaje había estado bien pero que desde el principio había quedado claro que no era más que una escapada, ¿no? Empezó a relativizarlo todo, como siempre. Pero yo ya no iba a tolerarlo más. Habíamos llegado a un punto en el que no valía especular. Eso sirve en los comienzos, incluso puedes creer que se puede vivir así. Pero no se puede. Yo no podía, no puedo. Lo descubrí entonces.

—No entiendo —dije—. No entiendo qué haces aquí conmigo mientras deseas estar con ella.

Se rascó la barba de nueve o diez días que llevaba, miró al bañista, cruzó las piernas.

—Ni yo —respondió.

No es agradable escuchar eso de alguien con quien estás viajando y te acuestas desde hace semanas. Pero es bueno. La verdad es buena. Menudo cabronazo. Aunque te hunda en la miseria. Es buena.

—¿Te irás a vivir con ella? —pregunté, aun creyendo que en el estado de confusión, inseguridad económica y casi desesperación en el que Gabi estaba, Lea sería una loca si se atrevía a meterlo en su casa.

—No creo.

Dijo que aún quería vivir solo una temporada más. Lo necesitaba. Además, debía cuidar de su hijo y temía el impacto de obligarle a convivir de pronto con una mujer para él casi desconocida.

—Quizá sea posible vivir de otra manera —dijo.

—Con ella.

—Con ella —respondió.

El bañista había salido del agua y se secaba mientras cuatro mujeres lavaban canastos de ropa arrodilladas en los peldaños que se sumergían en el lago. Fue un momento triste y bonito a la vez, porque vi el futuro. Vaya topicazo, ¿verdad? Iluminada en la India. Supongo que así es la vida, que el tópico posee sus buenas dosis de realidad. Yo ni siquiera había cumplido los treinta, y muchos opinarían que me precipitaba, recomendarían que aprovechara unos años más de libertad y todo eso. Pero si miras hacia atrás, y hablo de cuando nos concibieron nuestros padres, te das cuenta de que la mía era una edad natural.

—Voy a adoptar un niño —dije.

Hizo un gesto impreciso, miró al lago, me miró a mí.

—¿En tu situación?

—Aprovecharé mis ventajas. Lo voy a hacer.

Se frotó la cara con las dos manos, que después tendió a lo largo de la mesa con las palmas abiertas para que yo se las cogiera, y me quedé mirándolas. En la fortaleza de Mehrangarh habíamos visto a un quiromante leer el destino en las manos de una mujer. Seguro que las palabras del adivino le sirvieron de algo, no porque fuera a acertar nada, sino porque la mujer sintió que al menos en ese momento alguien estaba pensando en ella. Y las manos abiertas de Gabi... Vi las líneas imprecisas de lo que debía suceder tendidas a mí, como un perdón o una súplica o una señal de amistad, de una amistad que después de lo vivido lo soportaría todo.

Tendí mis manos sobre las suyas depositando mis palmas con suavidad, sintiendo poco más que la piel, sintiendo cuánto significábamos el uno para el otro, despidiéndonos con un amor..., con un amor...

 

(Ella llora.)

 

Un par de meses después de que Gabi desapareciera, Lea me envió un e-mail. Decía que él le había hablado de mí, que sabía que habíamos viajado juntos a la India y que allí yo había decidido adoptar a un niño de aquel país. Sabía que desde hacía medio año yo mantenía un idilio —así lo llamó— con un hombre en las mismas condiciones que ella: cada uno viviendo en su casa.

En el e-mail suponía que yo había conocido bastante bien a Gabi, el «bastante» lo puso entre comillas, y que como teníamos un par de cosas tan importantes en común se había decidido a escribirme, un poco para compartir la nostalgia por su ausencia, otro poco porque en mí veía a una madre capaz de comprenderla de una manera quizá más íntima.

 

(Ella saca dos papeles del bolsillo de su pantalón. Son copias del e-mail que le envió Lea.)

 

Le leo sólo una parte, la que le puede ayudar a acercarse mejor a la persona que a fin de cuentas más sabía de él últimamente.

 

Reconozco que con Claudia ha sido un padre estupendo, aunque no la viera cada día. Y con Gael, qué te voy a contar. Es verdad que si los niños sienten tu cariño y te entregas cuando estás con ellos, aunque desaparezcas de vez en cuando, saben muy bien quién eres tú. Y al fin y al cabo, hasta que Gabi empezó a viajar más a menudo con el proyecto de los animales, no pasábamos cuatro días sin verle. De todas formas, ahora no está. Aunque me duele, entraba en las posibilidades. Nunca sabías hasta dónde podías contar con él, siempre tan... ausente.

 

Para que se haga una idea de lo ausente que podías sentirle: volví sola de la India. Gabi no pudo cuadrar su billete con el mío y salió hacia Barcelona una noche antes que yo.

La última tarde vi en el hotel esa película que cuenta la historia de un chaval hindú que después de crecer entre barracas y miseria participa en un concurso de la televisión donde te puedes hacer millonario. El chico sabe las respuestas gracias a las experiencias acumuladas sobreviviendo en unas calles miserables donde la vida es dura a unos niveles que aquí no podemos imaginar. Una dureza que vemos pero no comprendemos. Cuando terminó la película me levanté, caminé hasta la ventana de la habitación y vi cómo tres niños hurgaban dentro de contenedores rebosantes de basura mientras unos pájaros negros enormes aleteaban junto a ellos picoteando desperdicios. Era como si la película no hubiera acabado aún y la ventana fuera la tele. Me puse a llorar. Lloré durante un buen rato.

Me miro y veo que me he ido adaptando a muchas cosas, como cualquiera que desea continuar. No está tan mal, es verdad que te hace sentir flexible. Aunque a veces pienso que tampoco tuve tanto donde elegir. En una vida pasan cosas y se trata de mirar más allá de ti misma para aceptar lo que venga asumiendo que no hay nada inamovible, incluida tú.

Hubo un tiempo en el que aspiré a vivir en Nueva York, pero al final elegí quedarme aquí y ser madre. Fue una gran elección. No descarto mudarme algún día a una ciudad extranjera pero ahora he cambiado las prioridades. Un hijo ancla físicamente, por gravedad: la primera vez que fui con Balu a la playa y se encontró con la inmensidad del mar, pidió que lo cogiera en brazos. Por primera vez pidió que lo cogiera no para darle cariño sino protección. Fue la primera vez que sentí que me necesitaba de una forma esencial, que yo era su referente de fuerza ante las cosas desconocidas que pudieran ocurrir ahí fuera. Al auparle, mis pies se hundieron más en la arena. Y yo quería estar allí, anclada en la tierra con él en mis brazos. El convencimiento de estar donde debes y quieres es una de las grandes experiencias de la vida. Sentí que había llegado a un lugar que de alguna manera buscaba desde hacía mucho. Encontrar un lugar es bueno. Sí, es bueno.

Disculpe, pero debo ir a buscar a mi hijo al colegio. La profesora dijo ayer que hoy los niños traerían a casa un dibujo sobre su familia y tengo ganas de saber cómo nos ve.

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