Voces de Chernóbil
Segunda parte. La corona de la creación » Monólogo acerca de cómo san Francisco predicaba a los pájaros
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MONÓLOGO ACERCA DE CÓMO SAN FRANCISCO PREDICABA A LOS PÁJAROS
Es mi secreto. Nadie más lo sabe. Solo he hablado de esto con mi amigo.
Soy operador de cine. Y viajé al lugar teniendo muy presente lo que nos habían enseñado: uno se convierte en un verdadero escritor solo en la guerra, y todo eso. Mi autor predilecto es Hemingway y mi libro preferido, Adiós a las armas. Llegué a ese lugar. Vi a la gente trabajando en sus huertas; los tractores y las sembradoras, en los campos. ¿Qué debía filmar? Ni idea. Ni una explosión por ninguna parte.
La primera filmación fue en un club rural. En el escenario había un televisor, reunieron a la gente. Escuchaban a Gorbachov: todo va bien, todo está bajo control. En aquel pueblo, en el que estábamos filmando, se llevaba a cabo una desactivación. Estaban lavando los tejados, traían tierra limpia. Pero ¿cómo se puede lavar un tejado, si la casa tiene goteras? Había que arrancar la tierra a la profundidad de una pala, cortar toda la capa fértil. Más abajo solo queda arena amarilla.
Tenemos, por ejemplo, una abuela que, siguiendo las indicaciones del consejo rural, tira la tierra, pero le saca el estiércol. Lástima no haberlo filmado.
Fueras a donde fueses, te decían: «Vaya, las cámaras. Ahora os traemos a los héroes». Los héroes, un viejo con su nieto, condujeron durante dos días seguidos todo el ganado de un koljós cercano a Chernóbil.
Después de la filmación, el zootécnico me llevó a una zanja gigantesca; allí es donde habían enterrado a todas aquellas vacas. Pero no se me ocurrió filmar aquello. Me coloqué de espaldas a la zanja y me puse a filmar en la mejor tradición de los documentales soviéticos: los tractoristas leen el periódico Pravda. El título en letras gigantes: «LA PATRIA NO OS ABANDONARÁ». Hasta tuve suerte: miro y veo una cigüeña que se posa en el campo. ¡Todo un símbolo! Por terrible que sea la desgracia que nos caiga encima, ¡venceremos! La vida sigue.
Caminos rurales. Polvo. Yo ya había comprendido que no era simple polvo, sino polvo radiactivo. Guardaba la cámara para que no se ensuciara; había que cuidar la óptica del aparato. Era un mayo seco, muy seco. Cuánta porquería tragamos, no sé. Al cabo de una semana se me inflamaron los ganglios. En cambio economizábamos película como si fueran municiones; porque el primer secretario del Comité Central, Sliunkov, debía presentarse en el lugar. Nadie te anunciaba de antemano en qué lugar iba a aparecer, pero nosotros mismos lo adivinamos. El día anterior, por ejemplo, cuando recorrimos una carretera, la columna de polvo se levantaba hasta el cielo, y al siguiente ya la estaban asfaltando, y qué asfalto: ¡dos o tres capas! La cosa estaba clara: ahí es donde se esperaba que apareciera la comitiva. Luego estuve filmando a estas autoridades, que no se salían para nada del asfalto recién colocado. Ni un centímetro fuera. También esto aparecía en la grabación; pero no lo incluí en el guion.
Nadie comprendía nada: esto es lo más terrible. Los dosimetristas daban unas cifras, en cambio, en los periódicos leíamos otras. Y entonces es cuando poco a poco te empieza a llegar algo… Ah, ah, ah… En casa he dejado a un niño pequeño, a mi mujer, a la que quiero. ¡Qué estúpido he de ser para encontrarme aquí! Bueno, me darán una medalla. Pero mi mujer me dejará.
La única salvación era el humor. Se contaban chistes sin parar: En una aldea abandonada se ha instalado un vagabundo y en el lugar se han quedado cuatro mujeres. Y les preguntan:
—¿Qué tal se porta vuestro varón?
—El garañón este aún tiene redaños para acercarse hasta la otra aldea.
Si uno intenta ser sincero hasta el final… Tú ya estás aquí. Y tú ya lo entiendes: es Chernóbil. Pero ves la cinta de la carretera. Un riachuelo que corre, simplemente el correr del agua. Y en cambio ocurre algo como esto. Vuelan las mariposas. Una mujer hermosa se encuentra junto al río. Y ocurre algo como esto. Solo había notado algo parecido cuando se murió una persona que me era cercana. Brilla el sol… Tras una pared suena la música… Las golondrinas aletean bajo el techo… Y el hombre, que ha muerto… Llueve… Y el hombre ha muerto. ¿Comprende? Quiero captar con las palabras mis sentimientos, transmitir cómo ocurría esto en mí entonces. Caer como quien dice en otra dimensión.
Un día veo un manzano en flor y me pongo a filmar. Zumban los abejorros, resplandece una luz nupcial. Y de nuevo: la gente trabajando, los jardines en flor. Tengo en mis manos la cámara, pero hay algo que no puedo entender. ¡Algo que no va! La exposición es normal, el cuadro es hermoso, pero algo ocurre. Y de pronto caigo: no noto el olor. El jardín está en flor, ¡pero no huele a nada! Solo después me enteré de que el organismo reacciona así ante las altas radiaciones: se bloquean algunos órganos. Mi madre tiene setenta y cuatro años, y la mujer, recuerdo, que se quejaba de que había perdido el olfato. Pues bien, pensé, ahora me ocurre a mí lo mismo. Entonces pregunté a los del grupo, éramos tres:
—¿Cómo huele el manzano?
—No huele a nada.
También les pasaba algo. Las lilas no olían. ¡Las lilas! De pronto tuve la sensación de que todo lo que me rodeaba no era de verdad. Que me encontraba en un decorado. Y que mi conciencia no podía entender aquello, que no se veía capaz. No tenía en qué apoyarse. ¡Le faltaba el esquema!
Un recuerdo de infancia… Una vecina que había sido guerrillera me había contado cómo durante la guerra su unidad intentaba salir de un cerco. La mujer llevaba en brazos a un niño de un mes; iban por una ciénaga; alrededor, el enemigo. El niño lloraba. Podía delatarlos, los hubieran descubierto, a toda la unidad. Y lo ahogó. Pero lo contaba de manera enajenada; como si no hubiera sido ella sino otra mujer la que lo había hecho y como si el niño no fuera suyo. ¿Por qué se acordó de esto? No lo recuerdo. Me acuerdo muy claramente de otra cosa, de su horror: ¿qué es lo que había hecho? ¿Cómo había podido? Yo tenía la impresión por su relato de que toda la unidad de guerrilleros salía del cerco por este niño, para salvar al niño. Y entonces descubrí que para que estos hombres sanos y fuertes siguieran con vida tuvieron que ahogar a aquel niño. ¿Cuál es entonces el sentido de la vida? Después de aquello no tenía ganas de vivir. A mí, un crío, me resultaba incómodo mirar a aquella mujer, porque me enteré de aquello. En una palabra, me enteré de algo horroroso de los hombres. ¿Y ella, cómo me podía mirar? [Se queda callado un rato].
Por esta razón no quiero recordar. Recordar aquellos días en la zona. Me invento diversas explicaciones. No quiero abrir esa puerta. Allí quería comprender dónde era yo de verdad y dónde no lo era. Ya tenía hijos. El primer hijo. Cuando nació mi hijo dejé de tener miedo a la muerte. Se me abrió el sentido de mi vida.
Estoy por la noche en un hotel. Me despierto: un rumor monótono tras la ventana y unos incomprensibles destellos azulados. Abro las cortinas: por la calle pasan decenas de coches militares con cruces rojas y luces de alarma. En completo silencio. Experimenté algo parecido a un shock. De la memoria emergían escenas de las películas. Y al instante me trasladé a la infancia. Somos hijos de la posguerra y nos gustaban las películas bélicas. Pues eso, escenas de esas. El miedo de un niño. Como si todos los tuyos se hubieran marchado de la ciudad y tú te hubieras quedado solo, y debieras tomar una decisión. ¿Y qué sería lo más correcto? ¿Simular que no estás vivo? ¿O qué? Y, si tienes que hacer algo, ¿qué es ese algo?
En Jóiniki, en el centro de la ciudad, colgaba un cuadro de honor. Los mejores hombres del distrito. Pero quien se metió en la zona contaminada y sacó de allí a los niños de la guardería fue un chófer borracho y no quien aparecía en el cuadro de honor. Todos se convirtieron en lo que de verdad eran.
Y otra cosa de la evacuación. Primero se llevaron a los niños. Los recogieron en los grandes autobuses Ikarus. Y de pronto me descubro a mí mismo filmando aquello como lo había visto en las películas de guerra. Y al mismo tiempo noto que no solo yo, sino también la gente que participa en toda aquella acción se comporta de manera parecida. Se comporta del mismo modo que en otro tiempo. ¿Recuerda, en Vuelan las cigüeñas, ese filme que todos apreciamos: «Una lágrima breve en los ojos y palabras escuetas de adiós»? Un gesto de despedida con la mano.
Resultaba que todos nosotros buscábamos una forma de comportamiento que nos resultara ya conocida. Nos esforzábamos en sintonizar con algo.
Una niña agita la mano hacia su madre queriéndole decir que todo está en orden, que ella es una niña valiente. ¡Venceremos! Somos… Somos así.
Entonces pensé que llegaría a Minsk y que allí también estarían evacuando a la gente. Pensé en cómo me despediría de los míos, de mi mujer y mi hijo. Y me imaginaba también este gesto: ¡Venceremos! Somos guerreros. Mi padre, en todo el tiempo que recuerdo, llevó ropa militar, aunque no lo era. Pensar en el dinero era de burgueses; preocuparte por tu propia vida, no patriótico. El estado normal era el hambre. Ellos, nuestros padres, sobrevivieron al desastre, por tanto también nosotros debíamos superarlo. No había otra manera de convertirse en un hombre de verdad. Nos han enseñado a luchar y a sobrevivir bajo cualquier circunstancia. A mí mismo, después del servicio militar, la vida civil me resultaba insulsa. Salíamos en grupo por la noche a la ciudad en busca de emociones fuertes.
De niño leí un libro genial, Los depuradores, he olvidado el autor. Allí daban caza a terroristas y a espías. ¡Era emocionante! ¡La pasión de la caza! Así estamos hechos. Si cada día significa trabajar y comer bien, ¡la cosa resulta insoportable, incómoda!
Nos alojaron en la residencia de una escuela técnica, junto con los liquidadores. Unos chicos jóvenes. Nos distribuyeron vodka, una maleta entera. Para echar fuera la radiación. Y de pronto nos enteramos de que en la misma residencia se había instalado una unidad sanitaria. Todo chicas. «¡Vaya jolgorio vamos a montar!», se decían los muchachos. Dos fueron a por ellas, pero al momento regresaron con unos ojos así de grandes. Nos invitan…
La escena es la siguiente: van por el pasillo unas muchachas. Bajo las chaquetas se ven unos pantalones y unos calzoncillos con cintas, las prendas les llegan al suelo, les cuelgan y ninguna se avergüenza de ello. Todo lo que llevaban era viejo, «P». (prendas usadas) y de otra talla. Y les cuelga como en una percha. Algunas van en zapatillas, otras calzadas con unas botas destrozadas. Y, además, sobre las chaquetas llevan uniformes especiales impermeabilizados, impregnados de no sé qué compuesto químico. Qué olor. Algunas no se lo quitaban ni para dormir. Daba pánico verlo. Y no eran ni siquiera enfermeras; las sacaron de la facultad, del departamento militar[32]. Les aseguraron que sería para un par de días, pero cuando llegamos nosotros, ya llevaban un mes. Nos contaron que las llevaron al reactor, y allí se hartaron de ver quemaduras; de las quemaduras solo sé lo que he oído contar a ellas. Aún las estoy viendo ahora, recorriendo la residencia como sonámbulas.
En los periódicos se decía que, por fortuna, el viento había soplado en otra dirección. No hacia la ciudad. Es decir, no en dirección a Kíev. Aún nadie sabía que… La gente no caía en la cuenta de que soplaba hacia Belarús. En dirección a mí y a mi Yúrik. Aquel día yo paseaba con mi hijo por el bosque, mordisqueando uva de gato. ¡Dios santo! ¿Cómo es que nadie me avisó?
Luego, después de la expedición, regreso a Minsk. Voy en el trolebús al trabajo. Y me llegan fragmentos de conversación. Hablaban de que unos muchachos habían ido a filmar a Chernóbil, y que uno de los cámaras murió allí mismo. Se quemó. Yo me pregunto: «¿Quién habrá sido?». Sigo escuchando: un joven, con dos hijos. Oigo un nombre: Vitia Gurévich. Tenemos un cámara que se llama así, un chico muy joven. Pero ¿con dos hijos? ¿Y cómo es que lo ocultaba? Nos acercamos a los estudios de cine y en eso alguien corrige: no es Gurévich, sino Gurin, y se llama Serguéi. ¡Dios santo! ¡Pero si soy yo! Ahora me río, pero entonces, cuando iba del metro a los estudios de cine, me moría de miedo al pensar que al abrir la puerta… No se me iba de la cabeza una idea absurda: «¿De dónde habrán sacado mi fotografía? ¿De la sección de personal?». ¿Dónde habría nacido aquel rumor?
Y además te encontrabas con que aquello no casaba: por un lado, las proporciones descomunales de los hechos, y por el otro, el número de víctimas. En la batalla de Kursk[33], por ejemplo, hubo miles de muertos. En eso la cosa está clara. Pero aquí, los primeros días se hablaba de tan solo siete bomberos. Luego unos cuantos más. Y solo más tarde nos empezaron a llegar unas explicaciones demasiado abstractas para nuestro entendimiento: «dentro de varias generaciones», «eternamente», la «nada». Empezaron a correr rumores sobre pájaros de tres cabezas, historias de gallinas que atacaban a picotazos a las zorras, de erizos calvos…
Y luego… Luego resulta que otra vez alguien tiene que ir a la zona. Un cámara se trajo un certificado médico de que tenía úlcera de estómago, otro se largó de permiso. Me llaman:
—¡Tienes que ir!
—Pero si acabo de volver.
—Compréndelo: tú ya has estado allí. A ti ya te da igual. Y además: ya tienes hijos. Ellos, en cambio, son jóvenes.
¡Maldita sea! ¡Y si quiero tener cinco o seis hijos! En fin, que me presionan: pronto vendrá una remodelación y tú contarás con un buen as. Te subirán el sueldo. En una palabra, no sabes si llorar o reír. Es una historia que llevo metida en el rincón más negro de la conciencia.
En una ocasión estuve filmando a gente que había estado en los campos. Son gente que suele evitar el contacto. Y yo estoy de acuerdo con ellos. Hay algo de antinatural en eso de reunirse y recordar la guerra. Recordar cómo los mataban y cómo mataban ellos. Personas que han sufrido juntas la humillación o que han conocido hasta dónde puede llegar un hombre allí; en lo hondo de su subconsciente, son seres que huyen el uno del otro. Huyen de sí mismos. Huyen de aquello que han descubierto allí sobre el hombre. De aquello que ha salido a flote de su interior. De debajo de la piel. Por eso… Por eso huyen. Algo ocurrió allí. En Chernóbil.
Yo también descubrí allí algo, sentí algo de lo que no querría hablar. Por ejemplo, que todas nuestras ideas humanistas son relativas. En situaciones extremas, el hombre, en realidad, no tiene nada que ver con cómo lo describen en los libros. A hombres como los que aparecen en los libros, yo no los he visto. No me he encontrado a ninguno. Todo es al revés. El hombre no es un héroe. Todos nosotros somos vendedores de Apocalipsis. Los grandes y los pequeños.
Me vienen a la memoria algunos fragmentos. Cuadros. Un presidente de koljós quiere sacar en dos camiones a toda su familia con sus cosas, con los muebles; y el responsable del Partido exige un coche para él. Pide justicia. En cambio yo desde hace varios días soy testigo de que no hay modo de sacar de allí a los niños, el grupo de la casa-cuna. No hay transporte. En cambio esos no tienen bastante con dos camiones para empaquetar todos sus bártulos, hasta los botes de tres litros con las mermeladas y los encurtidos. Vi cómo los cargaban, esos camiones. Y no los filmé. [De pronto se echa a reír]. En una tienda compramos salchichas y conservas, y luego nos dio miedo comer aquello. Nos lo llevamos en bolsas. También era una lástima tirarlo. [Ahora ya en serio]. El mecanismo del mal funcionará incluso en el Apocalipsis. Eso es lo que comprendí. La gente sigue yendo con sus chivateos, sigue haciendo la pelota a los de arriba para salvar su televisor o su abrigo de piel. Incluso ante el fin del mundo, el hombre seguirá siendo el mismo, igual que es ahora. Siempre.
Me siento algo culpable por no haber conseguido para mi grupo de filmación ninguna ventaja. Uno de nuestros chicos necesitaba un piso. Voy al comité de sindicatos:
—Ayúdennos —les digo—, nos hemos pasado medio año en la zona. Algún privilegio nos ha de corresponder.
—De acuerdo —nos responden—, pero tráigannos los certificados que lo acrediten. Necesitamos los papeles con sus sellos.
Pero, cuando se nos ocurrió ir al Comité del Partido, allí solo quedaba una mujer, Nastia, pasando la bayeta por los pasillos. Todos se habían largado. En cambio tenemos a un director de cine que tiene todo un fajo de documentos: dónde ha estado, qué ha filmado. ¡Un héroe!
Tengo en la memoria un gran filme, una larguísima película que no he filmado. De muchos capítulos. [Calla].
Todos somos vendedores de Apocalipsis.
Entramos con unos soldados en una casa de pueblo. Allí vive solo una vieja.
—Bueno, abuela, vámonos.
—Vámonos, pues.
—Recoge entonces tus cosas, abuela.
La esperamos en la calle. Fumamos un pitillo. Y en eso que sale la mujer llevando encima un icono, un gato y un hatillo. Eso es todo lo que se lleva consigo.
—Abuela, el gato no puede ser. No está permitido. Tiene el pelo radiactivo.
—Eso sí que no, hijos míos, sin el gato no me marcho. ¿Cómo lo voy a abandonar? Dejarlo solo. Si es mi familia.
Pues bien, a partir de aquella mujer… Y de aquel manzano en flor… A partir de aquello empezó todo. Ahora solo filmo animales. Ya se lo he dicho, he descubierto el sentido de mi vida.
En una ocasión mostré mis filmaciones de Chernóbil a unos niños. Y me lo echaron en cara: ¿Para qué? Está prohibido. No hace falta. Y así viven, sumidos en el miedo, rodeados de rumores; tienen alteraciones en la sangre, se les ha destruido el sistema inmunológico. Pensaba que vendrían cinco o seis personas. Pero la sala entera se llenó. Las preguntas eran de lo más diverso, pero una se me grabó en la memoria. Un chico, con voz entrecortada, rojo de vergüenza, al parecer uno de esos niños callados, poco habladores, preguntó: «¿Y por qué no se pudo ayudar a los animales que se quedaron allí?». ¿Cómo que por qué? A mí no se me había ocurrido esta pregunta. Y no pude contestarle. Nuestro arte solo trata del sufrimiento y del amor humano y no de todo lo vivo. ¡Solo del hombre! No nos rebajamos hasta ellos, los animales, las plantas. No vemos el otro mundo. Porque el hombre puede destruirlo todo. Matarlo todo. Ahora esto ya no es ninguna fantasía. Me contaron que en los primeros meses posteriores al accidente, cuando se discutía la evacuación de las personas, se presentó un proyecto de trasladar también a los animales con los hombres. Pero ¿cómo? ¿Cómo se podía trasladarlos a todos? Es posible que de alguna manera se lograra trasladar a los que andan por el suelo. Pero ¿y los que viven dentro de la tierra: a los escarabajos, a los gusanos? ¿Y los que viven arriba, en el aire? ¿Cómo se puede evacuar a un gorrión o a una paloma? ¿Qué hacer con ellos? No tenemos manera de transmitirles la información necesaria.
Quiero hacer una película. Se titulará Los rehenes. Será sobre los animales. ¿Recuerda la canción «Iba por el mar una isla pelirroja»? Un barco se hunde, la gente se sube a los botes. Pero los caballos no saben que en los botes no hay sitio para los animales.
Será una parábola actual. La acción transcurre en un planeta lejano. Un cosmonauta con escafandra. A través de los auriculares oye un ruido. Y ve que hacia él avanza algo enorme. Algo inmenso. ¿Un dinosaurio? Sin comprender aún de qué se trata, el hombre dispara. Al cabo de un instante, de nuevo algo se acerca a él. Y también se lo carga. Y pasado otro momento aparece un rebaño. El hombre organiza una matanza. Cuando, en realidad, lo que pasa es que se ha producido un incendio y los animales trataban de salvarse, corriendo por la senda en la que se hallaba el cosmonauta. ¡Eso es el hombre!
En cambio conmigo… Le contaré. Allí se produjo en mí algo insólito. He empezado a ver con otros ojos a los animales. A los árboles. A las aves. Sigo viajando a la zona. Todos estos años. De una casa abandonada, de una casa humana saqueada, sale corriendo un jabalí… y aparece un alce hembra. Eso es lo que filmo. Eso es lo que busco. Quiero hacer un filme nuevo. Verlo todo a través de los ojos de los animales.
—¿Qué estas filmando?, ¿sobre qué? —me preguntan—. Mira a tu alrededor. ¿O es que no ves que hay guerra en Chechenia?
En cambio, san Francisco predicaba a las aves. Hablaba con los pájaros de igual a igual. ¿Tal vez los pájaros hablaban con él en su lengua y no fue él quien se rebajó hasta ellos? Él comprendía su lenguaje secreto.
¿Recuerda en Dostoyevski cómo un tipo le daba a un caballo de latigazos en sus ojos sumisos? ¡Un loco de atar! No en los lomos, sino en sus ojos sumisos.
SERGUÉI GURIN, operador de cine