Voces de Chernóbil

Voces de Chernóbil


Tercera parte. La admiración de la tristeza » Monólogo acerca de qué fácil es convertirse en tierra

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MONÓLOGO ACERCA DE QUÉ FÁCIL ES CONVERTIRSE EN TIERRA

He llevado un diario. Me esforzaba por recordar aquellos días. Eran muchas las sensaciones nuevas. El miedo, claro. Como si hubiera irrumpido en un mundo desconocido, como en Marte.

Soy de Kursk, en el 69 nos construyeron no lejos una central nuclear. En la ciudad de Kurchátov. Íbamos allí desde Kursk de compras. A por salchichas. A los trabajadores de la central nuclear los abastecían de primera. Recuerdo un gran estanque donde se pescaba. No lejos del reactor. Después de lo de Chernóbil lo recuerdo a menudo. Ahora esto ya es imposible.

De modo que esta es la cosa: me entregan la citación y, como persona disciplinada que soy, me presento el mismo día en la oficina de reclutamiento. El comandante hojea mi «causa» y me dice: «A ti nunca te han reclutado para los ejercicios. Pero ahora resulta que hacen falta químicos. ¿No quieres ir a un campamento cerca de Minsk durante unos veinticinco días?». Y yo pensé: «¿Y por qué no? Así descanso de la familia, del trabajo. Pasaré unos días al aire libre».

El 22 de junio de 1986, a las once de la mañana, me presenté con mis cosas, la escudilla y el cepillo de dientes, en el punto de encuentro. Me extrañó comprobar que para ser tiempos de paz fuéramos tantos. Me pasaron por la cabeza algunos recuerdos. De las películas de guerra. Y además, siendo justo aquella fecha, el 22 de junio. El principio de la guerra[44].

Nos mandaron formar, luego romper filas, así una y otra vez, hasta la noche. Subimos a los autobuses cuando empezó a oscurecer. Y nos dieron la siguiente orden: «Quien lleve alcohol, que se lo beba. Por la noche llegaremos al tren y por la mañana estaremos en la unidad. Os quiero por la mañana frescos como una rosa y sin equipaje sobrante». Pero, claro, el follón duró toda la noche.

Por la mañana encontramos en el bosque a nuestra unidad. Nos hicieron formar de nuevo y nos llamaron por orden alfabético. Reparto de uniformes especiales. Nos dieron un equipo, luego otro y más tarde un tercero. Vaya, pensé, la cosa se pone seria. Y además nos entregaron un capote, un gorro, un colchón y una almohada: todo de invierno. Y eso que estábamos en verano; además, nos habían prometido soltarnos a los veinticinco días. «Pero ¿qué decís, estáis tontos? —se ríe el capitán que nos conduce—. ¡Veinticinco días! ¡Os vais a cascar aquí, en Chernóbil, medio año!». Nos quedamos atónitos. Estábamos furiosos.

Y, al instante, con el ánimo de convencernos, nos dicen lo siguiente: «A quien lo manden a más de veinte kilómetros, recibirá salario doble; a quien a diez, salario triple, y quien llegue hasta el reactor mismo, que multiplique por seis». Unos empezaron a calcular que en esos meses podían volver a casa en su propio coche; otros, en cambio, querían salir corriendo, pero la disciplina militar…

¿Qué era la radiación? Nadie había oído nada. Yo, en cambio, acababa de hacer unos cursos de defensa civil; allí nos dieron unos datos que tenían treinta años de antigüedad: 50 roentgen es una dosis mortal. Nos enseñaron cómo tumbarnos en el suelo para que la onda explosiva te pasara por encima sin tocarte. La irradiación, la onda térmica… Pero sobre que la contaminación radiactiva del medio ambiente era el factor más letal ni una palabra.

Tampoco los oficiales de carrera que nos llevaron a Chernóbil entendían demasiado del asunto. Solo sabían una cosa: había que tomar cuanto más vodka mejor, porque ayudaba contra la radiación.

Los seis días que pasamos cerca de Minsk, los seis, nos los pasamos bebiendo. Yo coleccionaba etiquetas de botellas. Primero bebíamos vodka, pero luego miré y vi que empezaban a correr unas bebidas muy raras: nitquinol y otros limpiacristales varios. Como químico, el experimento me resultaba interesante. Después del nitquinol se te quedan las piernas como de guata, pero la cabeza se mantiene clara. Te dan la orden: «¡En pie!», y en cambio te caes.

De modo que esta es la cosa: a mí, un ingeniero químico, a todo un doctor en ciencias químicas, me obligan a abandonar mi empleo de responsable de un laboratorio químico en un importante complejo industrial. ¿Y cómo me utilizan? Me dan una pala. Este sería prácticamente mi único instrumento. Aquí fue donde nació el aforismo: contra el átomo, la pala.

Teníamos elementos de protección: respiradores, máscaras antigás, pero nadie los usaba, porque el calor llegaba a los 30 grados. En cuanto te pusieras aquello te morías al instante. Firmamos haber recibido todo aquello como si se tratara de equipo suplementario, pero luego nos olvidamos de aquel material. Y otro detalle más. Cómo viajamos. De los autobuses subimos al tren: en el vagón había 45 asientos, y nosotros éramos setenta. Dormimos por turnos. No sé por qué me ha venido este recuerdo a la cabeza.

Y bien, ¿qué era todo esto de Chernóbil? Coches militares, soldados. Puestos de lavado. Una situación de guerra. Nos alojaron en tiendas de campaña, diez en cada una. Unos habían dejado en casa a sus hijos; otro a la mujer a punto de parir; otro que no tenía piso. Pero nadie se quejaba. Hay que hacerlo, pues se hace. La patria te llama; la patria te lo ordena. Así es nuestro pueblo.

Alrededor de las tiendas, montañas gigantes de latas de conserva. Montblanc enteros. En algún lugar tenía guardadas el ejército estas reservas de emergencia. A juzgar por las etiquetas se conservaban durante veinte, treinta años. Por si había guerra. Conservas de carne, de gachas… De pescado. Y manadas de gatos. Los había como moscas. Las aldeas habían sido evacuadas. Ni un alma. Oyes cómo una puerta chirría con el viento y te das la vuelta al instante esperando ver a una persona. Pero en lugar de un hombre, te sale un gato.

Retirábamos la capa superior de la tierra contaminada, la cargábamos en camiones que la transportaban a unas fosas comunes. Yo me creía que una fosa de estas era una complicada instalación técnica, resultó ser un simple hoyo que se convertiría en un túmulo. Arrancábamos la tierra y la enrollábamos en grandes rollos. Como una alfombra. Una capa de césped con las hierbas, las flores, las raíces… Con los escarabajos, las arañas, las lombrices… Un trabajo de locos. Porque es imposible despellejar toda la tierra, arrancar todo lo vivo. Si no hubiéramos bebido a muerte y cada noche, dudo que lo hubiéramos podido aguantar. Se nos habría ido el coco.

Centenares de kilómetros con la tierra arrancada, estéril. Las casas, los cobertizos, los árboles, las carreteras, las guarderías, los pozos se quedaban como desnudos. Entre la arena, la arena. Por las mañanas, cuando te ibas a afeitar, te daba miedo mirarte al espejo, verte la cara. Porque te venían a la cabeza las ideas más disparatadas. Todo género de ideas. Costaba imaginar que la gente pudiera volver a vivir allí de nuevo. Y sin embargo, nosotros cambiábamos los tejados, los lavábamos. Todo el mundo comprendía que nuestro esfuerzo era inútil. Miles de personas. Pero nos levantábamos por la mañana y vuelta a lo mismo.

Te encontrabas a un viejo analfabeto y te decía: «Dejad este trabajo, muchachos. Que esto es malo. Sentaos a la mesa. Venid a comer con nosotros».

Sopla el viento. Corren las nubes. El reactor sigue sin cubrirse. Quitamos una capa y, al cabo de una semana, de vuelta al mismo lugar; y puedes empezar de nuevo. Pero ya no había nada que arrancar. Solo arena que se deshace. Solo le vi sentido a una cosa: cuando desde los helicópteros lanzaban una mezcla especial para que se formara una película de polímero; aquello impedía que la tierra se moviera de lugar, pues el viento la levantaba con facilidad. Esto me resultó lógico. En cambio, nosotros seguimos cavando y cavando.

La población había sido evacuada pero en algunas aldeas aún quedaban viejos. Ya ves. ¡Qué ganas de entrar en una de esas casas y sentarte a la mesa! Más que nada por el propio ritual. Al menos media hora de una vida normal, una vida humana. Aunque no se podía comer nada. Estaba prohibido. Y, de todos modos, qué ganas te daban de sentarte a una mesa. En una vieja casa.

Detrás dejábamos solo los túmulos. Decían que, al parecer, los iban a cubrir después con planchas de hormigón y a rodear de alambre de espino. Allí dejábamos los volquetes, los todoterrenos, las grúas con las que habíamos trabajado, pues el metal tiene la propiedad de acumular, de absorber la radiación. Pero cuentan que todo esto desapareció luego en alguna parte. Que lo robaron. Y me lo creo, porque en nuestro país puede ocurrir cualquier cosa.

En una ocasión cundió la alarma: los dosimetristas comprobaron que nuestro comedor se había construido en una zona donde la radiación era mayor que la del lugar adonde íbamos a trabajar. Y nosotros que estábamos instalados allí desde hacía dos meses. Así es nuestra gente. Unos troncos y unas tablas clavadas a la altura del pecho. A esto le llamaban un comedor. Comíamos de pie. Nos lavábamos en un barreño. El váter era una larga zanja en medio del campo. Con una pala en las manos. Y a tu lado, el reactor.

Al cabo de dos meses ya empezamos a comprender algo. Y comenzaron a surgir las preguntas: «¿Qué pasa, o es que somos unos condenados a muerte? Nos hemos pasado aquí dos meses, y basta. Ya es hora de que nos sustituyan».

El general-mayor Antoshkin se reunió con nosotros para una charla y nos dijo con toda franqueza: «No nos sale a cuenta sustituiros. Os hemos dado un juego de ropa. Y otros dos más. Ahora ya os habéis acostumbrado a esto. Sustituiros nos saldría caro, y sería además complicado». Y hacía hincapié en que éramos unos héroes.

Un día a la semana, a los que habían trabajado bien con la pala, les entregaban un diploma de honor delante de la formación. Al mejor enterrador de la Unión Soviética. ¿No me dirá que no es una locura?

Las aldeas estaban vacías. Vivían allí las gallinas y los gatos. Entrabas en un cobertizo y estaba lleno de huevos. Los freíamos. Los soldados eran unos tipos valientes. Atrapaban una gallina. Encendían una hoguera. Y la botella de samogón.

Cada día en la tienda nos liquidábamos a coro una garrafa de tres litros de samogón. Unos jugaban al ajedrez, otros tocaban la guitarra. El hombre se acostumbra a todo. Uno se emborrachaba y se metía en la cama, y a otro le daba por ponerse a gritar. Por pelearse. Dos se subieron a un coche borrachos. Y se estrellaron. Los sacaron con un soplete de entre los hierros aplastados.

Yo me salvé porque escribía a casa largas cartas y llevaba un diario. El jefe de la sección política me pescó y quiso sonsacarme: «¿Dónde lo guardas? ¿Qué escribes?». Hasta convenció a un vecino para que me espiara. El hombre me avisó:

—¿Qué escribes?

—He escrito una tesis. Ahora trabajo en otra.

El tipo se echó a reír.

—Así se lo diré al coronel. Pero tú guarda bien esos papeles.

Eran buenos muchachos. Ya se lo he dicho, ni un quejica. Ni un cobarde. Créame: nadie nos vencerá nunca. ¡Nunca! Los oficiales no salían de las tiendas. Tumbados en zapatillas de casa. Y bebían. Pues bueno, ¡que les parta un rayo! En cambio, nosotros a cavar. Qué importa que les den más estrellas para sus galones. ¡Me importa un rábano! Ya ve, así es nuestra gente.

Los dosimetristas eran dioses. Todos intentaban hacer buenas migas con ellos.

—A ver, sé bueno y dime: ¿Cuánta radiación tengo?

Un muchacho emprendedor se las ingenió para agarrar un palo y atarle un alambre. Llama a una casa y empieza a pasar su palo por las paredes. Y la vieja que va tras él:

—Hijo mío, ¿qué es lo que tengo?

—Secreto militar, abuela.

—Dímelo, por Dios, hijo mío. Y te daré un vaso de samogón.

—Bueno, venga el vaso. —Se lo zampa y le dice—: Todo en orden, abuela.

Y a otra casa.

Hacia la mitad de nuestra estancia, por fin nos dieron dosímetros a todos, unas cajitas pequeñas y dentro un cristal. A algunos se les ocurrió una idea: por la mañana llevaban el dosímetro a la fosa y por la noche lo recogían. Cuanta más radiación tenías más pronto te daban un permiso. O te pagaban más. Algunos se los ataban a la bota —había allí una correa— para que estuvieran más cerca del suelo. ¡Un teatro del absurdo! ¡Un absurdo! Porque los aparatos esos no estaban cargados. Para que empezaran a contar, había que cargarlos con una dosis inicial de radiación. O sea que nos habían dado esos trastos, esos cachivaches, para distraer al personal. Psicoterapia. En realidad resultó ser un artilugio de silicio, un trasto que se había pasado tirado cincuenta años en los almacenes. Al final, en la cartilla militar nos apuntaron a todos la misma cantidad: multiplicaron la dosis media de radiación por los días de estancia. Y la dosis media la midieron en las tiendas de campaña donde vivíamos.

No sé si es un chiste o fue verdad. Llama un soldado a su novia. Ella está preocupada: «¿Qué haces allí?». Y el tipo decide echarse un farol: «Acabo de salir del reactor, me he lavado las manos». Y de pronto, unos pitidos. Se corta la comunicación. El KGB al aparato.

Dos horas para descansar. Te tumbas bajo un arbusto y ves que las guindas están maduras. Son grandes, dulces; las frotas con la mano y a la boca. Y moras; era la primera vez que veía una morera.

Cuando no había trabajo, nos hacían desfilar. Por un territorio contaminado. ¡Un absurdo! Por las noches mirábamos películas. Indias. De amor. Hasta las dos o las tres de la madrugada. Entonces, el cocinero se quedaba al día siguiente dormido, y la comida se quedaba cruda.

Nos traían la prensa. En ella escribían que éramos unos héroes. Voluntarios. ¡Herederos de Pável Korchaguin[45]! Se publicaban fotografías. Qué daría por encontrarme con aquel fotógrafo.

No lejos se habían instalado unas unidades internacionales. Tártaros de Kazán. Vi uno de sus juicios de honor. Hicieron pasar a un soldado ante la formación, si se paraba o se apartaba a un lado, le sacudían. A patadas. Era un tipo que entraba en las casas y las limpiaba. Le encontraron una bolsa con trastos. Los lituanos se instalaron aparte. Al cabo de un mes se amotinaron y exigieron que los mandaran de vuelta a casa.

Una vez realizamos una misión especial: nos ordenaron que laváramos urgentemente una casa en una aldea vacía. ¡Absurdo!

—¿Para qué?

—Mañana se va a celebrar en ella una boda.

Rociamos con mangueras el tejado, los árboles, escarbamos la tierra. Segamos las plantas de patata, toda la huerta, la hierba del patio. Dejamos todo aquello hecho un erial.

Al día siguiente trajeron a los novios. Se presentó un autobús lleno de invitados. Con música. Un novio y una novia de verdad, no de película. Entonces ya vivían en otro lugar, se habían mudado, pero los convencieron de que vinieran aquí para filmar la escena para la posteridad. La propaganda funcionaba. La fábrica de sueños defendía nuestros mitos: podemos sobrevivir en cualquier lugar, hasta en una tierra muerta.

Justo antes de partir, el comandante me mandó llamar:

—¿Qué has estado escribiendo?

—Cartas a mi mujer —le contesté. A lo que le siguió la frase:

—Pues al llegar a casa, ándate con cuidado.

¿Qué me ha quedado en el recuerdo de aquellos días? Cómo cavábamos. Y cavábamos. En alguna parte del diario tengo escrito qué es lo que comprendí allí. En los primeros días. Comprendí lo fácil que es convertirte en tierra.

IVÁN NIKOLÁ YEVICH ZHMÍJOV, ingeniero químico

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