Voces de Chernóbil

Voces de Chernóbil


Tercera parte. La admiración de la tristeza » Monólogo acerca de los símbolos y los secretos de un gran país

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MONÓLOGO ACERCA DE LOS SÍMBOLOS Y LOS SECRETOS DE UN GRAN PAÍS

Lo recuerdo como si fuera la guerra. Ya hacia finales de mayo, algo así como un mes después del accidente, nos empezaron a llegar para su examen productos de la zona, del área de los 30 kilómetros. El instituto trabajaba las veinticuatro horas. Como un organismo militar. En toda la república, en aquel momento, solo nosotros disponíamos de profesionales y de los aparatos necesarios. Nos traían las vísceras de animales domésticos y salvajes. Comprobábamos la leche. Después de las primeras pruebas, quedó bien claro que lo que nos llegaba no era carne sino residuos radiactivos.

En la zona pastaban rebaños por el sistema de turnos de guardia. Los pastores realizaban su turno y se marchaban; las ordeñadoras solo iban a la zona para ordeñar las vacas. Las fábricas lecheras cumplían sus planes de producción. Comprobamos la leche. No era leche, sino residuos radiactivos. Lo mismo pasaba tanto con la leche en polvo como con la condensada y la concentrada. Durante mucho tiempo presentamos en las clases a la fábrica de leche Rogachov como una muestra arquetípica. Y mientras tanto su leche se vendía en las tiendas. En todos los tenderetes de comestibles. Cuando la gente veía en las etiquetas que la leche era de Rogachov, no la compraba; entonces la retiraban del mercado, pero de pronto aparecían unos botes sin etiqueta. No creo que la causa fuera la falta de papel. Se engañaba a la gente. Y la engañaba el Estado.

Toda la información se convertía en un secreto guardado bajo siete sellos, para «no provocar el pánico». Y esto durante las primeras semanas. Justamente los días en que los elementos de corta vida emitían su mayor radiación, y todo «irradiaba». Escribíamos notas de servicio sin parar. Sin parar. No hablar abiertamente de los resultados. Te privaban de tu título y hasta del carné del Partido. [Empieza a ponerse nervioso]. Pero no era el miedo… El miedo no era la razón, aunque influía, claro. Sino el que éramos hombres de nuestro tiempo, de nuestro país soviético. Creíamos en él; toda la cuestión está en la fe. En nuestra fe. [Enciende un cigarrillo de los nervios]. Créame, no era por el miedo. No era solo por el miedo. Se lo digo con toda honradez. Para respetarme a mí mismo, he de ser ahora honesto. Quiero.

En nuestra primera expedición a la zona se comprobó que, en el bosque, el umbral era de cinco a seis veces superior que en el campo abierto y en la carretera. Trabajaban los tractores. Los campesinos cultivaban sus huertos. En algunas aldeas medimos la tiroides a niños y mayores. Resultado: cien, doscientas, trescientas veces por encima de las dosis tolerables.

En nuestro grupo había una mujer. Una radióloga. Le dio un ataque de histeria al ver que los niños jugaban en la arena. Echaban barquitos a navegar en los charcos.

Las tiendas seguían abiertas y, como de costumbre en nuestras tierras, las manufacturas y los alimentos se presentaban todos juntos; trajes, vestidos y, al lado, salchichas, margarina. Estaban ahí al alcance de todos, a la intemperie, ni siquiera cubiertos con un plástico. Tomamos un salchichón, un huevo… Los pasamos por los rayos X: no eran alimentos, sino residuos radiactivos.

Veías a una mujer joven sentada en un banco junto a su casa, dándole el pecho a su hijo. Comprobamos la leche del pecho: es radiactiva. ¡La Virgen de Chernóbil!…

Y a nuestra pregunta: «¿Qué se puede hacer?», nos respondían: «Hagan sus mediciones y miren la tele». Por la tele aparecía Gorbachov calmando los ánimos: «Se han tomado medidas urgentes». Yo le creía. Yo, un ingeniero, con veinte años de experiencia, buen conocedor de las leyes de la física. Porque lo que soy yo, sí sabía que de aquella zona se debía sacar a todo ser vivo. Al menos por un tiempo. Y, no obstante, realizábamos a conciencia nuestras mediciones y luego mirábamos la tele.

Nos hemos acostumbrado a creer. Yo soy de la generación de la posguerra y estoy educado en esta creencia. ¿De dónde viene esta fe? Habíamos salido victoriosos de una guerra monstruosa. Entonces, todo el mundo se postraba ante nosotros. ¡Eso sí que era! En la cordillera de los Andes, sobre las rocas esculpían: «¡Stalin!». ¿Qué era eso? Un símbolo. El símbolo de un gran país.

Respecto a su pregunta sobre por qué, a pesar de saber lo que ocurría, callábamos. ¿Por qué no salimos a la calle, por qué no alzamos la voz? Hacíamos informes, preparábamos documentos explicativos. Pero callábamos y nos sometíamos sin rechistar a las órdenes, por disciplina de partido. Soy comunista. No recuerdo que ninguno de nuestros trabajadores se negara a viajar a la zona. Y lo hacían no por miedo a que los expulsaran del Partido, sino por sus convicciones.

Ante todo estaba la certeza de que vivíamos en un mundo hermoso y justo, y de que el hombre estaba por encima de todo, pues representaba la medida de todas las cosas. Para muchos, el hundimiento de estas convicciones acabó con un infarto o un suicidio. Una bala en el corazón, como el académico Legásov. Porque, cuando pierdes la fe, cuando te quedas sin convicciones, ya no eres un participante, sino un cómplice, y para ti ya no hay perdón. Así lo entiendo yo.

Mire, un signo de… En cada central nuclear de la antigua Unión Soviética se guardaba en una caja fuerte el plan de emergencia en caso de avería. Un plan tipo. Secreto. Sin disponer de un plan como aquel no se podía obtener el permiso para poner en marcha la central. Mucho antes del accidente, este plan se elaboró justamente sobre la base de la central de Chernóbil. ¿Qué se debía hacer y cómo? ¿Quién respondía de cada cosa? ¿Dónde se encontraba esto y aquello? Estaba todo, hasta el menor de los detalles. Y de pronto, allí, en aquella central, se produce un accidente. ¿Qué es esto, una coincidencia? ¿Un suceso místico? Si yo fuera creyente.

Cuando quieres encontrar sentido a algo, notas que te conviertes en una persona religiosa. Yo, en cambio, soy ingeniero. Soy persona de otras convicciones. Y me rijo por otros símbolos.

MARAT FILÍPOVICH KOJÁNOV, exingeniero jefe del Instituto de Energía Nuclear de la Academia de Ciencias de Belarús

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