Voces de Chernóbil

Voces de Chernóbil


Tercera parte. La admiración de la tristeza » Monólogo acerca de la física, de la que todos estuvimos enamorados

Página 38 de 53

MONÓLOGO ACERCA DE LA FÍSICA, DE LA QUE TODOS ESTUVIMOS ENAMORADOS

Yo soy la persona que usted necesita. No se ha equivocado usted. De joven tenía la costumbre de apuntarlo todo. Por ejemplo, cuando murió Stalin: qué pasaba en las calles, qué se escribía en los periódicos. Y sobre Chernóbil también lo apunté todo desde el primer día; sabía que pasaría el tiempo y muchas cosas se olvidarían, desaparecerían para siempre, como ha sucedido. Mis amigos, que se encontraron en el centro de los acontecimientos, físicos nucleares, se han olvidado de lo que sintieron entonces, de qué hablaban conmigo. Yo en cambio lo tengo todo apuntado.

Aquel día… Yo era director de un laboratorio del Instituto de Energía Nuclear de la Academia de Ciencias de Belarús. Aquel día llegué al trabajo. Nuestro centro está en las afueras de la ciudad, en el bosque. ¡Hacía un tiempo magnífico! Era primavera. Abrí la ventana. El aire era limpio, fresco. Me extrañó una cosa: ¿Por qué no se acercaban los herrerillos, a los que yo había dado de comer durante el invierno colgando tras la ventana trocitos de salchichón? ¿Habrían encontrado un manjar mejor?

Pero en aquel momento en el reactor de nuestro instituto cundió el pánico: los aparatos de dosimetría mostraban un crecimiento de la actividad; la radiación en los filtros de depuración del aire aumentó doscientas veces. La potencia de la dosis junto a la entrada era de cerca de tres milirroentgen a la hora. Estaba pasando algo muy serio. Este grado de radiación se considera la máxima permitida en locales peligrosos durante un tiempo de trabajo no superior a las seis horas. La primera hipótesis: en la zona activa se había deshermetizado la envoltura de los elementos refrigeradores. Lo comprobaron: todo estaba en orden. ¿A lo mejor es que habían transportado un contenedor del laboratorio de radioquímica y le habían dado tal trastazo por el camino que habían dañado su envoltura interna y habían contaminado el territorio? ¡Prueba ahora a limpiar la mancha dejada en el asfalto! ¿Qué habría pasado? Y por si fuera poco, por los altavoces anunciaron: «Se recomienda al personal que no salga del edificio». Entre los edificios, todo quedó desierto. Daba no sé qué. Era algo inusual.

Los dosimetristas comprueban mi despacho: «arde» la mesa, «arde» mi ropa, «arden» las paredes. Me levanto de la silla, no tengo ganas de quedarme allí sentado. Me lavo la cabeza en el lavabo. Miro el dosímetro: el efecto está a la vista. ¿Será posible que, a pesar de todo, venga de aquí? ¡Un accidente en nuestro instituto! ¿Una fuga? ¿Cómo desactivar ahora los autobuses que nos llevan a la ciudad? ¿Y al personal? Habría que estrujarse los sesos. Yo me sentía muy orgulloso de nuestro reactor; lo había estudiado hasta el milímetro.

Llamamos a la Central Atómica de Ignalinsk, que está al lado. También sus aparatos se han desmadrado. Y ha cundido también el pánico. Llamamos a Chernóbil. En la central no responde ni un teléfono. Hacia el mediodía, la cosa está clara. Sobre todo Minsk se cierne una nube radiactiva. Establecimos que la actividad era yódica. Es decir, la avería se había producido en algún reactor.

La primera reacción fue llamar a mi mujer a casa y avisarla. Pero todos nuestros teléfonos del instituto están pinchados. ¡Oh, este eterno miedo! Un miedo que te han metido durante decenios. Aunque esta gente de allí aún no sabe nada. Mi hija se va a pasear con sus amigas por la ciudad después de sus clases en el conservatorio. Comen helados. ¿Llamar? Sin embargo, puedo tener problemas. No me permitirán trabajar en proyectos secretos. De todos modos, no lo soporto y levanto el auricular.

—Escúchame con atención.

—¿De qué me hablas? —me preguntó en voz alta mi mujer.

—Más bajo. Cierra las ventanas; mete todos los alimentos en bolsas de plástico. Ponte guantes de goma y pásale un trapo húmedo a todo lo que puedas. El trapo también lo metes en una bolsa y lo tiras cuanto más lejos mejor. La ropa tendida, ponla de nuevo a lavar. No compres más pan. Y nada de pastelillos en la calle.

—¿Qué os ha pasado?

—Más bajo. Disuelve dos gotas de yodo en un vaso de agua. Lávate la cabeza.

—¿Qué?

Pero yo no la dejo acabar y cuelgo. Ya se hará cargo; también ella trabaja en nuestro instituto.

A las quince horas y treinta minutos, el asunto se aclaró: un accidente en el reactor de Chernóbil.

Por la tarde regresamos a Minsk en el autobús del trabajo. Durante la media hora del viaje permanecemos callados o hablamos de otros asuntos. Tememos comentar en voz alta con los amigos lo sucedido. Todos llevamos el carné del Partido en el bolsillo.

Delante de la puerta de casa había un trapo mojado. O sea que mi mujer lo había entendido todo. Entro en el recibidor, me quito el traje, la camisa, hasta quedarme en calzoncillos. De pronto me invade la rabia. ¡Al diablo con el secretismo! ¡Maldito miedo! Tomo el listín de teléfonos. Las agendas telefónicas de mi hija, de mi mujer. Y me pongo a llamar a todo el mundo.

Digo que trabajo en el Instituto de Energía Nuclear, que sobre Minsk se alza una nube radiactiva. Y seguidamente enumero qué es lo que hay que hacer: lavarse la cabeza con jabón de cocina, cerrar las ventanas… Cada tres o cuatro horas frotar el suelo con un trapo mojado. Sacar la ropa húmeda de los balcones y volverla a lavar. Tomar yodo. Cómo tomarlo correctamente. La reacción de la gente era de agradecimiento. Ni preguntas, ni expresiones de miedo. Tengo la impresión de que no me creían o no estaban en condiciones de hacerse cargo de la inmensidad del suceso. Nadie se asustó. Una reacción asombrosa. ¡Asombrosa!

Por la noche me llama un amigo. Un físico nuclear, doctor él. ¡Con qué despreocupación! ¡Qué crédulos éramos! Uno solo lo comprende ahora. El amigo me llama y, como si tal cosa, me dice que durante las fiestas de mayo tiene intención de visitar a los padres de su mujer, que viven en la región de Gómel, ¡una zona que se encuentra a un paso de Chernóbil! Que iría con sus hijos pequeños. «¡Una decisión genial! —grité—. ¡Te has vuelto loco!». Eso, sobre nuestro profesionalismo. Sobre nuestra fe. Cómo le grité. Y él seguramente ni se acuerda de que aquel día salvé a sus hijos. [Después de darse un respiro].

Nosotros. Me refiero a todos nosotros. No hemos olvidado Chernóbil; sencillamente no lo hemos comprendido. ¿Qué podían entender los salvajes de los relámpagos?

En el ensayo de Alés Adamóvich está su conversación con Andréi Sájarov sobre la bomba atómica. «¿Sabe usted lo bien que huele después de una explosión nuclear? Huele a ozono», comentaba el académico, el «padre» de la bomba de hidrógeno. Unas palabras llenas de romanticismo. Para mí. Para mi generación.

Perdóneme, por su cara veo la reacción. A usted esto le parece un gesto de admiración ante una pesadilla cósmica. Y no ante el genio humano. Pero esto lo pienso ahora, ahora que la física nuclear se ha cubierto de vergüenza y de oprobio. En cambio, mi generación…

En el 45, cuando hicieron explotar la bomba atómica, yo tenía diecisiete años. Me encantaba la ciencia ficción, soñaba con volar a otros planetas, y creía que la energía nuclear nos lanzaría al cosmos. Ingresé en el Instituto de Energía de Moscú y allí me enteré de que existía una facultad ultrasecreta, la de física energética. Eran los años cincuenta, sesenta. Los físicos nucleares. La élite. Qué entusiasmo ante el futuro. Los humanitarios al desván.

En la moneda de tres cópecs, decía nuestro maestro en la escuela, había tanta energía que con ella podía funcionar una central eléctrica. ¡Se le cortaba a uno el aliento!

Me tragué el libro del estadounidense Smith, que contaba cómo se inventó la bomba atómica, cómo se realizaron los experimentos, los detalles de la explosión. En nuestro país todo estaba bajo secreto.

Yo leía. Mi imaginación volaba.

Se había hecho la película sobre los científicos atómicos soviéticos, Nueve días de un año, y la había visto todo el país.

Los altos sueldos, el secretismo, todo eso le añadía romanticismo. ¡El culto a la física! ¡La era de la física!

Incluso cuando Chernóbil voló por los aires, qué lentamente nos desprendíamos de este culto. Cuando llamaron a los científicos, estos llegaron al reactor en un vuelo especial, pero muchos de ellos no se llevaron consigo ni siquiera la máquina de afeitar; se creían que era algo de pocas horas. De tan solo unas cuantas horas. Aunque se les había informado que en la central nuclear se había producido una explosión. Pero ellos tenían tanta fe en su física; todos ellos pertenecían a la generación que compartía esta fe.

La era de la física se acabó en Chernóbil.

Ahora ya miran ustedes al mundo de otra manera. Hace poco me he encontrado con esta reflexión de mi filósofo preferido, Konstantín Leóntiev[54]: las consecuencias de la depravación físico-química algún día obligarán a una inteligencia cósmica a intervenir en nuestros asuntos terrestres. En cambio, nosotros, que hemos sido educados en la época de Stalin, no podíamos tolerar la idea de la existencia de unos poderes sobrenaturales. De mundos paralelos. La Biblia la leí más tarde.

Hasta me casé con la misma mujer dos veces. La dejé y volví con ella. Nos encontramos de nuevo en este mundo. ¿Quién me puede explicar este milagro? ¡La vida es algo asombroso! ¡Es un misterio! Ahora creo… ¿En qué creo? En que el mundo tridimensional ya se ha quedado demasiado estrecho para el hombre actual. ¿Por qué despierta hoy tanto interés la otra realidad? Los nuevos conocimientos. El hombre se desprende de la Tierra. Opera con otras categorías de tiempo, se remite no solo a la Tierra, sino a otros mundos. El Apocalipsis. El invierno nuclear.

En el arte occidental, todo esto ya se ha escrito. Lo han pintado. Lo han filmado. Los occidentales se preparaban para el futuro. La explosión de grandes cantidades de armas nucleares dará lugar a colosales incendios. La atmósfera se saturará de humo. Los rayos solares no podrán alcanzar la Tierra, y se producirá una reacción en cadena: frío, más frío y aún más frío.

Esta versión mundana sobre el «fin del mundo» se ha estado introduciendo desde la época de la revolución industrial del siglo XVIII. Pero las bombas atómicas no desaparecerán ni siquiera cuando se destruya la última ojiva nuclear. Quedarán los conocimientos.

Usted calla. Yo, en cambio, no paro de discutir con usted. Es una disputa entre generaciones. ¿Lo ve? La historia del átomo no es solo un secreto militar, un enigma o una maldición. Es nuestra juventud, nuestro tiempo. Nuestra religión. Pero ¿y ahora?

Ahora a mí también me parece que son otros quienes gobiernan el mundo, que nosotros, con todas nuestras armas y con nuestras naves cósmicas, somos como niños. Pero aún no estoy convencido del todo de ello. No estoy seguro.

¡Qué cosa más sorprendente la vida! He amado la física y antes pensaba: nunca me dedicaré a otra cosa que no sea la física; ahora, sin embargo, quiero escribir. Por ejemplo, sobre que el hombre no le sirve a la ciencia, el hombre de carne y hueso, me refiero; que el hombre es para ella una molestia. El pequeño hombre con sus pequeños problemas. Otro ejemplo, quiero escribir sobre cómo unos cuantos físicos podrían cambiar el mundo entero. Sobre la nueva dictadura. La dictadura de la física y de las matemáticas. Se me ha abierto una nueva vida.

Antes de la operación, yo ya sabía que tenía cáncer. Pensaba que solo me quedaban pocos días de vida, y me resultaba terriblemente odiosa la idea de que me iba a morir. Y, de pronto, me empecé a fijar en cada hoja, en los colores brillantes de las flores, en la claridad del cielo, en el asfalto, de un gris cegador, veo las grietas que tiene y, entre ellas, cómo corren las hormigas. No, me digo, no las tengo que pisar. Me dan pena. ¿Por qué tienen que morir? Del olor del bosque me daba vueltas la cabeza. Percibía el olor con más fuerza que los colores. Los vaporosos abedules. Los pesados abetos. ¿Y todo esto lo dejaré de ver? ¡Siquiera un segundo, un minuto más, vivir algo más!

¿Para qué me he pasado tanto tiempo, horas enteras, días, delante del televisor, entre montones de periódicos? Lo principal es la vida y la muerte.

No existe nada más. No hay nada más que colocar en la balanza. He comprendido que solo tiene sentido el tiempo vivido. Nuestro tiempo vivido.

VALENTÍN ALEXÉYEVICH BORISÉVICH, exdirector del laboratorio del Instituto de Energía Nuclear de la Academia de Ciencias de Belarús

Ir a la siguiente página

Report Page