Voces de Chernóbil
Tercera parte. La admiración de la tristeza » Monólogo acerca de lo que está más allá de Kolimá, de Auschwitz y del holocausto
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MONÓLOGO ACERCA DE LO QUE ESTÁ MÁS ALLÁ DE KOLIMÁ, DE AUSCHWITZ Y DEL HOLOCAUSTO
He de contárselo todo a alguien. Los sentimientos me desbordan. Los primeros días. Las sensaciones se mezclaban. Recuerdo las sensaciones más poderosas: el miedo y la humillación. Había sucedido todo aquello y no había información alguna: las autoridades callaban, los médicos no decían nada. Ninguna respuesta. En el distrito esperaban órdenes de la región; en la región, de Minsk, y en Minsk, de Moscú. Una interminable cadena. Cuando la realidad es que nos encontrábamos indefensos. Esta era la sensación principal aquellos días. Allá a lo lejos se encontraba Gorbachov. Y unas cuantas personas más. Dos o tres hombres decidían nuestra suerte. Decidían por todos. La suerte de millones de personas. Del mismo modo que también otro puñado de hombres podía matarnos. No unos maníacos ni unos criminales con un plan terrorista en mente, sino los más corrientes operadores de guardia de la central nuclear. Seguramente unos buenos muchachos.
Cuando comprendí esto experimenté una fuerte conmoción. Yo misma descubrí algo. Comprendí que Chernóbil se hallaba más allá de Kolimá, de Auschwitz. Y del Holocausto. ¿Me expreso con claridad? El hombre armado de un hacha y un arco, o con los lanzagranadas y las cámaras de gas, no había podido matar a todo el mundo. Pero el hombre con el átomo… En esta ocasión toda la Tierra está en peligro.
Yo no soy una filósofa y no me voy a poner a filosofar. Mejor le cuento lo que recuerdo.
Recuerdo el pánico de los primeros días: unos salían corriendo a la farmacia y se llevaban el yodo; otros habían dejado de ir al mercado, de comprar allí la leche, la carne, especialmente la de vaca. En nuestra familia, aquellos días hacíamos lo posible por no economizar, comprábamos el salchichón más caro, confiando que estaría hecho de una carne buena. Pero al poco nos enteramos de que era justamente en el caro donde añadían la carne contaminada; al parecer, con el argumento de que lo compraban menos y de que lo comía menos gente. Nos encontramos indefensos. Aunque esto, como es natural, usted ya lo sabe. Quiero contarle otra cosa. Sobre nosotros, sobre que la nuestra fue una generación soviética.
Mis amigos son médicos, maestros. La intelectualidad local. Teníamos nuestro grupo. Un día nos reunimos en mi casa. A tomar café. Con dos amigas íntimas; una de ellas era médico. Las dos tenían niños pequeños.
La primera comentó:
—Mañana voy a ir a ver a mis padres. Me llevaré a los niños. Si de pronto enferman, no me lo perdonaría el resto de mi vida.
La otra:
—En los periódicos dicen que dentro de unos cuantos días la situación volverá a la normalidad. Han mandado a las tropas. Helicópteros, carros blindados. Lo han dicho por la radio.
La primera:
—Pues a ti también te lo recomiendo: ¡llévate a los niños! ¡Sácalos de aquí! ¡Escóndelos! Ha sucedido algo peor que una guerra. ¡Ni siquiera podemos imaginarnos lo que ha pasado!
De pronto, las dos levantaron la voz y la cosa acabó en pelea. Acusándose mutuamente:
—¿Dónde está tu instinto maternal? ¡Una fanática es lo que eres!
—¡Y tú una traidora! ¿Qué sería de nosotros si el resto de la gente actuara como tú? ¿Hubiéramos ganado la guerra?
Discutían dos mujeres jóvenes, atractivas, que adoraban a sus hijos. Algo parecía volverse a repetir. Una partitura conocida.
Y todos los que estábamos allí, incluida yo, teníamos la sensación de que mi amiga nos contagiaba su alarma. Nos privaba del equilibrio. De la confianza hacia todo aquello en que estábamos acostumbrados a confiar. Había que esperar, hasta que dijeran algo. Hasta que anunciasen algo. Pero ella era médico y sabía más: «¡No sois capaces de proteger a vuestros propios hijos! ¿Que nadie os amenaza? Entonces ¿por qué tenéis miedo?».
Cómo la odiamos en aquel momento. Nos había estropeado la velada. ¿Me explico con claridad? No solo nos engañaban las autoridades, tampoco nosotros queríamos saber la verdad. En algún lugar… En lo más hondo de nuestro subconsciente… Ahora, claro está, no queremos reconocerlo, nos resulta más agradable reñir a Gorbachov. Echar la culpa a los comunistas. Ellos son los culpables, y nosotros, los buenos. Las víctimas.
Aquella mujer se marchó al día siguiente. Nosotros, en cambio, vestimos de gala a nuestros hijos y los llevamos a la manifestación del Primero de Mayo. Tanto podíamos haber ido como no. En nuestra mano estaba el elegir. Nadie nos obligaba, nadie nos lo exigía. Pero nosotros creímos que era nuestro deber. ¡Cómo iba a ser de otro modo! En aquellos tiempos, para aquella fiesta, todos teníamos que estar juntos. Salimos a la calle, con la muchedumbre.
En la tribuna se encontraban todos los secretarios del Comité de Distrito, y junto al primer secretario, su hija pequeña; la colocaron en un lugar bien visible. La niña llevaba una capa con capucha, aunque brillaba el sol; y el padre, capote militar de campaña. Pero allí estaban. Eso lo recuerdo.
No solo se ha «contaminado» nuestra tierra, sino también nuestra conciencia. Y también por muchos años.
En estos años he cambiado más que en toda mi vida anterior, en cuarenta años. He pensado mucho.
Estamos encerrados en la zona. En una trampa. Vivimos en un gulag, en el gulag de Chernóbil. Trabajo en una biblioteca infantil. Los niños esperaban que les dijéramos algo. Chernóbil está en todas partes, en todo lo que nos rodea, y no tenemos elección: hemos de aprender a vivir con él. Ocurre sobre todo con los escolares de los cursos superiores: tienen preguntas. Dígannos cómo… ¿Dónde enterarnos de todo esto? ¿Qué leer? No hay libros. Películas. Ni siquiera cuentos. Mitos.
Yo enseñaba con el amor y quería vencer con el amor. Estaba delante de los niños y les decía: «Amo nuestro pueblo, amo nuestros ríos, nuestros bosques… que son los más… los más… No hay nada mejor para mí». Y no los engañaba. Les enseñaba con el amor. ¿Me explico con claridad?
Me estorba mi experiencia de maestra. Siempre hablo y escribo en un tono algo elevado, con una emoción hoy algo pasada de moda. Pero contestaré a su pregunta: ¿Por qué nos vemos impotentes? Yo me siento impotente. Había una cultura antes de Chernóbil, pero no existe una cultura después de Chernóbil. Vivimos inmersos en las ideas de la guerra, del hundimiento del socialismo y de un futuro indefinido. Nos faltan nuevas ideas, nuevos objetivos y pensamientos. ¿Dónde están nuestros escritores, nuestros filósofos? ¿Por qué callan? Y ya no digo nada sobre que nuestra intelectualidad, los hombres que más han esperado la libertad y que más han hecho para que llegara la libertad, hoy se hayan visto abandonados, arrojados a la cuneta. Una gente empobrecida y humillada. De pronto hemos descubierto que no somos necesarios. Que no hacemos ninguna falta. Yo ni siquiera me puedo comprar los libros más imprescindibles. Cuando los libros son mi vida. Yo necesito… Necesitamos más que nunca nuevos libros, porque a nuestro alrededor nace una vida nueva. Pero nosotros somos en esta vida una gente extraña. Y no hay modo de resignarse a ello. No me abandona nunca la pregunta: ¿Por qué? ¿Quién va a hacer nuestro trabajo? El televisor no va a educar a los niños, quienes deben educar a los niños son los maestros. Pero este es ya otro tema.
He recordado… Para recobrar la verdad de aquellos días y de nuestros sentimientos. Para no olvidar cómo hemos cambiado. Y nuestra vida.
LIUDMILA DMÍTRIEVNA POLÉNSKAYA, maestra rural