Voces de Chernóbil

Voces de Chernóbil


Tercera parte. La admiración de la tristeza » Monólogo acerca de las eternas y malditas preguntas: ¿Qué hacer? Y ¿Quién tiene la culpa?

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MONÓLOGO ACERCA DE LAS ETERNAS Y MALDITAS PREGUNTAS: ¿QUÉ HACER? Y ¿QUIÉN TIENE LA CULPA?

Yo soy un hombre de mi tiempo, soy un comunista convencido. Nos dejan hablar. Está de moda. Está de moda reñir a los comunistas. Ahora somos unos enemigos del pueblo, somos todos unos criminales. Ahora somos responsables de todo, hasta de las leyes de la física. Por entonces yo era el primer secretario del Comité Regional del Partido.

Los periódicos escriben. Son ellos, los comunistas, escriben, los que tienen la culpa: han construido unas centrales nucleares defectuosas, baratas; querían ahorrar, pero no han tenido en cuenta las vidas humanas. No pensaban en las personas; los hombres eran para ellos polvo, el estiércol de la historia. ¡A por ellos! Quieren ver rodar cabezas. Pan y circo.

Otros callan, pero yo hablaré. Escriben ustedes… Bueno, no usted en concreto, sino los periódicos: los comunistas engañaban al pueblo, le ocultaban la verdad. Cuando lo cierto es que nosotros debíamos… Recibíamos telegramas del Comité Central, del Comité Regional del Partido. Se nos planteó la siguiente tarea: no permitir que cundiera el pánico. Y el pánico, en efecto, es algo terrible. Solo durante la guerra se siguieron con el mismo interés los partes del frente como entonces se seguían las noticias de Chernóbil. El miedo. Los rumores. La gente se sentía morir no por la radiación, sino por el propio suceso.

Nosotros debíamos… Nuestro deber era… No se puede decir que desde un primer momento se ocultara todo, porque al principio nadie se hacía cargo de las proporciones de lo sucedido. Nos regíamos por las consideraciones políticas más elevadas. Pero si dejamos a un lado las emociones, si nos olvidamos de la política…

Hay que reconocer que nadie se creía lo que había sucedido. ¡Ni los científicos se lo podían creer! Nunca hubo un caso similar. No solo en nuestro país, sino en todo el mundo.

Allí, los científicos, sobre el terreno, en la misma central, estudiaban la situación y al instante tomaban las decisiones. Hace poco he visto el programa «El momento de la verdad» con Alexandr Yákovlev, miembro del Politburó, el principal ideólogo del Partido entonces. Junto a Gorbachov. ¿Y qué recordaba? Tampoco ellos, allí arriba, se imaginaban todo el panorama.

En una sesión del Politburó, uno de los generales explicaba así las cosas: «¿Y qué, la radiación? En el polígono de pruebas… Después de una explosión atómica… Por la noche nos tomábamos una botella de vino tinto cada uno. Y como si nada». Hablaban de Chernóbil como de un accidente, como si se tratara de un accidente común y corriente.

Pero si yo entonces hubiera anunciado que la gente no puede salir a la calle… ¿Qué te pasa?, te hubieran dicho, ¿o lo que pretendes es sabotearnos la fiesta del Primero de Mayo? Te hubieran abierto un expediente. Y fuera del Partido. [Se calma un poco].

No es un chiste, sino, creo yo, un hecho real. Sucedió. Cuentan que el presidente de la Comisión Gubernamental, Sherbina, al llegar a la central, eso era a los pocos días después de la explosión, exigió que lo llevaran directamente al lugar del suceso. Le explicaron que había restos de grafito por todas partes, unos campos de radiación terribles, temperaturas altísimas, que allá no se podía ir. «¿De qué física me hablan? He de verlo todo con mis propios ojos —gritaba a sus subordinados—. Esta misma noche he de informar al Politburó». Un estereotipo militar de comportamiento. Tampoco conocían otro. No comprendían que la física era algo que realmente existía. Que había una cosa llamada reacción en cadena. Y que no había orden ni disposición gubernamental que pudiera cambiar esta física. El mundo se fundamenta en ella y no en las ideas de Marx.

Pero si entonces hubiera dicho eso… ¿A ver quién se hubiera atrevido a suspender la manifestación del Primero de Mayo? [De nuevo empieza a acalorarse]. En los periódicos escriben… ¡Como si la gente estuviera en la calle y nosotros anduviéramos metidos en los búnkeres subterráneos! ¡Yo me subí a la tribuna, dos horas estuve bajo aquel sol… sin gorro, sin impermeable. Y el Nueve de Mayo, el Día de la Victoria… Desfilé con los veteranos. Sonaba el acordeón. Bailábamos, bebíamos!

Todos éramos parte de este sistema. ¡Creíamos! ¡Creíamos en unos grandes ideales! ¡En nuestra victoria! ¡Venceremos a Chernóbil! ¡Si nos lo proponemos, venceremos! Leíamos con entusiasmo lo que se contaba sobre la lucha heroica por dominar el reactor, que había escapado al control de los hombres. Llevábamos a cabo charlas políticas.

¿Se imagina usted nuestra gente sin una idea? ¿Sin un gran sueño? Esto también da pavor. Ya ve lo que está pasando ahora. Todo se derrumba. El vacío de poder. El capitalismo salvaje. Sin embargo… Stalin… El archipiélago gulag…

¡Pero qué películas las de entonces! ¡Qué canciones más alegres! Y dígame, ¿por qué? Deme una respuesta. Piense un poco y respóndame. ¿Por qué ahora no se hacen películas como aquellas? ¿Ni canciones?

Hay que elevar las aspiraciones del hombre, llenarlo de inspiración. Hacen falta ideales. Entonces habrá un Estado poderoso. Las salchichas no pueden ser un ideal; una nevera llena no es un ideal. Ni un Mercedes es un ideal. ¡Hacen falta ideales luminosos! Entonces los teníamos.

En los periódicos… Por la radio, por la televisión no paraban de gritar: «¡Queremos la verdad, la verdad!». En los mítines: «¡La verdad!». Las cosas están mal, muy mal. ¡Muy mal! ¡Pronto moriremos todos! ¡Desaparece una nación!

¿A quién le hacía falta esta verdad? Cuando en la Convención irrumpieron las masas exigiendo la ejecución de Robespierre, ¿acaso tenían razón? Someterse a la masas, convertirse en masa. No debíamos permitir que cundiera el pánico. Mi trabajo… Mi deber era… [Calla].

Si soy un criminal, ¿por qué, entonces, mi nieta…, sangre de mi sangre…, también está enferma? Mi hija dio a luz aquella primavera, nos la trajo a casa, a Slávgorod, envuelta en pañales. En el cochecito. Llegó pasadas varias semanas después de la explosión en la central. Los helicópteros sobrevolando la central, los coches militares en las carreteras. Mi mujer me pidió: «Hay que mandarlas con sus parientes. Hay que sacarlas de allí». Yo entonces era el primer secretario del Comité Regional del Partido. Y me negué categóricamente: «¿Qué pensará la gente si me llevo a mi hija con su niña pequeña cuando sus hijos se quedan?». Y a aquellos que salían corriendo, los que salvaban el pellejo…, yo los llamaba al Comité, a mi despacho: «¿Eres comunista o no eres comunista?». La gente se ponía a prueba. Y si soy un criminal, ¿por qué no cuidé a una criatura de mi sangre? [Siguen palabras inconexas]. Yo mismo… Ella… En mi casa… [Al cabo de un rato se calma].

Durante los primeros meses… En Ucrania se había dado la alarma; en cambio, aquí, en Belarús, todo se mantenía en calma. La siembra se encontraba en su punto álgido. Yo no me escondía, no me encerraba en los despachos, sino que me pateaba los campos, los prados. Donde araban, sembraban…

¿Ha olvidado usted que antes de Chernóbil llamaban al átomo «el trabajador de la paz»?; nos sentíamos orgullosos de vivir en la era atómica. No recuerdo que se temiera al átomo. Entonces todavía no temíamos al futuro.

Pero, a ver, ¿qué es un primer secretario del Comité Regional del Partido? Es una persona corriente, con un diploma universitario normal, lo más frecuente es que fuera un ingeniero o un agrónomo. Algunos, además, habían acabado la escuela superior del Partido. Yo sabía de la radiación lo que nos llegaron a decir en los cursos de defensa civil. Allí no escuché ni una palabra sobre el cesio en la leche, ni sobre el estroncio. Pues bien, nosotros llevábamos leche con cesio a las centrales lecheras. Entregábamos partidas de carne. A 40 curios segábamos la hierba. Cumplíamos los planes. Con toda responsabilidad. Yo los sacaba adelante. Porque aquí nadie suspendió los planes.

Un rasgo… a modo de muestra, digamos… sobre cómo éramos entonces… Durante aquellos primeros días, la población experimentaba no solo miedo, sino entusiasmo.

Yo soy una persona que no sabe lo que es el instinto de conservación. [Tras reflexionar un rato]. Pero sí tengo un desarrollado sentido del deber. Y gente así entonces había mucha, no era yo solo.

Pues bien, sobre mi mesa tenía decenas de peticiones que decían: «Solicito que me manden a Chernóbil». De voluntarios. La gente estaba dispuesta a sacrificarse, sin pensarlo dos veces, ni pedir nada a cambio. Escriban ustedes lo que escriban, había sin embargo algo llamado «carácter soviético». Y también «el hombre soviético». Sea lo que sea lo que escriban, por muy alegremente que lo nieguen. Llegará el día en que les apenará haber perdido todo esto. Lo recordarán.

Nos venían a ver científicos, que discutían hasta levantar la voz a gritos. Hasta la ronquera. Me acerco a uno y le digo: «¿Le parece normal que nuestros hijos jueguen en una arena radiactiva?». Y él que me contesta: «¡Alarmistas! ¡Ignorantes! ¿Qué saben ustedes de la radiación? Yo soy técnico nuclear. Por ejemplo, imagínese, se produce una explosión atómica. Pues bien, yo al cabo de veinte minutos me dirijo en mi coche al epicentro. Por un territorio fundido. ¿A qué viene sembrar el pánico?». Y yo me lo creía.

Llamaba a la gente a mi despacho y les decía: «Pero, por lo que más queráis, si yo me largo, si vosotros os largáis, ¿qué pensará la gente de nosotros? ¿Dirán que los comunistas han desertado?». Y si no les convencía con las palabras, con el sentimiento, actuaba de otro modo: «¿Eres patriota o no eres patriota? Si no, deja sobre la mesa tu carné. Fuera del Partido». Algunos se iban.

Empecé a sospechar algo. Tenía mis sospechas. Cuando firmamos un acuerdo con el Instituto de Física Nuclear para que inspeccionara nuestras tierras. El caso es que empiezan a practicar análisis. Recogen hierba, muestras de tierra y se lo llevan para allá, a Minsk. Allí realizan los análisis. Y más tarde me llaman:

—Por favor, organice usted un transporte para que les devolvamos toda la tierra.

—¿Está usted de broma, o qué? Hasta Minsk hay cuatrocientos kilómetros. —Casi se me cae el auricular—. ¡Devolvernos la tierra!

—Pues no, no es ninguna broma —me responden—. Según las instrucciones recibidas, todas estas muestras se deben enterrar en una fosa, en un búnker subterráneo de hormigón armado. Nos han traído muestras de toda Belarús. En un mes se nos han llenado hasta los topes los depósitos. ¿Lo ha oído usted?

Y, entretanto, sobre esta misma tierra nosotros arábamos y sembrábamos. Sobre ella jugaban nuestros hijos. Se nos reclamaba el cumplimiento del plan de leche y carne. Del cereal se hacía alcohol. Las manzanas, las peras y las cerezas se empleaban para zumos…

La evacuación… Si alguien lo hubiera visto desde arriba, habría pensado que había comenzado la tercera guerra mundial. Trasladan una aldea. ¡En cambio a otra la avisan que la evacuarán al cabo de una semana! Y toda aquella semana sus habitantes se la pasan recogiendo la paja, segando la hierba, labrando en los huertos, cortando leña… Llevando la vida de siempre. La gente no entiende qué pasa. Y al cabo de una semana se los llevan en camiones militares.

Reuniones, viajes de trabajo, una orden tras otra, noches sin dormir… Lo que no llegara a pasar. Junto al Comité del Partido de Minsk, recuerdo, había un hombre con una pancarta: «Den yodo al pueblo». Hacía calor. Y él en gabardina.

[Retorna al principio de nuestra conversación].

Usted lo habrá olvidado… pero entonces… las centrales nucleares eran el futuro. Más de una vez intervine. Hice propaganda. Había estado en una central nuclear: un silencio solemne. Todo limpio. En un rincón, banderas rojas y banderines de «Vencedor de la emulación socialista». Era nuestro futuro.

Vivíamos en una sociedad feliz. Nos habían dicho que «éramos felices» y éramos felices. Yo era un hombre libre y ni siquiera se me ocurría pensar que alguien pudiera considerar que mi libertad no era tal. Ahora, en cambio, nos han borrado de la historia, como si no hubiéramos existido. Ahora estoy leyendo a Solzhenitsin… Creo que… [Calla]. Mi nieta tiene leucemia. He pagado por todo. Un precio muy alto.

Yo soy un hombre de mi tiempo. No soy un criminal.

VLADIMIR MATVÉYEVICH IVANOV exprimer secretario del Comité Regional del Partido de Slávgorod

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