Voces de Chernóbil
Tercera parte. La admiración de la tristeza » Monólogo acerca de cómo en la vida las cosas terribles ocurren en silencio y de manera natural
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MONÓLOGO ACERCA DE CÓMO EN LA VIDA LAS COSAS TERRIBLES OCURREN EN SILENCIO Y DE MANERA NATURAL
Fue desde el mismo principio. Algo había pasado no se sabe dónde. Ni siquiera distinguí el nombre; en alguna parte, lejos de nuestro Moguiliov. Mi hermano llegó de la escuela diciendo que a todos los chicos les daban unas pastillas. Se ve que, de verdad, había ocurrido algo. ¡Ay, ay, ay! Y ya está.
Aquel Primero de Mayo todos pasamos maravillosamente el día. En el campo, claro. Regresamos a casa muy entrada la noche; en mi cuarto, el viento había abierto la ventana. Es algo que recordé más tarde.
Yo trabajaba de inspectora en el Servicio para la Protección de la Naturaleza. En la oficina esperábamos algún tipo de instrucciones, pero estas no llegaban. Esperábamos. Entre el personal de la inspección, casi no había profesionales, sobre todo en la dirección: eran coroneles retirados, exfuncionarios del Partido, jubilados y empleados despedidos. Cuando los sancionaban en su trabajo, nos los mandaban a nosotros. Y ahí los veías, removiendo papeles. Valiente follón armaron después de que nuestro escritor bielorruso Alés Adamóvich interviniera en Moscú; Adamóvich hizo sonar la alarma. ¡Cómo lo odiaron! Algo completamente absurdo. Aquí viven los hijos y los nietos de esta gente, y en cambio ha tenido que ser un escritor, y no ellos, quien ha gritado al mundo: «¡Salvadnos!». Una creería que debía haberles funcionado el instinto de conservación. En las reuniones de partido, en los corros, no paraban de hablar de los escritorzuelos. «¡Que se metan en sus asuntos!». «¡Se han desmandado!». «¡Hay órdenes!». «¡La subordinación!». «¿Qué entenderá este?». «¡Pero si no es físico!». «¡Para eso están el Comité Central y el secretario general!».
Tal vez fue entonces cuando comprendí lo que pasó en el 37. Cómo se produjo.
En aquel tiempo, mi idea de la central atómica era por completo idílica. En la escuela, en el instituto, nos enseñaban que eran unas fantásticas «fábricas que producían energía sacada de la nada», donde trabajaban unas personas con batas blancas que apretaban botones.
Chernóbil saltó por los aires alimentado por una conciencia que no estaba preparada para algo semejante, pero que tenía una fe absoluta en la técnica. Y, por añadidura, no se daba ninguna información. Montañas de papeles con el sello de «ultrasecreto»: «Declarar secretos los datos del accidente»; «Declarar secretos los informes sobre los resultados de los tratamientos médicos»; «Declarar secretos los datos sobre los índices de lesiones radiactivas entre el personal que ha intervenido en la liquidación».
Corrían rumores: alguien había leído en un periódico, otro había oído que… A un tercero le habían dicho… De las bibliotecas desaparecieron todos los folletos ridículos (como se demostró a los pocos días) relacionados con la defensa civil. Algunos escuchaban las radios occidentales; solo esas emisoras informaban de qué pastillas había que tomar, cómo usarlas correctamente. Pero la mayoría de las veces la reacción era: «Los enemigos se alegran de nuestras desgracias, cuando, por el contrario, todo va bien». El 9 de mayo[46], los veteranos irán al desfile y… tocará una orquesta de viento. Hasta aquellos que fueron a apagar el reactor, como se supo, vivían rodeados de rumores. Parece ser que agarrar el grafito con las manos es peligroso. Según dicen algunos.
De no se sabe dónde surgió en la ciudad una loca. Iba por el mercado diciendo: «Yo he visto esta radiación. Es azul-azul y palpita». La gente dejó de comprar leche en el mercado, el requesón. Veías a una abuela con la leche y nadie le compraba. «No tengáis miedo —decía—, que yo no saco la vaca al campo; yo misma le traigo la hierba». Salías de la ciudad y a lo largo de la carretera asomaban unos espantajos: veías una vaca paciendo, cubierta de un plástico, y a su lado una abuela, también envuelta en plástico. No sabías si reír o llorar.
A nosotros también nos mandaron a la zona para realizar pruebas. A mí me enviaron a una explotación forestal. A los madereros no les redujeron las partidas de madera; el plan que había no se cambió. En el almacén pusimos en marcha un aparato, y el chisme marcaba Dios sabe qué. Junto a las tablas parece que todo es normal, pero al lado, junto a unas escobas recién hechas, el aparato se ponía a cien.
—¿De dónde han salido estas escobas?
—De Krasnopolie (como se supo más tarde, la zona más contaminada de nuestra región de Moguiliov). Esta es la última partida. Las demás ya se han enviado.
—¿Y cómo las vas a localizar por las diferentes ciudades?
¿Qué es lo que no me quería olvidar de decirle? Algo sintomático. ¡Ah!, ahora recuerdo. Chernóbil… De pronto surgió una nueva sensación, la desacostumbrada impresión de que cada uno teníamos nuestra propia vida; hasta entonces era como si esta no hiciera falta. Pero después la gente empezó a preocuparse por lo que comía, por lo que le daba a los niños. Qué resultaba peligroso para la salud, y qué no. ¿Qué hacer: irse a otro lugar o quedarse? Cada uno debía tomar sus propias decisiones. En cambio antes, ¿cómo se solía vivir? Pues con toda la aldea, con toda la comunidad. Lo que diga la fábrica o el koljós. Éramos soviéticos. De espíritu comunitario. Yo, por ejemplo, era muy soviética. Mucho. Estudiaba en la universidad y cada verano me iba con mi unidad comunista. Existía un movimiento juvenil así: las unidades de las juventudes comunistas. En ellas trabajábamos y el dinero ganado lo mandábamos a algún partido comunista latinoamericano. Nuestra unidad, en concreto, a Uruguay.
Hemos cambiado. Todo ha cambiado. Es necesario hacer un gran esfuerzo para comprender. Para apartarte de lo acostumbrado.
Yo soy bióloga. Mi trabajo de fin de carrera fue el comportamiento de las avispas. Me pasé dos meses en una isla deshabitada. Tenía allí mi nido de avispas. Las avispas, después de pasarse una semana vigilándome, me tomaron por una de su familia. No dejaban acercarse a nadie a menos de tres metros, en cambio a mí, ya a la semana, a diez centímetros. Les daba de comer en el mismo nido mermelada con una cerilla. «No destruyáis los hormigueros, es una buena forma de vida distinta a la nuestra», era la frase preferida de nuestro profesor. El nido de avispas estaba unido a todo el bosque, y yo poco a poco también me convertí en parte del paisaje. Pasó un ratón y se me sentó en el borde de la zapatilla; un ratón silvestre, de campo, pero el animal ya me tomaba por una parte del paisaje: ayer estaba aquí, hoy estoy y mañana también estaré.
Después de Chernóbil… En una exposición de dibujos infantiles vi uno en que una cigüeña camina por un campo negro en primavera. Y una nota: «A la cigüeña nadie le ha dicho nada». Estos son mis sentimientos.
Pero también estaba el trabajo. El trabajo diario. Viajamos por la región tomando pruebas del agua, del suelo, que llevábamos a Minsk. Nuestras chicas refunfuñaban: «Vaya bollitos calientes llevamos». Sin protección, sin trajes especiales. Vas en el asiento delantero y a tus espaldas llevas las muestras que «arden».
Levantábamos actas para el enterramiento de tierras radiactivas. Enterrábamos la tierra en la tierra. Ya ve qué extraña ocupación humana. Nadie podía entender aquello. Según las instrucciones, el enterramiento se debía realizar después de una exploración geológica previa, de modo que la profundidad de las aguas subterráneas no se aproximara a menos de cuatro o seis metros, que la profundidad del enterramiento no fuera grande, y que las paredes y el fondo de la zanja se hubieran cubierto con plástico. Pero esto eran las instrucciones. En la realidad, las cosas eran distintas, claro está. Como siempre.
Señalaban con el dedo: «Aquí». Y el de la excavadora cavaba.
—Y bien, ¿a qué profundidad cavamos?
—¡Quién demonios sabe! En cuanto aparezca el agua, para allí va todo.
Descargaban directamente en las aguas subterráneas.
Algunos dicen: un pueblo santo y un gobierno criminal. Luego le diré lo que pienso de esto. Sobre nuestro pueblo, sobre mí misma.
Mi viaje de trabajo más importante fue al distrito de Krasnopolie; como ya le he dicho, el más sucio de todos. Para detener el vertido de radionúclidos de los campos a los ríos, se debía actuar, una vez más, según las instrucciones: arar unos surcos dobles, dejar un espacio, y otros dos surcos, y seguir así con estos intervalos. Había que examinar el recorrido de todos los ríos pequeños. Para hacer las comprobaciones.
Hasta el centro del distrito llegabas en el autobús de línea, pero para seguir necesitabas, como es natural, un coche. Voy a ver al presidente del Comité de Distrito. El hombre está en su despacho, agarrándose la cabeza con las manos. Nadie había retirado el plan de producción, nadie había cambiado el programa de siembra; antes sembraban guisantes, pues seguían sembrando lo mismo, aunque sabían que los guisantes son los que más absorben la radiación, como todas las leguminosas. Y eso cuando por allí llegaban a los 40 curios y más. El hombre no está para escucharme. En las guarderías, los cocineros y las enfermeras se han esfumado. Los niños tienen hambre. Una operación de apendicitis urgente: hay que llevar al enfermo al distrito vecino en ambulancia; 60 kilómetros por una carretera que parece una tabla de lavar. Todos los cirujanos se han marchado. ¿De qué coche le hablo? ¿De qué dobles surcos? Le importa un rábano lo que le diga.
Me dirigí entonces a los militares. Unos chicos jóvenes, que se pasaron allí medio año. Ahora todos están perdidamente enfermos. Los chicos pusieron a mi disposición un blindado con su equipaje; aunque no, no era una tanqueta, sino un vehículo de exploración con ametralladora. Me supo muy mal no haberme fotografiado encima de él. Sobre el blindaje. Otra vez me da la vena romántica. El sargento que mandaba la tanqueta se mantenía en permanente contacto con la base: «¡Halcón! ¡Halcón! Seguimos con la misión».
Emprendimos la marcha; recorríamos nuestros caminos, nuestros bosques; era nuestro país y, en cambio, nosotros íbamos en una máquina de guerra. Las mujeres salían de sus casas para vernos pasar. Y lloraban. La última vez que habían visto este tipo de vehículos fue durante la Guerra Patria. Se las veía espantadas, asustadas ante la idea de que hubiera empezado la guerra.
Según las instrucciones, los tractores destinados a arar aquellos surcos debían tener la cabina protegida, herméticamente cerrada. He visto un tractor así. La cabina en efecto era hermética. Allí estaba el tractor, pero el tractorista se había tumbado en la hierba, para descansar.
—¿Se ha vuelto usted loco? —le digo—. ¿O no le han dicho nada?
—Pero ¿no ve que me tapo la cabeza con la chaqueta? —me responde.
La gente no entendía. Se han pasado los años asustando a la gente, preparándolos para una guerra atómica. Pero no para un Chernóbil.
Aquellos lugares son de una belleza espléndida. Se ha conservado el bosque original, no es replantado, sino el antiguo. Unos riachuelos serpenteantes, el agua del color del té, transparente como el cristal. La hierba verde. La gente se llama a gritos en el bosque. Para ellos era lo normal, igual que salir por la mañana a su jardín. Y tú, en cambio, sabes que todo aquello está envenenado: setas, bayas… Las ardillas corriendo por la avellaneda.
Nos encontramos con una mujer.
—Hijos míos, decidme: ¿me puedo tomar la leche de mi propia vaca?
Nosotros, con la mirada clavada en el suelo; nuestras órdenes eran recoger datos, pero no relacionarnos demasiado con la población.
El primero en salir del paso fue el sargento:
—Abuela, ¿cuántos años tiene?
—Ochenta ya tendré, y más. Los papeles se me quemaron durante la guerra.
—Entonces, bébala, abuela.
La gente del campo es la que más pena da, porque han sufrido sin culpa alguna, como los niños. Porque Chernóbil no lo ha inventado el campesino, que tiene con la naturaleza un trato especial, de confianza, y no una relación rapaz, el mismo contacto de hace cien años, o de mil. Fieles a los designios de Dios. En los pueblos no entendían qué había pasado y querían creer a los científicos, a cualquier persona instruida, como si se tratara de un sacerdote. En cambio no se les decía otra cosa que: «Todo está bien. No pasa nada malo. Lo único es que antes de las comidas lávense las manos».
Y comprendí, aunque no enseguida, sino al cabo de unos años, entonces comprendí que todos nosotros habíamos participado… en un crimen… en un complot… [Calla].
No se puede usted imaginar en qué cantidades se sacaba todo lo que se mandaba allí como ayuda y compensaciones a sus habitantes: café, carnes ahumadas, jamón, naranjas… Cajones, coches, furgones enteros. Porque entonces aquellos comestibles no los había en ninguna parte. Y los vendedores locales, todos los que controlaban, todos esos funcionarios pequeños y medios, se llenaban los bolsillos.
El hombre ha resultado ser peor de lo que creía. Hasta yo misma. He resultado peor. Ahora ya sé lo que soy. [Se queda pensativa]. Y lo reconozco, por supuesto. Es algo importante para mí misma.
Mire, otro ejemplo. En un koljós hay, pongamos, cinco pueblos. Tres están «limpios», y dos, «sucios». De un pueblo a otro hay de dos a tres kilómetros. A dos les pagan los subsidios «funerales», a tres no. En una de las aldeas «limpias» se construye un complejo de cría de ganado. Traeremos piensos limpios, dicen. Pero ¿de dónde los van a sacar? El viento arrastra el polvo de un campo a otro. La tierra es la misma. Para construir las instalaciones se necesitan papeles. Una comisión los firma, yo estoy en esta comisión. Aunque todos saben que no se puede aprobar aquello. ¡Que es un crimen! Al final yo encontré una justificación para mí misma: el problema de la limpieza de los piensos no es competencia del inspector de protección de la naturaleza. Yo soy poca cosa. ¿Qué puedo hacer yo?
Cada uno encontraba alguna justificación. Alguna explicación. Yo he hecho el experimento conmigo misma. Y, en una palabra, he comprendido que en la vida las cosas más terribles ocurren en silencio y de manera natural.
ZOYA DANÍLOVNA BRUK, inspectora del Servicio para la Protección de la Naturaleza