Voces de Chernóbil

Voces de Chernóbil


Tercera parte. La admiración de la tristeza » Monólogo acerca de que el ruso siempre quiere creer en algo

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MONÓLOGO ACERCA DE QUE EL RUSO SIEMPRE QUIERE CREER EN ALGO

¿No me diga que no se ha dado cuenta de que entre nosotros no hablamos del tema? Dentro de decenas de años, al cabo de siglos, estos serán unos tiempos mitológicos. Llenarán estos lugares de cuentos y mitos. Leyendas.

Tengo miedo de la lluvia. Ya ve: se lo debo a Chernóbil. Me da miedo la nieve. Los bosques. Temo las nubes. Los vientos. ¡Así es! ¿De dónde sopla? ¿Qué trae? No se trata de una abstracción, de una conclusión racional, sino que es una sensación personal. Chernóbil. Está en mi casa. En el ser que más quiero, en mi hijo, que nació en la primavera del 86. Está enfermo. Los animales, hasta las cucarachas, saben cuándo y cuántas veces han de parir. Los hombres no lo pueden saber; el creador no les ha concedido el don del presentimiento.

No hace mucho publicaron en la prensa que, en el año 93, en nuestro país, en Bielorrusia, se practicaron 200 000 abortos. Y la primera causa era Chernóbil. Ahora ya en todas partes vivimos con este miedo. La naturaleza se diría que se ha coagulado, se ha detenido en actitud de espera. Aguardando. «¡Desgraciado de mí! ¿Dónde se ha escondido el tiempo?», exclamaría Zaratustra.

He reflexionado mucho. Buscando un sentido. Una respuesta.

Chernóbil es la catástrofe de la mentalidad rusa. ¿No se ha parado a pensar en ello? Por supuesto, estoy de acuerdo con aquellos que escriben que no es el reactor lo que ha explotado, sino todo el sistema anterior de valores. Pero en esta explicación hay algo que me falta.

Quisiera referirme a lo que Chaadáyev fue el primero en señalar: nuestra hostilidad hacia el progreso. Nuestra actitud contraria hacia la técnica, hacia los instrumentos. Observe usted Europa. Desde la época del Renacimiento, Europa vive bajo el signo de una relación instrumental con el mundo. Una relación inteligente, racional. Que se traduce en un respeto hacia el artesano, hacia el instrumento que este sostiene en sus manos.

Hay un relato extraordinario de Leskov: Una voluntad de hierro. ¿De qué trata? Del carácter ruso: sobre el «puede que sí» o el «tal vez no». Este es el leitmotiv ruso.

El carácter alemán se refleja en su apuesta por el instrumento, por la máquina. ¿Y nosotros? ¿Nosotros? Por un lado, tenemos el intento de superar, de encauzar el caos, y por otro, nuestra elementalidad. Vaya usted adonde quiera, por ejemplo a Kizhi, ¿y qué es lo que oirá? ¿De qué se jacta cualquier guía turístico? ¡De que este templo se ha construido solo con un hacha, y por si fuera poco sin un solo clavo! En lugar de construir una buena carretera, herremos una pulga[47]. Las ruedas del carro se hunden en el barro, pero, en cambio, hemos logrado atrapar al pájaro de fuego.

Y en segundo lugar —eso es lo que creo, ¡vaya que sí!— es el pago por la rápida industrialización de después de la Revolución. Después de la Revolución de Octubre. Por el salto hacia delante. Miremos de nuevo a Occidente. Tenemos un siglo textil, otro de las manufacturas. La máquina y el hombre avanzaban juntos, cambiaban a la par. Se iban formando una conciencia, un pensamiento tecnológico. En cambio, ¿qué ocurre en nuestro país? ¿Qué tiene nuestro campesino en su propia casa aparte de las manos? ¡Hasta el día de hoy! Un hacha, una guadaña y un cuchillo. Y ya está. Sobre ellos se levanta todo su mundo. Bueno, me he dejado la pala.

¿Cómo habla un ruso con una máquina? ¡Solo blasfemando! O dándole con el martillo, o a patadas. No la quiere, a la máquina esta la odia, de hecho la desprecia, porque no entiende muy bien qué tiene entre las manos, de qué poder se trata.

No sé dónde he leído que el personal laboral de las centrales nucleares llamaba al reactor «cazuela», «samovar», «estufa», «hornillo». Todo esto suena a un exceso de orgullo: «freiremos huevos al sol». Entre la gente que trabajaba en la central de Chernóbil había mucho campesino. Por la mañana trabajaba en el reactor y por la tarde, en su huerta, o en la de los padres, en la aldea vecina, donde las patatas todavía se plantan con la pala, y el estiércol se esparce con la horca. Extraen la cosecha también a mano. Su mente existía en estos dos ámbitos, en estas dos eras: en la de piedra y en la atómica. En dos épocas. Y el hombre, como un péndulo, se movía constantemente de un extremo al otro.

Imagínese el ferrocarril, una vía férrea trazada por unos brillantes ingenieros; el tren marcha veloz, pero en el lugar del maquinista tenemos a un cochero del pasado. Este es el destino de Rusia: viajar entre dos culturas. Entre el átomo y la pala.

¿Y la disciplina de la técnica? Para nuestra gente es una parte de la opresión, es un yugo, unas cadenas. Un pueblo elemental, libre. Siempre soñando no con la libertad, sino con hacer lo que se le antoje. Para nosotros, la disciplina es un instrumento represivo. Hay algo peculiar en nuestra ignorancia; algo cercano a la ignorancia oriental.

Yo soy historiador. Antes me había dedicado mucho a la lingüística, a la filosofía de la lengua. No solo pensamos con la lengua, sino que también esta piensa con nosotros. A los dieciocho años, o quizá un poco antes, cuando empecé a leer el samizdat[48], descubrí a Shalámov, a Solzhenitsyn, y de pronto comprendí que toda mi infancia, la infancia de mi calle —y eso que he crecido en una familia de intelectuales (mi bisabuelo fue sacerdote, mi padre, profesor de la Universidad de Petersburgo)— está impregnada de la mentalidad de los campos de concentración. Incluso todo el léxico de mi niñez salía del lenguaje de los reclusos. Para nosotros, unos chiquillos, era de lo más natural llamar a nuestro padre «paján», y a nuestra madre, «majana»[49]. «A una puta lista no hay culo que se le resista», esto lo entendía yo a los nueve años. ¡Así es! Ni una palabra del mundo civil. Hasta los juegos, los dichos y las adivinanzas eran del ambiente de los campos. Porque los reclusos no constituían un mundo aparte, que solo existía en las cárceles, lejos de nosotros. Todo esto se encontraba a nuestro lado. Como escribía Ajmátova, «medio país encerraba, y el otro medio estaba encerrado». Yo creo que esta mentalidad carcelaria debía chocar inevitablemente con la cultura, con la civilización, con el ciclotrón.

Bueno, claro, y además, hemos sido educados en este peculiar paganismo soviético: el hombre es el amo y señor, es la corona de la creación. Y está en su derecho de hacer con el mundo lo que le plazca. La fórmula de Michurin[50] era: «No podemos esperar que la naturaleza nos conceda sus dones; nuestra tarea es apropiarnos de ellos». Me refiero a este propósito de inculcar al pueblo unas cualidades, unas propiedades que no tiene. El sueño de la revolución mundial es el sueño de reformar al hombre y de cambiar todo el mundo que nos rodea. Transformarlo todo. ¡Así es! La conocida consigna bolchevique: «¡Conduzcamos a la humanidad con mano de hierro hacia la felicidad!». La psicología del agresor. Un materialismo de caverna. Un reto a la historia y un reto a la Naturaleza.

Y esto no tiene fin. Se derrumba una utopía y otra ocupa su lugar.

Ahora todo el mundo se ha puesto a hablar de Dios. De Dios y del mercado al mismo tiempo. ¿Por qué no lo buscaron en el gulag, en las celdas del 37, en las reuniones del Partido del 48, cuando aplastaban a los cosmopolitas, o en los tiempos de Jruschov, cuando destruían los templos? El subtexto de la actual búsqueda de Dios rusa es falaz y engañoso. Bombardeamos las casas pacíficas de Chechenia. Se está exterminando a un pueblo pequeño y orgulloso. Y ponen velas en las iglesias. Solo sabemos usar la espada. El kaláshnikov, en lugar de la palabra. Los restos de los tanquistas rusos abrasados los retiran en Grozni con palas y horcas. Lo que queda de ellos. Y, acto seguido, vemos al presidente rezando con sus generales. Y el país contempla este espectáculo por la televisión.

¿Qué hace falta? Dar respuesta a la siguiente pregunta: ¿La nación rusa será capaz de realizar una revisión de toda su historia de manera tan global como resultaron capaces de llevar a cabo los japoneses después de la Segunda Guerra Mundial? O los alemanes. ¿Tendremos el suficiente valor intelectual? Sobre esto casi no se habla. Se habla del mercado, de los cupones de la privatización, de cheques… Una vez más, nos dedicamos a sobrevivir. Toda nuestra energía se consume en esto. Pero el alma se deja a un lado. De nuevo el hombre está solo.

Entonces, ¿para qué todo esto? ¿Para qué su libro? ¿Mis noches de insomnio? Si nuestra vida no es más que la llama de una cerilla, pueden darse varias respuestas. Una es el primitivo fatalismo. Y puede haber grandes respuestas. El ruso siempre quiere creer en algo: en el ferrocarril, en una rana (el nihilista Bazárov)[51], en la fe bizantina, en el átomo… Y ahora, ya ve, en el mercado.

Un personaje de Bulgákov, en su Cábala de los beatos[52], dice: «He pecado toda la vida. He sido actriz». Es la conciencia del carácter pecador del arte. De lo inmoral de su esencia. De este asomarse a las vidas ajenas. Pero el arte es como el suero de un infectado: puede convertirse en la vacuna para otra experiencia.

Chernóbil es un tema de Dostoyevski. Un intento de justificación del hombre. ¡O puede que todo sea muy sencillo: entrar en el mundo de puntillas y detenerse en el umbral! Este mundo de Dios.

ALEXANDR REVALSKI, historiador

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