Voces de Chernóbil

Voces de Chernóbil


Tercera parte. La admiración de la tristeza » Monólogo acerca de cuán indefensa resulta la vida pequeña en este tiempo grandioso

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MONÓLOGO ACERCA DE CUÁN INDEFENSA RESULTA LA VIDA PEQUEÑA EN ESTE TIEMPO GRANDIOSO

No me pregunte. No le diré nada. No hablaré de esto. [Calla abstraído]. No, podría hablar con usted, para comprender. Si usted me ayuda. Lo único que le pido es que no me tenga lástima, no necesito consuelo. No se puede sufrir así tan sin sentido, uno no puede pararse a pensar tanto. ¡Es imposible, imposible! [Eleva la voz hasta gritar].

De nuevo estamos en la reserva, vivimos en el campo de concentración. En el campo de Chernóbil. Gritan como un eslogan en las manifestaciones, o escriben en los periódicos: «Chernóbil ha destruido el imperio». Ha sido la prueba que nos ha liberado del comunismo. De las proezas…, de las hazañas más parecidas a un suicidio…, de las ideas horrorosas. Ahora ya lo comprendo. Proeza es una palabra inventada por los gobernantes. Para personas como yo. Pero yo no tengo nada más, nada más que esto. Yo he crecido entre estas palabras, entre estos hombres. Todo ha desaparecido; esta vida ha desaparecido. ¿A qué asirse? ¿Con qué salvarse? No tiene sentido sufrir de este modo. Solo sé una cosa, que ya nunca más seré feliz.

Cuando él regresó de allá, se pasó varios años como sumido en un sueño, como en una pesadilla.

Y me contaba. Me contaba sin parar.

Y yo lo grababa todo en la memoria.

En medio de la aldea había un charco rojo. Los gansos y los patos lo evitaban.

Los soldados, unos críos, andaban descalzos, desnudos. Se tumbaban en la hierba. A tomar el sol. «¡Levantaos, desgraciados! ¡Que os vais a morir!». Y ellos: «¡Ja, ja, ja!».

Muchos se marchaban de las aldeas en sus propios coches. Los coches contaminados. Les ordenaban: «¡Descarguen el vehículo!». Y el coche iba a parar a una zanja especial. La gente se quedaba allí llorando. Y por la noche regresaba a desenterrarlo a escondidas.

«¡Nina, qué bien que tenemos dos hijos!».

Los médicos me dijeron: tiene el corazón muy dilatado, también tiene dilatados los riñones, como el hígado.

Un día me preguntó: «¿No te doy miedo?». Empezó a tener miedo al contacto físico.

Yo no le preguntaba nada. Lo comprendía, lo comprendía con el corazón. Hubiera querido preguntarle. A menudo eso me parecía. Pero en otras ocasiones me resulta tan insoportable que no quería saber nada de eso. ¡Odio recordar! ¡Lo odio! [De nuevo brota el grito].

En un tiempo… Hubo un tiempo en que envidiaba a los héroes. A los que habían participado en los grandes acontecimientos. A los que habían vivido épocas de ruptura, momentos cruciales de la historia. Soñaba. Así hablábamos entonces, así cantábamos. Había canciones preciosas. [Se pone a cantar]. «Águilas, águilas». Ahora, hasta se me ha olvidado la letra. ¡Soñaba! Lamentaba no haber nacido en el 17 o en el 41. Pero ahora pienso de otro modo; no quiero convertirme en historia, no quiero vivir una época histórica como la de ahora.

¡Mi pequeña vida estaba entonces indefensa! Los grandes acontecimientos la borran sin siquiera notarlo. Sin detenerse. [Se queda pensativa]. Después de nosotros, quedará solo la historia. Quedará Chernóbil. ¿Y dónde está mi vida? ¿Y mi amor?

Contaba y contaba. Y yo lo grababa todo en la memoria.

Palomas, gorriones, cigüeñas… Una cigüeña corre, corre por el campo, quiere alzar el vuelo. Pero no puede.

La gente se ha marchado, y en las casas se han quedado a vivir sus fotografías.

Iban por una aldea abandonada y de pronto veían una escena que parecía sacada de un cuento: un viejo y una vieja sentados en la entrada de una casa y a su alrededor corriendo un montón de erizos. Son tantos que parecen una nidada de polluelos. No hay un alma, en el pueblo reina la calma, como en el bosque, y los erizos, que han dejado de tener miedo de la gente, se presentan en el pueblo y piden leche. También vienen zorros, les han contado, y alces.

Uno de los muchachos no pudo más y exclamó:

—¡Yo soy cazador!

—¡Pero qué dices! ¡Quita! —protestaron los viejos entre aspavientos—. ¡No se puede matar a los animales! ¡No se puede! Ahora son nuestros parientes.

Él sabía que iba a morir. Se estaba muriendo. Pero se juró que viviría solo en la amistad y el amor. Yo tenía dos empleos; con un solo sueldo mío y su pensión no nos bastaba. De modo que me rogó: «¿Por qué no vendemos el coche? No está nuevo, pero algo nos darán por él. Así estarás más en casa. Y yo te veré más rato».

Llamaba a los amigos. Vinieron sus padres, que se quedaron una larga temporada en casa. Se ve que comprendió algo. Comprendió alguna cosa de la vida que antes no había entendido. Empezó a hablar con unas palabras nuevas. «Nina, qué bien que tenemos a nuestros dos hijos. Una niña y un niño. Ellos quedarán».

Un día le pregunté:

—¿Has pensado en nosotros, en mí y en los niños? ¿En qué pensabas allí?

—He visto a un niño nacido a los dos meses de la explosión. Le pusieron de nombre Antón. Pero todos lo llamaban «Atómchik».

—¿Pensaste en…?

—Allí todo te daba pena. Hasta las moscas te daban lástima, hasta los gorriones. Querías que todo viviera. Que las moscas volasen, que las avispas picasen, que las cucarachas corrieran.

—¿Tú…?

—Los niños dibujaban Chernóbil. Los árboles en los cuadros crecían con las raíces hacia arriba. El agua en los ríos era roja o amarilla. Dibujaban algo y al verlo se ponían a llorar.

Su amigo… Su amigo me contó que todo allí era terriblemente interesante, divertido. Leían versos, cantaban y tocaban la guitarra. Los mejores ingenieros y científicos fueron allí. La élite de Moscú y Leningrado. Se dedicaban a filosofar. La Pugachova[53] fue a actuar ante ellos. En el campo.

«Muchachos, si no os quedáis dormidos, os cantaré hasta que amanezca».

Los llamaba «héroes». Todos los llamaban «héroes». [Llora].

Su amigo murió el primero. Bailaba en la boda de su hija, hacía reír a todo el mundo con sus chistes. Cogió una copa para hacer un brindis y se derrumbó. Y… Nuestros hombres… Nuestros hombres mueren como en la guerra, pero en tiempos de paz.

¡No quiero! No quiero recordar. [Se tapa los ojos y se balancea en silencio]. No quiero hablar de esto. Él murió y me dio tanto miedo. Como quien está a oscuras en un bosque.

«Nina, qué bien que tenemos a nuestros dos hijos. Una niña y un niño. Ellos quedarán».

[Prosigue]: ¿Qué quiero comprender? Yo misma no lo sé. [Sonríe sin darse cuenta].

Un amigo suyo me ha pedido la mano. Ya me había pretendido cuando éramos estudiantes, cuando estudiábamos; luego se casó con una amiga mía, pero pronto se separó. Algo no les fue bien. Me vino a ver con un ramo de flores: «Te trataré como a una reina». Tiene una tienda, un piso espléndido en la ciudad y una casa en el campo. Pero le he dicho que no. Se ha ofendido: «Han pasado cinco años. ¿Y no hay modo de que te olvides de tu héroe? Ja, ja, ja… ¡Vives con un monumento!».

[Se pone a gritar]. Lo eché de casa. ¡Fuera! «¡Estúpida! —me soltó—. Vive con tu sueldo de maestra, con tus cien dólares». Y así vivo. [Se tranquiliza].

Chernóbil me ha llenado la vida y mi alma se ha ensanchado. Sientes dolor. La llave secreta. Te pones a hablar después de este dolor y te salen hermosas palabras. Yo he dicho estas cosas…, con estas palabras, solo cuando he amado. Y ahora. Si no creyera que está en el cielo, ¿cómo lo podría soportar?

Él contaba y yo recordaba [Habla ensimismada].

Nubes de polvo. Tractores en el campo. Mujeres con las horcas. El dosímetro que zumba.

No hay gente y el tiempo se mueve de otro modo. El día es largo, inacabable, como en la infancia.

Prohibido quemar hojas. Las enterraban.

No se puede sufrir así, tan sin sentido. [Llora]. Sin palabras hermosas conocidas. Ni siquiera sin la medalla que le dieron. Allí está, en casa. Nos la dejó a nosotros.

Pero hay una única cosa que sé, y es que ya nunca más seré feliz.

NINA PRÓJOROVNA KOVALIOVA, esposa de un liquidador

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