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6. La teoría de los gérmenes

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La teoría de los gérmenes

Señores: los microbios tendrán la última palabra.

LOUIS PASTEUR

Viajar en el tiempo es posible. Aunque solo hacia el futuro. Basta con navegar por el espacio a suficiente velocidad durante un tiempo —si pudiéramos acercarnos a un agujero negro, mejor: a mayor masa, mayor lentitud en el paso del tiempo— y al regresar a casa, sin apenas envejecer, aterrizaríamos directamente en el futuro. Viajar al pasado no es tan sencillo, pero si pudiera hacerse escogería conocer a Johannes Kepler, Santiago Ramón y Cajal y Richard Feynman, mis admirados héroes de la ciencia. Y si solo pudiese escoger un personaje histórico, escogería a Louis Pasteur.

Este genio de genios tuvo éxito en la solución de problemas químicos y biológicos que realmente causaban, y causan a diario, un impacto en la sociedad. Él solo diseñó métodos para protegernos por primera vez de los virus y las bacterias, identificó una nueva causa de enfermedades, fue un pionero en el diseño de las vacunas para animales y hombres, disminuyó radicalmente las muertes durante la cirugía, demostró que no existía la generación espontánea y, casi me olvido, pasteurizó la cerveza y la leche.

De todos los efectos de sus brillantes descubrimientos hay un fenómeno que me fascina especialmente. Pasteur fue capaz, junto con otros genios de la época, de convencer a la humanidad de que ciertas enfermedades, un porcentaje grande de ellas, estaban causadas por microorganismos,[16] seres invisibles que vivían en el polvo, el agua y hasta el aire. Imagino el rechazo, la incredulidad, el escepticismo. Hoy en día lo tenemos completamente asumido, tenemos alcohol o agua oxigenada en casa para lavar las heridas; pedimos antibióticos, incluso los exigimos, al médico de cabecera; desinfectamos los suelos y los lavabos. Y hemos aumentado la frecuencia de muchas de esas medidas durante la COVID-19.

En la época de Pasteur, cuando se creía en la generación espontánea, era imposible que los ignorantes y los escépticos suscribieran la teoría de que había microbios que causaban enfermedades. Las enfermedades no las causaban humores, gases, elementos telúricos, hechizos u otras supersticiones; era algo mucho más difícil de aceptar: organismos biológicos. ¿Quién estaría dispuesto a afirmar que la peste que arrasó Europa estaba causada por un «animalículo», un «ser microscópico»? ¿Quién, en su sano juicio, podría aceptar la existencia de las bacterias como causa de enfermedades? Suponía un cambio de paradigma demasiado grande. Y, no obstante, la teoría de Pasteur triunfó por completo. No es de extrañar que siga siendo considerado el mejor científico francés de todos los tiempos en un país que ha dado al mundo muchos genios.

Pasteur descubrió un terror lovecraftiano inimaginable: vivimos rodeados de monstruos invisibles, horribles seres microscópicos que acechan constantemente nuestra piel, nuestros orificios, intestinos y también la sangre y el cerebro. Viven en el aire, en el agua, en la comida, en la bebida; están por todos lados y al menor descuido nos invaden y amenazan con destruirnos.

Hoy sabemos que nuestro cuerpo está cubierto de bacterias y virus, que convivimos con bacterias y virus en nuestro intestino que son capaces de influir en nuestro comportamiento y de desempeñar un papel esencial en algunos tipos de enfermedades psíquicas. Pero esto es un descubrimiento reciente; durante la mayor parte de la historia del hombre, los gérmenes gozaban de la impunidad que proporcionan la invisibilidad y el anonimato. No se buscaban porque ni siquiera se sospechaba de su existencia.

Cómo la humanidad comenzó a aceptar que teníamos enemigos invisibles que eran ubicuos y causaban enfermedades es una historia basada en la aparición de la tecnología del microscopio, en recoger datos, hacer experimentos y también en dejar volar la imaginación. Sin esa capacidad de imaginar lo imposible, nunca habríamos descubierto los virus. Los hombres y mujeres que intuyeron, más que demostraron, la existencia de los virus abrió la puerta secreta que conducía al inescrutable mundo de los dragones moleculares del edén.

Aquellos científicos tuvieron que renunciar a la lógica, a los conocimientos históricos y a los de los científicos del momento. El descubrimiento de los virus supuso un cambio en el paradigma de la incipiente microbiología. ¿De dónde sacaron el valor de preguntarse si había patógenos que no podían verse ni siquiera con el microscopio? ¿Cómo llegaron a la conclusión de que aquellos dragones invisibles incluso para los microbios, que eran minúsculos en las esferas del nanouniverso, no solo existían, sino que tenían el poder de destruir plantas y animales? Fueron las preguntas y suposiciones de aquellos hombres y mujeres las que expandieron las fronteras del mundo hacia abajo, hacia lo infinitamente pequeño, hacia el equivalente biológico de la mecánica cuántica y sus misteriosas partículas y leyes. Esos pioneros agrandaron las dimensiones del mundo al añadir un microcosmos donde habitan los entes biológicos más numerosos de la Tierra.

Los virus los «adivinaron» dos científicos, Dmitri Ivanovsky y Martinus Beijerinck. Ivanovsky nació a finales de 1864 en Rusia. Cuando tenía veintiséis años y mientras intentaba averiguar la causa de la enfermedad del mosaico del tabaco, una enfermedad contagiosa que hace que las hojas del tabaco se decoloren, preparó una solución con las plantas infectadas y la pasó a través de un nuevo tipo de filtro conocido como «filtro de Chamberland», que estaba hecho de porcelana. Diseñado por un discípulo de Pasteur para filtrar bacterias y así poder aislarlas al mismo tiempo que se purificaba el agua, el filtro de Chamberland tenía poros cuyo diámetro era menor que el de una bacteria. Ivanovsky descubrió, para su sorpresa, que la solución filtrada podía hacer enfermar a las plantas y concluyó que la causa de la enfermedad era una toxina bacteriana, un producto segregado por bacterias y, por ende, más pequeño que estas.

No era una mala idea; de hecho, era la más consistente con la teoría de Pasteur. En aquellos tiempos, con esos datos, muchos de nosotros habríamos pensado lo mismo. Ivanovsky rozó los virus con la punta de los dedos, la metodología era correcta y el experimento era válido; las conclusiones fueron erróneas. Así es la ciencia y así es la vida.

Seis años más tarde, Beijerinck llevó a cabo experimentos similares de forma independiente —¡Cuántas veces ocurre esto en ciencia! ¡Cuántos investigadores han progresado al reproducir la metodología de sus colegas!—, pero dio el salto conceptual necesario y pasó, por primera vez, al otro lado del espejo. Beijerinck publicó que sus experimentos demostraban la existencia de un nuevo tipo de organismo infeccioso que era el causante de la enfermedad del tabaco. Y lo llamó virus —«veneno» en latín.

Es interesante comentar las diferencias entre Ivanovsky y Beijerinck. Aunque los dos hicieron un experimento parecido, basado en filtros de bacterias, Ivanovsky no llegó a concluir que el agente filtrable fuera un nuevo agente infeccioso, y como el agente infeccioso no podía crecer en un caldo de cultivo, pensó que podían ser productos bacterianos como las toxinas, lo bastante pequeñas para atravesar el poro de 0,2 micras. Nunca intentó cultivarlo en células. Beijerinck pensó que se trataba de un virus y también imaginó por primera vez que este necesitaba un anfitrión celular para multiplicarse.

Quizá nunca habría habido Beijerincks sin que existieran antes Ivanovskys. Pero en el laboratorio no sirve tener solo la idea, tampoco es suficiente diseñar adecuadamente el experimento; al final hay que saber interpretar los datos. Para ello, muchas veces hay que utilizar la imaginación, que ha de reprimirse a la hora del diseño del experimento. Beijerinck no era mejor haciendo experimentos que Ivanovsky, pero su imaginación le permitió concluir que existía algo nuevo que escapaba a la taxonomía válida hasta entonces.

Supongo que esto también es una buena definición de valentía y braveza. No es fácil saltar al vacío de lo desconocido; podrías no vivir académicamente para contarlo. En ese mismo sentido, es desesperante pensar que Pasteur, que propulsó la fabricación del filtro que permitiría descubrir los virus y que trabajó con enfermedades producidas por ellos y, por tanto, podría haberlos descubierto, no lo hizo.

Después de Beijerinck, el siguiente salto en la vida científica del virus del tabaco lo dio Wendell Stanley, que por primera vez consiguió cristalizar un virus y ganó por ello el Premio Nobel de Química. Muchas veces, los avances de la ciencia van unidos al desarrollo de nuevas tecnologías, y esto es espectacularmente verdad para los virus. El siguiente paso necesitaría que se inventase una máquina nueva y superpotente: el microscopio electrónico. Por suerte para la virología, desde el primer momento su inventor, Helmut Ruska, colaboró con dos virólogos alemanes para captar las primeras imágenes de un virus: el virus del tabaco.

Las imágenes, bellas donde las haya, dignas de estar colgadas en un lugar prominente de la sala de estar del coleccionista de arte más exigente —pueden comprarse on line—, mostraron que el virus tenía forma ¡de cigarrillo!, de cilindro alargado. Rosalind Franklin —póstuma heroína del ADN—, otra artista científica, resolvió la estructura del virus mostrando que se trataba de una espiral única de ARN envuelta en proteínas. En el libro The Life of a Virus, que es algo así como la biografía del virus del tabaco, Angela Creager comenta que el descubrimiento del virus del tabaco ha influido en el crecimiento exponencial de la virología y en el avance de la biología molecular. El trabajo de los pioneros produce ese efecto.

Los virus han coevolucionado con los animales, entre ellos simios y humanos. No todos los virus aparecen al mismo tiempo durante la evolución. En la actualidad, se piensa que una serie de ellos aparecieron hace millones de años, antes de que pisase la Tierra el ancestro común al neandertal y el sapiens, lo que ocurrió hace setecientos mil años. Estos virus antiguos son los adenovirus, papilomavirus, circovirus, herpes, poliomavirus y los hapadnavirus y flavivirus —que causan fiebres hemorrágicas—.

Los adenovirus han coevolucionado con los vertebrados desde hace cuatrocientos cincuenta millones de años, antes de la divergencia de los peces de otros vertebrados. Hablando evolutivamente, las cepas de adenovirus son específicas para hombres, chimpancés y gorilas. Algunas cepas saltaron quizá del gorila al ancestro común de chimpancés y humanos. Existe un adenovirus que solo infecta a los humanos y no a los simios.

La relación filogenética de los herpesvirus está bien estudiada y se descubrió que su evolución es en gran parte sincrónica con los linajes del huésped. Las principales sublíneas surgieron probablemente antes de la radiación de los mamíferos, hace entre sesenta y ochenta millones de años, mientras que el momento de la diversificación de las tres subfamilias habría sido hace alrededor de doscientos millones de años. El ancestro más común de todos los herpes conocidos existió hace unos cuatrocientos millones de años.

Los poliomavirus, que tienen algún virus oncogénico, como el poliomavirus de células de Merkel, se formaron hace quinientos millones de años. Los circovirus, que infectan a vertebrados, tienen uno de los genomas de virus más pequeños y contienen dos genes (rep y cap) que codifican las proteínas asociadas a la replicación (Rep) y la cápside (Cap), respectivamente, y existen desde hace cincuenta millones de años.

Los retrovirus aparecen hace entre cuatrocientos cincuenta y quinientos millones de años, al comienzo del Paleozoico, con el origen de los primeros animales vertebrados. Esta es la fecha más precisa para la identificación de los virus ancestrales.

Todos estos virus se hallaban en África mientras el hombre moderno evolucionó allí hace trescientos setenta mil años. Una vez que el neandertal emigró hacia Eurasia y mientras el hombre moderno seguía aún en África, hace cien mil años, aparecieron otra serie de virus, como el virus varicela-zóster, y la propagación de los virus de la hepatitis B y C y los poliomavirus. Hace quince mil años, con los neandertales ya extinguidos, durante las primeras granjas, apareció la viruela. Más moderno aún es el origen del sarampión, hace solo cuatro mil años; la gripe, hace escasamente dos mil años; el dengue, hace mil años; el VIH, hace cien años; el virus del Zika se identificó en la década de los cuarenta; el virus de Marburgo y los coronavirus se descubrieron en los sesenta; el virus del Ébola, en la década de los setenta, y SARS, MERS y SARS-CoV-2, durante este milenio.

Los virus aparecen constantemente durante la evolución de los animales, incluido el hombre; muchos de ellos contribuyen a la selección natural al producir pandemias en homínidos, como la producida por los herpesvirus, que pudo haber contribuido en la extinción los neandertales, y otros, como los retrovirus, han influido en la evolución de los mamíferos y los simios, incluso en el ascenso a la cima de la evolución del mono desnudo.

La evolución de los virus no es lineal como la evolución de las especies de animales vertebrados. Es decir, el virus A no produce por evolución el virus B que luego produce el virus C y así sucesivamente. Los virus pueden evolucionar mediante un proceso de colaboración en grupo intercambiando información entre ellos y mediante recombinación con genes de otros organismos a través de vastos niveles genéticos. Es una evolución de grupo —llamada «de cuasiespecie»—, en consorcio. Con ello consiguen que dentro del grupo estén representados mosaicos de nuevas combinaciones de genes. La evolución de virus se explica más como la evolución de un grupo muy complejo de individuos que mantienen una nube —usando una metáfora informática— o una matriz constituida por una amplia base de datos genética que como la evolución de un individuo o de un grupo de individuos específico.

Con el avance de la ciencia, la humanidad ha podido modificar la evolución de algunos virus. La herramienta más importante es la vacuna. Como mencionamos en el capítulo 1, uno de los momentos mágicos de la historia de la medicina se produjo el día en que una madre entró con su hijo en el laboratorio de Pasteur. Un perro rabioso se había ensañado con Joseph Meister y lo había mordido más de diez veces. La rabia era una enfermedad letal, quien la sufría estaba abocado sin remedio a una muerte horrible. La rabia la contagian los animales enfermos al inyectar la saliva infectada con un mordisco. Desde el lugar de la infección, el virus viaja por los nervios hacia el cerebro, donde se multiplica y causa una encefalitis mortal. Cuando afecta a los músculos de la garganta, resulta imposible tragar e intentarlo causa un dolor enorme, tanto que ni siquiera se puede deglutir la propia saliva, y por eso los animales rabiosos babean espuma de saliva y evitan beber, lo que da la apariencia de que sufren hidrofobia, odio al agua.

Pasteur miraba desesperado al niño. La madre imploraba que lo curase y el niño lo miraba con esperanza. Uno de los tratamientos más comunes de la rabia por aquel entonces consistía en aplicar un hierro candente para cauterizar las heridas, lo que podía funcionar alguna vez, dado que el período de incubación del virus puede ser largo. En la gran mayoría de los casos, cuando se aplicaba el brutal tratamiento local, el virus ya se había extendido por el cuerpo, lo que hacía que esta terapia fuese inútil. Pasteur, atrapado entre las miradas de madre e hijo, se decidió a poner en marcha su idea.

Investigaba la rabia desde que hacía unos años le habían llevado al laboratorio un perro rabioso. Los ayudantes del microbiólogo encerraron al animal enfermo en una jaula con otros sanos. La rabia se transmitió a todos ellos. Luego pudieron contagiar la rabia a conejos usando saliva de perro o cerebros triturados de animales rabiosos. Más tarde, buscando métodos para atenuar el agente que producía la rabia, comprobaron que si ponían a secar durante unos días trozos de médula espinal de un conejo muerto de rabia obtenían un polvo que al inyectarlo en perros sanos por un lado no se contagiaban de la enfermedad y, por otro, parecía vacunarlos, porque no volvían a sufrir la rabia cuando se les inyectaba de nuevo el virus. Pasteur estaba convencido de que había descubierto la vacuna de la rabia. Y como les ocurre a muchos científicos, que deciden aplicarse su propia medicina antes de hacerla pública, el científico pensaba inyectarse él mismo la vacuna y luego exponerse al virus para comprobar si tenía efecto. Y fue en esa época y en ese estado de ánimo cuando Pasteur recibió a Joseph en su laboratorio.

Trató al niño durante diez días. Los síntomas de la rabia nunca se presentaron. El éxito le garantizó la fama y con ella los medios para la producción de tanta vacuna que pudo tratar a más de dos mil pacientes durante el año siguiente. La acumulación de evidencia sobre el efecto beneficioso de la vacuna atrajo a filántropos que con sus donaciones permitieron la construcción de un nuevo laboratorio médico: el Instituto Pasteur. Años después, en ese laboratorio, que todavía hoy está a la cabeza de los estudios en virología, Montagnier identificaría el virus del sida.

Una de las aportaciones de Pasteur a la ciencia, entre otras muchas, fue resolver de una vez el debate sobre la generación espontánea. La teoría de la generación espontánea proponía que la vida podía originarse en la materia inerte. El origen de esta teoría se remontaba a Aristóteles y los antiguos griegos. Aristóteles, en cuya cabeza cabía toda la ciencia, creía más en la observación que en la experimentación: un estanque que no tenía peces se llenaba con ellos de modo «espontáneo»; algo que también parecía suceder con la carne podrida, que generaba gusanos. Pensó que existía la generación espontánea y que ocurría con más frecuencia en la materia en descomposición.

Aristóteles también detuvo la evolución de la astronomía con su teoría equivocada de la composición del universo, de la órbita entre la Luna y la Tierra, de los cometas y de la inmovilidad de las estrellas. Para él, si la observación contradecía los datos, se debía a que estos eran corruptos. Hay veces que hay que demostrar que un genio entre genios está muy equivocado para mover el humilde carro de la ciencia unos pasos hacia delante (Copérnico, Kepler y Tycho sufrieron para demostrar que las ideas de Aristóteles sobre el firmamento estaban equivocadas).

La teoría de la generación espontánea se mantuvo durante siglos y veinte siglos después de la muerte de Aristóteles aún estaba en boga. Al fin y al cabo, eran hechos observados a diario por quien quisiera fijarse en esas cosas; bastaba acercarse a un basurero. En el siglo XVII, alguien diseñó un experimento para generar espontáneamente animales, en su caso, ratones. No penséis que requería un diseño experimental muy sofisticado. Bastaba lo siguiente: colocar ropa interior usada, cuanto más sucia mejor, junto a espigas de trigo en un recipiente que debía mantenerse, y ese era un detalle clave, destapado. Había que tener paciencia, eso sí, aunque no mucha; en veinte días a más tardar, si el granero era de tamaño normal, había ratón en el frasco. En fin, no podemos dudar que este experimento tuvo éxito en muchos casos.

En 1668, un médico italiano desafió el aspecto de la teoría que sostenía que los gusanos surgían espontáneamente en la carne podrida. Para probar que esto no era así, guardó carne en una serie de recipientes, unos sin tapar, otros completamente cerrados y otros tapados con una gasa. Los gusanos aparecieron solo en los frascos abiertos. El médico italiano explicó que esto era así porque las moscas tenían que poner los huevos en la carne para que se desarrollasen las larvas y solo tenían acceso a la carne en los recipientes abiertos. Sin moscas no había gusanos. La carne no los generaba espontáneamente. Ese experimento habría funcionado también con el de la creación de un ratón. Un problema de aquel es que le faltaban controles (recipiente tapado versus recipiente sin tapar, por ejemplo). Los controles son el alma del método científico. Como explica Natalie Angier en The Canon:

¿Cómo buscan los científicos purgar su trabajo de sesgos y datos erróneos? Mediante frecuentes abluciones en el baptisterio del Control. Para la integridad de un informe científico son tan vitales el hallazgo que se presenta como las pruebas en las diferentes condiciones donde el experimento no obtuvo el mismo resultado, y que se muestran para comparación: hicimos la operación A en la variable B y obtuvimos el resultado Z; pero cuando sometimos a B a las operaciones E, I, O, U e incluso Y, B no sufrió cambios.

A pesar de que el experimento del médico italiano estaba bien diseñado, no todos estuvieron de acuerdo con él. Quizá la generación espontánea no ocurría en esas circunstancias, pero había pruebas evidentes de que sí ocurría en otros casos. La observación —veo lo que ocurre— se oponía a la experimentación —solo ocurre si no hay tapa—. Aristóteles volvía a ganar.

El microscopio, curiosamente, no aclaró las cosas. La observación bajo el microscopio del agua mostraba que los microbios podían aparecer espontáneamente en el agua sucia. Así quedó la teoría, con científicos a favor y en contra, durante cien años más. A mediados del siglo XVIII, un clérigo inglés hizo un gran experimento. Hirvió caldo de pollo, con lo que se suponía que había conseguido un caldo estéril, sin ningún microbio; luego, lo volcó en un matraz y lo selló. A los pocos días volvió a mirarlo y comprobó que habían crecido microbios. La generación espontánea tomó nuevo auge y se convirtió, a partir de entonces, en una teoría demostrada científicamente.

Otro clérigo criticó el experimento de su colega. Podía ser que los microorganismos hubiesen entrado en el caldo después de haberlo hervido y antes de taparlo, así que colocó el caldo de pollo en un matraz y lo tapó. Luego hizo un vacío extrayendo el aire y lo puso a hervir. En este caso, no crecieron microorganismos. Si no había aire, no había gérmenes. Tampoco este sensato experimento convenció a todo el mundo. Podía ser, argumentaron los detractores, que el aire fuese necesario para la generación espontánea.

Harta ya de estar harta, la muy escéptica Academia Francesa de Ciencias convocó un concurso para aclarar de una vez el lío de la generación espontánea. Habría premio para el mejor experimento, ya fuese para probar o refutar la generación espontánea. Hubo suerte esta vez: uno de los concursantes era Pasteur, que basó su experimento en los dos realizados por los sacerdotes.

Comenzó hirviendo carne en un matraz, pero empleó uno con un cuello muy largo y estrecho, en forma de S o en cuello de cisne. Este matraz permitía que entrara el aire, pero los organismos que estuviesen en el aire se quedarían depositados a lo largo del tubo. El experimento demostró que el caldo hervido, si permanecía aislado de los microorganismos del exterior, no permitía el crecimiento de microbios. Bastaba inclinar el matraz para hacer que el caldo estéril se pusiese en contacto con la parte del cuello donde se habían depositado los microbios para que el caldo se enturbiase debido a la presencia de estos. Ocurría lo mismo si se rompía el cuello del matraz y se exponía el caldo hervido al aire: el caldo se infectaba. Así se refutaba la teoría de la generación espontánea. Pasteur, durante el discurso de agradecimiento por el premio, aseveró: «Toda la vida proviene de la vida», aunque prefirió el latín: Omne vivum ex vivo.

Estos experimentos y sus conclusiones conforman una de las bases de lo que se denomina «teoría de los gérmenes». Uno de los conceptos más revolucionarios en su momento, esta teoría propone que los gérmenes pueden causar enfermedades, que los gérmenes están en el aire y que protegiéndose de ellos se pueden prevenir infecciones. No fue fácil aceptar que organismos invisibles causan afecciones contagiosas, como no es fácil aceptar que trescientos millones de millones (un tres seguido de catorce ceros) de virus convivan en nuestro cuerpo.

Además de Pasteur, el cirujano inglés Joseph Lister, pionero de la antisepsia en las intervenciones quirúrgicas —en el siglo XIX, los cirujanos no llevaban mascarillas cuando operaban—, y el médico alemán Robert Koch, quien sentó las bases para examinar si un microbio determinado producía una enfermedad —los llamados postulados de Koch—, reciben gran parte del crédito por el desarrollo y la aceptación universal de la teoría.

Desde Pasteur, la teoría de la generación espontánea se considera ridícula. No la han adoptado ni los que piensan que la Tierra es plana, ni quienes creen que la vida del planeta se reduce a unos miles de años, ni quienes piensan que la llegada a la Luna —siempre se refieren solo al primer viaje— se escenificó en Hollywood, ni quienes piensan que las vacunas producen autismo. Sin embargo, una cosa es considerar algo ridículo y otra cosa, demostrarlo. Algunas de las observaciones que ahora pensamos que son lógicas podrían estar equivocadas y resultar ridículas creencias para los ciudadanos del futuro. Pasteur y el uso de los controles apropiados en sus experimentos son un ejemplo de ciencia elegante y eficaz. La capacidad de diseñar experimentos con gusto y sin errores es una de las cualidades de los buenos científicos de ayer y de hoy.

El siguiente virus descubierto después del agente del mosaico del tabaco fue uno que infecta a los animales y les produce úlceras en la boca y las patas. Lo descubrieron en 1898 Friedrich Loeffler y Paul Frosch (discípulos de Koch). Una vez más, un líquido filtrado, sin bacterias, reproducía la enfermedad en las vacas. Si el primer virus, el del tabaco, producía enfermedades en las plantas, el segundo infectaba a los animales. ¿Podía ser que los virus fuesen depredadores universales?

Desde el principio del siglo XX sabemos que los virus pueden infectarnos y causarnos enfermedades muy graves. Carlos Finlay, pionero en el trabajo epidemiológico en Cuba, sugirió en 1881 que los mosquitos transmitían la fiebre amarilla. El virus había llegado al Caribe y América con el tráfico de esclavos. Como comentamos en el capítulo 2, una epidemia de fiebre amarilla impidió que Napoleón frenase la revolución en Haití.

La fiebre amarilla tomó especial relieve durante otro conflicto bélico: la guerra hispanoamericana. Poco antes de comenzar la guerra, la fiebre amarilla había causado estragos entre los soldados españoles y había dejado solo cincuenta y cinco mil soldados vivos y sanos de un número total de más de doscientos mil. Durante las hostilidades, la fiebre amarilla se cobró la vida de tres mil estadounidenses, con trece soldados víctimas mortales de la fiebre amarilla por cada soldado muerto en combate. Después de la guerra, el ejército de Estados Unidos mandó un equipo a investigar la causa de la fiebre amarilla en Cuba. La comisión científica liderada por Walter Reed probó por primera vez que, como había sugerido Carlos Finlay, los mosquitos propagaban la enfermedad y demostró en 1901 que un agente filtrable era el causante de la enfermedad. El virus se aisló en 1927; pocos años después pudieron establecerse cultivos donde crecía el virus y con ellos se llegó a crear una cepa del virus con la que se generó la vacuna que seguimos utilizando hoy en día.

Disponemos de una vacuna y no de fármacos antivirales para tratar los casos activos de fiebre amarilla. El tratamiento sintomático es esencialmente ineficaz y las mejoras en cuidados intensivos siguen sin influir significativamente en la mortalidad, que permanece alrededor de un inaceptable cincuenta por ciento. La fiebre amarilla pone de manifiesto que, a pesar del conocimiento que tenemos sobre la amenaza que los virus representan para el individuo y para la especie, no tenemos tratamientos eficaces para ellos.

Estamos orgullosos de nuestros tratamientos para bacterias y debemos estarlo. Hay antibióticos más o menos selectivos y los hay de amplio espectro. Los hospitales tienen a su disposición una batería variada de antibióticos que pueden usar antes y después de detectar la bacteria responsable de la infección. Disponen de antibiogramas, es decir, un análisis de la eficacia de un grupo de antibióticos para una bacteria en particular. Desde las viejas sulfamidas y la penicilina —el primer paciente fue un policía inglés llamado Albert Alexander, al que se le administró penicilina el 12 de febrero de 1941—, con las que iniciamos nuestra guerra con las bacterias, hasta la amoxicilina o la ciprofloxacina, que se usan para tratar una amplia gama de enfermedades, por no hablar de los antibióticos que se consideran de exclusivo uso hospitalario.

Los antibióticos, sin embargo, no tienen efecto contra los virus porque atacan, como es paradigmático de la penicilina, a las proteínas que forman las paredes celulares y membranas de las bacterias o a enzimas que regulan la replicación de ADN y la síntesis de proteínas. Los virus, por desgracia, no tienen membranas o paredes celulares y carecen de esas enzimas. Los tratamientos con antibióticos de los pacientes de COVID-19 —un intento desesperado de los médicos— no tuvieron éxito.

Aunque vivimos rodeados de virus que constantemente intentan infectarnos y sabemos que unos cientos de virus nos causan infecciones, hoy solo tenemos tratamientos demostrados para menos de una docena, y de ellos un par de fármacos se han aprobado para tratar más de un virus. Los tratamientos antivirales son extraordinariamente específicos, normalmente son útiles contra un solo virus. Y algunos tratamientos funcionan para un clon de un virus, pero son ineficaces para otro. Y por si esto fuera poco, los virus tienden a mutar rápidamente pudiendo, de ese modo, adquirir resistencia a los medicamentos.

Una de las dificultades para el desarrollo de nuevos fármacos antivirales es la escasez de regiones del virus que pueden constituir dianas moleculares. En ese respecto, no ayuda que los virus tengan poco ADN o ARN y un número mínimo de proteínas.

Los primeros antivirales, como ocurrió también con la penicilina, se descubrieron mediante observaciones hechas por casualidad. La trifluridina fue el primer medicamento antiviral que se comercializó, a principios de los años sesenta. Es un análogo del nucleótido timidina y se ideó originalmente para tratar ciertos tipos de cáncer. No obstante, se demostró que su uso tópico en el ojo tenía efecto contra una queratitis o inflamación de la córnea producida por un virus.

La ribavirina, un análogo de nucleósido de purina, se sintetizó en 1970. La actividad antiviral de amplio espectro se publicó dos años después. La forma de aerosol de la ribavirina se aprobó para el tratamiento de la infección por el virus sincitial respiratorio en niños con dificultad respiratoria a mediados de 1980. El mecanismo de acción de la ribavirina sigue aún bajo investigación y no todos los médicos aceptan su eficacia, postulada para varios virus.

Un avance más claro fue la síntesis de aciclovir, que inhibe la replicación del herpes; es decir, su multiplicación intracelular. Este fármaco y sus mejoras posteriores destruyen tanto un virus que produce una úlcera en los labios como una encefalitis que puede ser mortal sin tratamiento. El aciclovir es, como los anteriores, un análogo de nucleósidos que inhibe selectivamente la replicación del virus Herpes simplex tipos 1 y 2, y el virus varicela-zóster. Este fármaco, después de su absorción intracelular, se convierte en monofosfato de aciclovir debido a la acción de una enzima que fabrica el virus. Este falso nucleósido se une a la secuencia del ADN del virus e impide la formación de un ADN viral completo, lo que detiene la producción de nuevos virus. Este paso de cambiar nucleósidos válidos por el del aciclovir no ocurre en ninguna célula que no esté infectada por el virus, así que la toxicidad es mínima. El mecanismo antivirus del aciclovir es muy ingenioso —una especie de veneno exclusivo para el ADN del herpes— y su especial modo de acción lo ha convertido en un fármaco muy seguro.

En los años ochenta, la investigación se centró en la producción de fármacos efectivos contra el VIH, un aspecto comentado en otro capítulo. El último antiviral aprobado es el remdesivir, un fármaco que, curiosamente, tiene una larga historia de fracasos. Hace diez años se sintetizó para tratar la hepatitis C, pero no surtió efecto. Durante el brote de ébola en 2014-2016 en el oeste de África se utilizó de nuevo, pero tampoco fue muy eficaz, aunque no causó efectos secundarios severos. Más tarde, algunos experimentos de laboratorio sugirieron que podría tener efecto contra los coronavirus, como los que causan SARS y MERS, y cuando comenzó la COVID-19 se empezaron estudios clínicos con el remdesivir para el SARS-CoV-2. Los estudios clínicos demostraron que el remdesivir mejora la evolución de pacientes graves con COVID-19. Los resultados, de momento, no son espectaculares, pero al menos son un rayo de esperanza de que otros antivirales puedan ser efectivos contra los coronavirus.

Hoy, con los conocimientos del genoma viral, el modelado in silico —literalmente, en un «chip»; es decir, sin usar células, modelado por ordenador. El término se ha creado por analogía con in vitro, en el tubo de ensayo, e in vivo, en animales— y técnicas como el aprendizaje automático, se espera encontrar nuevos y efectivos fármacos antivirales. Pero, todavía, el arma más valiosa contra los virus sigue siendo la vacuna. En los casos graves de coronavirus y de infecciones por otros virus, la toma de antiinflamatorios como los corticoides, sin que tengan ningún efecto antiviral, mejora el pronóstico de los pacientes.

Durante muchos siglos, la viruela campó por el mundo sembrando muerte indiscriminada, aunque cebándose en los niños; primero fue solo en Egipto. Un papiro contiene la descripción de una enfermedad como la viruela. Los hititas, en guerra con los egipcios, los acusaron de infectarlos. Desde Egipto, siguiendo rutas de mercaderes llegó a la India, luego a Europa y desde allí, llevada inconscientemente por los conquistadores como la más eficaz de las armas de destrucción de masas del momento, a América: la viruela y otras enfermedades europeas masacraron a la población indígena de América del Norte y del Sur. Así lo comenta Jared Diamond en Armas, gérmenes y acero:

Cuando tales personas parcialmente inmunes entraron en contacto con otras personas que no habían tenido exposición previa a los gérmenes, las epidemias resultaron en la muerte de hasta el noventa y nueve por ciento de la población previamente no expuesta.

Una vez infectados los primeros indígenas, la viruela se adelantó a los conquistadores y se extendió como una plaga antes de que llegaran los soldados:

A lo largo de las Américas, las enfermedades introducidas con los europeos se propagaron de una tribu a otra mucho antes que los propios europeos y mataron a alrededor del noventa y cinco por ciento de la población indígena precolombina.

La historia de la viruela, con un pasado tan trágico, tuvo un final feliz. La humanidad le ganó la partida al virus. Es la batalla más universal ganada a un virus. Hemos erradicado la viruela del mundo. La necesidad de organismos internacionales que impulsen proyectos como estos quedó ratificada con este gran éxito. La OMS, a pesar de ello, sigue amenazada por los rifles y las balas en zonas de guerra como ciertas regiones de África o su viabilidad económica pende de un hilo, como ha propuesto la administración Trump. Los movimientos anticiencia son una epidemia antigua y una pandemia moderna.

El rápido y fructífero ritmo de la generación de vacunas no puede hacernos olvidar sus orígenes, y en especial a Edward Jenner. En la Europa del siglo XVII, cuatrocientas mil personas murieron anualmente de viruela. La tasa de letalidad de la viruela, o el «monstruo moteado», como se la conocía en la Inglaterra del siglo XVIII, variaba del veinte al sesenta por ciento y dejaba a la mayoría de los supervivientes con cicatrices desfiguradoras y ceguera. La tasa de letalidad en los lactantes era aún mayor, pues llegaba al ochenta por ciento en Londres y al noventa y ocho en Berlín a finales del siglo XIX.

La palabra variola, de donde viene la española «viruela», la introdujo un obispo suizo en el año 570 y se deriva de la palabra latina varus, «marca en la piel». El término inglés small pox, «pequeña úlcera», se usó por primera vez en Inglaterra a finales del siglo XV para distinguir la viruela de la sífilis, que entonces se conocía como la great pox, «úlcera grande» o «chancro».

Durante la época medieval, se utilizaron muchos remedios para tratar la viruela. El Dr. Thomas Sydenham, en el siglo XVII, prohibía el fuego en la habitación de sus pacientes, pedía que las ventanas estuvieran permanentemente abiertas, tapaban al paciente en la cama solo hasta la cintura y prescribía doce botellas de cerveza cada veinticuatro horas. Doce botellas son muchas botellas. Supongo que es lo que hoy llamaríamos un coma inducido farmacológicamente.

Ya por entonces, sin saber qué era la inmunidad, se comenzó a combatir la viruela mediante la inoculación. Este procedimiento podría haberse iniciado en China. El inoculador tomaba con un cuchillo materia de una pústula de la viruela de un paciente y después se lo introducía bajo la piel de una de las extremidades a alguien que no tenía la enfermedad. La inoculación podía prevenir la viruela o, con menor frecuencia, podía también transmitirla. La inoculación, conocida como «método chino», era popular en Turquía, tanto que las mujeres de los sultanes recibían la inoculación para prevenir que el virus las afease. Naturalmente, se tenía en cuenta la estética, y la inoculación se hacía en partes del cuerpo no visibles, porque el inóculo dejaba una pequeña cicatriz.

Y fue precisamente una mujer hermosa —no sé si estamos hablando de una leyenda o no—, cuya cara sufrió el daño de la viruela, quien introdujo en Europa la inoculación, que ya era popular en Asia. La esposa de un embajador inglés en Turquía ordenó que se le practicara la inoculación a su hijo para evitar que pasase por lo que ella había pasado. Al ver que su hijo toleraba bien el procedimiento, a su vuelta a Inglaterra ordenó exhibiciones de inoculaciones delante de los médicos de la corte con objeto de que aprendieran la metodología. La técnica viajó por las cortes europeas. Entre los aristócratas que se inocularon estaban la emperatriz María Teresa de Austria, Federico II de Prusia, el rey Luis XVI de Francia y Catalina II de Rusia.

En Estados Unidos, donde Lincoln sufrió la viruela, la inoculación se tomó muy en serio. Uno de los hijos de Benjamin Franklin había fallecido de viruela y el diplomático apoyó apasionadamente la inoculación. Fue en Boston donde, años después, se llevaría a cabo quizá el primer estudio científico para comprobar si la inoculación protegía de la viruela, algo aceptado por los médicos de todo el mundo, pero nunca demostrado. Ese ensayo clínico se vio beneficiado por una dura epidemia de viruela, durante la que la mitad de los doce mil ciudadanos de Boston contrajeron la enfermedad. Dos científicos recogieron datos de los infectados y compararon el tanto por ciento de mortalidad en los inoculados con el porcentaje de mortalidad de quienes no se habían inoculado. En los no vacunados, la mortalidad era del catorce por ciento; en los inoculados que desarrollaban una forma benigna de la enfermedad, solo del dos por ciento. Esos datos indicaban que la inoculación protegía contra el virus.

Edward Jenner nació durante la primavera de 1749 en Berkeley, Inglaterra. Cuando tenía ocho años, lo inocularon con viruela. El procedimiento tuvo éxito, Edward desarrolló un caso leve de viruela y probablemente quedó inmune para la enfermedad; al menos, nunca la sufrió. La biografía de Jenner suele comenzar con un breve cuento, un microrrelato de apenas un párrafo: érase una vez, en la Europa estragada por la viruela, un Jenner de solo trece años que mientras trabajaba como asistente de un cirujano escuchó a una campesina que decía: «Nunca tendré viruela porque he tenido la viruela de las vacas. No tendré una cara picada».

Con el paso de los años, Jenner se encontró con otra campesina, Sarah Nelmes, una mujer muy bella, cuya tez rosada e impecable no presentaba ninguna de las lesiones de viruela, aunque en las manos tenía pequeñas vesículas muy parecidas a las de esta enfermedad. Sarah le explicó a Jenner que una de las vacas que ordeñaba, llamada Blossom, había sufrido recientemente la variola de las vacas. Jenner diagnosticó a Sarah de variola y luego, en un experimento tan histórico como brutal, inyectó pus de las ampollas de Sarah, producidas por viruela bovina, en los brazos de un niño sano de ocho años, y después inoculó al jovencito con muestras de viruela. El niño no desarrolló ningún síntoma de viruela. Y todos fueron felices y comieron perdices.

Jenner no saldría muy bien parado si se le aplicaran los estándares de la práctica médica de hoy. Aunque bien pudiera ser que nada de ello hubiese ocurrido. La historia de Sarah y la vaca Blossom es, probablemente, un colorido mito del folclore inglés. Ya sabéis lo que se decía en aquella película de John Ford: «Cuando la leyenda se convierte en hechos, se publica la leyenda».[17]

Tomando las leyendas como referencia o no, el gran mérito de Jenner fue demostrar algo que estaba en el sentir de quienes trabajaban con ganado y que nunca antes se había confirmado. Su importante conclusión abrió nuevas avenidas de conocimiento. Según él, cualquier persona podría protegerse contra la viruela sin necesidad de tener contacto previo con el virus asesino. Jenner llamó vacuna al procedimiento que ofrecía protección, una palabra latina que significa «vaca».[18]

La Academia de Ciencias del Reino Unido no aceptó de inmediato los experimentos repetidos y las conclusiones sensatas y al mismo tiempo espectaculares de Jenner. Se le pidió paciencia a la hora de publicar sus datos. Corría el riesgo de destruir tanto su reputación como su futuro. Al fin y al cabo, ya existía la inoculación. Y no era cosa de entonces, hacía mucho tiempo que se practicaba y, además, funcionaba. Lo de la vacuna era un avance mínimo, quizá innecesario. La respuesta inicial de la sociedad al tratar de frenar un procedimiento nuevo es la norma, no la excepción. La inercia social es resistirse al cambio. El científico y el inventor han de aguantar las críticas de «expertos» que no han hecho nada en ese campo científico o que no entienden la significancia de lo que tienen frente a los ojos. Como es sabido, en ninguna ciudad del mundo existe un monumento al crítico.

La vacuna de Jenner, a pesar de los intentos de frenarla, como muchas otras buenas ideas, acabó imponiéndose. Daba igual lo que dijesen los expertos, la verdad era que resultaba mucho mejor que la inoculación, como se reflejaba en estas tres grandes ventajas: aquellos a los que se vacunaba no sufrían ningún tipo de viruela, como ocurría con los que recibían la inoculación; tampoco eran contagiosos para los demás y las cifras de mortalidad eran inexistentes.

No todos se opusieron a los estudios de Jenner. Thomas Jefferson, uno de los fundadores de Estados Unidos, fue uno de los primeros visionarios del procedimiento y un admirador de Jenner, y predijo que la viruela se erradicaría gracias a la vacuna. Así se lo comunicó por carta al médico inglés: «Las generaciones futuras solo sabrán por la historia que la repugnante viruela existió y que usted consiguió eliminarla».

El primer país en declarar la vacuna obligatoria fue Bavaria; le siguió Dinamarca y luego, poco a poco, la mayoría de los países del mundo. Después de rastrear casos de viruela por todo el globo terrestre, ciento ochenta y cuatro años después de que Jenner demostrase su efecto, la OMS declaró erradicada la viruela el 8 de mayo de 1980. Ha sido bonito vivir esa época, leer en los periódicos la noticia, entender el significado. Mientras la memoria de mis abuelos era la revolución de 1934 y la Guerra Civil española y la de mis padres, la Segunda Guerra Mundial, mi generación ha tenido la erradicación de la viruela, uno de los mayores triunfos de la medicina en su historia. Las campanas esta vez, míster Hemingway, redoblaron por un virus. ¡Gloria a Jenner y a la OMS!

Mantener o no mantener muestras del virus de la viruela ha sido y es todavía hoy un debate hamletiano. La viruela podría usarse como arma biológica, así que sería mejor destruir por completo el virus. Por otro lado, la viruela podría volver a ser un problema sanitario si el virus se reactivase en ciertas zonas de la Tierra; por ejemplo, con el deshielo del permafrost debido al cambio climático —ese que según algunos políticos e inversores del petróleo no existe—, los cadáveres de personas fallecidas por la viruela podrían desenterrarse y el virus podría aún ser contagioso. Así que es mejor mantener muestras del virus y tener listas las reservas de vacunas. Los malos, después de todo, siempre encontrarán medios de hacerse con el virus, y frente a ellos nada como una buena vacuna. Hoy, los laboratorios vigilados en Atlanta y Moscú, donde se encuentran las agencias de control de las enfermedades de Estados Unidos y Rusia, respectivamente, tienen los únicos viales del virus, o así debería ser.

Ochenta años después de los descubrimientos de Jenner, Pasteur desarrolló la primera vacuna bacteriana atenuada viva. La atenuación es un proceso que debilita la bacteria o el virus en una vacuna, por lo que es menos probable que cause la enfermedad, mientras que desencadena una respuesta inmune similar a la infección natural.

Las vacunas sufren las mismas desventajas que los medicamentos contra los virus: son extraordinariamente específicas. Una vacuna, un virus. Además, no suelen ser muy efectivas si la infección ha comenzado y son mucho más útiles cuando se utilizan para prevenirla administrándola antes de que la persona se enferme. Y los virus de mutación rápida, como la gripe, obligan a que se fabrique una nueva vacuna contra el virus cada año. Por lo general, estas limitaciones también se aplican a otras terapias, como los anticuerpos monoclonales: tienden a ser específicas de un solo virus ya encontrado y no pueden almacenarse para usarse contra otras nuevas.

Así que, aunque ha existido un progreso excepcional en la elaboración de las vacunas, que ha llevado incluso a la erradicación de la primera enfermedad producida por un virus, queda mucho por hacer. Y, por si fuera poco, de ese lugar donde habitan los villanos anticiencia han surgido los antivacunas. Estos movimientos equivalen a lo que la teoría del creacionismo y el gran diseño son a la evolución. Y, muchas veces, los mismos individuos y grupos de individuos defienden todas esas teorías a la vez. Los antivacunas no aceptan las vacunas recomendadas y no están abiertos a un cambio de opinión, sin importar lo que señale la evidencia científica.

Peter Hotez trabaja en la Facultad de Medicina Baylor, en Houston, que está situada justo frente a mi hospital. Hotez, médico prestigioso, autor prolífico de libros de divulgación sobre enfermedades infecciosas y sus repercusiones en la sociedad, es una autoridad en vacunas y los movimientos antivacunas o antivax lo están atacando injustamente por ello. Por si fuera poco, Hotez tiene una hija que sufre autismo. En un artículo publicado en la revista Microbes and Infection en mayo de 2020 (COVID-19 meets the antivaccine movement), Hotez explicaba así algunas de las extravagantes y ridículas teorías de los antivax:

En la categoría de conspiración, el movimiento antivacunas ha denunciado que Bill Gates u otros crearon COVID-19 como un medio para imponer vacunas obligatorias. A su vez, alegan que las vacunas COVID-19 son dispositivos para promover el establecimiento de una red de vigilancia global, en la cual cada uno de nosotros recibiría un «tatuaje electrónico» mediante la inyección de un chip de datos con la vacuna debajo de la piel. O que el lanzamiento de la red 5G en Wuhan, China, es responsable de la creación del virus o dañó los sistemas inmunes de la población para hacerlos susceptibles al virus SARS-CoV-2.

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