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6. La teoría de los gérmenes

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Alternativamente, el lobby antivax afirma falsamente que el Instituto Nacional de Alergias y Enfermedades Infecciosas de los Institutos Nacionales de Salud de Estados Unidos, dirigido por el doctor Anthony Fauci, está detrás de COVID-19 y financió el Instituto de Virología de Wuhan para transformar un coronavirus inocuo en el virus SARS-CoV-2, letal y transmisible.

Denuncian que Fauci y Gates obtendrán beneficios económicos de futuras vacunas para la COVID-19.

La tirria que los antivax le tienen a Peter Hotez está exacerbada por el hecho de que Hotez es padre de una niña autista y rechaza de plano toda conexión entre vacuna y autismo. La conexión, inexistente, entre la vacuna del sarampión y el autismo es uno de los mayores argumentos esgrimidos por los antivacunas. El vínculo falso surgió de un artículo publicado en la prestigiosa revista The Lancet en 1998. Uno de los autores, el médico inglés Andrew Wakefield, informaba sobre «un trastorno generalizado del desarrollo» en doce niños, un estudio de muy baja calidad científica, que carece de controles, lo cual por sí mismo debería haber hecho que se invalidara el ensayo. Y el tamaño de la muestra era demasiado pequeño para sacar conclusiones sin riesgo. Los estudios epidemiológicos necesitan cientos o miles de casos para ser relevantes, para que sus conclusiones sean válidas, y este informe solo contaba con una docena de casos. El Dr. Wakefield cobraba directamente de abogados cuyos clientes eran familias con niños que sufrían autismo y a los que, presuntamente, les había perjudicado la vacuna del sarampión, así que había un importante conflicto de interés. El artículo aparece ahora con la etiqueta roja de «retractado» en la primera página. El autor ha sido, desde entonces, desacreditado por los profesionales de la medicina y la ciencia.

Las vacunas son un invento genial. Y si es necesario, hay que enfatizar en público la abrumadora existencia de pruebas, acumuladas durante dos siglos, que respaldan la seguridad y eficacia de las vacunas. La inmensa mayoría de los científicos y médicos está de acuerdo con el gran adelanto que suponen las vacunas. Y si alguna no funcionase o causase toxicidad, los mismos estudios clínicos identificarían estos problemas. Nadie es más escéptico que un buen científico, pero hay que apoyarse en datos, no en conspiraciones.

Es una irresponsabilidad que un niño fallezca de una enfermedad prevenible por una vacuna. Las enfermedades y muertes de esos niños son inaceptables. El número de casos de sarampión, que estaba reduciéndose consistentemente desde el inicio de las vacunaciones, ha vuelto a incrementarse. Las escuelas de países tan modernos como Estados Unidos y regiones tan avanzadas culturalmente como California informan de que aumentan los porcentajes de niños sin vacunar. Algunas comunidades, como la de los judíos ortodoxos, han sufrido brotes de sarampión en Nueva York. También hay comunidades de cristianos evangelistas que se oponen a la vacunación. Y luego están las mamás acomodadas, llamadas «mamás yoga», que viven en mansiones de Beverly Hills, que no vacunan a sus hijos. Y también se oponen quienes piensan que las vacunas son solo un invento de las grandes compañías farmacéuticas para timar al Gobierno.

Es poco probable que los bebés nacidos en un país civilizado presenten sarampión, rubeola o paperas, y no ha habido un caso natural de poliomielitis desde la década de los noventa. A la mayoría de los niños se los vacuna y los países modernos, entre ellos España, tienen unas cifras cercanas al noventa por ciento de vacunaciones. Pero se han dado más casos de sarampión en el año 2019 que en cualquier otro año desde 2006. La OMS ha informado de que ciento cuarenta mil personas, la mayoría niños menores de cinco años, murieron de sarampión en 2018. Un solo brote de sarampión se cobró la vida de más de seis mil personas solo en la República Democrática del Congo. Evidentemente, los niños de los países más pobres tienen un riesgo mayor de enfermar.

El avance de las vacunas no es suficiente. Hay que aumentar los esfuerzos destinados a descubrir nuevos fármacos antivirales. Estos procedimientos pueden ahora, por primera vez en la historia, basarse en la metodología de la inteligencia artificial (IA). Si entendemos la inteligencia artificial como un conjunto, dentro de él se encuentran otros subconjuntos, como el aprendizaje automático —en inglés, machine learning— y uno de sus subconjuntos, el aprendizaje profundo —en inglés, deep learning—. Con cada subconjunto, la necesidad de intervención humana, una vez entrenado el algoritmo, es menor.

El aprendizaje automático es una aplicación de la IA en la que introducimos datos en una computadora para que «entienda» una serie de patrones y actúe en consecuencia. Si se introducen en una «red neuronal» imágenes de gatos, el programa aprenderá a distinguir a los gatos de todo lo demás. Si se le da una base de datos de canciones y se introducen después las canciones preferidas por un usuario, el programa encontrará canciones con el mismo patrón o vídeos similares, o cualquier otro objeto de consumo preferido. Libros, fósiles, meteoros o bonsáis, la IA nos espera, ojo avizor, en cuanto abrimos nuestro ordenador. Millones de algoritmos se entrenan para interpretar el gusto del consumidor; hay algoritmos jugando a alcahuetas que proporcionan citas románticas y algunas acaban en una relación permanente.

Los sistemas de aprendizaje automático funcionan mediante la identificación de patrones en laberintos masivos de datos. En lugar de codificar software con instrucciones específicas, el aprendizaje automático entrena un algoritmo para que pueda aprender a tomar decisiones por sí mismo, basándose en la información suministrada para responder a una pregunta.

Para entrenar un algoritmo se necesita primero diseñar una «red neuronal», que consiste en un conjunto de algoritmos interconectados que, siguiendo adelante con las analogías —inteligencia, aprendizaje, red neuronal—, estarían inspirados en las redes neuronales del cerebro humano. Esta red cibernética consiste en neuronas individuales conectadas entre sí. Una neurona recibe datos a través de sus entradas, procesa los datos utilizando una serie de funciones y, al final, envía el resultado de su análisis a otras neuronas, que realizarán más análisis antes de enviar los resultados a otras neuronas y así sucesivamente.

A diferencia de programas simples, que contestan preguntas que requieren un sí o un no por respuesta, las redes neuronales intentan responder preguntas abiertas o incluso de formulación difícil o confusa. Una red neuronal de aprendizaje automático intentará, por ejemplo, definir la elusiva estrategia ganadora en el mercado de valores, los movimientos de un jugador de fútbol, la pareja perfecta para una cita o conducir un coche no pilotado a través de la ciudad.

Los algoritmos han existido durante décadas, pero los ordenadores han alcanzado el nivel de potencia de procesamiento necesario para usar las técnicas de aprendizaje automático para resolver situaciones prácticas hace pocos años.

El aprendizaje profundo es la próxima generación de conocimiento automático. Los modelos de aprendizaje profundo del pasado todavía necesitaban intervención humana en muchos casos para llegar al resultado óptimo. Los modelos de aprendizaje profundo de hoy en día hacen predicciones completamente independientes de los humanos. Eso sí, las deducciones se realizan con una lógica similar a la humana, aunque no completamente igual a ella, y a muchísima más velocidad.

La presencia de IA en el descubrimiento de fármacos es ya una realidad. La mayoría de los científicos, ya sea en compañías farmacéuticas o universidades, trabaja con programas que usan aprendizaje automático y aprendizaje profundo. La inteligencia artificial puede usarse para el diseño y descubrimiento de nuevos fármacos. Al utilizar modelos in silico, los progresos iniciales, aun rastreando ingentes bases de datos, pueden ser extraordinariamente rápidos.

En 2020, un enfoque pionero de aprendizaje automático ha identificado nuevos y potentes tipos de antibióticos de un conjunto de más de cien millones de moléculas, incluido un fármaco que funciona contra una amplia gama de bacterias, también la que causa la tuberculosis y las cepas de bacterias consideradas muy resistentes a los antibióticos o intratables.

Con el rápido aumento de la resistencia a los medicamentos en muchos patógenos, se necesitan desesperadamente nuevos antibióticos. Puede ser solo cuestión de tiempo antes de que una herida o rasguño se convierta en una amenaza para la vida. Sin embargo, en los últimos tiempos han entrado pocos antibióticos en el mercado, e incluso estos son solo variantes menores de los antibióticos antiguos.

En un estudio publicado el 20 de febrero de 2020 en la revista Cell, científicos del MIT y Harvard utilizaron aprendizaje automático para descubrir nuevos antibióticos. El antibiótico, llamado «halicina» —nombre derivado, como decíamos en el capítulo 1, del de la computadora HAL de la película 2001: Una odisea del espacio—, es el primero descubierto con inteligencia artificial. Esta es la primera vez que se han identificado tipos completamente nuevos de antibióticos desde cero, sin utilizar ninguna suposición humana previa.

Los investigadores entrenaron una red neuronal para detectar moléculas que inhiben el crecimiento de la bacteria Escherichia coli utilizando una colección de más de dos mil moléculas para las cuales se conocía la actividad antibacteriana. Esto incluye una biblioteca de aproximadamente trescientos antibióticos aprobados, así como ochocientos productos naturales de origen vegetal, animal y microbiano.

Este algoritmo aprende a predecir la función molecular sin suposiciones sobre cómo funcionan los antibióticos y sin que se etiqueten los grupos químicos. Como resultado, el algoritmo detecta nuevos patrones desconocidos para los expertos humanos. Además, las redes neuronales no buscan estructuras específicas o clases moleculares, sino que están entrenadas para encontrar moléculas con una actividad en concreto. No interesa la estructura, sino la actividad.

Una vez que el modelo estuvo entrenado, se usó para examinar una librería de seis mil moléculas que se encontraban bajo investigación como tratamientos potenciales para enfermedades humanas. Pidieron a la computadora que predijera cuál de esos compuestos sería eficaz contra E. coli. También le pidieron que excluyera de los resultados las moléculas que fuesen similares a los antibióticos convencionales. Cuando el algoritmo estaba educado, se le presentaron millones de productos químicos. De entre todos ellos, las redes neuronales de las computadoras escogieron la halicina.

Por supuesto que el aprendizaje automático debe combinarse con un profundo conocimiento biológico de las infecciones para descubrir fármacos útiles, por sí solo no es suficiente; no obstante, este estudio demuestra que es posible utilizar IA para descubrir nuevos antimicrobianos y es de esperar que esta tecnología dé pronto resultados positivos también en el campo de los fármacos antivirales.

La pandemia de la COVID-19 ha dado el pistoletazo de salida para que numerosas compañías farmacéuticas y universidades compitan en la búsqueda de nuevas dianas moleculares o nuevos tratamientos contra el coronavirus. Una compañía llamada BenevolentAI se unió rápidamente a la carrera para identificar medicamentos que pueden bloquear la entrada del virus en las células del cuerpo. Utilizando herramientas de lenguaje automatizadas desarrolladas en la compañía, los ingenieros generaron una base de datos, intrincadamente interconectada, de procesos biológicos particulares relacionados con el coronavirus. Basándose en lo que la tecnología encontró en la literatura, se detallaron las conexiones entre genes humanos particulares y los procesos biológicos afectados por el coronavirus. Los algoritmos encontraron un fármaco antiinflamatorio llamado baricitinib. Este es el primer fármaco identificado por IA para tratar pacientes infectados por el coronavirus SARS-CoV-2. El baricitinib, que tiene efectos antiinflamatorios, ha entrado en estudios clínicos.

El baricitinib no tiene efectos antivíricos per se, es decir, no destruye el virus o lo inactiva, pero es un ejemplo práctico de lo rápido que la IA puede encontrar fármacos efectivos para disminuir la gravedad de las enfermedades causadas por virus. Cuando escribo estas líneas llevamos seis meses de pandemia, es todavía pronto para juzgar si estos intentos pioneros de descubrir fármacos contra los virus tendrán éxito. De todos modos, ahora sabemos que la dexametasona, un fármaco antiinflamatorio como el baricitinib, tiene efectos beneficiosos en el treinta por ciento de los pacientes con formas graves de COVID-19.

Tener el potencial para descubrir antivirales de forma rápida y segura nos pondría por primera vez en la historia de la humanidad en una situación de defender nuestra vida y las de los animales que viven con nosotros en la jungla de la virosfera. Por el momento, seguimos siendo corderos que pastan acechados por tigres.

Pasteur tenía una extraordinaria fuerza de voluntad y, a pesar de sufrir una hemorragia cerebral en 1868, pudo continuar su trabajo en el laboratorio. A partir de los setenta años de edad, sus síntomas neurológicos empeoraron y falleció a la edad de setenta y dos. Lo enterraron en el Instituto Pasteur. Joseph Meister, aquel niño que Pasteur curó de la rabia, consiguió de adulto un trabajo de bedel en el Instituto Pasteur y cuidó del laboratorio y del científico, y cuando Pasteur murió, también de su tumba.

Hay una leyenda que quiero creer, aunque no sea cierta por completo. Cuentan que, en 1940, durante la ocupación nazi de Francia, los soldados alemanes intentaron entrar en el Instituto Pasteur. Joseph plantó cara a los fusiles nazis, aquel era un «templo de la ciencia, no había lugar para las armas», y se opuso a que las tropas entraran en él, pero su resistencia duró poco y los soldados lo apartaron por la fuerza y se abrieron paso hacia el mausoleo. Impotente y frustrado, Joseph regresó a su casa, cargó la pistola que había usado durante la Primera Guerra Mundial y se suicidó. No podía vivir en un mundo donde el fanatismo político y el virus del odio se imponían a la ciencia.

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