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7. Oncovirus

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Oncovirus

Aproximadamente, una de cada seis personas muere debido a células neoplásicas. ¿No puede hacerse nada para combatirlas?

PEYTON ROUS,

Conferencia del premio Nobel

Hace setenta y cinco millones de años, en el período Cretácico, los dinosaurios sufrían cáncer. Los tumores de hueso, benignos y malignos, se observan sobre todo en los hadrosaurios, dinosaurios de pico de pato. No se sabe por qué este vegetasauro tenía cáncer con más frecuencia que los demás. No se ha encontrado ni rastro de cáncer en los abundantes fósiles del tiranosaurio rex. Animales más antiguos que los dinosaurios tenían cáncer. El tumor en el fémur de un Pappochelys, un ancestro sin caparazón de las tortugas, que vivió hace más de doscientos cuarenta millones de años, es el caso más antiguo conocido de cáncer entre los ancestros comunes a las aves, los reptiles y los mamíferos.

La paleooncología o estudio de los tumores del hombre prehistórico y los homíninos tuvo su comienzo en 1983 en un congreso de oncología en la isla de Kos, cuna de Hipócrates, fundador de la medicina. El tumor más antiguo en un homínido es un osteoma en una vértebra de un adulto Australopithecus sediba —el A. sediba puede representar el eslabón en la transición de los primates arbóreos a los homíninos bípedos— que vivió en Sudáfrica hace más de dos millones de años. Otro de los tumores antiguos se encontró en los huesos del pie de un homínido que vivió hace más de un millón y medio de años. Uno de los tumores más famosos es un cáncer de mandíbula de un fósil encontrado por el mítico paleoantropólogo Louis Leakey en Kanam, Kenia, en 1932. Es posible que este homínino viviese en el Pleistoceno, aunque la fecha de la mandíbula de Kanam varía según el autor. Otros fósiles de homíninos de este mismo período han mostrado evidencias de cáncer, incluido un tumor de hueso en el metatarso.

En la mandíbula de Kanam se puede apreciar una masa compatible con un linfoma de Burkitt, un tumor que aparece con frecuencia en esa localización. ¿Cuál fue la causa de ese cáncer? Los homínidos no estaban expuestos a los carcinógenos que plagan la vida del hombre del presente; en aquellos tiempos no había benceno, polvos de talco, radiactividad, tabaco o ranitidina. Hoy en día sabemos que el cáncer de Burkitt está causado por un virus, un herpesvirus que lleva el nombre de los dos científicos que lo descubrieron: virus de Epstein-Barr. Desde nuestra más remota antigüedad, sufrimos cáncer producido por virus.

Los papiros egipcios escritos entre tres mil y mil quinientos años antes de Cristo, tal y como describe Mel Greaves en Cancer: the Evolutionary Legacy, cuentan historias de pacientes con sarcomas de Kaposi, un cáncer producido por otro virus, el herpesvirus humano 8. Y también en la civilización egipcia encontramos momias de pacientes de cáncer nasofaríngeo, que puede estar producido por el virus de Epstein-Barr.

Napoleón gustaba de posar con la mano derecha colocada sobre el epigastrio, algo que había hecho sospechar a los médicos interesados en la historia que sufría una enfermedad gástrica. Su muerte mientras estaba en el exilio se atribuyó a diferentes causas, incluso a magnicidio por envenenamiento. Sin embargo, el emperador se diagnosticó con acierto su dolencia. Napoleón comunicó a los médicos que lo atendían que sufría de cáncer de estómago. Y exigió que se practicase una autopsia de su cadáver y se buscase el cáncer en ese órgano en concreto. La autopsia descubrió en el estómago de Napoleón dos lesiones ulceradas, una grande y otra más pequeña que atravesaba la pared del estómago. El diagnóstico estaba claro: úlceras de estómago y cáncer.

Napoleón sabía que su padre había muerto probablemente de un cáncer de estómago y que otros miembros de la familia también habían fallecido de esa enfermedad, así que sospechaba que podía ser hereditario. Quería que su hijo supiese que existía esa herencia y que debía intentar protegerse contra ella, por esa razón exigió su propia autopsia. Su cáncer no era hereditario —pocos lo son—, sino infeccioso. El hecho de que el estómago mostrase evidencia de úlceras crónicas sugiere que la causa del cáncer de Napoleón fue una infección por Helicobacter pylori. Este tipo de cáncer es esporádico, es decir, que no se hereda. El hijo de Napoleón falleció de tuberculosis, sin signos de cáncer, a los veintiún años de edad.

¿Qué es el cáncer? Esta pregunta parece tener una respuesta que se ha convertido en un secreto de Polichinela. La sociedad sabe qué es el cáncer. Lo sufre en sus carnes y elabora cada milésima de segundo bases de datos, porcentajes, correlaciones casuales y causales, gráficos de supervivencia, prevalencia, incidencia. Y, sin embargo, los pacientes saben que no son una estadística. La definición popular viene a ser: el cáncer es una enfermedad mortal. Verdad en ciertos casos. Falso en muchos otros.

Para el médico y el científico, la definición es más difícil y cambia con cada nuevo descubrimiento. El científico alemán Theodor Boveri publicó en 1914 una monografía clave sobre los tumores, traducida al inglés primero por su mujer y después por Henry Harris, titulada Concerning the Origin of Malignant Tumors. En ella apuntó a las anomalías genéticas como causa de cáncer. Una obra maestra de su momento histórico, resume lo conocido hasta entonces de una manera sucinta y clara. El cáncer, un proceso que se asemeja al comportamiento de las células durante el desarrollo embrionario, se diferencia de ellas porque tiene anomalías genéticas. El cáncer, explica Boveri, es una enfermedad del núcleo de la célula.

Boveri no puede mencionar el ADN porque la estructura de este no será conocida hasta medio siglo más tarde, pero centra el problema en los «paquetes de ADN» que llamamos «cromosomas». Basándose en su hipótesis de que el cáncer es una enfermedad del núcleo de la célula, busca la etiología del cáncer en factores que atenten contra el núcleo.

Hay ciertos agentes que pueden dañar el núcleo, razona Boveri, entre ellos los parásitos intracelulares. No había aún suficiente conocimiento de los virus para incluirlos como causa concreta de cáncer, aunque está claro que si Boveri hubiese tenido conocimiento de su existencia y su localización en el núcleo, los habría incluido. Examinemos en sus propias palabras cómo los parásitos producen cáncer:

Parásitos de todo tipo, desde bacterias, mohos y protozoos hasta gusanos y artrópodos, se han promocionado como causas de tumores malignos. La mayoría de estos reclamos se ha rechazado. Sin embargo, parece ser que el Distomum haematobium puede causar carcinomas y sarcomas, y algunos nematodos también pueden causarlos.

La infección crónica por Distomum haematobium o schistosoma sigue siendo un factor de riesgo mayor para el cáncer de vejiga urinaria en regiones de África. Pero Boveri, prisionero de su tiempo, se centra en la falsa teoría de Fibiger, quien defendía haber identificado un nematodo —Spiroptera carcinoma— que producía muchos tipos de cáncer. Fibiger ganó el Premio Nobel de Medicina por ello, pero la bacteria no existía; sus datos eran errores de laboratorio.

Ahora sabemos que el cáncer puede estar producido por inflamación crónica —como la hepatitis B— o por parásitos —que modifican el núcleo, como los virus—, aunque no en todos los casos aparecen estos factores. Así lo explica Boveri:

Los tumores malignos, especialmente los carcinomas, son notablemente una enfermedad de la vejez; pero también se presentan con todos sus rasgos característicos en individuos jóvenes, incluso en embriones. De hecho, son más devastadores en los jóvenes. Se encuentran frecuentemente en sitios de irritación crónica. Sin embargo, en muchos lugares donde esto ha sucedido durante mucho tiempo, no surgen; y, viceversa, pueden aparecer en lugares donde la irritación crónica ciertamente nunca ha tenido lugar. Los tumores malignos a menudo se encuentran en circunstancias que hacen pensar que pueden haber surgido de células embrionarias detenidas, pero en la mayoría de los casos se puede excluir una conexión de este tipo. Y si es cierto que ya no podemos dudar de que la proliferación maligna de tejidos puede ser producida por parásitos, un origen parasitario parece no ser admisible para la gran mayoría de los tumores malignos.

El cáncer es, pues, una enfermedad del núcleo que a veces se produce por irritación crónica y otras por parásitos. Y de ese concepto han derivado los progresos en los conocimientos de los genes y los genomas del cáncer, que han dado lugar a nuevas teorías de cómo se forma el cáncer y son la base para muchos tratamientos convencionales y experimentales. Este es también el tema de un libro de divulgación que apareció en el año 2000: Cancer: the evolutionary legacy. El autor de este pequeño gran libro, como ya se ha dicho, es Mel Greaves, un hematooncólogo inglés.

En este elocuente ensayo, la genética del cáncer se examina desde el punto de vista de la evolución darwiniana. Es un libro de divulgación, palpitante y humanista, y resume, para el hombre de la calle, qué pensábamos hace veinte años de la genética del cáncer y cómo estos mecanismos regulan el comportamiento de los tumores. Para Greaves, la clave para descifrar el cáncer está en dos descubrimientos mayores de la ciencia: el ADN y la teoría de la evolución de Darwin y Wallace —Darwin y Wallace publican juntos el artículo científico que describe la teoría. Un año más tarde, Darwin publica El origen de las especies y eclipsa para siempre la popularidad de Wallace—. Durante la década siguiente hemos aprendido algo más.

Parece claro ahora, y no lo está tanto en el libro de Greaves, que la supervivencia de los tumores necesita el desarrollo de escudos que los protejan de la inmunidad del paciente. Si un tumor no puede contrarrestar el sistema inmune, se destruye fácilmente. Por ese motivo, en la última década el cáncer ha pasado de ser considerado solo un problema genético a ser examinado desde el ángulo de la inmunidad. Y como ocurrió antes con la teoría genética, la nueva teoría inmune nos ha proporcionado una perspectiva diferente del problema, lo que ha repercutido en el diseño de tratamientos distintos.

No busquéis una definición fácil y completa al mismo tiempo del cáncer, es algo imposible. En el capítulo Desde el punto de vista de la evolución de su libro, Greaves explica las dificultades para definir el cáncer en un párrafo que parece escrito por un físico al que le piden que defina la mecánica cuántica:

Una dificultad importante aquí es cómo dibujar una imagen multidimensional y dinámica en la que los detalles esenciales resalten los principios en lugar de ofuscar. Otro desafío es incorporar la diversidad del cáncer más el papel dominante del azar sin presentar el proceso como un caos inaccesible. El problema es en gran medida de diversidad, dimensiones y vocabulario. El foco de acción abarca las subunidades más pequeñas de los nucleótidos en el ADN, a las células, y a los organismos completos; abarca la historia humana y el comportamiento social; y ocupa marcos de tiempo de horas a décadas a millones de años. El lenguaje que normalmente se usa para iluminar estos diversos parámetros difiere y generalmente no es exportable a través de las fronteras entre esos conceptos.

A pesar de esa nota de precaución, creo que tenemos que intentar definir mejor el problema. El cáncer es una enfermedad causada por un grupo de células —un clon inicial— cuyas anomalías genéticas remueven los frenos fisiológicos del crecimiento y permiten la proliferación caótica y la resistencia a la muerte, que terminan levantando escudos contra la respuesta defensiva del sistema inmune, lo que les facilita la invasión impune de tejidos localmente y a distancia, en forma de metástasis.

Y sí, es un proceso dinámico. La característica fundamental del cáncer, como menciona Greaves, es la constante evolución, guiada por mutaciones, de un clon inicial que responde a las presiones ambientales cambiando fenotipo y genotipo, y que es capaz, como su último y mejor truco, de crear una capa de invisibilidad bajo la que se esconde del sistema inmune del paciente. Hay tumores que pueden tratarse, y cada día hay más, pero el cáncer puede ser una enfermedad horrible, y aunque no le gustase a Sontag, ser «un obsceno y demoníaco depredador». Una de las tres «C» —corazón y carretera son las otras dos—, el cáncer es una de las principales causas de muerte en el mundo civilizado.

La mejor manera de vencer al cáncer es prevenirlo, evitar sus causas; el problema es que hay demasiadas: desde el asbesto al tabaco, desde el sol a la radioterapia, desde tomar hormonas a tener altos o bajos niveles de hormonas endógenas, desde vivir cerca de una fábrica a vivir cerca de un volcán, comer algunas cosas, beber otras, envejecer, trabajar sentado, ser muy alto, la virginidad, la infidelidad, implantes de mama y, para acabar, equivocarse al elegir a los padres y tener mala suerte. Al parecer, lo único que no causa cáncer es hablar por teléfono.

Hay tantas causas de cáncer que hasta el mismo cáncer de un animal puede producir cáncer en otro animal. El cáncer por sí mismo no suele ser contagioso. Y esta regla tiene muy pocas excepciones —quizá el trasplante de órganos de un donante con cáncer sea una de ellas—, pero tanto los animales domésticos como los salvajes pueden sufrir una forma de cáncer transmisible. En este caso, el cáncer es un «parásito». Este cáncer contagioso ha roto la baraja; dentro del espectro global de tumores, juega con sus propias, únicas, reglas.

Este tipo de cáncer transmisible no está producido por un virus o al menos no se sabe que sea así, pero se comporta como si él mismo fuese un virus. Puede que el más antiguo, el mejor conocido de estos tumores transmisibles, sea el cáncer venéreo de los perros. Este cáncer tuvo su origen hace más de cinco mil años en Asia. Por motivos que se desconocen, este tumor evolucionó para desarrollar la terrible capacidad de transmitirse como una enfermedad venérea. Las células del tumor inicial, sin que se sepa cómo, obtuvieron la capacidad de propagarse de un canino a otro por vía sexual. Aunque su origen estuvo en Asia, en este momento el cáncer afecta a perros en todo el mundo.

Entre los animales salvajes, solo hay ocho ejemplos conocidos de tumores transmisibles. Dos de ellos crecen en el rostro de los diablos de Tasmania. El diablo de Tasmania es el marsupial carnívoro más grande que se conoce y una especie en extinción; se trata de un animal agresivo, lo que facilita la transmisión de este cáncer a través de los mordiscos. El tumor se localiza en la cara, muchas veces rodeando la boca, lo que impide que el animal pueda comer. Como ocurre con el cáncer de los perros, el tumor es genéticamente muy estable y no muta con frecuencia. Los dos tipos de cáncer transmisible que afectan a estos marsupiales ha causado una disminución masiva de su número. Estos tumores son de origen reciente, con dos o tres décadas de antigüedad. Además de los perros y el diablo de Tasmania, se observan casos en cuatro especies de moluscos bivalvos, incluidas las almejas, que sufren una leucemia contagiosa.

Otra de las causas de cáncer son los virus. Ya advirtió Boveri del peligro que suponen los parásitos que atacan el núcleo de las células. Los virus son responsables aproximadamente del veinte por ciento de todos los tumores y muchos de ellos están entre los más agresivos, tanto de los que se originan en la sangre como de los que crecen en órganos sólidos. Dado su sorprendente protagonismo en el cáncer humano, los oncovirus se encuentran entre los factores de riesgo más importantes, después del consumo de tabaco, para el desarrollo del cáncer en humanos. Actualmente, se ha demostrado que un grupo pequeño de virus causa más de diez tipos de tumores.

Si fuésemos capaces de eliminar los virus que causan cáncer, habría millones de tumores menos por año.

No todo es negativo. Las infecciones de células por los virus son útiles para estudiar los mecanismos moleculares de las funciones celulares. De hecho, los comienzos de la biología molecular del cáncer se basaron en gran parte en estudiar estas interacciones. Y varios científicos fueron agraciados con el Premio Nobel de Medicina por estudiar temas relacionados con los mecanismos virales que originan cáncer.

Los oncovirus tienen una historia corta. A principios del siglo XX, Olaf Bang y Vilhem Ellerman demostraron que se podía inducir la leucemia en pollos sanos administrándoles un extracto filtrable que contenía el virus de la leucemia aviar. Fue una observación seminal de extraordinaria importancia que ponía en contacto un elemento filtrable con un cáncer. Sin embargo, el descubrimiento que lanzó el campo de investigación de los oncovirus fue el de Payton Rous, quien demostró que un virus causaba cáncer en las gallinas. El virus que identificó Rous es un retrovirus, como el virus de la leucemia del pollo y el que causa el sida.

Los virus son difíciles de evitar, se cuelan por las rendijas físicas y entre las líneas de los protocolos de los científicos. Los accidentes de laboratorio son raros. Y en contadas ocasiones, aparecen virus furtivos que contaminan experimentos. Si un oncovirus contaminase una forma de tratamiento, los pacientes podrían morir de cáncer. Que un evento pueda producirse en muy raras ocasiones quiere decir, literalmente, que puede producirse.

Una de las contaminaciones más graves de un tratamiento con un oncovirus ocurrió en la década de los cincuenta. Por entonces, Jonas Salk, que era el director de virología de la Facultad de Medicina de la Universidad de Pittsburg, decidió utilizar células de riñón de mono para cultivar el virus de la poliomielitis que se usaría como vacuna. Todo parecía ir bien, la vacuna de Salk fue una de las grandes victorias de la ciencia médica contra una de las enfermedades más extendidas y dañinas de la humanidad. Como hacen muchos científicos con sus descubrimientos, Salk se administró la vacuna y vacunó a su esposa y sus hijos.

En la década de los sesenta, diez años después se produjo un descubrimiento inesperado que podía tener graves consecuencias: la inyección de la vacuna de la poliomielitis en hámsteres producía cáncer. El virus de la polio, que es neurotrópico e infecta neuronas —de ahí la parálisis que produce en los pacientes— no produce cáncer, no es un oncovirus. Así que la vacuna debía estar contaminada con un carcinógeno.

La reacción de las autoridades sanitarias fue una decisión política y no sanitaria, es decir, fue una decisión torpe, interesada y criminal: mantener los resultados de los experimentos en hámsteres en secreto, sin notificárselos al público; un público que estaba recibiendo la vacuna de forma generalizada.

Desobedeciendo las instrucciones, los investigadores decidieron hacer público que la vacuna de la polio producía cáncer en modelos animales. Se degradó a la científica que contravino la política del silencio y se cerró su laboratorio. Así respondió y sigue respondiendo la política a la ciencia: al médico que anunció la sospecha de una nueva enfermedad al comienzo de la COVID-19 lo obligaron a pedir perdón y a retractarse.[19] Mientras escribo en agosto de 2020, Anthony Faucy, icono portavoz de la ciencia de esta pandemia, está siendo el objetivo de fake news creadas por miembros de la administración Trump con objeto de desacreditarlo.

Otros científicos continuaron la investigación. La vacuna no contenía un carcinógeno químico, sino un oncovirus, un virus que se había infiltrado desde las células de mono usadas para amplificar el virus de la polio. Un virus de los simios, el número cuarenta identificado en estos animales: simiovirus 40 o SV40. Ahora que se sabía quién era el culpable del cáncer en los hámsteres, se podían examinar las muestras de vacunas en busca de su presencia. No una ni dos ni tres, sino que casi todas las dosis estaban contaminadas por el virus SV40.

De inmediato, las autoridades sanitarias, que habían despedido a los investigadores iniciales, dieron órdenes a las compañías farmacéuticas para que eliminasen el SV40 de las vacunas. Siguiendo su miserable política, dictaminaron que estas medidas deberían llevarse a cabo guardando el secreto; no había que provocar pánico. Mientras tanto, la campaña de vacunación debía proseguir. Y durante un par de años más, las vacunas de la polio contaminadas se les administraron a millones de estadounidenses. En total, probablemente cien millones de ciudadanos del país recibieron la vacuna que contenía SV40.

Los políticos respiraron cuando los científicos probaron que el SV40 no provoca cáncer en humanos. La humanidad se había salvado de una epidemia de cáncer y todo salió relativamente bien, considerando lo que podría haber pasado. Pero no puedo evitar preguntarme cuántos casos habrá habido en los que habrán muerto inocentes y de los que no hemos tenido noticia.

En 1965, los científicos británicos Michael Epstein e Yvonne Barr descubrieron partículas de un herpesvirus en células de cáncer derivadas de un paciente diagnosticado con linfoma de Burkitt, similar al de la mandíbula de Kanam. También se ha asociado con otros linfomas, como el de Hodgkin y el cáncer nasofaríngeo. Este virus se transmite por la saliva y es famoso entre los adolescentes porque causa la llamada «enfermedad del beso» o mononucleosis infecciosa.

Diez años después del descubrimiento del virus de Epstein-Barr, se demostró que el virus de la hepatitis B podía causar cáncer de hígado. Un enfermo de hepatitis crónica por virus B o C tiene doscientas veces más posibilidades de sufrir un tumor que una persona no infectada. Conjuntamente, los virus B y C causan el mayor porcentaje de neoplasias de ese órgano y son la segunda causa de muerte relacionada con el cáncer en todo el mundo.

Después de los virus de Epstein-Barr y de la hepatitis B, pasaron diez años más antes de descubrir que los virus del papiloma humano producían la gran mayoría de los tumores de cuello uterino en el mundo. Las infecciones por el virus del papiloma humano son enfermedades de transmisión sexual y tienen una alta incidencia y prevalencia en la población. El cáncer de cuello uterino, si no se diagnostica y se trata a tiempo, mata a la paciente.

En la década de 1980, se encontraron dos oncovirus adicionales: el virus de la leucemia de células T humanas y el virus del sarcoma de Kaposi. El virus de la leucemia de células T humanas es un retrovirus —como el virus de Rous o el del sida— e infecta los glóbulos blancos. Este retrovirus se transmite por la sangre —transfusiones, agujas—, el contacto sexual y pasa de madre a hijo durante el parto o la lactancia. En este momento no existen tratamientos eficaces.

El virus del herpes asociado al sarcoma de Kaposi, herpesvirus humano 8, causa tumores de tejidos blandos muy llamativos por su color púrpura en pacientes inmunodeprimidos. Los pacientes de trasplantes de órganos o tratados con fármacos que deprimen la inmunidad pueden sufrir infecciones por el virus y desarrollar sarcomas, pero el virus es mucho más oncogénico en enfermos de sida. El sarcoma de Kaposi es el cáncer más frecuente en estos pacientes.

El oncovirus más reciente se descubrió en el año 2008. Es el poliomavirus de las células de Merkel, que se identificó en un cáncer de piel poco frecuente y muy agresivo. La mayoría de los cánceres de células de Merkel se debe a la infección por el virus. Este poliomavirus es un parásito común de la piel en la población sana y aún no se ha descubierto cuándo y por qué el virus induce cáncer.

Volvamos a la historia de Rous por un momento y examinemos cómo abrió el campo de la oncovirología. Una epidemia fantasmal de cáncer devastaba las granjas avícolas estadounidenses en 1909.

Lo más extraordinario del caso es que los tumores parecían contagiarse: una gallina se ponía enferma y pronto la enfermedad arrasaba el gallinero. Un granjero neoyorquino, conocedor del trabajo de Rous, llevó un pollo con cáncer al laboratorio del investigador, en la Universidad Rockefeller, para ver si este podía elucidar la misteriosa causa del cáncer.

Rous extrajo el voluminoso tumor del muslo de la gallina, lo molió y luego lo pasó a través de un filtro cuyos poros no permitían el paso de las bacterias. Después inyectó el líquido filtrado en pollos jóvenes y esperó a ver si el tumor se reproducía. Y así fue, en pocas semanas el tumor apareció en los pollos que habían recibido la inyección de líquido tumoral filtrado. La enfermedad la transmitía un agente filtrable.

Podría haber ocurrido que el cáncer hubiera sido contagioso de por sí —como los tumores transmisibles de los perros—, pero dado que se había triturado y filtrado, era poco probable que se hubiesen inyectado células y mucho más que un agente infeccioso presente en el tumor fuese capaz de contagiar a los otros animales. Rous pensó que el agente filtrable podía ser un virus. Este descubrimiento plantó la semilla del campo de la virología tumoral. Se habría prestado más atención a los experimentos de Rous si el virus hubiese causado tumores en otros modelos animales, pero los intentos para reproducir el resultado en mamíferos no tuvieron éxito. Muchos virus son específicos para una especie determinada.

Pasaron cincuenta años sin un nuevo avance de extraordinaria significancia en ese terreno. Había una explicación para ello, el siguiente quantum leap requería nueva tecnología y más conocimientos. En concreto, el progreso requería el desarrollo de cultivos celulares para virus y un mayor conocimiento de la genética. Cuando esas herramientas aparecieron, se pudieron, finalmente, catalogar varios clones del virus del sarcoma de Rous y comprobar que tenían efectos muy diferentes en las células infectadas.

Estos estudios identificaron variaciones mutantes del virus que tenían efectos diferentes en las células. Unas cepas podían infectar y, aunque no podían multiplicarse dentro de ellas o precisamente por eso, producían cambios celulares similares a los observados en el cáncer; otras cepas, en cambio, estaban mejor preparadas para multiplicarse en las células y eliminarlas rápidamente, y no producían cáncer. Si el virus se «adaptaba» a la célula que infectaba y le perdonaba la vida, inducía el crecimiento sin control característico de las células de los tumores; si el virus doblegaba la maquinaria de las células y la convertía en una fábrica de virus, la célula moría para liberar a la progenie viral. El virus de Rous se debatía entre favorecer la inmortalidad o la muerte.

Rous sería, con el tiempo, reconocido por sus descubrimientos seminales y recibiría el Premio Nobel de Medicina a los ochenta y siete años. En su conferencia de aceptación del premio, Rous nos dejó esta definición social de tumor:

Cada tumor está formado por células que han sufrido cambios tan singulares que ya no obedecen esa ley fundamental según la cual los componentes celulares de un organismo viven en armonía y actúan juntos para mantenerlo. En cambio, las células transformadas se multiplican a su costa e infligen un daño que puede llegar a ser mortal. Llamamos a las células ilegales neoplásicas porque forman tejido nuevo, y el crecimiento en sí mismo es una neoplasia —neo, «nuevo» y plasia, «formación».

Diez años después del Premio Nobel de Rous, en el año 1976, Harold Varmus y J. Michael Bishop, alumno y profesor, en la Universidad de California, San Francisco, descubrieron que el gen src del virus (virus-sarcoma o v-src) filtrado por Rous activaba un gen que existía en las células humanas, al que llamaron protooncogén. Este descubrimiento feliz ponía en contacto dos ciencias que parecían ser muy diferentes: la virología y la oncología.

La biología celular y la biología molecular deben mucho a los virus. Según la Fundación Nobel, el Premio Nobel de Medicina de 1989 se les otorgó conjuntamente a J. Michael Bishop y Harold E. Varmus por su descubrimiento del origen celular de los oncogenes retrovirales. Un premio al primer oncogén, una idea que encendió la hoguera de la oncología. Ahora sabemos que los tumores son adictos a los oncogenes, que los necesitan para sobrevivir. No se puede entender el cáncer sin los oncogenes. Además, esto cambió para siempre el enfoque de la quimioterapia del cáncer, pues los oncogenes son las dianas moleculares que los investigadores utilizan con mayor frecuencia para desarrollar nuevos tratamientos. El virus de Rous ha hecho contribuciones de primer orden a la oncología y podríamos decir que muchos pacientes les deben la vida a los descubrimientos de Rous, Varmus y Bishop. En cuanto a la biología molecular y celular, podríamos afirmar que el gen src generó por sí solo una nueva teoría acerca de cómo se produce el cáncer y de qué lo produce.

Bishop ha escrito un libro con un título ingenuo, divertido y fastuoso a la vez: Cómo ganar el Premio Nobel. Irónicamente, el libro no es un manual —no podría serlo— en el que se explique qué pasos hay que dar para conseguir inevitablemente el Nobel. Es más bien una biografía de Bishop y de su carrera científica. Bishop estaba convencido de que lo suyo eran las letras y aspiraba a ser un humanista. Aun así, decidió a última hora estudiar medicina. Cuando terminó sus estudios, y casi por casualidad, se convirtió en un microbiólogo, eso sí, de primer orden. En Cómo ganar el Premio Nobel cuenta numerosas anécdotas de los cazadores de bacterias y virus, pero también abundan chismes de las ceremonias Nobel y de cómo conoció a un personaje extravagante que recibía ese año el Nobel de Literatura, el español Camilo José Cela, de quien acabó leyendo algunos libros y decidiendo que no era un mal escritor.

Un médico que se formó en el laboratorio de Bishop, Victor Levine, un pionero de la quimioterapia de los tumores sólidos, como los tumores cerebrales, fue quien nos contrataría, a mi mujer y a mí, para hacer investigación en Houston. La admiración de Levine por Bishop era enorme. Levine dedicó parte de su carrera profesional a trabajar en el gen src en los tumores malignos del cerebro.

Es bueno presenciar a un genio admirando a otro. Es bueno estar entre genios, aunque uno no lo sea. Oírlos hablar, verlos actuar esperando que por ósmosis o por algún principio de la termodinámica, aún por descubrir, su saber, energía y bonhomía nos impregnen. Y hablando de genios, no quiero acabar este tema sin mencionar que el español Mariano Barbacid descubrió el primer oncogén humano, llamado «ras»; pero contar esa historia está fuera de los objetivos de este libro.[20]

Naturalmente, el descubrimiento de v-src no fue el final de los estudios sobre genes virales y celulares que producen cáncer. Animados por este descubrimiento, otros científicos fueron descubriendo, uno tras otro, genes virales que tenían el efecto de un oncogén, es decir, que activados en las células adecuadas podían causar tumores. Estas proteínas virales inactivan proteínas celulares, que son importantes frenos para la evolución de una célula normal hacia el cáncer, como por ejemplo la proteína Rb y la p53.

Y uno de los oncogenes de origen viral dio lugar a que pudiera inmortalizarse la célula de cáncer más famosa del mundo, las células conocidas como HeLa. Una historia que contó con precisión y estilo Rebecca Skloot en La vida inmortal de Henrietta Lacks y que, por muchos motivos, merece ser recordada aquí.

En medio del frío invierno en el noroeste de Estados Unidos, treinta y ocho años antes del Premio Nobel al primer oncogén, una mujer afroamericana caminaba bajo la lluvia por las calles de la ciudad de Baltimore —la ciudad americana donde vivió y falleció Edgar Allan Poe— hacia el hospital Johns Hopkins. En 1950, Johns Hopkins era uno de los centros hospitalarios más prestigiosos del mundo tanto por la calidad de su medicina clínica como por su investigación en cáncer. Pero eso no era lo que veía aquella paciente. El hospital estaba segregado y los pacientes de color se visitaban en áreas separadas de las salas donde se atendía a los blancos. El trato que recibían los afroamericanos no era extraordinario, la experiencia en el hospital dejaba mucho que desear y, por ello, siempre que podían, las minorías no acudían a los médicos.[21]

Henrietta tenía treinta años recién cumplidos y se quejó al ginecólogo de que a pesar de que su último período menstrual había sido hacía un mes, no había dejado de perder sangre. Durante el examen físico, la médica le diagnosticó un tumor en la matriz, un cáncer de cuello uterino. A Henrietta le extrañó el diagnóstico. Hacía poco más de un año que había dado a luz y durante las revisiones posparto, la última había sido hacía tres meses, los ginecólogos no le habían detectado ningún problema. La doctora explicó que estos tumores pueden crecer muy rápido. Durante los meses siguientes, a Henrietta la trataron con radioterapia, el tratamiento convencional, pero este no pudo evitar que el tumor se extendiese. El cáncer evolucionó a peor y a principios de agosto ingresó en el hospital, donde no pudieron evitar que falleciese a comienzos del otoño.

Se enviaron muestras del tejido de la biopsia cervical de Henrietta Lacks al departamento de patología para que se hiciera una evaluación clínica y además, sin el consentimiento de Henrietta, se mandaron también al laboratorio de cultivo de tejidos con objeto de utilizarlo en la investigación contra el cáncer.

George Otto Gey era el director del laboratorio de investigación en el Johns Hopkins y su interés científico se centraba en intentar conseguir cultivos de células de cáncer que pudiesen mantenerse estables, es decir, que pudiesen cultivarse durante meses, lo que permitiría experimentar en el laboratorio, con la intención de que, una vez expandidas, se pudiesen donar a otros laboratorios de investigación en cáncer.

Aquellos experimentos eran sumamente importantes. Estos cultivos estables se llaman «líneas celulares» y son la columna maestra que aguanta el edificio de la biología celular. En este momento constituyen uno de los materiales que no pueden faltar en ningún laboratorio de cáncer en el mundo. Gey le dice a Henrietta que sus células salvarán muchas vidas y ella le contesta que eso la haría feliz.

La mayoría de los intentos de hacer crecer en el laboratorio células de cáncer de útero, o de otros tipos de cáncer, había fracasado. Esta vez fue diferente. Los cultivos derivados del tumor de Henrietta Lacks crecieron sin problemas y de un modo agresivo. En el laboratorio del Johns Hopkins, una vez que estuvieron seguros de que se había formado la primera línea de células de cáncer, le pusieron el nombre de células HeLa, iniciales de la paciente.

Con el paso de los años, las células HeLa corrieron de laboratorio en laboratorio y se convirtieron en un motor del progreso de la biología celular y molecular. Fueron, y son, imprescindibles en los estudios de ciencia básica y dieron pie a numerosas aplicaciones prácticas en la medicina moderna. Estas células, por ejemplo, se han utilizado extensivamente para los estudios de genética, como la secuenciación de genomas para el mapeo de genes. En el noventa por ciento de los laboratorios de mi hospital, un centro de estudio monográfico de cáncer, en uno u otro momento se utilizan células HeLa. Mi equipo las ha utilizado para probar la eficacia de virus, para clonar genes y para estudiar la expresión de genes ectópicos. No sé de ningún científico que investigue cáncer y no conozca estas células.

Las células normales no crecen indefinidamente en el laboratorio. Al cabo de unos cuantos pasajes en discos de plástico, entran en un proceso llamado «senescencia» y no se multiplican más. Esto no ocurre siempre con las células de cáncer y en el hospital Johns Hopkins pensaron que la generación de la línea de HeLa constituía un ejemplo a seguir. Era una línea celular estable de cáncer y eso quería decir que obtener otras también tenía que ser factible. Pero no fue tan fácil. ¿Por qué las células HeLa crecen sin parar y lo hacen con tanta facilidad? Las células de HeLa tienen una ventaja extra que empuja sus motores moleculares para que proliferen sin detenerse y que ha conseguido que sigan haciéndolo durante decenas de años. ¿Cuál es ese combustible misterioso? Un virus.

El componente invisible y poderoso que empuja a las células a seguir creciendo es un virus. Un virus que originó el agresivo y letal tumor de Henrietta Lacks. Es un virus asesino y terrible que parece salido de un cuento de Allan Poe.

Edgar Allan Poe, inventor del cuento policíaco, escritor de algunos de los mejores cuentos de terror de la historia, estuvo vinculado a Baltimore y esa ciudad no lo ha olvidado. Ha mantenido la casa donde vivió como un museo y la memoria del escritor llena de simbolismo la ciudad como Joyce en Dublín, Lope de Vega en Madrid o Kafka en Praga. En las tiendas de recuerdos se pueden comprar figurillas de grajos que repiten el mensaje grabado: «¡Nunca más!». El escalofriante final del poema «El cuervo».[22]

En el primer cuento que Poe consiguió publicar, «Metzengerstein», un poderoso caballo que acaba cabalgando hacia una casa en llamas domina a un jinete:

El jinete no pudo de ningún modo controlar la carrera. La agonía de su semblante, la perturbadora lucha de su cuerpo evidenciaba un esfuerzo sobrehumano: pero ningún sonido, salvo un chillido solitario, escapó de sus labios lacerados, mordidos por la intensidad del terror. Un instante después el ruido de los cascos resonó brusca y estruendosamente sobre el rugido de las llamas y los chillidos de los vientos. Pasó otro instante y, al cruzar de un solo salto la puerta y el foso, el corcel se alejó saltando por las tambaleantes escaleras del palacio y desapareció con su jinete en medio del torbellino de fuego caótico.

La furia de la tempestad se desvaneció de inmediato y una calma mortal se impuso. Una llama blanca todavía envolvía el edificio como una mortaja cuando fluyendo lejos, en la atmósfera tranquila, se disparó un resplandor de luz sobrenatural al mismo tiempo que una nube de humo se asentaba pesadamente sobre las almenas en la figura colosal, inconfundible, de un caballo.

El caballo es el virus, el jinete es la célula y las riendas del caballo representan todos los intrincados mecanismos de control biológico. Como las riendas en el cuento, esos mecanismos son inútiles a la hora de detener la carrera del virus que lleva a la célula, contra su voluntad, a convertirse en el tumor desbocado que matará a la paciente. Hay una frase de Martín Lutero en el cuento: «Viviendo he sido tu plaga, muriendo seré tu muerte», que da más miedo en latín: Pestis eram vivus - moriens tua mors ero. Ese es el deseo del oncovirus.

Años después de la muerte de Henrietta pudo demostrarse que sus células HeLa las había infectado el virus del papiloma humano y que algunas proteínas del virus actúan como potentes oncogenes —como los que descubrieron Varmus y Bishop—. Dos genes del papilomavirus, en particular, inactivan las proteínas p53 y RB, que como recordáis previenen la transformación maligna de las células.

Los virus del papiloma humano (VPH) residen normalmente en la piel de personas sanas, pero algunas cepas pueden causar enfermedades. La mayoría de las personas que se infectan con este virus, como sucede con muchos otros, no tiene síntomas y el virus es eliminado sin problemas. En algunos individuos, la infección pueda causar papilomas o verrugas en los genitales. Algunas variantes del virus son más dañinas y producen cáncer en el útero, el ano, el pene, la boca y la garganta, casi todos ellos relacionados con la actividad sexual.

Ahora sabemos que la mayoría de los tumores de cuello de útero los causa este virus. Se calcula que las infecciones por el virus del papiloma humano son responsables de más de un millón de casos nuevos de cáncer de matriz al año y que tiene una mortalidad superior al cincuenta por ciento si no se diagnostica y se trata a tiempo. El test de Papanicolaou se convirtió en una medida muy eficaz para el screening y tratamiento, y ha salvado muchas vidas. En nuestra guerra contra el papilomavirus, ahora disponemos de un arma aún más eficaz.

Estamos hablando de un problema frecuente, no de una enfermedad rara. La infección por papilomavirus a partir de la adolescencia es muy común: un estudio mostró que el veinticinco por ciento de las mujeres desde los catorce a los cincuenta y nueve años da positivo para una o más cepas del virus. Hasta hace bien poco, más del ochenta por ciento de las mujeres estaban infectadas, siendo esta la enfermedad de transmisión sexual más frecuente en el mundo. No todas las infecciones llevan al cáncer; de hecho, la mayoría de las personas que se infectan — como la mayoría de las personas que fuman— no tiene cáncer.

En este momento, por desgracia, no hay tratamiento médico efectivo contra el virus. Y probablemente, una vez establecido el tumor, descarrilados los controles celulares con acumulación de las aberraciones genéticas de las células de cáncer, la destrucción del virus no detendría el cáncer o al menos no garantizaría la destrucción. Como en cualquier problema con virus, la solución más efectiva es la prevención de la infección con una vacuna.

La importancia de este virus y su relación con el cáncer es excepcional y el investigador que señaló y demostró la relación causal entre la infección por el virus del papiloma y el cáncer de cérvix uterino recibió el Premio Nobel el año 2008. Las Fundación Nobel formuló así las razones que apoyaron que se otorgase el premio a este descubrimiento:

En contra de la opinión predominante durante la década de 1970, Harald zur Hausen postuló que el virus del papiloma humano (VPH) tenía un papel en el cáncer de cuello uterino. Zur Hausen generó la hipótesis de que las células tumorales, si contenían un virus oncogénico, deberían tener ADN viral integrado en sus genomas. Por lo tanto, los genes del VPH que promueven la proliferación celular deberían ser detectables buscándolos específicamente en las células tumorales. Harald zur Hausen rastreó diferentes tipos de VPH durante más de 10 años, una empresa difícil por el hecho de que solo ciertas partes del ADN viral se integran en el genoma de la célula infectada. En 1983 detectó el ADN del VPH en biopsias de cáncer de cuello uterino y también descubrió un nuevo tipo de VPH 16 que era tumorigénico. En 1984, clonó los VPH 16 y 18 de pacientes con cáncer cervical. Los tipos VPH 16 y 18 se encontraron de manera consistente en aproximadamente el 70% de las biopsias de cáncer de cuello uterino en el mundo.

Harald zur Hausen es un científico alemán cuyo trabajo no solo demostró la etiología viral del cáncer de cuello uterino; también permitió diseñar una vacuna para prevenir la infección y, en consecuencia, el desarrollo de tumores ligados al VPH. Su contribución a la ciencia y a la medicina son enormes. Ahora mismo, zur Hausen es un gigante de la medicina moderna. Y afortunadamente no tiene los pies de barro ni el corazón débil.

Cabe preguntarse cómo el VPH causa los tumores. En las células HeLa se pueden detectar fácilmente dos proteínas tipo oncogén: E6 y E7. La proteína E7 del virus inactiva la proteína Rb para remover los frenos de la replicación del ADN, con ello el virus puede iniciar la multiplicación de su ADN. Sin embargo, la célula HeLa intentará defenderse del inicio anormal de la producción clandestina de ADN forastero activando una señal que llevaría a una muerte valiente, al suicidio altruista, que los biólogos llaman «apoptosis», e impediría de ese modo que la célula infectada se convirtiese en una factoría de virus. Esta autodestrucción la ejecuta una proteína codificada por un gen llamado p53, que tiene un título aristocrático, casi de caballero de la mesa redonda: «guardián del genoma». El virus ha evolucionado para contraatacar expresando la proteína E6 que bloquea la proteína p53. Desde ese momento, la célula vivirá secuestrada viva sin control de la replicación del ADN. La expresión de las proteínas E6 y E7 hizo que las células HeLa se multiplicasen sin control e indefinidamente.

Es fácil entender que la infección de las células HeLa por el virus del papiloma facilitase enormemente el trabajo del laboratorio del Johns Hopkins. Es curioso pensar que, por distintas razones, el virus y los investigadores pretendían lo mismo: inmortalizar las células. Hombres y virus trabajando juntos.

Los mecanismos usados por el virus del papiloma son comunes a otros virus, como el SV40 —el antígeno T de este virus inactiva Rb y p53 en roedores— o los adenovirus —la proteína E1A inactiva al Rb y la E1B frena al p53—, que también disponen de dos proteínas para inactivar las proteínas Rb y p53. Aunque la infección por el virus del papiloma es un requisito necesario para que las células se conviertan en cancerígenas, no es suficiente y, como decíamos, muchas personas sufren infección por el virus sin llegar a desarrollar cáncer. Tal vez la infección solo sea el primer paso hacia el cáncer y deban acompañarlo otros para tener éxito en su terrible misión, o quizá la infección tenga que producirse cuando otros factores ya están presentes para que un tumor se desarrolle.

Después de que se aceptara que el virus era la causa del cáncer uterino, varios laboratorios intentaron fabricar una vacuna y en el año 2006 comenzó a administrársele a la población. Al principio se prescribía solo a niñas, porque las mujeres sufren la mayoría de los cánceres relacionados con el VPH, pero acabó administrándosele a todo el mundo sin diferencia de sexos. Si se trata de detener todos los problemas causados por el virus en hombres y mujeres, vacunar a los hombres previene sus problemas y protege a mujeres no vacunadas con vida sexual activa.

Nadie esperaba que esta vacuna pudiera ser polémica, pero así fue. No podía ser, según sus argumentos, que se administrara una vacuna que daba «permiso» para tener relaciones sexuales; un argumento que no era nuevo se usó también contra el uso de condones para prevenir el sida. Algunos científicos se refirieron a la oposición de la religión a la vacuna, sobre todo defendida por algunos, pocos, obispos católicos en ciertas áreas de Canadá a comienzos del tercer milenio, como la «bendición al beso de la muerte». La vacuna, por supuesto, no da permiso para nada; uno puede abstenerse cuanto quiera vacunado o no. Lo que sí era verdad es que la vacuna podría librar a la humanidad de una de las mayores enfermedades de transmisión sexual y que podía disminuir la prevalencia de cáncer en todos los países. El intolerante clero canadiense hizo un ridículo histórico y nadie hizo caso.

No es casualidad que el desarrollo de la vacuna y su administración a los primeros niños y adolescentes coincidiese con el Premio Nobel a Harald zur Hausen. Al fin y al cabo, de una manera brillante y práctica se cerraba un círculo de investigación: primero se sospechó la correlación entre el virus del papiloma y el cáncer; luego se aisló el virus de los tumores; después se demostró que el virus era la causa de los tumores, y por último se desarrolló una vacuna eficaz que podía terminar con el problema. Es la secuencia de acontecimientos que define la ciencia: definir un problema, entender la causa, buscar la solución.

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