Violeta

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Primera parte. El Destierro (1920-1940) » Capítulo 2

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Mi abuela materna vegetaba el día entero en la galería, en un sillón de respaldo alto, tan perdida en sus recuerdos que no había pronunciado ni una palabra en seis años. Mis tías Pía y Pilar, varios años mayores que mi madre, también vivían en la casa. La primera era una mujercita dulce, conocedora de las propiedades de las plantas, con el don de imponer las manos para sanar. A los veintitrés años había estado a punto de casarse con un primo en segundo grado, a quien había amado desde los quince, pero nunca llegó a usar el vestido de novia porque su prometido falleció súbitamente dos meses antes de la boda. A falta de una autopsia, que la familia se negó a autorizar, se atribuyó la muerte a un defecto congénito del corazón. Pía se consideró viuda de un solo amor, se vistió de luto riguroso y no volvió a aceptar a otros pretendientes.

La tía Pilar era guapa, como las otras mujeres de su familia, pero hacía lo posible por no parecerlo y se burlaba de las virtudes y adornos de la feminidad. Hubo un par de jóvenes valientes que intentaron cortejarla en su juventud, pero ella se encargó de espantarlos. Lamentaba no haber nacido medio siglo más tarde, porque habría cumplido su ambición de ser la primera mujer en escalar el Everest. Cuando el sherpa Tenzing Norgay y el neozelandés Edmund Hillary lo lograron en 1953, Pilar lloró de frustración. Era alta, fuerte y ágil, con el temperamento autoritario de un coronel; hacía de ama de llaves y se encargaba de las reparaciones, que nunca faltaban. Tenía talento para la mecánica, inventaba artefactos domésticos y se le ocurrían maneras originales de resolver desperfectos, por eso decían que Dios se equivocó de género con ella. A nadie le sorprendía verla encaramada en el techo dirigiendo el reemplazo de las tejas después de los temblores, o participando sin asco en la matanza de gallinas y pavos en el patio para las fiestas de Navidad.

La cuarentena impuesta por la influenza se sintió poco en nuestra familia. En tiempos normales, las mucamas, la cocinera y la lavandera salían sólo dos tardes al mes; el chófer y los jardineros tenían más libertad, porque los varones no se consideraban parte del personal. La excepción era Apolonio Toro, un adolescente gigantesco que unos años antes había tocado la puerta de los Del Valle para pedir algo de comer, y se había quedado en la casa. Suponían que era huérfano, pero nadie se había tomado la molestia de comprobarlo. Torito se asomaba a la calle muy rara vez, porque temía que lo agredieran, como había sucedido en un par de ocasiones; su aspecto algo bestial y su inocencia incitaban a la maldad. A él le tocaba acarrear leña y carbón, lijar y encerar el parqué y otras tareas pesadas que no requerían razonamiento.

Mi madre era poco sociable, y en tiempos normales salía lo menos posible. Acompañaba a su marido a las reuniones de la familia Del Valle, tan numerosas que se podía llenar el calendario del año con aniversarios, bautizos, bodas y funerales, pero lo hacía a regañadientes, porque el bullicio le producía dolor de cabeza. Contaba con la excusa de su mala salud o de otro embarazo para quedarse en cama o irse a un sanatorio de tísicos en las montañas, donde se reponía de la bronquitis y aprovechaba para descansar. Si había buen clima, salía a dar un breve paseo en el flamante automóvil que su marido había comprado apenas se pusieron de moda, un Ford T, que alcanzaba la velocidad suicida de cincuenta kilómetros por hora.

—Un día te voy a llevar a volar en mi propio avión —le prometió mi padre, aunque era lo último que ella hubiera deseado como medio de transporte.

La aeronáutica, que se consideraba un capricho de aventureros y playboys, a él le fascinaba. Creía que en un futuro esos mosquitos de tela y madera estarían al alcance de cualquiera que pudiera pagarlos, como los automóviles, y él sería uno de los primeros en invertir en ellos. Lo tenía bien pensado. Los compraría de segunda mano en Estados Unidos, los traería al país desarmados en pedazos, para evitar el pago de impuestos, y después de armarlos como correspondía los vendería a precio de oro. Por uno de esos caprichos de la casualidad, a mí me tocaría cumplir su sueño, con algunas modificaciones, muchos años más tarde.

El chófer llevaba a mi madre de compras al portal de los turcos o a reunirse en el salón de té Versalles con alguna de sus cuñadas, que la ponía al día de los chismes familiares, pero casi nada de eso había sido posible en los últimos meses, primero por el peso de su barriga y después por el encierro de la pandemia. Los días de invierno eran cortos y se le iban jugando a los naipes con mis tías Pía y Pilar, cosiendo, tejiendo y rezando el rosario de la penitencia con Torito y las empleadas domésticas. Hizo clausurar las piezas de los hijos ausentes, los dos salones y el comedor. A la biblioteca sólo entraban su marido y su hijo mayor. Allí Torito encendía la chimenea, para evitar que se humedecieran los libros. En el resto de las habitaciones y en la galería mantenía braseros a carbón con ollas de agua hirviendo y hojas de eucalipto para limpiar la respiración y espantar al fantasma de la influenza.

Mi padre y mi hermano José Antonio no cumplían con la cuarentena ni con el toque de queda, el primero porque era uno de los hombres de negocios que se consideraban indispensables para la buena marcha de la economía, y el segundo porque andaba con su padre. Contaban con permiso de circulación, como otros industriales, empresarios, políticos y personal sanitario. Padre e hijo iban a la oficina, se reunían con colegas y clientes y cenaban en el Club de la Unión, que no fue clausurado porque habría sido como cerrar la catedral, aunque la calidad del restaurante disminuyó en la misma medida en que los mozos se empezaron a morir. Se protegían en la calle con mascarillas de fieltro hechas por mis tías, y antes de acostarse se daban friegas de alcohol. Sabían que nadie era inmune a la influenza, pero esperaban que con esas medidas y los sahumerios de eucalipto el bicho no entrara a nuestra casa.

En el tiempo en que me tocó nacer, las señoras como María Gracia se recluían para ocultar la barriga del embarazo a los ojos del mundo, y no amamantaban a su descendencia, era de pésimo gusto. Lo habitual era contratar a una nodriza, una pobre mujer que le quitaba el pecho al hijo propio para alquilárselo a otro crío más afortunado, pero mi padre no permitió que una desconocida entrara a la casa. Podía traer el contagio de la influenza. Resolvieron el problema de mi alimentación con una cabra, que instalaron en el tercer patio.

Desde mi primer día hasta los cinco años, estuve a cargo exclusivamente de las tías Pía y Pilar, que me mimaron hasta casi arruinarme el carácter. Mi padre contribuyó también, porque yo era la única niña en la manada de hijos varones. A la edad en que otros niños aprenden a leer, yo era incapaz de usar una cuchara, me daban de comer en la boca, y dormía hecha un ovillo en una cuna mecedora junto a la cama de mi madre.

Un día mi padre se atrevió a llamarme la atención porque hice añicos la cabeza de loza de una muñeca, azotándola contra la pared.

—¡Mocosa malcriada! ¡Te voy a dar una buena zurra!

Nunca antes me había levantado la voz. Me tiré de bruces al suelo dando bocanadas de poseída, como hacía con frecuencia, y por primera vez él perdió la tolerancia infinita que practicaba conmigo, me cogió por los brazos y me sacudió con tal vigor que, si no intervienen las tías, me hubiera desnucado. La sorpresa puso fin instantáneo a mi pataleta.

—Lo que esta chiquilla necesita es una institutriz inglesa —determinó mi padre, indignado.

Y así es como llegó miss Taylor a la familia. Mi padre la consiguió a través de un agente que manejaba algunos de sus negocios en Londres, quien se limitó a poner un aviso en The Times. Se entendieron con telegramas y cartas que demoraban varias semanas en ir y otras tantas en volver con la respuesta, pero a pesar de los obstáculos de la distancia y de la lengua, ya que el agente no hablaba español y el vocabulario en inglés de mi padre se limitaba a asuntos de divisas y documentos de exportación, lograron ponerse de acuerdo para contratar a la persona ideal, una mujer de probada experiencia y honorabilidad.

Cuatro meses más tarde, mis padres y mi hermano José Antonio me llevaron, vestida de domingo con abrigo de terciopelo azul, sombrero de pajilla y botines de charol, a recibir a la inglesa al puerto. Debimos aguardar a que bajaran todos los pasajeros por la pasarela del barco, saludaran a quienes habían acudido a darles la bienvenida, se fotografiaran en grupos alborotados y se reunieran con sus complicados equipajes, antes de que se desocupara el muelle y pudiéramos distinguir a una figura solitaria y con aire de estar perdida. Entonces mis padres descubrieron que la institutriz no era lo que habían supuesto, basados en la correspondencia plagada de malentendidos lingüísticos con el agente. En verdad, lo único que había indagado mi padre en uno de sus telegramas antes de contratarla fue si acaso le gustaban los perros. Ella había contestado que los prefería a los humanos.

Por uno de esos prejuicios tan arraigados en mi familia, esperaban a una mujer madura y anticuada, con la nariz afilada y mala dentadura, como algunas damas de la colonia británica que conocían de lejos o habían visto retratadas en las páginas sociales. Miss Josephine Taylor era una joven de unos veintitantos años, más bien baja de estatura y algo entrada en carnes, sin ser gorda, y llevaba un vestido color mostaza de corte suelto y cintura caída, sombrero de fieltro en forma de bacinica y zapatos con pulsera. Tenía ojos redondos de un azul cerúleo pintados con kohl negro, que acentuaba su expresión asustada, cabello de un rubio pajizo y esa piel como papel de arroz de algunas jóvenes de los países fríos, que con los años se mancha y arruga sin piedad. José Antonio pudo comunicarse con ella mediante el inglés que había adquirido en un curso intensivo, pero no había tenido ocasión de practicar.

Mi madre quedó encantada a primera vista con esa miss Taylor fresca como una manzana, pero su marido se consideró estafado, porque su propósito al traerla de tan lejos había sido que me impusiera disciplina y buenos modales y me impartiera los fundamentos de una escolaridad aceptable. Había decretado que me educarían en la casa para protegerme de ideas perniciosas, costumbres vulgares y las enfermedades que diezmaban a la población infantil. La pandemia dejó algunas víctimas entre parientes lejanos, pero nadie de nuestra familia inmediata; sin embargo, existía el temor de que volviera con renovada furia y sembrara mortandad entre los niños, que no estaban inmunizados como los adultos que habían sobrevivido a la primera ola del virus. Cinco años más tarde, el país todavía no se había recuperado por completo de la desgracia que dejó a su paso; el impacto en la salud pública y la economía fue tan devastador, que mientras en otras partes reinaba la locura de los años veinte en nuestro país seguíamos viviendo con prudencia. Mi padre temía por mi salud, sin sospechar que mis desmayos, convulsiones y vómitos explosivos eran producto del extraordinario talento melodramático que yo tenía entonces y lamentablemente perdí. Le pareció evidente que la flapper a la moda que recogió en el puerto no era la persona adecuada para encargarle la tarea de domar a esa hija de temperamento salvaje. Pero esa extranjera habría de darle más de una sorpresa, incluido el hecho de que no era realmente inglesa.

Antes de su llegada, nadie tenía claro cuál sería el lugar preciso de miss Taylor en el orden doméstico. No entraba en la misma categoría que las mucamas, pero tampoco era un miembro de la familia. Mi padre dijo que la trataran con cortesía y distancia, haría sus comidas conmigo en la galería o el repostero y no en el comedor, y ordenó que le asignaran la habitación de la abuela, que había muerto sentada en la bacinica unos meses antes. Torito se llevó al sótano los pesados muebles de tapices deshilachados y maderas resecas de la anciana, que fueron reemplazados por otros menos fúnebres, para evitar que la institutriz se deprimiera, como dijo la tía Pilar, ya que tendría bastantes motivos para eso lidiando conmigo y adaptándose a un país de bárbaros en el fin del mundo. Se refería al nuestro. Escogió un papel mural de rayas sobrias y cortinas de rosas desteñidas, que creyó adecuados para una solterona, pero apenas vio a miss Taylor comprendió que había sido un error.

A la semana, la institutriz estaba incorporada a la familia mucho más íntimamente de lo que su empleador esperaba, y el problema de su lugar en la escala social, tan importante en este país clasista, desapareció. Miss Taylor era amable y discreta, pero nada tímida, y se hizo respetar por todos, incluso por mis hermanos, que ya estaban grandes pero seguían comportándose como caníbales. Hasta los dos mastines que mi padre había adquirido en tiempos de la pandemia para protegernos de posibles asaltantes, y que terminaron convertidos en perros falderos de pésima conducta, la obedecían. Bastaba con que miss Taylor les señalara el suelo y les diera una orden en su idioma, sin levantar la voz, para que se bajaran de los sillones con las orejas gachas. La nueva institutriz estableció rápidamente las rutinas conmigo, y comenzó la tarea de inculcarme ciertas normas básicas de convivencia, después de mostrarles a mis padres un plan de estudio que incluía gimnasia al aire libre, clases de música, ciencia y arte.

Mi padre le preguntó a miss Taylor cómo siendo tan joven sabía tanto, y ella le respondió que para eso existían los libros de consulta. Antes que nada, me explicó las ventajas de pedir las cosas por favor y dar las gracias. Si rehusaba hacerlo y me tiraba al suelo aullando, ella detenía con un gesto a mi madre y mis tías, que acudían presurosas a consolarme, y dejaba que me revolcara hasta agotarme, mientras ella seguía leyendo, tejiendo o arreglando las flores del jardín en los jarrones, impasible. Tampoco hacía caso de mi fingida epilepsia.

—A menos que esté sangrando, no vamos a intervenir —determinó, y la obedecieron, espantadas, porque no osaron cuestionar sus métodos didácticos.

Supusieron que, como venía de Londres, estaba bien calificada.

Miss Taylor dijo que yo ya estaba grande para seguir durmiendo encogida en una cuna mecedora en la pieza de mi madre, y pidió una segunda cama para poner en su propio cuarto. Las dos primeras noches trancó la puerta con la cómoda para que no me escapara, pero pronto me resigné a mi suerte. Enseguida se dispuso a enseñarme a vestirme y comer sola, con el sistema de dejarme semidesnuda hasta que aprendiera a ponerme al menos parte de la ropa, y de instalarme frente al plato con la cuchara en la mano, esperando con ecuanimidad de monje trapense que comiera por hambre. Los resultados fueron tan espectaculares que al poco tiempo el monstruo que les había molido los nervios a los habitantes de la casa estaba convertido en una niña normal que seguía a la institutriz por todas partes, fascinada por el olor de su colonia de bergamota y sus manos regordetas, que se movían en el aire como palomas. Tal como diagnosticó mi padre, yo llevaba cinco años suplicando que me dieran estructura, y al fin la tenía. Mi madre y mis tías lo interpretaron como un reproche, pero debieron aceptar que algo esencial había cambiado. El ambiente se había dulcificado.

Miss Taylor aporreaba el piano con más entusiasmo que talento, y cantaba baladas con una vocecita anémica, pero bien entonada; su buen oído le sirvió para aprender rápidamente un español aguado y comprensible, que incluía algunas palabrotas del vocabulario de mis hermanos, que ella soltaba sin conocer su significado. Gracias a su acento cerrado no sonaban ofensivas, y como nadie la corrigió, siguió usándolas. Nunca pudo soportar bien la comida pesada, pero mantenía su flema británica ante la cocina nacional, tal como hacía con los diluvios de invierno, el calor seco y polvoriento del verano y los temblores, que hacían bailar las lámparas y desplazaban las sillas ante la indiferencia general. Lo que no pudo tolerar, sin embargo, fue el sacrificio de animales en el patio de servicio, que calificó de costumbre primitiva y cruel. Le parecía una brutalidad comerse en el guisado al conejo o a la gallina que conocíamos personalmente. Cuando Torito degolló una cabra, que había engordado durante tres meses para el cumpleaños de su patrón, miss Taylor cayó con fiebre en cama. Entonces la tía Pilar decidió comprar la carne afuera, aunque no veía la diferencia entre matar al pobre animal en el mercado o en la casa. Debo aclarar que no era la misma cabra que fue mi nodriza en la primera infancia, esa se murió de vieja varios años más tarde.

Los dos baúles de latón verde del equipaje de miss Taylor contenían libros de estudio y de arte, todos en inglés, un microscopio, una caja de madera con lo necesario para experimentos químicos y veintinueve tomos de la más reciente edición de la Enciclopedia Británica, publicada en 1911. Sostenía que si algo no aparecía en la enciclopedia, era porque no existía. Su vestuario consistía en dos tenidas de salir con sus respectivos sombreros, una de las cuales era el vestido color mostaza con que descendió del barco, y un abrigo con cuello de piel de algún mamífero difícil de identificar; el resto eran faldas y blusas simples, que de diario cubría con un guardapolvo. Se quitaba y ponía la ropa con maniobras de contorsionista, de modo que nunca la vi en enaguas y mucho menos desnuda, aunque compartíamos la habitación.

Mi madre supervisaba que yo rezara en español antes de acostarme, porque las oraciones en inglés podían ser herejes y quién sabe si las entendían en el cielo. Miss Taylor pertenecía a la Iglesia anglicana, y eso la eximía de acompañar a la familia a la misa católica y rezar el rosario comunitario. Nunca la vimos leer la Biblia, que mantenía en su mesita de noche, ni hacer proselitismo religioso. Dos veces al año iba al servicio anglicano, que se llevaba a cabo en casa de algún miembro de la colonia británica, donde cantaba himnos y se relacionaba con otros extranjeros, con quienes solía tomar el té y compartir revistas y novelas.

Con ella mi existencia mejoró notablemente. Los primeros años de mi infancia fueron un tira y afloja para imponer mi voluntad, y como siempre lo conseguía no me sentía segura ni protegida. Tal como sostenía mi padre, yo era más fuerte que los adultos y no tenía en quién apoyarme. La institutriz no pudo dominar por completo mi rebeldía, pero me inculcó normas de buen comportamiento en sociedad y logró quitarme la manía de referirme a las funciones del cuerpo y las enfermedades, que en nuestro país son temas predilectos. Los hombres hablan de política y negocios; las mujeres hablan de sus achaques y del servicio doméstico. Al despertar por la mañana, mi madre hacía un inventario de lo que le dolía y lo anotaba en la misma libreta donde llevaba la lista de los remedios del pasado y del presente, y a menudo se entretenía leyendo esas páginas con más ternura de la que le inspiraba el álbum de fotos familiares. Yo iba por el mismo camino de mi madre; de tanto fingirme enferma era experta en una variedad de enfermedades, pero gracias a miss Taylor, que no me hacía caso, se me curaron solas.

Al principio hacía mis tareas escolares y los ejercicios de piano para complacerla, pero después, por el simple placer de aprender. Apenas pude escribir de corrido, miss Taylor me hacía llevar un diario en un precioso cuaderno de tapas de cuero con un minúsculo candado, costumbre que he mantenido casi toda mi vida. Cuando pude leer de corrido, me apoderé de la Enciclopedia Británica. Miss Taylor ideó un juego en que nos desafiábamos mutuamente con palabras de poco uso, memorizando su definición. Pronto José Antonio, que iba a cumplir veintitrés años sin la menor intención de abandonar la comodidad del techo paterno, también participó en el juego.

Mi hermano José Antonio había estudiado leyes, no por vocación, sino porque en aquella época había muy pocas profesiones aceptables para los hombres de nuestra clase. Leyes le pareció mejor que las otras dos opciones: medicina o ingeniería. José Antonio trabajaba con mi padre en el manejo de sus negocios. Arsenio del Valle lo presentaba como su hijo predilecto, su brazo derecho, y él correspondía a esa distinción entregándose por completo a su servicio, aunque no siempre estaba de acuerdo con sus decisiones, que le parecían imprudentes. Más de una vez le advirtió que estaba abarcando demasiado y hacía malabarismos con sus deudas, pero, según mi padre, los grandes negocios se hacen a crédito y ningún empresario con visión comercial trabaja con su propio dinero si puede hacerlo con el dinero de otros. José Antonio, que tenía acceso a la contabilidad creativa de esos negocios, pensaba que debía haber un límite, que no se puede estirar demasiado la cuerda sin que se corte, pero mi padre le aseguraba que tenía todo bajo control.

—Un día vas a manejar el imperio que estoy construyendo, pero si no te espabilas y aprendes a correr riesgos, no podrás hacerlo. Y, a propósito, te noto distraído, hijo. Pasas demasiado tiempo entre las mujeres de la casa, te vas a poner tonto y flojo —le dijo.

La enciclopedia era uno de los intereses que José Antonio compartía con miss Taylor y conmigo. Mi hermano era el único de la familia que la trataba como a una amiga y la llamaba por su nombre de pila; para los demás siempre sería miss Taylor. En las tardes ociosas, mi hermano le hablaba a mi institutriz de la historia de nuestro país; de los bosques del sur, a donde un día la llevaría a conocer el aserradero de la familia; de las novedades políticas, que le preocupaban mucho desde que un coronel se había presentado como candidato único a las elecciones presidenciales y, lógicamente, había obtenido el cien por cien de los votos y manejaba el gobierno como un cuartel. Debía admitir, sin embargo, que la popularidad del hombre se justificaba por las obras públicas y las reformas institucionales que había emprendido, pero José Antonio le señalaba a miss Taylor el peligro para la democracia que representaba un caudillo autoritario, como tantos que plagaban América Latina desde las guerras de Independencia. «La democracia es vulgar, mejor les vendría una monarquía absoluta», se burlaba ella, pero en realidad estaba orgullosa de tener un abuelo que había sido ejecutado en 1846 en Irlanda por defender los derechos de los obreros y exigir sufragio universal para los hombres, aunque no fueran propietarios, como requería la ley.

Josephine le había contado a José Antonio, creyendo que yo no escuchaba, que a su abuelo lo habían acusado de afiliación al movimiento cartista y de traición a la Corona, lo habían ahorcado y después lo habían descuartizado.

—Unos años antes lo habrían abierto en canal, le hubieran arrancado las vísceras y castrado en vida, después lo habrían ahorcado y cortado en pedazos, delante de miles de espectadores entusiasmados —le explicó sin ningún énfasis.

—¡Y a ti te parece que nosotros somos primitivos por matar un pollo! —exclamó José Antonio, horrorizado.

Esas historias truculentas poblaban mis noches de pesadillas. Ella también le contaba a mi hermano de las sufragistas inglesas, que luchaban por el voto femenino a costa de humillaciones, prisión y huelgas de hambre, que las autoridades resolvían alimentándolas a la fuerza con un tubo por la garganta, el recto o la vagina.

—Soportaron terribles torturas como heroínas. Consiguieron el voto parcial, pero siguen peleando para obtener el mismo derecho que los hombres.

José Antonio estaba convencido de que eso jamás sucedería en nuestro país, porque nunca había salido de su estrecho ámbito conservador; no tenía idea de las fuerzas que se gestaban en ese mismo momento en la clase media, como habríamos de ver más tarde.

Miss Taylor evitaba esos temas delante del resto de la familia; no deseaba que la mandaran de vuelta a Inglaterra.

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