Violeta

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Primera parte. El Destierro (1920-1940) » Capítulo 3

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Es de tripas delicadas —diagnosticó la tía Pía cuando miss Taylor cayó fulminada de diarrea al día siguiente de su llegada.

Era el mal común de los extranjeros, que se enfermaban al primer trago de agua, pero como casi todos sobrevivían no se le daba importancia. La institutriz, sin embargo, nunca se inmunizó contra nuestras bacterias, y pasó dos años luchando con los sobresaltos de su sistema digestivo, medicada con infusiones de hinojo y manzanilla por la tía Pía y papelillos misteriosos que le administraba el médico de la familia. Creo que le caían mal los postres de dulce de leche, las chuletas de cerdo con salsa picante, los pasteles de maíz, las tazas de chocolate caliente con crema de las cinco de la tarde, y otros alimentos, que habría sido de mala educación rechazar. Pero aguantaba estoicamente sus calambres, vómitos, y cagatinas, sin mencionarlos jamás.

Miss Taylor se fue debilitando sin alharaca, hasta que intervino la familia, alarmada por su pérdida de peso y su color ceniza. Después de examinarla, el médico le recetó una dieta de arroz y caldo de ave, y media copita de oporto con gotas de tintura de opio dos veces al día. En privado, les dijo a mis padres que la paciente tenía un tumor del tamaño de una naranja en el vientre. Había cirujanos nacionales tan buenos como los mejores de Europa, dijo, pero creía que ya era tarde para una operación y que lo más humano sería enviarla de vuelta con su familia. Le quedaban pocos meses de vida.

A José Antonio le tocó la dura tarea de decirle una verdad a medias a la paciente, que adivinó de inmediato la verdad completa.

—Vaya, qué inconveniente —comentó miss Taylor, sin perder la sangre fría.

José Antonio la informó de que su padre haría los arreglos necesarios para que pudiera viajar en primera clase a Londres.

—¿Tú también quieres echarme? —sonrió ella.

—¡Por Dios! ¡Nadie te quiere echar, Josephine! Lo único que queremos es que estés acompañada, querida, cuidada… Yo le explicaré la situación a tu familia.

—Me temo que ustedes son lo más parecido a una familia que tengo —replicó ella, y procedió a contarle lo que nadie le había preguntado antes.

Era cierto que Josephine Taylor descendía de un abuelo irlandés que había sido ejecutado por enojar a la Corona británica, pero al contárselo a mi hermano había omitido que su padre era un alcohólico violento cuyo único mérito era descender de aquel luchador por la justicia. La madre, abandonada en la miseria con varios hijos, murió joven. Los niños menores se repartieron entre los parientes; el mayor, de once años, fue enviado a una mina de carbón; y ella, de nueve, a un orfelinato de monjas, donde se ganaba el sustento en la lavandería, principal fuente de ingresos de la institución, con la esperanza de que apareciera un alma bondadosa y la adoptara. Le explicó en qué consistía la tarea hercúlea de jabonar, apalear y cepillar, hervir en enormes calderos, enjuagar, almidonar y planchar ropa ajena.

A los doce años, cuando ya no estaba en edad de adopción, la colocaron de sirvienta sin sueldo en casa de un militar inglés, donde trabajó hasta que este se adjudicó el derecho de violarla sistemáticamente siendo aún adolescente. La primera vez irrumpió de noche en el cuarto junto a la cocina donde ella dormía, le tapó la boca y se le fue encima sin preámbulos. Después estableció una rutina, siempre la misma, que Josephine conocía y temía. El militar esperaba que saliera su mujer, que vivía ocupada en obras de misericordia y visitas sociales, y le indicaba a la niña con un gesto que lo siguiera. Ella obedecía, aterrorizada, sin imaginar que fuera posible resistir o escapar. En la cochera el hombre la azotaba con la fusta de los caballos, cuidándose de no dejarle marcas visibles, y la sometía cada vez a las mismas prácticas perversas, que ella soportaba abandonando el cuerpo al suplicio y cerrando la mente a la posibilidad de clemencia. «Va a pasar, va a terminar», se repetía sin voz.

Por fin, al cabo de meses, a la esposa comenzó a intrigarle la actitud de perro apaleado de su sirvienta, y su forma de escabullirse por los rincones y temblar cuando llegaba su marido a la casa. En sus años de casada había visto varios signos de perturbación en él, que había preferido ignorar con la teoría de que aquello que no se nombra es como si no existiera. Mientras se mantuvieran las apariencias, no había necesidad de escarbar bajo la superficie. Todo el mundo tiene secretos, pensaba. Pero se dio cuenta de que los otros domésticos cuchicheaban a sus espaldas, y una vecina le preguntó si acaso su marido castigaba a los caballos en la cochera, porque se oían golpes y quejidos. Entonces comprendió que debía investigar lo que ocurría bajo su techo antes de que lo averiguaran otros. Se las arregló para sorprender a su marido con la fusta en la mano, y a la sirvienta, semidesnuda, atada y amordazada.

La señora no puso a Josephine en la calle, como sucedía a menudo en esos casos, sino que la mandó a Londres como compañía para su madre, previo juramento de que no diría ni una palabra sobre la conducta de su marido. Se debía evitar el escándalo a cualquier costo.

La nueva patrona resultó ser una viuda todavía fuerte, que había viajado por mucho mundo y pretendía seguir haciéndolo, y para eso necesitaba una ayudante. Era altanera y tiránica, pero tenía vocación pedagógica y se propuso convertir a Josephine en una señorita bien educada, porque no deseaba a una huérfana irlandesa con modales de lavandera por acompañante. Lo primero fue eliminar su acento, que le martirizaba los oídos, y obligarla a hablar como una londinense de clase alta, y el paso siguiente fue convertirla a la Iglesia anglicana.

—Los papistas son ignorantes y supersticiosos, por eso son pobres y se llenan de crías, como los conejos —determinó la señora.

Logró su propósito sin dificultad, porque para Josephine había muy poca diferencia entre ambos cultos y, en cualquier caso, ella prefería mantenerse lo más lejos posible de Dios, que tan mal la había tratado desde que nació. Aprendió a comportarse de forma impecable en público, y a mantener un estricto control de sus emociones y su postura. La señora le dio acceso a su biblioteca y dirigió sus lecturas; así le inculcó el vicio de la Enciclopedia Británica, y la llevó a lugares que ella nunca hubiera soñado conocer, desde Nueva York hasta El Cairo. Le dio un ataque cerebral y se murió en pocas semanas, dejándole algo de dinero a Josephine, con lo que pudo vivir unos meses. Cuando vio un aviso en el periódico ofreciendo empleo de institutriz en Sudamérica, se presentó.

—Tuve suerte, porque me tocó tu familia, José Antonio; ustedes me han tratado muy bien. En resumen, no tengo adónde ir. Voy a morirme aquí, si no les importa.

—No te vas a morir, Josephine —murmuró José Antonio, con los ojos aguados, porque en ese momento se dio cuenta de lo importante que ella había llegado a ser en su vida.

Al enterarse de que la institutriz planeaba agonizar y morir en su casa, el primer impulso de mi padre fue ponerla de viva fuerza en el siguiente transatlántico que saliera del puerto, para evitarme el trauma de la agonía y muerte de esa mujer a quien yo tanto quería, pero por primera vez José Antonio se le plantó al frente.

—Si la echa, nunca se lo voy a perdonar, papá —le anunció, y enseguida procedió a convencerlo de que su deber de cristiano era intentar salvarla por cualquier medio a su alcance, a pesar de los lúgubres pronósticos del médico—. Violeta va a sufrir si se muere miss Taylor, pero lo entenderá. Ya tiene edad para eso. Lo que no podría entender es que desaparezca de repente. Yo me hago responsable de miss Taylor, papá, usted no tiene que preocuparse de esto —dijo.

Cumplió su palabra.

Un equipo encabezado por el más célebre cirujano de su generación operó a miss Taylor en el Hospital Militar, el mejor del país en esos entonces, gracias a la intervención personal del cónsul inglés, con quien mi padre tenía relación por sus exportaciones. A diferencia de los hospitales públicos, tan pobres como sus pacientes, y las escasas clínicas privadas, a donde iban quienes podían pagar, pero la atención médica era mediocre, el Hospital Militar podía compararse con los más prestigiosos de Estados Unidos y Europa. En principio era de uso exclusivo para miembros de las Fuerzas Armadas y del Cuerpo Diplomático, pero con buenas conexiones se hacían excepciones. El edificio, moderno y bien equipado, contaba con amplios jardines para que pasearan los convalecientes, y la administración, a cargo de un coronel, garantizaba que la limpieza y atención fueran impecables.

Mi madre y mi hermano llevaron a la paciente a la primera consulta. Una enfermera de uniforme tan almidonado que crujía con cada paso los condujo a la oficina del cirujano, un hombre de unos setenta años, calvo, de facciones ascéticas y con los modales arrogantes de alguien acostumbrado a ejercer autoridad. Después de examinarla durante largo rato detrás de un tabique que dividía la habitación, le explicó a José Antonio, ignorando por completo la presencia de las dos mujeres, que probablemente el tumor fuera cáncer. Se podía intentar reducirlo con radiación, porque extirparlo con cirugía era un riesgo grande.

—Si fuera su hija, doctor, ¿lo intentaría? —intervino miss Taylor, tan serena como siempre.

Después de una pausa, que se hizo eterna, el médico asintió.

—Entonces, dígame cuándo me va a operar —lo emplazó ella.

La internaron dos días más tarde. Fiel a su lema de que lo más simple es decir la verdad, antes de partir al hospital me informó de que tenía una naranja en la barriga y había que sacársela, pero no iba a ser fácil. Le imploré que me dejara ir con ella para acompañarla durante la operación. Yo tenía siete años, pero seguía muy aferrada a ella. Por primera vez desde que la conocíamos, miss Taylor lloró. Después se despidió de cada uno de los sirvientes, abrazó a Torito y a las tías, a quienes les dio instrucciones de distribuir sus pertenencias, si fuera necesario, entre quienes quisieran un recuerdo, y le entregó a mi madre un paquete de libras esterlinas amarradas con una cinta.

—Para sus pobres, señora.

Había ahorrado su sueldo completo para volver un día a Irlanda y buscar uno por uno a sus hermanos dispersos.

A mí me regaló su mayor tesoro, la Enciclopedia Británica, y me aseguró que haría lo posible por volver, pero no podía prometérmelo. Yo sabía que algo terrible podía suceder en el hospital; estaba familiarizada con el poder incuestionable de la muerte. Había visto a mi abuela en el ataúd, como una máscara de cera reposando entre pliegues de satén blanco, a los perros y gatos que morían de viejos o de accidentes, y a las aves de todas clases, cabras, ovejas y cerdos que Torito sacrificaba para la olla.

La última persona que Josephine Taylor vio antes de que la llevaran en camilla al quirófano fue a José Antonio, que estuvo a su lado hasta ese momento. Ya la habían preparado con un poderoso sedante y la imagen de su amigo aparecía envuelta en neblina. No pudo entender sus palabras de aliento ni su confesión de amor, pero sintió su beso en los labios y sonrió.

La operación duró siete horas largas, que José Antonio pasó en la recepción del hospital bebiendo café de un termo y paseándose de una punta a otra, recordando los juegos de naipes, las meriendas en el jardín, los paseos en las afueras de la ciudad, las adivinanzas de la enciclopedia, las tardes de baladas en el piano y las discusiones bizantinas sobre abuelos descuartizados. Sacó la cuenta de que eran las horas más felices de su regulada existencia, en la que su camino estaba trazado desde su nacimiento. Decidió que ella era la única mujer con quien podría escapar de la tutela de su padre y de la palpable telaraña de complicidad que lo aprisionaba. Nunca había tomado decisiones propias, cumplía sin chistar con lo que se esperaba de él; era el hijo modelo y estaba harto de serlo. Josephine lo desafiaba, sacudía sus convicciones y lo hacía ver a su familia y su medio social bajo una luz despiadada. Tal como lo obligaba a bailar charlestón y enterarse de las sufragistas, lo empujaba a imaginar un futuro diferente al que le habían asignado, un futuro con aventura y riesgo.

A los veinticuatro años, mi hermano ya tenía el temperamento taciturno y cauteloso que detestaba. «Soy un viejo prematuro», mascullaba asqueado al afeitarse ante el espejo. Llevaba años secundando a su padre en negocios que no le interesaban y, además, le parecían sospechosos, y tratando de flotar en un ambiente en el que se sentía como un intruso, porque no compartía intereses ni ideales con la gente de su condición.

Esperando en aquella sala de hospital imaginó que podía empezar una vida nueva en otra parte con Josephine; podrían irse a Irlanda, y allí tendrían una casita modesta en el pueblo donde miss Taylor había nacido, ella daría clases y él trabajaría de obrero. El que Josephine fuera cinco años mayor y nunca hubiera manifestado la menor inclinación sentimental hacia él eran inconvenientes despreciables comparados con la claridad de su determinación. Imaginó la avalancha de chismes cuando anunciara su boda, y el bochorno de nuestra familia, que esperaba verlo casado con una chica de su clase, católica y de familia conocida, como la prima Florencia, pero nada de eso podría rozarlos porque irían navegando a Europa. ¿Cómo sé todo esto, Camilo? En parte se lo sonsaqué a mi hermano a lo largo de los años, y en parte puedo imaginarlo, por conocerlo tan bien.

La naranja en la barriga de miss Taylor resultó ser un tumor benigno gracias a la intervención celestial del padre Quiroga, como afirmaron las tías. El cirujano explicó que las ramificaciones del tumor alcanzaban los ovarios, que debieron ser extirpados, y la paciente nunca podría tener hijos, pero estaba soltera y ya no era tan joven, de modo que ese detalle carecía de importancia. La operación había sido un éxito, aseguró, pero como era normal en esos casos ella había perdido mucha sangre y estaba debilitada. Con descanso y cuidado se repondría en un tiempo prudencial. De cuidarla se encargaron las tías Pía y Pilar, mientras yo la acompañaba con la misma fidelidad de los dos mastines, que no se movían de su lado.

Miss Taylor se había transformado en una sombra de la joven rozagante que llegara vestida de flapper años antes. Estaba estragada por los meses de dolor soportados sin una queja y la brutalidad de la operación; de sus redondeces sólo quedaban los hoyuelos en las manos, y su piel había adquirido un inquietante tono amarillo. Cuando por fin pudo ponerse de pie, después de casi un mes a base de sopa de gallina con hierbas reconstituyentes, compotas de frutas de la estación con polen de abeja, gotas de opio y una bebida nauseabunda de remolacha y levadura de cerveza para la anemia, se dieron cuenta de que la ropa le colgaba y se le había caído la mitad del pelo. A José Antonio le pareció que nunca había estado tan bella. Rondaba la habitación de la enferma como un alma perdida, esperando que las tías la dejaran sola para sentarse a su lado y leerle poemas en español, que ella escuchaba a medias, atontada por las gotas, con los párpados entrecerrados. Le sugerí a mi hermano que mejor le leyera de la enciclopedia, pero él estaba en la etapa romántica de los sentimientos aún no declarados.

La convalecencia duró varios meses, que miss Taylor aprovechó para continuar mi educación desde una poltrona en la galería. La vida de la casa se concentró allí. Mi madre trasladó su máquina de coser a la galería, allí mismo Torito reparaba muebles desvencijados, la tía Pilar armaba y desarmaba el complicado artilugio que inventó para secar botellas, y la tía Pía se dedicaba a preparar polvos, tinturas, pociones, cápsulas y obleas de su vasto repertorio de remedios naturales. Había conseguido el fruto de la palma de motacú, que le mandaron desde la cuenca amazónica de Bolivia, del cual extrajo un aceite para la calvicie. Le rapó a la enferma los cuatro pelos que le quedaban, y le daba masajes dos veces al día en el cráneo con el aceite prodigioso. A las siete semanas a miss Taylor le asomó una pelusa suave, y al poco tiempo empezó a crecerle una melena frondosa y oscura. Pelo tieso de indio del Altiplano, determinó la tía Pilar, despectiva, pero reconoció que le asentaba mejor que las hilachas pajizas de su cabellera original.

Los días transcurrían lentos y en calma. El único impaciente era José Antonio, que aguardaba el momento en que pudiera llevar a miss Taylor al salón de té Versalles y plantearle sus intenciones matrimoniales. Jamás dudó de que ella lo aceptaría; su única incertidumbre era el aspecto económico, porque la idea de ganarse la vida como obrero en Irlanda iba pareciéndole cada vez menos atractiva, y además su futura esposa necesitaba la seguridad y el apoyo de una familia. Había trabajado junto a su padre desde los diecisiete años, pero no cobraba una remuneración fija; recibía dinero esporádicamente en cantidades variadas, como una generosa propina más que como honorario, nada que le permitiera ahorrar.

Su padre le había asegurado que tendría una participación muy satisfactoria en sus variados negocios, pero en realidad las ganancias no se repartían, volvían a invertirse en otras empresas. Arsenio del Valle conseguía préstamos para emprender un proyecto, que vendía apenas podía para financiar otro, y repetía lo mismo una y otra vez con la certeza de que el dinero se multiplicaba en el universo invisible de los bancos, las acciones y los bonos. José Antonio le había advertido contra ese método, que comparaba a un ratón de laboratorio corriendo en una rueda sin descanso para llegar a ninguna parte; «a este ritmo nunca se va a librar de las deudas», le decía, pero su padre sostenía que nadie se hace rico en un empleo ni invirtiendo con prudencia; el futuro es de los audaces.

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