Violeta

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Primera parte. El Destierro (1920-1940) » Capítulo 4

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Con el largo descanso y los brebajes terapéuticos de la tía Pía, Josephine Taylor recuperó la salud y las ganas de salir; llevaba demasiado tiempo en la galería de los cristales. Estaba muy delgada, pero de mejor color, y lucía un peinado corto que le daba un aspecto de pájaro medio desplumado. Su primer paseo fue con mi madre, mis tías y yo a la despedida de soltera de una de las sobrinas Del Valle. La invitación a una merienda en familia, impresa en una tarjeta sencilla, minimizaba el evento, como correspondía en un país donde la ostentación se consideraba del peor gusto. Hace tiempo que ya no es así, Camilo, ahora todos aparentan más de lo que son y lo que tienen. La «pequeña merienda» de la sobrina fue un escándalo de pasteles variados, garrafas de plata con chocolate caliente, helados y licores dulces en copas de cristal de Bohemia, animado por un ensamble de señoritas que tocaban instrumentos de cuerda y un mago que vomitaba pañuelos de seda y extraía palomas perplejas de los escotes de las damas.

Calculo que había unas cincuenta mujeres en esos salones, toda la parentela femenina y las amigas de la novia. Miss Taylor se sintió como ave en corral ajeno, mal vestida, desconectada y extranjera. Escapó al jardín, aprovechando la distracción de una torta de tres pisos, traída en una mesita con ruedas en medio de un coro de exclamaciones y aplausos. Allí coincidió con otra de las invitadas, que había huido como ella.

Teresa Rivas era una de las pocas mujeres que habían adoptado el pantalón ancho y el chaleco de hombre, impuestos hacía poco por una diseñadora francesa, que ella había complementado con camisa blanca almidonada y corbata. Estaba fumando una pipa con boquilla de hueso y cazoleta tallada en forma de cabeza de lobo. En la luz débil del atardecer, Josephine la confundió con un hombre, que era justamente el efecto que la otra deseaba provocar.

Se sentaron a conversar en una banca entre arbustos recortados y parches de flores, envueltas en el aroma intenso de nardos y tabaco. Teresa supo que Josephine llevaba varios años en el país y sólo conocía a la familia de sus empleadores y a unas cuantas personas de la colonia inglesa, que encontraba de vez en cuando en el servicio anglicano. Le habló del otro país, el país verdadero, el de la clase obrera y los múltiples estratos de la clase media, el de las provincias, los mineros, los campesinos y los pescadores.

Cuando Josephine me oyó llamándola en el jardín, se dio cuenta de que la fiesta había concluido hacía rato y ya era de noche. Se despidieron deprisa. Alcancé a oír cuando Teresa le dijo que la buscara y le pasó una tarjeta con su nombre y la dirección de su trabajo.

—Quiero sacarte de tu cueva, Joe, y mostrarte algo de mundo —le dijo.

A Josephine le gustó el apodo que le dio esa desconocida, y se propuso aceptar su ofrecimiento; tal vez ella sería su primera amiga en aquella tierra donde ya había echado raíces.

De vuelta en la casa, comenté lo que todas estaban pensando: había llegado la hora de ponernos a la moda, con faldas a media pierna, telas estampadas, escotes y brazos desnudos. Las tías usaban vestidos negros hasta los tobillos, como monjas, y a mi madre tampoco le había parecido necesario modernizarse, porque se las había arreglado para evitar casi por completo la vida social; su marido se había cansado de pedirle que lo acompañara. Miss Taylor había asistido a la fiesta de la novia Del Valle con el mismo vestido color mostaza con que descendió del barco que la trajo de Inglaterra años antes, al cual le había quitado varios centímetros en las costuras. Mi madre mandó al chófer a comprar las revistas femeninas que llegaban de Buenos Aires para sacar ideas. Lo único que le interesó a miss Taylor fue el estilo adoptado por Teresa Rivas. Compró unos metros de gabardina y tweed, a pesar de que el clima no estaba para telas gruesas, y con ayuda de unos moldes se puso a coser discretamente para que la familia no se enterara de su proyecto.

—Parezco un mocoso desnutrido —murmuró al verse en el espejo cuando su tenida estuvo terminada.

Así era. Con su metro cincuenta de estatura, sus cuarenta y seis kilos de peso y su indómito pelo nuevo, muy corto y desordenado, y vistiendo pantalón, chaleco y chaqueta, lo parecía. La única que la vio con su terno masculino fui yo, en la intimidad de nuestra habitación.

—A mis padres no les va a gustar nada —le dije, pero prometí no contárselo a nadie.

Ese domingo, miss Taylor me llevó de paseo a la plaza de Armas, donde nos esperaba Teresa Rivas. Esta tomó a miss Taylor del brazo sin hacer ningún comentario sobre su atuendo, y echamos a andar hacia la heladería de los gallegos. Ellas iban absortas en la conversación, y yo paraba la oreja para captar algo de lo que decían.

—¡Mariconas! ¡Sinvergüenzas! —masculló en voz alta un caballero de sombrero y bastón que pasó por nuestro lado.

—¡Y a mucha honra, señor! —le contestó Teresa con una carcajada insolente, mientras miss Taylor enrojecía de vergüenza.

Después de los helados, Teresa nos condujo a su vivienda, que estaba lejos de ser lo que esperábamos.

Miss Taylor se había hecho la idea de que Teresa, por su actitud desafiante y su elegancia natural, provenía de la clase alta; de que tal vez era una de esas herederas que pueden burlarse de las convenciones, porque tienen respaldo de dinero y familia. Todavía no era capaz de diferenciar las clases sociales, en parte porque sólo había estado en contacto con mi familia y la servidumbre de la casa.

Ese cuento de que todos los humanos somos iguales ante la ley y ante los ojos de Dios es una patraña, Camilo. Espero que no lo creas. Ni la ley ni Dios nos tratan a todos del mismo modo. Eso es obvio en este país. Al conocer a alguien, nos basta una leve inflexión en el acento, la forma de tomar los cubiertos en la mesa o la desenvoltura para tratar a una persona de condición inferior para identificar en un segundo a cuál de los infinitos estratos sociales pertenece. Es un talento que pocos extranjeros llegan a dominar. Perdona que ponga énfasis en esto, Camilo, sé que te irrita el sistema de clases, tan excluyente y cruel, pero tengo que mencionarlo para que entiendas a Josephine Taylor.

Teresa vivía en la buhardilla de un caserón antiguo, en una calle pobretona y sucia. En el primer piso había una reparadora de calzado, y en el segundo, una industria casera de ropa, donde trabajaban varias costureras haciendo uniformes de enfermeras y batas blancas para los médicos del hospital. A la buhardilla se llegaba por un pasillo en penumbra y una escalera de madera con los peldaños gastados por el uso y la labor paciente de las termitas.

Nos encontramos en una habitación amplia, con el techo bajo y dos ventanucos sucios que apenas dejaban entrar algo de luz, con un diván a modo de cama, una colección de muebles que parecían haber sido descartados por inservibles y un ropero señorial con puertas de espejo, único resabio de un pasado mejor. Reinaba un desorden de huracán, con ropa desparramada y pilas de periódicos y papeles atados con cordeles; calculé que nadie había limpiado en meses.

—¿Cuál es tu conexión con los Del Valle? —le preguntó miss Taylor a Teresa.

—Ninguna. Fui a la fiesta acompañando a mi hermano, Roberto, el mago, ¿te acuerdas de él?

—¡Tu hermano es fantástico!

—La magia es sólo un pasatiempo, nadie se gana la vida tragando puñales y haciendo desaparecer conejos.

Teresa encendió una hornilla para hervir agua, y nos sirvió té en tazas astilladas, el mío con azúcar y el de Josephine con un chorro de aguardiente ordinario. Fumaron cigarrillos oscuros y amargos, que según Teresa limpiaban los pulmones. Esta nos contó que sus padres eran ambos maestros en una provincia del sur, de donde ella y su hermano Roberto habían salido apenas pudieron, él para ir a la universidad y ella en busca de aventura; dijo que no calzaba para nada en el ambiente de sus padres, se definía como bohemia. El padre había contraído la influenza española años antes y había sobrevivido, pero desde entonces estaba enfermo de los pulmones.

—Mis viejos se jubilaron hace poco. Los maestros ganan una miseria, Joe. El nuevo sistema de pensiones empezó tarde para ellos, y carecían de ahorros, así es que se fueron al campo, donde necesitan muy poco para vivir, y ahora imparten clases gratis. Quisiera ayudarlos, pero soy un caso perdido, apenas gano para comer. Roberto, en cambio, tendrá una buena profesión y es un hijo responsable y generoso; él será el sostén de mis padres.

Teresa le explicó a miss Taylor que su hermano debió hacer el servicio militar y por eso se atrasó en los estudios, pero en un par de años se iba a graduar de técnico agrícola. Estudiaba de día y trabajaba de mesonero en un restaurante por las noches. Ella estaba empleada en la Compañía Nacional de Teléfonos.

—Claro que allí no puedo presentarme vestida de hombre —agregó, riéndose.

Nos mostró un par de fotografías de sus padres, tomadas en una plaza de pueblo, y una de su hermano con el uniforme de conscripto, un chico imberbe que en nada se parecía al mago bigotudo y divertido que habíamos visto en la fiesta.

Muchos años más tarde, en su vejez, Josephine Taylor me contaría que esa tarde Teresa y ella sellaron una amistad que habría de transformar su vida. Su única experiencia sexual habían sido las violaciones y golpes de aquel militar británico en su adolescencia, que le dejaron marcas en el cuerpo y la memoria, y un rechazo profundo a toda forma de intimidad física. La idea del placer sexual le resultaba inconcebible, y tal vez por eso no supo interpretar las atenciones de José Antonio. Con Teresa descubrió el amor y pudo cultivar de a poco su sensualidad, cuya existencia no sospechaba. A los treinta y un años, era de una inocencia inusitada.

Teresa se jactaba de experimentar todo lo que se le presentara, sin hacer caso de la moral o las reglas impuestas por otros. Se burlaba por igual de la ley y la religión. Le aclaró a Josephine que había tenido amores con hombres y mujeres, y consideraba la fidelidad una limitación absurda.

—Creo en el amor libre. No trates de amarrarme —le advirtió unas semanas más tarde, mientras la acariciaba desnuda en el diván.

Miss Taylor lo aceptó con un nudo en el pecho, sin imaginar que en la larga relación que habría de unirlas nunca tendría motivo de celos porque Teresa sería la más fiel y devota de las amantes.

A comienzos de septiembre de 1929 la Bolsa de Valores en Estados Unidos sufrió un bajón alarmante, y en octubre se precipitó en picada hacia el desastre total. Mi padre calculó que, si se derrumbaba la economía más fuerte del mundo, el resto de los países sufriría el impacto como un cataclismo, y el nuestro no sería una excepción. Era cuestión de tiempo, tal vez sólo unos pocos días, para que su edificio financiero se viniera abajo y él quedara arruinado, como tantos hombres de fortuna ya lo estaban en Norteamérica. ¿Qué iba a pasar con sus negocios, con la venta de su casa, que estaba a punto de concretarse, y con la construcción del edificio en que había invertido tanto? Para especular en la Bolsa había hipotecado sus bienes, pedido préstamos usurarios e incursionado en martingalas ilegales que lo obligaban a llevar una doble contabilidad, una oficial y otra secreta, que sólo compartía con José Antonio.

Arsenio del Valle sentía el pánico como una quemadura por dentro y un frío glacial en la piel, una angustia que le impedía estar quieto un instante y pensar con claridad; respiraba a borbotones, sudaba. Contó el número de personas que dependían de él, no sólo su familia, sino también los sirvientes y los empleados de su oficina, los obreros del aserradero y los trabajadores de las viñas del norte, donde empezaba a realizar su sueño de destilar un brandi refinado que compitiera con el pisco peruano. Quedarían todos en la calle. Ninguno de sus hijos, salvo José Antonio, lo ayudaba en sus negocios, los otros cuatro aprovechaban la prosperidad que él les brindaba, sin preguntarse cuánto costaba conseguirla. Desesperado, pensaba cómo iba a proteger a su mujer, a sus cuñadas y a mí, cómo se salvaría él mismo de la bancarrota y la humillación de haber fallado, cómo iba a enfrentar a la sociedad, a los acreedores, a mi madre.

No era el único en ese estado. Entre los miembros del Club de la Unión imperaba el mismo miedo que a él lo paralizaba e iba creciendo por momentos a medida que se contagiaban unos a otros. En los salones decorados a la inglesa, en verde y rojo oscuro, con escenas de caza de zorros que jamás se habían dado en el país, y muebles Chippendale auténticos, los señores de la clase alta, que tradicionalmente habían tenido el poder económico, aunque no siempre el político, acostumbrados a la seguridad de sus privilegios, seguían las noticias incrédulos. Hasta entonces las calamidades de cualquier índole, tan frecuentes en esta tierra de sismos, inundaciones, sequías, pobreza y eterno descontento, no los habían rozado.

Los mozos iban al trote sirviendo licores y pasando platillos de ostras frescas, patas de cangrejo, codornices en escabeche y empanadas fritas; la inquietud era tal que nadie se sentaba a las mesas. De pronto se alzaba una voz optimista con el argumento de que, mientras se mantuviera estable el precio de ciertos minerales, el país podría sortear la tormenta que se venía encima, pero esa ilusión era rápidamente aplastada por el clamor de los demás. Las cifras eran una realidad ineludible.

Tal como mi padre esperaba con un puño en el estómago, el último martes de octubre el mundo se enteró de que el mercado internacional de valores se había estrellado. Mi padre se encerró en la biblioteca con José Antonio a revisar a fondo la situación, consciente de que su propia ofuscación le impedía tomar alguna medida para evitar el desastre. Dudaba de todo, especialmente de sí mismo. Le había fallado aquello en lo cual se fundaba su posición social: su capacidad natural para hacer dinero, su visión clarividente para descubrir las mejores oportunidades, que nadie más veía, su nariz de sabueso para oler los problemas a tiempo y resolverlos, su carisma de vendedor ambulante para embaucar a otros con tanta habilidad que parecía estar haciéndoles un favor, y su liviandad envidiable para salir de los embrollos. Nada lo había preparado para enfrentar el precipicio que se abría a sus pies, y el hecho de que tantos otros estuvieran asomados al mismo abismo no era un consuelo. Pensó que su hijo, tan ecuánime y razonable, podía aconsejarlo.

—Lo siento, papá, creo que lo hemos perdido todo —le anunció José Antonio después de revisar por segunda vez los libros de contabilidad, tanto los oficiales como los fraudulentos.

Mi hermano le explicó que las acciones ya no tenían ningún valor, le debían dinero a medio mundo, y era mejor no pensar en la posibilidad de que agarraran a su padre por evasión de impuestos. No había forma de pagar las deudas, pero en la situación en que se encontraba el país nadie podría hacerlo; los acreedores tendrían que esperar. El banco se quedaría con el aserradero, las viñas del norte, los proyectos en construcción y hasta nuestra casa, porque no podían pagar las hipotecas. ¿De qué iban a vivir? Habría que reducir los gastos al mínimo.

—Es decir, tendremos que bajar de nivel… —murmuró mi padre con un hilo de voz.

Esa posibilidad jamás se le había ocurrido.

La debacle financiera del resto del mundo prácticamente paralizó a nuestro país. No lo sabíamos aún, pero seríamos la nación más afectada por la crisis, porque se derrumbaron las exportaciones que la sostenían. Las familias adineradas, que a pesar de haber perdido tanto disponían de medios para abandonar la ciudad, se iban a sus fincas, donde al menos había alimento, pero el resto de la población sintió el culatazo de la pobreza sin atenuantes.

A medida que las empresas se declaraban en bancarrota, incrementaba el número de cesantes; en muy poco tiempo volvió la época de las ollas comunes, la olla del pobre, para los miles y miles de hambrientos que hacían cola para un plato de sopa aguada. Masas de hombres vagaban buscando trabajo, y las mujeres y los niños pedían limosna. Ya nadie se detenía a socorrer a los mendigos tirados en las aceras. Por todos lados había brotes de violencia entre los desesperados. Aumentó tanto el crimen en las ciudades que nadie se sentía seguro en las calles.

El gobierno estaba en manos del general, que había mandado al exilio al presidente anterior y ejercía su autoridad con mano de hierro. Decían que en el puerto estaban fondeados sus enemigos políticos, y cualquiera que se sumergiera lo suficiente podía comprobarlo porque los esqueletos pelados por los peces permanecían atados por los tobillos a bloques de cemento. A pesar de la represión con que ejercía el control, el general iba perdiendo poder minuto a minuto, acosado por protestas populares masivas que el nuevo cuerpo de policía, formado con métodos militares prusianos, enfrentaba a tiros. La capital parecía una ciudad en guerra. Se declararon en huelga estudiantes, profesores, médicos, ingenieros, abogados y otros gremios, todos unidos en un solo clamor pidiendo la renuncia del presidente. El general, atrincherado en su oficina, no se convencía de que de la noche a la mañana se le había dado vuelta la suerte, y seguía repitiendo que la policía cumplía con su deber, que las víctimas de bala merecían su suerte porque habían quebrantado la ley, que este era un país de mal agradecidos, que bajo su gobierno hubo orden y progreso y que qué más podían esperar, la catástrofe mundial no era culpa suya.

Al segundo día, José Antonio y mis otros cuatro hermanos salieron también a participar en el alboroto, no tanto por convicción política como para desahogar la frustración y no quedarse atrás, ya que sus amigos y conocidos andaban en lo mismo. Se mezclaban por igual en las calles funcionarios de corbata y sombrero, obreros descamisados e indigentes harapientos. Nunca se había visto una multitud semejante marchando codo a codo, diferente a los desfiles de familias miserables en los peores tiempos de desempleo, que la clase media y alta observaba desde los balcones. Para José Antonio, acostumbrado a controlar sus emociones y llevar una existencia ordenada, fue una experiencia liberadora, y por unas horas le dio la sensación de que pertenecía a un colectivo. Le costaba reconocerse en el energúmeno en que se había transformado, provocando a gritos a una línea compacta de policías armados, que respondían a palos y con tiros al aire.

En eso estaba cuando vio a Josephine Taylor en una esquina, tan exaltada como el resto de la turba, y yo agarrada de su mano, aterrada. La euforia se le enfrió en un instante. Todavía andaba con la cajita del anillo de granates y brillantes en el bolsillo, el mismo que ella rechazó delicadamente cuando él le pidió de rodillas, a la antigua, que se casara con él.

—No me casaré nunca, José Antonio, pero siempre te voy a querer como a mi mejor amigo —le dijo ella, y siguió tratándolo con la misma familiaridad de antes, como si no hubiera escuchado su declaración.

Pero la relación íntima y cariñosa que habían compartido desde que se conocieron le daba esperanza a José Antonio de que ella cambiaría de opinión con el tiempo. El anillo habría de permanecer en su poder durante más de treinta años.

Había pocas mujeres entre los manifestantes, y ella, con pantalones, chaqueta y gorra de bolchevique, se confundía con los hombres. Estaba junto a otra mujer, vestida también con ropa masculina, a quien José Antonio nunca había visto. Tampoco había visto a miss Taylor así vestida, porque en su papel de institutriz era un modelo de feminidad tradicional. La tomó de un brazo, y a mí por el cuello del abrigo, y nos condujo, prácticamente a la fuerza, al portal de un edificio, lejos de la policía.

—¡Las pueden pisotear o darles un balazo! ¿Qué haces aquí, Josephine? ¡Y con Violeta! —la increpó, sin entender qué podía importarle la política local a esa señorita irlandesa.

—Lo mismo que tú, quemando energía —se rio ella, con la voz cascada de tanto gritar.

José Antonio no alcanzó a preguntarle por qué andaba así disfrazada, porque en ese momento lo interrumpió la acompañante de miss Taylor, que se presentó como «Teresa Rivas, feminista, a sus órdenes». Él no conocía ese término y creyó que la mujer había dicho «comunista» o «anarquista», pero no era el momento de aclararlo, porque de súbito se elevó un clamor de triunfo y la muchedumbre comenzó a saltar y lanzar los sombreros al aire y a trepar al techo de los vehículos enarbolando banderas y gritando al unísono «¡ha caído!», «¡ha caído!».

Así era. Cuando por fin el general entendió que había perdido por completo el control del país y que sus colegas del ejército y la policía, que él mismo había formado, no le obedecían, abandonó el palacio presidencial y escapó con su familia al extranjero en el tren del exilio, el mismo en el cual regresaría muy pronto el destituido presidente anterior. Esa noche miss Taylor repitió que mejor estaríamos con una monarquía, y mi padre estuvo de pleno acuerdo. Por unas horas continuó la celebración popular en las calles, pero aquel efímero triunfo político no mitigó en nada la pobreza y desesperación en que estaba sumido el país.

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