Violeta

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Primera parte. El Destierro (1920-1940) » Capítulo 5

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Mi padre resistió el primer año de la depresión mundial, acosado por bancos y acreedores privados, mientras desaparecían sus últimos recursos. Durante ese tiempo logró evitar el naufragio final con un ardid piramidal copiado de fraudes similares, que ya eran ilegales en otras partes, pero en nuestro país todavía no se conocían. Sabía que era una solución de corto aliento, y cuando se le vino abajo tocó fondo al fin. Entonces comprendió que no tenía a quién recurrir, se había hecho muchos enemigos en su carrera desatada por ganar más y más. Había estafado a varios conocidos con la pirámide, otros habían sido sus socios en proyectos que habían fracasado y nunca pudo aclararles por qué habían perdido todo y él había salido ileso. Tampoco podía esperar ayuda de sus hermanos, que al comienzo de la crisis acudieron a él en busca de préstamos, que él estaba lejos de poder proporcionarles. Les confesó su bancarrota, pero no le creyeron y se separaron enojados; no olvidaban la forma en que les birló la herencia familiar. Dejó de ir al Club de la Unión porque no pudo pagar las cuotas y era demasiado orgulloso para aceptar que se las perdonaran temporalmente, como hicieron con la mayoría de los miembros en la misma situación. Había trepado muy alto y arriesgado demasiado. Su caída fue estrepitosa.

José Antonio era el único que estaba al tanto de la verdad completa; los otros hijos, desprovistos de su mesada habitual, se repartieron en casas de los primos y amigos, tratando de mantenerse al margen del escándalo del padre. Las mujeres de la familia debieron reducir los gastos y despedir a casi toda la servidumbre, pero no se enteraron de cuán serio era el desastre hasta después del balazo. Tampoco intentaron averiguarlo; ese asunto, como tantos otros, no les correspondía; era un problema de hombres.

El entusiasmo que fuera el motor fundamental de la vida de mi padre desapareció. Soportaba la angustia del día bebiendo ginebra y combatía el insomnio con las gotas milagrosas de su mujer. Por la mañana despertaba con la cabeza envuelta en niebla y las rodillas flojas, esnifaba polvos blancos, se vestía con esfuerzo y, para evitar las preguntas de mi madre, se escabullía a la oficina, donde no había nada que hacer, sólo esperar que pasaran las horas y aumentara la desesperación. Con alcohol, cocaína y opio funcionaba a medias, pero estas sustancias le producían un reflujo de acidez que le impedía comer. Adelgazó, andaba ojeroso, amarillento y agachado; había envejecido un siglo en pocos meses, pero yo era la única que me daba cuenta de su estado. Lo seguía por la casa, silenciosa como un gato, y, violando la prohibición de entrar a la biblioteca, me sentaba a sus pies mientras él vegetaba en su sillón de cuero con la vista fija en la pared.

—¿Está enfermo, papá? ¿Por qué está triste? —le preguntaba, sin esperar respuesta.

Mi padre era un fantasma.

Dos días después de la caída del gobierno, Arsenio del Valle recibió el golpe de gracia al enterarse de que sería desalojado de la casa grande de las camelias, donde nacieron él y todos sus hijos. Contaba con una semana para evacuarla. A eso se sumó una orden de arresto por estafa y evasión de impuestos, tal como temía su hijo José Antonio desde hacía mucho tiempo.

Nadie escuchó el balazo en ese caserón de muchas habitaciones, donde imperaba el ruido de las cañerías, de las maderas secas, de los ratones ocultos en las paredes y del tráfico habitual de sus habitantes. Lo descubrimos al día siguiente por la mañana, cuando entré a la biblioteca a llevarle una taza de café a mi padre, como hacía a menudo desde que despidieron a las mucamas. Las pesadas cortinas de felpa estaban corridas y la única luz provenía de la lámpara del escritorio, una Tiffany con pantalla de vidrio pintado. Era una habitación grande de techo alto, con estanterías de libros y reproducciones al óleo de cuadros clásicos que un pintor uruguayo copiaba con tal exactitud que podría engañar a un comprador experto, como mi padre hizo en un par de ocasiones. Sólo quedaba una enorme Judit con la cabeza decapitada de Holofernes reposando en una bandeja. También habían desaparecido las alfombras persas, la piel de oso, los dos sillones barrocos, los enormes jarrones de loza pintada de China y la mayoría de las piezas de las colecciones. Esa sala, que antes fuera la más lujosa de la casa, era un espacio desnudo donde flotaban los tres o cuatro muebles que iban quedando.

Yo venía cegada por la luz matinal de la galería. Me detuve unos segundos para acostumbrar la vista a la penumbra, y entonces vi a mi padre recostado en la silla detrás de su escritorio; pensé que estaba dormido y sería mejor dejarlo descansar, pero la quietud del aire y el tenue olor a pólvora me alertaron.

Mi padre se dio un tiro en la sien con el revólver inglés que había comprado en tiempos de la pandemia. La bala se le incrustó limpiamente en el cerebro sin causar mayor destrozo, apenas un hueco negro del tamaño de una moneda, y un sendero delgado de sangre que descendía de la herida hacia el diseño de cachemira de la India de la bata de fumar, y de allí a la alfombra, que absorbió la mancha. Durante una eternidad, permanecí inmóvil a su lado, observándolo, con la taza temblando en la mano, llamándolo en un murmullo, «papá», «papá». Todavía recuerdo con perfecta claridad la sensación de vacío y calma terrible que se apoderó de mí y habría de durar hasta mucho después del funeral. Por último, puse la taza sobre el escritorio y me fui calladamente a buscar a miss Taylor.

Esta escena está grabada en mi memoria con la precisión de una fotografía y se me ha aparecido en sueños muchas veces. A los cincuenta años estuve varios meses en terapia con un psiquiatra que me hizo analizarla hasta las náuseas, pero ni entonces ni ahora puedo sentir la emoción que corresponde ante el padre muerto de un balazo. No siento horror ni tristeza, nada. Puedo explicar lo que vi, el vacío y la calma que he descrito, pero nada más.

La casa entera despertó a la tragedia cuarenta minutos más tarde, una vez que miss Taylor y José Antonio limpiaron la sangre y le taparon la herida a mi padre con un gorro de dormir, que él se ponía en invierno. Fue un esfuerzo encomiable, que sirvió para fingir que se le había reventado el corazón por el estrés. Nadie en la familia, ni afuera, lo creyó, pero habría sido una descortesía dudar de la versión oficial, que el médico corroboró para evitarnos problemas y para que pudiéramos enterrarlo en el cementerio católico en vez del municipal, a donde iban a dar los indigentes y extranjeros de otras religiones. No era el primero ni sería el último de los opulentos señores arruinados que se quitaron la vida en esa época.

Mi madre sintió el suicidio de su esposo como un acto de cobardía: la había abandonado desvalida en medio de una catástrofe que él mismo había provocado. La indiferencia que había sentido por él en los últimos años, en que no compartían ni siquiera la habitación, se tornó en desprecio y rabia. Esa traición era mucho más grave que los pecadillos de infidelidad, que ella había comprobado y en realidad nada le importaban; era una humillación para ella y una vergüenza irremediable para la familia. No pudo fingir dolor de viuda ni vestirse de luto, aun sabiendo que los Del Valle no se lo perdonarían. El entierro se llevó a cabo deprisa y sin avisar a nadie más que a los hijos, porque había que desalojar la casa, y se puso una nota en el diario al día siguiente, cuando ya era tarde para asistir al cementerio. No hubo obituario ni coronas de flores; muy pocas personas ofrecieron condolencias. A mí me impidieron asistir al entierro, porque después de encontrar el cuerpo de mi padre en la biblioteca me dio fiebre y dicen que no hablé durante varios días. Miss Taylor se quedó conmigo. Mi padre, Arsenio del Valle, ese hombre poderoso a quien su mujer y nosotros, sus hijos, obedecíamos y mucha gente temía, se fue sin gloria, como un mendigo.

Mi familia se propuso mencionarlo lo menos posible para evitar explicaciones, y tan bien lo logró que yo nada supe de la quiebra económica y las estafas cometidas que lo condujeron al suicidio hasta cincuenta y siete años más tarde, cuando tú, Camilo, te propusiste, en la adolescencia, desenterrar los secretos familiares escarbando en el pasado. Por un tiempo, el silencio en torno a la muerte de mi padre me hizo dudar de si había visto aquel hoyo en su sien, y tanto repitieron lo del ataque al corazón que casi lo creí. Me di cuenta rápidamente de que ese era un tema prohibido, y viví el duelo con pesadillas recurrentes, pero sin aspavientos, gracias al autocontrol que me había enseñado miss Taylor. No hice preguntas porque se helaba el aire en torno a mi madre y mis tías.

José Antonio reunió a mis otros hermanos, a mi madre y al resto de las mujeres de la familia, incluida miss Taylor, y les explicó sin ambages el desastre financiero, que resultó mucho peor de lo que habían supuesto. A mí me dejaron afuera, porque pensaron que era muy joven para entenderlo y había sufrido el impacto del suicidio. Con pesar, porque las conocían desde siempre, despidieron a las únicas dos empleadas que quedaban en la casa desolada, donde hasta los mastines habían muerto y los gatos habían desaparecido. El resto de la servidumbre, el chófer y los jardineros habían partido meses antes, pero Apolonio Toro se quedó, porque nosotros éramos su única familia. Nunca había ganado un sueldo, trabajaba a cambio de techo, comida, ropa y propinas de vez en cuando.

Mis hermanos, que ya eran adultos, se alejaron para salvarse del bochorno social, y pronto consiguieron trabajo y se independizaron por completo. Si alguna vez tuvimos espíritu de familia, se perdió esa mañana en que hallamos a mi padre en la biblioteca. Tuve escasa relación con ellos cuando era niña, y más tarde en la vida tuvimos pocas ocasiones de encontrarnos. El numeroso clan Del Valle se terminó para mí a los once años, y tú no lo conociste, Camilo. El único que nunca nos abandonó a mi madre, a mis tías y a mí fue José Antonio. Asumió su papel de hermano mayor, enfrentó el escándalo y las deudas, y se echó encima la responsabilidad de cuidar a las mujeres de su familia.

José Antonio había desarrollado un plan que sólo discutió previamente con miss Taylor, porque comprendió que mi madre y mis tías, que jamás habían tenido que tomar decisiones importantes, nada podrían aportar. A ella se le ocurrió una solución práctica, que a él le costó aceptar como la más lógica, porque había vivido en un círculo cerrado, un clan en el cual los miembros se protegían unos a otros y nadie quedaba desamparado. Miss Taylor había nacido pobre y podía pensar sin las limitaciones de José Antonio. Le hizo ver que la actitud distante y fría de su familia era una condena al ostracismo. Arsenio del Valle había manchado el apellido, y nosotros, sus descendientes, pagábamos las consecuencias. Habíamos sido excluidos.

Con las pocas joyas y la colección de figuras de marfil que mi padre no alcanzó a vender o empeñar, José Antonio pudo obtener algo de dinero para llevarnos lejos. Debíamos comenzar de nuevo donde pudiéramos vivir con el mínimo, hasta que él consiguiera hacerse con una situación. El escándalo lo había alcanzado a él también, no sólo por el parentesco, sino porque había trabajado al lado de su padre desde la adolescencia y daba la apariencia de haber estado directamente involucrado en sus negociados. Nadie creyó que mi hermano trató muchas veces de advertirle a su padre de los peligros de su conducta, ni que este jamás le pidió su opinión, siguió su consejo o le dio autoridad. No lo contratarían como abogado mientras no limpiara su nombre, y en la gran depresión económica que convulsionaba al mundo conocido no encontraría empleo en otras ocupaciones. La propuesta de miss Taylor era la salida más razonable.

Mi institutriz resultó poseer un temple inusitado para enfrentar los malos tiempos. Creía firmemente que su infancia de miseria, el orfelinato de las monjas en Irlanda y la depravación de su primer patrón le habían dado la cuota de sufrimiento que le tocaba en esta vida, y nada que viniera en el futuro podía ser peor. A ella se le ocurrió, al ver a José Antonio desesperado después de enterrar al padre, que era mucho mejor irse lejos del ambiente habitual, al menos por un tiempo.

—No queremos la maldad ni la compasión de nadie —le dijo, incluyéndose entre los Del Valle con naturalidad, y agregó que podían contar con sus ahorros, el mismo fajo de libras esterlinas que mi madre le había devuelto y ella guardaba entre su ropa interior.

Sabía exactamente adónde podían ir, le dijo, lo tenía todo planeado. José Antonio volvió a pedirle por enésima vez que se casara con él, y ella le reiteró como siempre que nunca lo haría, pero no le dio la única explicación que él hubiera entendido: ya estaba casada en espíritu con Teresa Rivas.

El tren nos dejó en Nahuel, la última estación; de allí hacia el sur se viajaba en carretas, a caballo y después por mar, porque el territorio se desmiembra en islas, canales y fiordos, hasta los glaciares azules. No se veía ni un alma en el andén desolado, una plataforma de madera, medio techo de metal corrugado y un letrero desteñido por el clima con el nombre del pueblo. Habíamos viajado muchas horas en los duros asientos, con un canasto de huevos cocidos, gallina fría, pan y manzanas. Hacia el final del camino éramos los únicos pasajeros en el vagón, el resto había desembarcado en los pueblos anteriores.

Llevábamos lo que pudimos echar en varios baúles y maletas: ropa, almohadas, sábanas y frazadas, artículos de tocador y cosas de importancia sentimental. En el vagón de carga iban la máquina de coser, el reloj de péndulo de la abuela, el escritorio estilo Reina Ana de mi madre, los tomos de la Enciclopedia Británica, trastos de cocina, tres lámparas y unas pequeñas figuras de jade que por alguna misteriosa razón mi madre consideró indispensables para nuestra nueva vida, y que pudieron escamotear antes de que los acreedores hicieran un inventario del contenido de la casa y se apoderaran de todo. También salvaron el piano y lo trasladaron a un cuarto desocupado en la casa donde vivía Teresa Rivas. Como la única que podía tocarlo más o menos bien era miss Taylor, José Antonio se lo regaló. En otro cajón habían acomodado la botica de la tía Pía, las herramientas de la tía Pilar, frascos de conserva, jamones ahumados, quesos envejecidos, botellas de licor y otras delicadezas de la despensa que no quisieron abandonar.

—¡Basta! ¡No vamos a una isla desierta! —las atajó José Antonio al ver que pensaban viajar con gallinas vivas.

—Aquí se acaba la civilización, este es territorio de indios —nos dijo el conductor, mientras esperábamos que Torito y José Antonio descargaran los bultos en la estación de Nahuel.

Eso no contribuyó en nada a tranquilizar a mi madre y mis tías, agotadas por el viaje y asustadas por el futuro, pero nos levantó el ánimo a miss Taylor y a mí. Tal vez ese lugar perdido sería más interesante de lo esperado.

Estábamos sentados sobre las maletas, capeando la llovizna bajo la techumbre y componiendo el cuerpo con té caliente, que nos ofrecieron los empleados del ferrocarril, hombres de la zona, adustos y silenciosos, pero hospitalarios, cuando apareció un carretón tirado por dos mulas. Lo conducía un hombre cubierto con un sombrero de ala ancha y una pesada manta negra. Se presentó como Abel Rivas, estrechó la mano de José Antonio, saludó a las mujeres quitándose el sombrero, y a mí me besó en ambas mejillas. Era de mediana estatura y edad indefinida, con la piel curtida por la intemperie, pelo duro y gris, lentes redondos de marco metálico y manos grandes deformadas por la artritis.

—Mi hija Teresa me avisó de que venían en el tren —nos dijo, y agregó que nos llevaría a nuestro alojamiento—. Después voy a venir por el equipaje, no puedo cargar tanto a las mulas. No se preocupen, aquí nadie les va a robar nada.

El lento trayecto en el carretón, por un camino de lodo, empapados de lluvia, se hizo eterno y nos permitió medir la lejanía en que nos encontrábamos. José Antonio iba en el pescante con Abel Rivas; Pilar sostenía a mi madre, que iba doblada con otra crisis de tos, cada vez más frecuentes y prolongadas; la tía Pía rezaba silenciosamente, y yo, sentada en un tablón entre miss Taylor y Torito, escudriñaba la vegetación a la espera de que aparecieran los indios anunciados por el conductor, que imaginaba como los feroces apaches de la única película que había visto, una confusa historia muda del Oeste americano.

Nahuel se componía de una calle corta con varias casas de madera bastante destartaladas a ambos lados, un pequeño almacén cerrado a esa hora, una única construcción de ladrillos, que según Abel era de múltiples usos: correo, capilla cuando llegaba un cura por esos lados y lugar de reunión de los habitantes para decidir asuntos de la comunidad y para las celebraciones. Levas de perros greñudos, echados bajo los aleros de las casas para capear la lluvia, les ladraban sin entusiasmo a las mulas.

Las mulas dejaron atrás el pueblo y siguieron otro medio kilómetro, luego entraron por un sendero bordeado de árboles desnudados por el invierno y se detuvieron frente a una casa similar a las otras del pueblo, pero más amplia. Una mujer salió a recibirnos, protegida por un gran paraguas negro. Nos ayudó a bajar de la carreta, dándonos la bienvenida con abrazos, como si nos conociera desde siempre. Era Lucinda, la esposa de Abel y madre de Teresa Rivas, diminuta, eternamente en movimiento, mandona y efusiva en su cariño, que no discriminaba entre familia y desconocidos, entre gente y animales. Calculo que entonces tenía casi sesenta años, que se le notaban sólo en las canas y las arrugas, porque era ágil y rápida como una muchacha, a diferencia de su marido, parsimonioso y a ratos taciturno.

Así comenzó la segunda etapa de mi vida, que la familia llamó El Destierro, con mayúscula, y para mí fue una época de descubrimientos. Pasé los nueve años siguientes en esa provincia semidespoblada, al sur del país, que hoy es una destinación turística, un paisaje de inmensos bosques fríos, volcanes nevados, lagos color esmeralda y ríos caudalosos, donde cualquiera con un cordel y un anzuelo podía llenar en una hora un canasto de truchas, salmones y bagres. Los cielos ofrecían un espectáculo siempre nuevo, una sinfonía de colores, nubes veloces arrastradas por el viento, bandadas de gansos salvajes y, de vez en cuando, la pincelada de un cóndor o un águila en su vuelo majestuoso. La noche caía de súbito como un manto negro bordado de millones de luces, que aprendí a conocer por sus nombres clásicos e indígenas.

Lucinda y Abel Rivas eran los únicos maestros en muchos kilómetros a la redonda. Teresa le había contado a miss Taylor que sus padres estaban jubilados desde hacía unos años y habían dejado el pueblo donde enseñaron siempre para trasladarse a donde los necesitaban más. Volvieron a la granja de la familia de Abel, que estaba en manos de Bruno, su hermano menor. Santa Clara era una propiedad pequeña, que daba para abastecer a la familia y hacer trueque o vender algunos productos de la tierra, tales como miel, quesos y cecinas, en los pueblos aledaños. No era ni sombra de las grandes fincas ejemplares de los inmigrantes alemanes y franceses. Además de la casa principal, en la granja había un par de viviendas básicas, una pieza para ahumar, cobertizos para la tina metálica del baño semanal, el horno del pan y herramientas, una cochinera y el establo de las vacas, los caballos y las dos mulas.

Bruno Rivas era mucho menor que su hermano Abel; tenía unos cincuenta años, hombre de la tierra, trabajador, fuerte de cuerpo y corazón, como decían de él. Había perdido a la esposa y su bebé en un primer parto, que terminó mal, y no se le conoció otro amor. Se volvió serio y callado, pero siguió siendo amable, siempre dispuesto a ayudar, a prestar sus herramientas o sus mulas, a regalar los huevos o la leche que le sobraban.

Facunda, una joven indígena, expresiva de rostro, ancha de espaldas y fuerte como un estibador, trabajaba en su casa desde hacía varios años. Tenía un marido en alguna parte y un par de hijos que criaba la abuela, a quienes veía poco. Era un genio para hornear pan, tartas y empanadas, pasaba la vida cantando y adoraba al señor Bruno, como le decía, a quien regañaba y mimaba como una madre, aunque hubiera podido ser su hija en edad.

Lucinda y Abel ocupaban una de las casitas a pocos metros de la casa original. A Bruno le hizo bien la compañía y la ayuda de su hermano y su cuñada; siempre había mucho que hacer, y por muy temprano que empezaran, el día se hacía corto. En primavera y verano, las estaciones de más trabajo, Bruno contrataba a un par de peones para que lo ayudaran porque Lucinda y Abel aprovechaban el buen clima para ir a enseñar. Se desplazaban a caballo y mula por una vasta región con cajas de cuadernos y lápices, que compraban de su bolsillo, porque el gobierno tenía abandonadas las remotas zonas rurales. La educación básica de cuatro años era obligatoria, pero resultaba difícil impartirla en todo el territorio; faltaban caminos, recursos y maestros dispuestos a instalarse por esos lados.

Al llegar a un caserío, los Rivas se anunciaban con un cencerro de vaca para llamar a los niños. Se quedaban unos días dando clases, desde el amanecer hasta que se acababa la luz, y cultivando amistad con los vecinos, que los recibían como a ángeles enviados del cielo. No podían pagarles, pero los obligaban a recibir algo: charqui, unas pieles de conejo, sandalias o tejidos caseros, lo que tuvieran. Dormían donde les dieran albergue, y después seguían hasta el próximo destino. Antes de partir les dejaban tareas a los alumnos para varias semanas, con la advertencia de que al volver por allí los iban a examinar, así un día podrían terminar la escuela primaria con un certificado. Soñaban con tener su propio local para enseñar y darles una comida caliente al día a los niños, porque en algunos casos sería la única que recibirían, pero era un proyecto impracticable. Los alumnos no podían desplazarse varios kilómetros a pie para llegar a la escuela; la escuela debía ir hasta ellos.

—Mi hermano Bruno está arreglando para ustedes la otra casa que tenemos aquí. No se ha ocupado por años, pero va a quedar de lo más bien —nos dijo Abel.

Sentados en torno a la estufa, el alma de la vivienda, bebimos mate, la hierba verde y amarga típica del sur, con pan caliente, nata y dulce de membrillo que nos trajo Facunda. Al atardecer llegó Bruno, y después los vecinos, a saludar. Dejaban en la entrada las mantas empapadas y las botas con lodo, saludaban tímidamente y ponían sobre la mesa sus ofrendas: un frasco de mermelada, manteca de cerdo, un queso de cabra envuelto en un paño. Nos examinaban con curiosidad; quién sabe qué pensarían de los visitantes de la capital, con sus manos blancas y sus abrigos delgados, inútiles para hacerle frente a un buen chapuzón, y su manera de hablar diferente. El único que parecía humano era Torito, con sus manazas curtidas por el trabajo, su corpachón encogido para no dar con la cabeza contra la viga del techo y su eterna sonrisa de persona buena.

Al caer la noche, los vecinos se fueron retirando.

—Nos vemos mañana. Facunda les va a traer pan fresco para el desayuno —nos anunció Lucinda, poniéndose el poncho.

Y entonces nos enteramos de que los Rivas iban a dormir en otra parte para dejarnos su vivienda.

—Es por unos días, no más. La casa de ustedes va a estar lista pronto. Estamos reparando el techo y hay que instalar la estufa —nos explicó Abel.

Los primeros días se fueron en visitar a los vecinos de los predios cercanos y de Nahuel para presentarnos y devolver las atenciones. Lo correcto era llevar un obsequio a cambio del que habíamos recibido; en este país no se llega de visita con las manos vacías, y en las provincias esa regla se aplica rigurosamente. Los frascos de mis tías hallaron su destino, aunque no podían competir con las conservas del campo. José Antonio y Torito se unieron a los hombres que reparaban la casa que nos habían dado, y una semana más tarde estábamos instalados en ella con algunos muebles usados que nos consiguió Bruno.

En esas modestas habitaciones de tablas, que gemían con el viento, el escritorio de madera de cerezo y el reloj de péndulo parecían robados, y las lámparas Tiffany resultaron inútiles porque no había electricidad.

No me acuerdo de qué pasó con las figuras de jade, creo que se quedaron guardadas en algodones para siempre. Tal como nos advirtieron, era imposible sobrevivir sin la gran estufa de hierro negro, que servía para cocinar, calentar el ambiente, secar el lavado y reunir a la gente. Invierno y verano se encendía con leña desde el amanecer hasta la noche. Mis tías, que apenas sabían hacer una taza de té, aprendieron a usarla, pero mi madre ni siquiera lo intentó; languidecía en un sillón o en la cama, agotada por la tos y el frío.

Torito y yo fuimos los únicos que nos acomodamos a esas circunstancias desde el comienzo, los otros fingían estar acampando temporalmente, porque les costaba aceptar que las privaciones y el aislamiento, que ninguno quiso llamar «pobreza», era nuestra nueva realidad. Durante las primeras semanas padecimos la humedad como una peste persistente. En las tormentas soplaba un viento furioso con ruido de latigazos contra los techos de metal. La llovizna de cada día era paciente, infinita. Si no caía lluvia, nos envolvía la neblina, pero nunca estábamos del todo secos, porque en los pocos momentos en que el sol se abría paso entre las nubes apenas calentaba. Eso agravó la bronquitis crónica de mi madre.

—Es la tuberculosis que me vuelve, este clima me va a matar, no voy a llegar a la primavera —suspiraba envuelta en mantas y alimentada con sopas.

Según mis tías, el aire de campo me mejoró el carácter y me suavizó la rebeldía. En Santa Clara estaba siempre ocupada, el día se me iba volando, tenía mil tareas por delante y todas me gustaban. Me prendé del tío Bruno, como lo llamé desde el principio, y puedo asegurar que el amor fue mutuo. Para él yo era como la reencarnación de su hija que murió al nacer, y para mí él fue el sustituto del padre que perdí. Conmigo se transformaba en el hombre alegre y juguetón que fue de joven y que alguna gente recordaba. «No se encariñe tanto con la mocosa, señor Bruno, porque un día de estos se van a volver a la ciudad y a usted me lo van a dejar con el corazón en pedazos», rezongaba Facunda. Junto a él aprendí a pescar y cazar conejos con trampas, ordeñar las vacas, ensillar los caballos, ahumar quesos, cecinas, jamones, pescado y carnes en una choza de barro de forma circular, donde humeaba siempre un rescoldo de brasas para secar alimentos. Facunda me aceptó porque Bruno se lo pidió. Hasta entonces no había tolerado a nadie en su reino de la cocina, pero acabó por enseñarme a amasar pan, a encontrar los huevos, que las gallinas ponían en cualquier parte, y a cocinar los estofados del invierno y la célebre tarta de manzana que los alemanes habían impuesto en la región.

La primavera llegó por fin, iluminando el paisaje y el ánimo de los desterrados, como nos gustaba llamarnos siempre que ninguno de los Rivas anduviera cerca, porque hubiera sonado como una ofensa a la hospitalidad que nos brindaban. El paisaje se llenó de flores silvestres, de fruta en los árboles y de pájaros ruidosos; el sol permitió quitarnos los ponchos y las botas, se secaron los barriales en los senderos, y pudimos cosechar las primeras verduras de la temporada y la miel de las abejas. A José Antonio y Josephine Taylor les llegó la hora de irse, tal como habían pensado desde el principio. Su plan era dejar al resto de la familia establecida con los Rivas y despedirse, porque ninguno de los dos podía subsistir en el campo y necesitaban trabajar.

Ella decidió volver a la capital, donde podía dar clases de inglés, para eso siempre había interesados, como dijo, pero se abstuvo de admitir que la razón verdadera era su deseo de estar con Teresa. Cada momento lejos de ella era vida perdida. Por su parte, José Antonio debía ganar lo suficiente para mantener a las mujeres de su familia; no podían depender por tiempo indefinido de la caridad de los Rivas. Aunque recibíamos vivienda y comida gratis, siempre había algunos gastos, desde zapatos para mí hasta las medicinas de mamá.

Mi hermano había trabajado en las labores del campo con Bruno durante el invierno, ayudándolo en lo que pudo, pero no estaba hecho para empujar un arado ni partir leña. Le tentaba regresar a la capital con Josephine, porque tal vez con perseverancia podría ganar su amor, y pensaba hacerlo en un futuro, cuando desapareciera la mala sombra de Arsenio del Valle.

—No tienes que pagar por los pecados de tu padre, José Antonio. En tu lugar, yo iría directamente al Club de la Unión, pediría un whisky doble y enfrentaría a los chismosos cara a cara —le sugirió miss Taylor, pero ella desconocía las reglas de nuestro ambiente.

Había que esperar, sólo el tiempo podía borrar el bochorno del pasado.

Entretanto, en los meses de lluvia mi hermano había ido formulando un plan. Si le resultaba, iba a instalarse en Sacramento, la capital de la provincia, separado de nosotros sólo por dos horas en tren y un corto trecho en mula.

El radiotelegrafista de Nahuel asumió la tarea de ubicar a Marko Kusanovic, que había desaparecido después de que el banco cerró el aserradero. Mi padre lo había dado en garantía para uno de sus préstamos, y como no pudo pagarlo el banco lo confiscó, despidió a los trabajadores y acabó con la producción de madera, mientras encontraba a quien vendérselo, pero de eso hacía más de un año y la maquinaria se estaba oxidando. Según averiguó José Antonio, la mayor parte de la colonia croata se había establecido en la provincia más austral del país. Muchos de los emigrantes provenían de los mismos lugares de Europa Central, se conocían, se casaban entre ellos y cualquier recién llegado caía de inmediato en los brazos abiertos de sus compatriotas. José Antonio supuso que allí Marko podría tener familia o amigos.

El radiotelegrafista se puso en contacto con el Club Austro-Húngaro, donde se registraban los miembros de la colonia croata, y nueve días más tarde José Antonio pudo hablar por radio con Kusanovic. Se conocían apenas, pero bastó esa primera conversación, interrumpida por los zumbidos y carraspeos de una comunicación mediocre, para establecer las bases de lo que sería una larga amistad.

—Véngase a Sacramento, Marko, aquí está el futuro —le dijo mi hermano, y el croata no se hizo de rogar.

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