Veo una voz

Veo una voz


Capítulo segundo

Página 9 de 19

CAPÍTULO SEGUNDO

Empecé a interesarme por los sordos (por su historia, su problemática, su lenguaje, su cultura) a raíz de que me enviaran unos libros de Harlan Lane para un comentario crítico. Me fascinaron en concreto las descripciones de sordos aislados que no habían podido aprender ningún tipo de lenguaje: sus deficiencias intelectuales evidentes y los trastornos en el desarrollo emotivo y social, igual de graves, que podía provocar la carencia de un auténtico lenguaje y de comunicación. ¿Qué es imprescindible, me pregunté, para que lleguemos a ser seres humanos plenos? ¿Lo que llamamos nuestra humanidad depende en parte del lenguaje? ¿Qué nos pasa si no logramos aprender ningún lenguaje? ¿Se desarrolla el lenguaje de modo espontáneo y natural o es preciso un contacto con más seres humanos?

Un medio (dramático) de investigar estos temas es el estudio de los seres humanos privados de lenguaje; y la privación del lenguaje, en la forma de afasia, es tema de importancia básica para el neurólogo desde la década de 1860: Hughlings-Jackson, Head, Goldstein y Luria escribieron sobre la afasia; también Freud escribió una monografía en la década de 1890. Pero la afasia es privación de lenguaje (por apoplejía u otro trastorno cerebral) en una mente ya formada, en un individuo ya completo. Podría decirse que el lenguaje ha cumplido su cometido en este caso (si tiene un cometido que cumplir) en la formación de la mente y del carácter. Para investigar el papel fundamental del lenguaje no hay que estudiar su pérdida tras haberlo aprendido sino los casos en que no se ha aprendido siquiera.

Y me resultaba difícil, sin embargo, concebir el problema: yo tenía pacientes que habían perdido el lenguaje, pacientes con afasia, pero no podía concebir cómo podía ser lo de no haberlo aprendido jamás.

Hace dos años conocí en la Escuela Braefield para sordos a Joseph, un niño de once años que acababa de ingresar allí: un niño de once años con carencia total de lenguaje. Había nacido sordo, pero el hecho había pasado inadvertido hasta que tenía ya cuatro años cumplidos.[51] El que no hablase ni entendiese el habla a la edad normal se había atribuido a «retraso», y luego a «autismo», y estos diagnósticos habían persistido. Cuando se hizo evidente por fin que era sordo, le consideraron sordomudo y ni siquiera intentaron enseñarle un lenguaje.

Joseph estaba deseando comunicarse, pero no podía. Privado del habla, la escritura y el lenguaje de señas, sólo disponía de los gestos, de la mímica y de un talento muy notable para el dibujo. ¿Qué le ha pasado?, me preguntaba yo insistentemente. ¿Qué pasa por dentro, cómo ha llegado a esta situación? Daba la impresión de ser un niño vivaz y despierto, pero profundamente desconcertado: se le escapaba la vista hacia las bocas que hablaban y las manos que hacían señas, miraba nuestras bocas y manos inquisitivamente, sin entender y, a mi parecer, con avidez. Se daba cuenta de que «pasaba» algo entre nosotros, pero no podía entender qué era…, casi no tenía idea aún de la comunicación simbólica, de lo que era disponer de una moneda simbólica que permitiera intercambiar sentido.

Privado anteriormente de posibilidad (pues no había tenido contacto con lenguajes de señas) y disminuido en la motivación y en el afecto (sobre todo, sin el gozo que deberían haber aportado el juego y el lenguaje), Joseph empezaba justo por entonces a aprender un poco de lenguaje de señas, iniciaba una comunicación con los demás. Esto le proporcionaba, resultaba evidente, un gran gozo; quería estar en la escuela todo el día, toda la noche, todo el fin de semana, siempre. Era doloroso ver la pesadumbre con que abandonaba la escuela, pues volver a casa significaba para él volver al silencio, volver a un vacío de comunicación desolador, ya que no podía mantener ninguna conversación, ningún intercambio, con sus padres, vecinos y amigos. Significaba que le ignorarían, que volvería a no ser persona.

Esto era muy conmovedor, extraordinario, no tenía paralelo exacto en mi experiencia. Me recordaba en parte a un niño de dos años vibrando al borde del lenguaje…, pero Joseph tenía once, era como un niño de once años en casi todo lo demás. Me hacía pensar en parte, también, en un animal no verbal, pero ningún animal daba nunca aquella impresión de anhelar el lenguaje que daba Joseph. Recordé que Hughlings-Jackson comparó en cierta ocasión a los afásicos con los perros: pero los perros parecen seres completos y satisfechos aunque no posean lenguaje, mientras que el afásico tiene una sensación torturante de carencia. Y Joseph la tenía también: tenía una clara sensación angustiosa de que le faltaba algo, la sensación de la condición propia de impedido y de su deficiencia. Me recordaba a los niños salvajes, aunque evidentemente él no era un «salvaje» sino una criatura de nuestra civilización y nuestros hábitos… pero que estaba, pese a ello, radicalmente bloqueada.

Joseph no podía explicar, por ejemplo, cómo había pasado el fin de semana…, en realidad no podías preguntárselo, ni siquiera por señas: ni siquiera podía entender la idea de pregunta, y aún menos formular una respuesta. No era sólo el lenguaje lo que le faltaba: no había, era evidente, un sentido claro del pasado, de «ayer» como diferenciado de «hace un año». Había una extraña ausencia de sentido histórico, la sensación de una vida que carecía de dimensión histórica y autobiográfica, la sensación de una vida que no existía más que en el momento, en el presente.

La inteligencia visual de Joseph (la capacidad de resolver problemas y rompecabezas visuales) era bastante buena, y eso contrastaba de modo notorio con las dificultades terribles que tenía con problemas de carácter verbal. Sabía dibujar y le gustaba: hizo buenos bocetos de la habitación, disfrutaba dibujando a la gente; «entendía» los dibujos animados, «entendía» los conceptos visuales. Fue esto sobre todo lo que me dio la impresión de inteligencia, pero de una inteligencia predominantemente limitada a lo visual. Consiguió entender el tres en raya y se convirtió enseguida en un experto; me dio la impresión de que podría aprender fácilmente a jugar al ajedrez o a las damas.

Joseph veía, diferenciaba, categorizaba, utilizaba; no tenía problemas de generalización o categorización perceptual, pero no parecía capaz de ir mucho más allá, no podía retener en la mente ideas abstractas, reflexionar, jugar, planear. Parecía absolutamente literal, incapaz de mezclar imágenes o hipótesis o posibilidades, de acceder al ámbito de lo imaginativo o figurativo. Y aun así, pese a estas limitaciones manifiestas de la actividad intelectual, daba la impresión de una inteligencia normal. No carecía de mente, era que no la utilizaba toda.

Es evidente que el pensamiento y el lenguaje tienen orígenes (biológicos) muy diferenciados, que se examina y se cartografía el mundo y se reacciona frente a él mucho antes de que llegue el lenguaje, que hay una gama inmensa de pensamiento (en los animales y en los niños pequeños) mucho antes de que el lenguaje surja. (Nadie ha estudiado esto más admirablemente que Piaget, pero es evidente para cualquier padre… o cualquier amante de los animales).

El ser humano no carece de mente, no es mentalmente deficiente, porque no disponga de lenguaje, pero se halla muy gravemente limitado en el ámbito de su pensamiento, confinado en realidad a un mundo inmediato, pequeño.[52]

Joseph estaba iniciándose en la comunicación, en el lenguaje, y eso le emocionaba muchísimo. La escuela había descubierto que aquel alumno no sólo necesitaba instrucción formal sino jugar con el lenguaje, juegos lingüísticos, igual que el niño pequeño que está aprendiendo a hablar. Se tenía la esperanza de que empezara así a desarrollar el lenguaje y el pensamiento conceptual, a aprenderlo en el acto del juego intelectual. De pronto pensé en los gemelos que describía Luria, cómo habían estado tan «retrasados» en parte por su deficiente dominio del lenguaje y cómo mejoraron inmensamente en cuanto pudieron dominarlo.[53] ¿Sería posible también eso en el caso de Joseph?

La propia palabra latina infans, niño pequeño, significa mudo, que no habla, y hay numerosos indicios de que la aparición del lenguaje entraña un cambio radical y cualitativo de la naturaleza humana. Joseph, pese a ser un niño de once años bien desarrollado, activo, inteligente, seguía siendo aún en ese sentido infans, un niño pequeño, pues le estaba vedado ese poder, ese mundo, que desvela el lenguaje. Según Joseph Church:[54]

El lenguaje abre nuevas perspectivas y nuevas posibilidades de aprendizaje y de actuación, controla y transforma las experiencias preverbales […] El lenguaje no es sólo una función entre otras muchas […] sino una característica omnipresente del individuo, hasta el punto de que éste se convierte en un organismo verbal (cuyas experiencias, acciones y concepciones pasan a modificarse todas de acuerdo con una experiencia verbalizada o simbólica). El lenguaje transforma la experiencia […] A través del lenguaje […] podemos iniciar al niño en un campo puramente simbólico de pasado y futuro, de lugares remotos, de relaciones ideales, de acontecimientos hipotéticos, de literatura fantástica, de entidades imaginarias que van desde los hombres lobo a los mesones pi… El aprendizaje de la lengua transforma al mismo tiempo al individuo de tal modo que adquiere capacidad para hacer cosas nuevas solo, o las viejas de una manera nueva. El lenguaje nos permite abordar las cosas con cierta distancia, influir en ellas sin manejarlas físicamente. En primer lugar, podemos influir en otras personas y en los objetos a través de las personas […] En segundo, podemos manipular símbolos de un modo que no sería posible con las cosas que representan, y llegamos así a versiones de la realidad originales y hasta creadoras […] Podemos reordenar verbalmente situaciones que por sí solas no permitirían reordenación […] podemos aislar características que no pueden aislarse en realidad […] podemos yuxtaponer objetos y acontecimientos muy separados en el espacio y en el tiempo […] podemos, si queremos, darle la vuelta al universo simbólicamente.

Nosotros podemos hacer esto, pero Joseph no podía. Joseph no podía acceder a ese nivel simbólico que es patrimonio humano normal desde la más temprana infancia. Era como si estuviese encerrado en la percepción literal e inmediata, igual que un animal o un niño pequeño, anclado en el presente, pero con una conciencia de estarlo que no podía tener ningún niño pequeño.[55]

Empecé a interesarme entonces por otros sordos que habían llegado a la adolescencia, y hasta a la edad adulta, sin lenguaje de ningún género. Había habido considerable número de ellos en el siglo XVIII: Jean Massieu fue uno de los más famosos. Massieu, sin lenguaje hasta casi los catorce años, pasó luego a ser alumno del abate Sicard y logró un éxito espectacular, llegando a ser elocuente en lenguaje de señas y en el francés escrito. Él mismo escribió una breve autobiografía, y Sicard un libro entero sobre él, en el que explica cómo se pudo «liberar» aquel individuo sin lenguaje y alcanzar una nueva forma de ser[56]. Massieu describe en esa autobiografía su período de formación en una granja con ocho hermanos, cinco de ellos sordos de nacimiento como él:

Permanecí en mi casa sin recibir ningún tipo de instrucción hasta los trece años y nueve meses. Era un analfabeto total. Expresaba mis ideas con señas manuales y gestos […] las señas que utilizaba para comunicar mis ideas a mi familia eran completamente distintas de las de los sordomudos instruidos. Los desconocidos no nos comprendían cuando expresábamos nuestras ideas por señas, pero nuestros vecinos sí […] Los niños de mi edad no jugaban conmigo, me menospreciaban, era como un perro. Pasaba el tiempo solo jugando con una peonza o un mazo y una pelota, o andando con zancos.

No está claro del todo cómo era la mente de Massieu, dado que carecía de auténtico lenguaje (aunque está claro que tenía abundante comunicación de tipo primitivo, con las «señas domésticas» que habían ideado él y sus hermanos sordos, que constituían un sistema gestual complejo, pero sin apenas gramática).[57] Él cuenta lo siguiente:

Veía vacas, caballos, burros, cerdos, perros, gatos, hortalizas, casas, campos, vides, y después de ver todas estas cosas las recordaba bien.

También tenía conciencia de los números, aunque no tuviese nombres para ellos:

Antes de que se iniciara mi instrucción no sabía contar; me habían enseñado mis dedos. No conocía los números; contaba con los dedos y cuando tenía que contar más de diez hacía señales en un palo.

Y nos cuenta, muy conmovedoramente, cuánta envidia le daban los otros niños que iban a la escuela; cómo cogía los libros, pero no podía sacar nada en claro de ellos; y cómo probó a copiar las letras del alfabeto con una pluma de ave, convencido de que tenían que tener algún poder extraño, pero incapaz de asignarles sentido.

La descripción que hace Sicard de su educación resulta fascinante. Descubrió (como yo con Joseph) que el chico tenía gran agudeza visual; y empezó a dibujar objetos, pidiéndole que hiciese lo mismo. Luego, para introducirle en el lenguaje, escribía los nombres de los objetos en los dibujos. Al principio el alumno «se quedó muy desconcertado. No entendía cómo aquellas líneas, que no parecían retratar nada, podían representar objetos e identificarlos con tanta precisión y rapidez». Luego, de pronto, Massieu entendió, captó la idea de una representación abstracta y simbólica: «Comprendió en ese instante las ventajas y los inconvenientes de la escritura […] que sustituyó a partir de entonces al dibujo, que quedó proscrito».

Massieu pasó a entender que un objeto o una imagen podían representarse con un nombre y comenzó a sentir un hambre intensa, terrible de nombres. Sicard describe maravillosamente los paseos que daban los dos y cómo Massieu preguntaba y anotaba los nombres de todas las cosas:

Recorrimos un huerto de frutales para poder nombrar todos los frutos. Recorrimos el bosque para diferenciar el roble del olmo […] el sauce del álamo […] y luego seguimos así hasta identificar al resto de los habitantes del bosque […] No parecía haber libretas y lápices suficientes para anotar todos los nombres con los que llené su diccionario, y su alma parecía expandirse y crecer con estas denominaciones innumerables […] los recorridos de Massieu eran los de un terrateniente que contempla por primera vez sus ricos dominios.

Sicard estaba convencido de que con el aprendizaje de nombres, de términos para cada objeto, se había producido un cambio radical en la relación de Massieu con el mundo. Había pasado a ser como Adán: «Aquel recién llegado al mundo era un extraño en sus propias tierras, que le eran restituidas a medida que aprendía sus nombres».

Si preguntamos: ¿Por qué quería todos esos nombres Massieu? ¿O para qué los quería Adán, aunque estuviese solo por entonces? ¿Por qué la posibilidad de nombrar proporcionaba a Massieu tanto gozo, expandía su alma y la hacía crecer? ¿De qué modo cambiaban las palabras su relación con las cosas que antes no tenían nombre, para que pasase a tener aquella impresión de que las poseía, de que se habían convertido en su «dominio»? ¿Para qué se ponen nombres? Hay que decir que es algo vinculado sin duda con el poder primordial de las palabras: definir, enumerar, permitir el control y la manipulación; pasar del reino de los objetos y de las imágenes al mundo de los conceptos y de los nombres. Un dibujo de un roble representa un árbol concreto, pero el nombre «roble» designa la clase entera de los robles, una identidad general («robledad») que se aplica a todos ellos. Por tanto, al ir aprendiendo los nombres mientras recorría el bosque, Massieu adquiría por primera vez una posibilidad de generalización capaz de transformar el mundo entero; de este modo, a los catorce años accedió al estado humano, pudo ver el mundo como su hogar, como «dominio» suyo, como no lo había visto jamás.[58]

L. S. Vygotsky escribe:[59]

Una palabra no alude a un solo objeto, sino a un grupo o clase de objetos. Cada palabra es ya, por tanto, una generalización. La generalización es un acto verbal del pensamiento y refleja la realidad de un modo completamente distinto de la sensación y la percepción.

Y habla también del «salto dialéctico» de la sensación al pensamiento, salto para el que hay que lograr «una representación generalizada de la realidad, que es también la esencia del sentido de la palabra».[60]

Así pues, para Massieu lo primero fueron los sustantivos, los nombres, los nominales. Hacían falta los adjetivos calificativos, pero plantearon dificultades.

Massieu no esperó a los adjetivos, sino que empezó a hacer uso de nombres de objetos en los que hallaba la característica destacada que quería señalar en otro objeto… Para expresar la rapidez de uno de sus camaradas en una carrera, decía: «Albert es pájaro»; para expresar fuerza decía: «Paul es león»; para expresar docilidad decía: «Deslyons es cordero».

Sicard permitió y fomentó esto en un principio, pero luego empezó, «de mala gana», a sustituir estas denominaciones por adjetivos («dócil» por «cordero», «tierno» por «tórtola»), y añade este comentario: «Le consolé por los bienes que le había robado […] [explicando] que las palabras adicionales que le había enseñado eran [equivalentes] a las que le pedía que abandonara.»[61]

Los pronombres también plantearon problemas concretos. Al principio tomaba «él» por un nombre propio; confundía «yo» y «tú» (como suelen hacer los niños pequeños); pero finalmente consiguió entenderlo. Las proposiciones plantearon muchas dificultades, pero en cuanto consiguió entenderlas las asimiló con una rapidez fulminante, de manera que fue de pronto capaz (utilizando el término de Hughlings-Jackson) de «proposicionar». Las abstracciones geométricas (construcciones invisibles) fueron las más difíciles. A Massieu le resultaba fácil colocar agrupados objetos cuadrados, pero entender lo cuadrado como construcción geométrica, captar la idea de un cuadrado era una tarea completamente distinta.[62] Este logro concreto despertó el entusiasmo de Sicard: «¡Se ha alcanzado la abstracción! ¡Otro paso! ¡Massieu comprende las abstracciones!». Y añadía, lleno de optimismo: «Es una criatura humana».

Varios meses después de ver a Joseph, releí por casualidad la historia de Kaspar Hauser, subtitulada «Historia de un individuo que permaneció encerrado en una mazmorra, sin comunicación alguna con el mundo, desde la más temprana infancia hasta la edad aproximada de diecisiete años».[63] Aunque la situación de Kaspar era muchísimo más extraña y extrema, me recordaba en cierto modo a Joseph. A Kaspar, un joven de unos dieciséis años, le descubrieron un día de 1828, en Nuremberg, dando traspiés por una calle abajo. Llevaba encima una carta que explicaba una pequeña parte de su extraña historia: Su madre (que había enviudado y no tenía dinero) le había entregado cuando tenía seis meses a un jornalero que tenía diez hijos. Por motivos que nunca se aclararon, este padre adoptivo tuvo encerrado a Kaspar en una bodega (estaba allí encadenado y sentado, no podía ponerse de pie), sin ninguna comunicación ni contacto humano, durante más de doce años. Cuando necesitaba asearse o cambiarse, aquel padre-carcelero le echaba opio en la comida y hacía lo que hubiese que hacer mientras Kaspar estaba inconsciente por los efectos de la droga.

Cuando «entró en el mundo» (Kaspar solía utilizar esta expresión para «referirse a su primera salida al exterior en Nuremberg, y su primer despertar a la conciencia de la vida mental»), comprendió enseguida que «existían hombres y otras criaturas» y empezó a aprender el lenguaje con bastante rapidez (tardó unos meses). Esta apertura al contacto humano, este despertar al mundo de los significados compartidos, del lenguaje, produjo un despertar radiante y súbito de toda su mente y de su alma. Hubo un florecer y una expansión tremendos de potencias mentales: todo le causaba asombro y gozo, mostraba una curiosidad ilimitada, un interés ardiente por todo, fue como un «romance de amor con el mundo». (Este renacimiento, un nacimiento psicológico, en expresión de Leonard Shengold, no es más que una forma especial, exagerada, casi explosiva, de lo que sucede normalmente en el tercer año de la vida, con el descubrimiento y la irrupción del lenguaje.)[64] Kaspar mostraba al principio una capacidad de percepción y de memoria prodigiosas, pero eran una percepción y una memoria centradas sólo en detalles: parecía al mismo tiempo inteligente e incapaz de pensamiento abstracto. Pero a medida que fue dominando el lenguaje adquirió la capacidad de generalizar y pasó con ella de un mundo de innumerables detalles inconexos a un mundo inteligente, inteligible y relacionable.

Esta explosión súbita y exuberante del lenguaje y de la inteligencia es similar en lo fundamental a la que se produjo con Massieu: es lo que pasa con la mente y el alma si han estado encarceladas (sin haber sido destruidas del todo) desde la primera etapa de la vida y se les abren de pronto las puertas de la cárcel.[65]

Casos como el de Massieu debieron de ser muy frecuentes en el siglo XVIII, cuando la escolarización no era obligatoria, pero aún se producen de vez en cuando, hoy en día incluso, quizás en medios rurales aislados sobre todo, o si el niño ha sido víctima de muy pequeño de un diagnóstico erróneo y le ingresan en una institución.[66]

En noviembre de 1987, en concreto, recibí una carta sorprendente, de Susan Schaller, investigadora e intérprete de lenguaje de señas de San Francisco.[67]

Estoy redactando [decía Schaller] un informe sobre cómo logró aprender su primer lenguaje un sordo prelingüístico de veintisiete años. Nació sordo y no había tenido relación con lenguaje alguno, ni siquiera con el de señas. Este individuo, que no se había comunicado jamás con otro ser humano en sus veintisiete años de vida (salvo para expresar cosas concretas y funcionales a través de gestos), sobrevivió sorprendentemente a su régimen de «confinamiento solitario» sin que se desintegrase su personalidad.

Ildefonso había nacido en una granja del sur de México; él y un hermano sordo congénito eran los únicos sordos de la familia y de la comunidad y no recibieron instrucción ni tuvieron contacto con ningún lenguaje de señas. Ildefonso trabajó como jornalero emigrante, cruzando varias veces la frontera de los Estados Unidos con varios parientes. Aunque de buen carácter, era un individuo básicamente aislado, ya que apenas podía comunicarse con otro ser humano (sólo por gestos). La primera vez que lo examinó Schaller parecía despierto y activo, pero temeroso y confuso, y daba una impresión de anhelo y de búsqueda, algo que yo había percibido también en Joseph. Era, como Joseph, muy observador («se fija en todo y en todos»), pero observaba, digamos, desde fuera, subyugado por el mundo interior del lenguaje pero sin poder desvelar su misterio. Cuando Schaller le preguntó por señas su nombre, él se limitó a copiar la seña; era todo lo que podía hacer al principio, pues no tenía ni idea de qué era una seña.

Schaller siguió con la repetición de movimientos y sonidos, para intentar enseñarle a hablar por señas, pero él no caía en la cuenta de que tenían «contenido», un significado; daba la impresión de que quizás no llegase a superar jamás aquella «ecolalia mimética», a acceder al mundo del pensamiento y el lenguaje. Y luego, de pronto, un día, inesperadamente, lo consiguió. El primer paso se dio en esta ocasión a través de los números, que le dejaron de pronto fascinado. Entendió de pronto lo que eran, cómo utilizarlos, su sentido; y esto provocó una especie de explosión intelectual en la que asimiló en unos días los principios básicos de la aritmética. Aún no había ninguna noción de lenguaje (quizás el simbolismo aritmético no sea un lenguaje, no es denotativo en el mismo sentido en que lo son las palabras). Pero el aprendizaje de los números, las operaciones mentales de la aritmética, pusieron su inteligencia en movimiento, crearon una zona de orden en el caos y le llevaron por primera vez a cierto tipo de comprensión y de esperanza.[68]

El verdadero descubrimiento se produjo al sexto día, después de cientos y miles de repeticiones de palabras, en especial de la seña correspondiente a «gato». De pronto dejó de ser sólo un movimiento que debía imitar, y se convirtió en un signo preñado de sentido, que podía usarse para simbolizar un concepto. Este momento de comprensión fue profundamente emocionante y produjo otra explosión intelectual, esta vez no de algo puramente abstracto (como los principios de la aritmética) sino del significado y el sentido del mundo:

Tensa y dilata los rasgos de la cara lleno de emoción […] despacio al principio, luego con avidez, lo va captando todo, como si no lo hubiese visto jamás: la puerta, el tablero de anuncios, las mesas, las sillas, los estudiantes, el reloj, el encerado verde y a mí… Ha entrado en el universo de la humanidad, ha descubierto la comunión de inteligencias. Sabe ya que él y un gato y la mesa tienen nombre.

Schaller compara el «gato» de Ildefonso con el «agua» de Helen Keller: la primera palabra, la primera seña, que conduce a todas las demás, que libera la inteligencia y la mente encarceladas.

Este momento y las semanas siguientes fueron para Ildefonso un período de concentración en el mundo con una atención nueva subyugada, un despertar, un nacer al mundo del pensamiento y del lenguaje, después de décadas de mera existencia perceptiva. Los dos primeros meses fueron sobre todo (lo mismo que para Massieu) meses de nombrar, de definir el mundo y relacionarse con él de un modo completamente nuevo. Pero persistían, como en el caso de Kaspar Hauser, problemas terribles: parecía sobre todo, dice Schaller, «incapaz de entender los conceptos de tiempo, unidades temporales, tiempos verbales, relaciones cronológicas y la simple idea de medir el tiempo como acontecimientos… Tardó meses en aprenderlo», y sólo lo logró a través de un proceso gradual. Actualmente (han pasado ya varios años) Ildefonso domina razonablemente el lenguaje de señas, ha conocido a otros sordos que hablan por señas y se ha integrado en su comunidad lingüística. Al hacerlo ha adquirido «un nuevo yo», como decía Sicard de Massieu.

Joseph e Ildefonso, en su situación de carencia absoluta de lenguaje, son casos extremos, pero ilustrativos: los sordos prelingüísticos aprenden prácticamente todos algún lenguaje en la infancia, aunque con frecuencia tarde y de un modo notoriamente deficiente. Hay una gama inmensa de competencia lingüística en los sordos. Joseph e Ildefonso representan un extremo de ese espectro. Me resultó imposible hacerle una pregunta a Joseph, y este tipo de deficiencia lingüística puede estar bastante extendido entre los niños sordos, hasta en los que poseen cierto dominio del lenguaje de señas. He aquí un comentario clave de Isabelle Rapin:[69]

Al hacerles preguntas a los niños [sordos] sobre lo que acababan de leer, comprobé que muchos de ellos tienen una deficiencia lingüística sorprendente. No poseen ese instrumento lingüístico que proporcionan las formas interrogativas. No es que no conozcan la respuesta a la pregunta, es que no entienden la pregunta… Le pregunté a un niño: «¿Quién vive en tu casa?» (Le tradujo la pregunta en lenguaje de señas su profesora). El niño se quedó sin saber qué decir. Luego vi que la profesora convertía la pregunta en una serie de frases declarativas: «En tu casa tú, mamá…». Se le iluminó la cara con una expresión de comprensión súbita y me hizo un dibujo de su casa con todos los miembros de la familia, incluido el perro… Comprobé una y otra vez que los profesores vacilaban en general al hacer preguntas a sus alumnos, y solían expresar dudas en frases incompletas en las que los niños podían llenar los huecos.

Esa gran carencia de los sordos no es sólo una carencia de formas interrogativas (aunque la falta de formas interrogativas, como dice Rapin, sea especialmente perniciosa, porque desemboca en una falta de información), es una carencia de técnicas lingüísticas, e incluso de competencia en el dominio del lenguaje, muy característica de los escolares sordos prelingüísticos, una carencia tanto léxica como gramatical. Me sorprendió que el vocabulario de muchos de los niños que vi en la escuela de Joseph fuera tan limitado. Su ingenuidad, la especificidad característica de su pensamiento, sus dificultades para la lectura y la escritura y su ignorancia del mundo, una ignorancia inconcebible en un niño de inteligencia normal con capacidad auditiva. En realidad, primero pensé que no tenían una inteligencia normal, que padecían alguna deficiencia mental concreta adicional. Y sin embargo, me lo aseguraron y lo confirmaron mis observaciones, no eran niños deficientes mentales en el sentido habitual del término; su inteligencia tenía el mismo alcance que la de los niños normales, pero algo la estaba minando, si no toda, sí algunos aspectos de ella. Y no sólo la inteligencia: muchos de aquellos niños eran pasivos o tímidos, carecían de espontaneidad, de confianza en sí mismos, de soltura social…, parecían menos activos, menos juguetones de lo que debían ser.

La visita a la escuela de Joseph, en Braefield, me decepcionó. La propia escuela es, como Joseph, en algunos sentidos, un caso extremo (aunque en otros se aproxime inquietantemente a la media). La mayoría de los niños eran de familias muy humildes, con pobreza, paro y desarraigo además de sordera. Y, sobre todo, Braefield no es ya un internado; los niños tienen que irse al terminar las clases, tienen que volver a hogares donde los padres no pueden comunicarse con ellos, donde no pueden entender una televisión sin subtítulos; donde no pueden obtener información esencial sobre el mundo.

Y la verdad es que otros colegios me han producido una impresión completamente distinta. Así, en la Escuela California para Sordos, de Fremont, muchos de los alumnos tienen un nivel razonable en cuanto a lectura y escritura, casi similar al de los estudiantes oyentes, mientras la media de los alumnos de la escuela de Braefield sólo alcanza al finalizar los estudios, más característicamente, un nivel de lectura y escritura correspondiente a un cuarto curso. Muchos niños de Fremont poseen un vocabulario más amplio, hablan bien por señas, tienen mucha curiosidad y hacen muchas preguntas. Hablan (o más bien hacen señas) plena y libremente, tienen una sensación de confianza en sí mismos y de capacidad que apenas se ve en Braefield. No me sorprendió que me dijeran que su rendimiento académico es excelente (mucho mejor que el del sordo medio escolarmente retrasado).

Parece que intervienen en esto muchos factores. Los niños de Fremont proceden, en general, de medios y hogares más estables. Un porcentaje relativamente alto de profesores son también sordos: Fremont es una de las pocas escuelas de los Estados Unidos que sigue la política de contratar profesores sordos; estos profesores no sólo son hablantes por señas natos sino que pueden transmitir a los niños la cultura sorda y una imagen positiva de la sordera. Hay, además y por encima de la escolarización formal (y en esto es en lo que se diferencia tan espectacularmente de lo que vi en Braefield), una comunidad de niños que viven juntos, que hablan por señas entre ellos, que juegan juntos, que comparten vidas y significados. Hay, por último, en Fremont, una proporción excepcionalmente alta de hijos de padres sordos (el porcentaje general es de menos de un 10 por ciento del total de niños sordos). Estos niños, al aprender el lenguaje de señas como su lengua natural, nunca han conocido la tragedia de la incomunicación con sus padres que suelen padecer los sordos profundos. Estos niños para los que hablar por señas es algo natural son, en un internado, los principales introductores de los hijos sordos de padres oyentes en el mundo sordo y en su lenguaje; se da así en mucho menor grado ese aislamiento que tanto me impresionó en Braefield. Si a algunos niños sordos les va mucho mejor que a otros, a pesar de padecer la sordera más profunda, no puede ser la sordera en sí la causa del problema sino más bien ciertas consecuencias de ella; sobre todo dificultades o distorsiones de la vida comunicativa que actúan desde el principio. Sería absurdo decir que Fremont representa la media; desgraciadamente es Braefield la que da una mejor imagen de la situación media de los niños sordos: pero Fremont demuestra que, en circunstancias ideales, los niños sordos pueden conseguirlo; y demuestra que no es su capacidad intelectual o lingüística innata la que tiene la culpa, sino los obstáculos que impiden un normal desarrollo de esa capacidad.

La visita que hice a la Escuela Lexington para Sordos de Nueva York fue otra experiencia diferente. Los alumnos que vi, aunque no eran de un medio tan pobre como los de Braefield, carecían de las ventajas especiales de que disfrutaban los de Fremont (es decir, una elevada proporción de padres sordos y una gran comunidad sorda). Pude ver, sin embargo, muchos adolescentes sordos (prelingüísticos) que habían sido, según sus profesores, niños sin lenguaje o lingüísticamente incompetentes en la infancia, y que se desenvolvían muy bien, que estudiaban física o creación literaria, por ejemplo, con resultados similares a los de los estudiantes oyentes. Estos niños habían estado incapacitados y habían corrido grave peligro de incapacidad intelectual y lingüística permanente, pero aun así habían llegado a conseguir (mediante una enseñanza intensiva) un buen control del lenguaje y buena comunicación.

Los casos de Joseph y de Ildefonso, y de otros como ellos, nos transmiten una sensación de peligro: de ese peligro especial que amenaza al desarrollo humano, tanto intelectual como emotivo, cuando no se aprende el lenguaje adecuadamente. En casos extremos puede haber un fracaso absoluto en el aprendizaje, una incomprensión total de la idea de lenguaje. Y el lenguaje, como nos recuerda Church, no es sólo una facultad o una técnica más, sino lo que hace posible el pensamiento, lo que diferencia lo que es pensamiento de lo que no lo es, lo que diferencia lo humano y lo no humano.

Nadie puede recordar cómo «aprendió» el lenguaje; la descripción de San Agustín es un hermoso mito.[70] No nos vemos obligados, como padres, a «enseñar» el lenguaje a nuestros hijos; lo aprenden, o parecen aprenderlo, de un modo casi automático, por el hecho de ser niños, nuestros hijos, y por los contactos comunicativos que tenemos con ellos.

Suele establecerse una diferenciación entre gramática, significados verbales e intención comunicativa (sintaxis, semántica y pragmática del lenguaje), pero, como nos recuerda Bruner, entre otros, estos elementos van siempre unidos en el aprendizaje y el uso de la lengua; y lo que debemos estudiar, por tanto, no es el lenguaje sino el uso del lenguaje. El primer uso del lenguaje, la primera comunicación, suele darse entre madre e hijo, y el lenguaje se aprende, surge, entre los dos.

Nacemos con nuestros sentidos; son «naturales». Podemos adquirir habilidades motoras solos, claro. Pero no podemos aprender el lenguaje solos: esta habilidad corresponde a una categoría única. Es imposible aprender el lenguaje sin cierto potencial básico innato, pero ese potencial sólo puede activarlo otra persona que tenga ya competencia y capacidad lingüísticas. El lenguaje sólo se aprende por transacción (o, como diría Vygotsky, «negociación») con otro. (Wittgenstein habla en sus obras de forma general de los «juegos del lenguaje» que hemos de aprender todos, y Brown del «juego de palabras original» que practican la madre y el hijo).

La madre, o el padre, o el maestro, o en realidad cualquiera que hable con el niño, va llevándole paso a paso a niveles de lenguaje superiores; le conduce al lenguaje, y a la imagen del mundo que hay encarnada en ese lenguaje (que es la imagen del mundo de ella, porque es su lenguaje; y, además, la imagen del mundo y de la cultura a la que ella pertenece). La madre ha de estar siempre un paso por delante, en lo que Vygotsky llama la «zona de desarrollo proximal»; el niño no puede penetrar en la etapa siguiente, ni concebirla, si no la ocupa y se la comunica su madre.

Pero las palabras de la madre y el mundo que hay tras ellas no tendrían ningún sentido para el niño si no se correspondiesen con algo de su propia experiencia. El niño tiene una experiencia independiente del mundo que le proporcionan los sentidos, y esto es lo que establece una correlación o confirmación del lenguaje de la madre, y cobra significado, a su vez, a través de él. Es el lenguaje de la madre, interiorizado por el hijo, lo que permite a éste pasar de la sensación al «sentido», elevarse de un mundo perceptivo a un mundo conceptual.

La interrelación social y emotiva, y la intelectual también, se inician ya el primer día de vida.[71] A Vygotsky le interesaban muchísimo estas etapas prelingüísticas y preintelectuales de la existencia humana, pero le interesaban sobre todo el lenguaje y el pensamiento y cómo se unen en el desarrollo del niño. Vygotsky nunca olvida que el lenguaje es siempre, y al mismo tiempo, social e intelectual en su función; ni olvida en ningún momento la relación de la inteligencia con el afecto, que toda comunicación, todo pensamiento es también emotivo y refleja «los intereses y necesidades personales, las inclinaciones e impulsos» del sujeto.

El corolario de todo esto es que si la comunicación falla, ese fallo afectará al desarrollo intelectual, al intercambio social, a la formación del lenguaje y a las actitudes emotivas, a todo a la vez, simultánea e inseparablemente. Y esto es, claro, lo que puede pasar, lo que pasa, con demasiada frecuencia, si un niño nace sordo. Hilde Schlesinger y Kathryn Meadow dicen al principio de su libro Sound and Sign:[72]

La sordera infantil profunda es más que un diagnóstico médico; es un fenómeno cultural en que se unen inseparablemente pautas y problemas sociales, emotivos, lingüísticos e intelectuales.

Schlesinger y sus colegas llevan trabajando en este campo veinte años, y a ellos se deben las observaciones más completas y profundas sobre los problemas que pueden asediar a los sordos desde la infancia hasta la vida adulta, y sobre cómo estos problemas se relacionan con los primeros intercambios comunicativos entre madre e hijo (y, más tarde, entre profesor y alumno), intercambios que son con harta frecuencia enormemente deficientes o erróneos. A Schlesinger lo que más le interesa es cómo se «insta con halagos» a los niños (y en especial a los sordos) a pasar de un mundo perceptivo a otro conceptual, lo decisivamente que esto depende de ese diálogo. Y nos ha demostrado que para ese «salto dialéctico» del que habla Vygotsky (el salto de la sensación al pensamiento) no sólo ha de haber conversación, sino el tipo de conversación adecuado. Ha de haber un diálogo rico en sentido comunicativo, en reciprocidad y en preguntas del tipo adecuado, para que el niño consiga dar ese gran salto.

Esta investigadora ha demostrado, grabando los intercambios verbales entre madre e hijo desde la etapa inicial de la vida, con cuánta frecuencia puede esto trastocarse, y con qué terribles consecuencias, cuando el niño es sordo. Los niños, los niños sanos, tienen una curiosidad infinita: buscan sin cesar causas y sentidos, preguntan sin cesar «¿Por qué?», «¿Cómo?», «¿Y si?». Precisamente el que no se hiciesen estas preguntas, ni se comprendieran siquiera estas formas interrogativas, fue la causa de que Braefield me produjera una impresión tan desazonante durante mi visita. Schlesinger, hablando en términos más generales sobre estos problemas tan frecuentes en los sordos, dice:[73]

Muchos sordos muestran a los ocho años un retraso en la comprensión de las preguntas, aún siguen nombrando, no imprimen a sus respuestas «significados básicos», tienen un sentido de la causalidad pobre y expresan raras veces ideas sobre el futuro.

Muchos, pero no todos. En realidad, suele darse una diferencia bastante marcada entre los niños que tienen estos problemas y los que no los tienen, entre los que son intelectual, lingüística, social y emotivamente «normales» y los que no. Esta diferencia, que discrepa tanto de la distribución normal acampanada de capacidades, indica que la dicotomía se produce después del nacimiento, que tiene que haber experiencias de la primera parte de la vida que determinan decisivamente todo el futuro. El origen de la interrogación, de una actitud mental activa e interrogativa, no es algo que surja espontáneamente, de novo, o por influjo directo de la experiencia; nace del intercambio comunicativo, lo estimula ese intercambio, requiere diálogo, en particular ese complejo diálogo de la madre y el hijo.[74] Es ahí, en opinión de Schlesinger, donde se inician las dicotomías:[75]

Las madres hablan con sus hijos, lo hacen de modos muy distintos, y tienden a situarse con mayor frecuencia a uno u otro lado de una serie de dicotomías. Unas hablan con sus hijos y participan sobre todo en el diálogo; otras hablan sobre todo a sus hijos. Unas apoyan en general los actos de sus retoños, y en caso contrario explican con razones por qué no lo hacen; otras controlan sobre todo los actos de sus hijos, y no explican por qué. Unas hacen verdaderas preguntas […] otras reprimen las preguntas… A unas les impulsa lo que el niño dice o hace. A otras les impulsan sus propias necesidades e intereses internos… Unas describen un mundo grande en el que sucedieron acontecimientos en el pasado y sucederán en el futuro; otras sólo comentan lo que sucede en el momento… Unas madres transmiten el entorno dotando a los estímulos de sentido [y otras no].

La madre parece disponer de un poder enorme: el de comunicarse adecuadamente con su hijo o no; introducir preguntas indagatorias («¿Cómo?», «¿Por qué?», «¿Y si?») o sustituirlas por el estúpido monólogo del «¿Qué es esto?» «Haz eso»; comunicar un sentido lógico y una relación causal o dejarlo todo al nivel pobre de lo inexplicable; transmitir una clara conciencia de tiempo y lugar o referirse sólo a lo inmediato; aportar una «representación generalizada de la realidad», un mundo conceptual que dé coherencia y sentido a la vida y estimule la inteligencia y las emociones del niño, o dejarlo todo al nivel de lo no generalizado, de la ausencia de interrogantes, algo casi por debajo del nivel animal de lo perceptivo.[76] Da la impresión de que los niños no puedan elegir el mundo en que van a vivir; que no puedan elegir el mundo mental y emotivo más de lo que pueden elegir el mundo material; dependen, en principio, de lo que sus madres les transmitan.

Lo que hay que transmitir no es sólo el lenguaje sino el pensamiento, porque, si no, el niño quedará atrapado y desvalido en un mundo perceptivo y concreto: la situación de Joseph, Kaspar e Ildefonso. Este peligro es mucho mayor si el niño es sordo, porque los padres (oyentes) tal vez no sepan cómo dirigirse a él y, si es que llegan a comunicarse con él, pueden utilizar formas de diálogo y de lenguaje rudimentarias que no fomenten el desarrollo mental del niño, que en realidad lo obstaculicen.

Los niños parecen copiar fielmente el mundo cognitivo (y el «estilo») que les transmiten sus madres [escribe Schlesinger]. Algunas madres transmiten un mundo poblado de objetos individuales y estáticos del presente inmediato denominados de formas idénticas para sus hijos desde la temprana infancia y a lo largo del período de latencia… Estas madres evitan el lenguaje que se distancia del mundo perceptivo […] e, intentando conmovedoramente compartir un mundo con sus vástagos, entran en el mundo perceptivo de sus hijos y no salen de él…

[Otras madres, por el contrario], transmiten un mundo en el que las cosas que se ven, se tocan y se oyen se manipulan con entusiasmo a través del lenguaje. Transmiten un mundo más amplio, más complejo y más interesante para los niños. También ellas etiquetan conceptos en el mundo perceptivo de sus hijos, pero utilizan las etiquetas correctas para las percepciones más sutiles asignándoles atributos mediante adjetivos […] Incluyen personas, y nombran las acciones y sentimientos de los individuos, caracterizándolos mediante adverbios. No sólo describen el mundo perceptivo sino que ayudan a sus hijos a reorganizarlo y a razonar sobre sus múltiples posibilidades.[77]

Estas madres estimulan, pues, la formación de un mundo conceptual que lejos de empobrecer el mundo perceptivo lo estimula, lo enriquece y lo eleva continuamente al nivel del símbolo y del significado. Schlesinger cree que el diálogo pobre, la comunicación deficiente, no sólo genera limitación intelectual, sino timidez y pasividad; un diálogo creador, un intercambio comunicativo rico en la infancia, despierta la imaginación y la inteligencia, propicia la autonomía, la desenvoltura, el espíritu juguetón, el humor, características que acompañarán al individuo el resto de su vida.[78]

Charlotte es una niña de seis años sorda de nacimiento como Joseph. Pero Charlotte es muy juguetona, está llena de curiosidad, está decididamente abierta al mundo. Casi no se diferencia de una niña oyente de su edad, no se parece nada al pobre y desconectado Joseph. ¿Cuál es la causa de esa diferencia? Los padres de Charlotte, en cuanto supieron que era sorda (tenía unos meses), decidieron aprender un lenguaje de señas, pensando que ella no podría aprender con facilidad un lenguaje hablado. Lo hicieron ellos y también varios parientes y amigos. Sarah Elizabeth, la madre de Charlotte, escribió esto cuando la niña tenía cuatro años:

A nuestra hija Charlotte le diagnosticaron sordera profunda a los diez meses. En los últimos tres años hemos experimentado toda una gama de emociones: incredulidad, pánico y angustia, rabia, depresión y pena, y por último aceptación y estimación. Cuando desapareció el pánico inicial comprendimos que tendríamos que utilizar un lenguaje de señas con la niña mientras fuese pequeña.[79]

Iniciamos clases en casa de inglés por señas (SEE), copia exacta por señas del inglés hablado, porque pensamos que nos ayudaría a transmitir nuestro idioma inglés, la literatura y la cultura inglesas a nuestra hija. Como éramos oyentes nos parecía una tarea abrumadora aprender nosotros un idioma nuevo y tener que enseñárselo a la vez a Charlotte, y como conocíamos la sintaxis inglesa, este lenguaje de señas nos parecía más accesible […] Queríamos creer a toda costa que Charlotte era como nosotros.

Ir a la siguiente página

Report Page