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CAPÍTULO I

El campamento de los guerrilleros estaba montado sobre los restos de un antiguo pueblo. Las chozas de barro y bloques de escorias, últimos vestigios de una iglesia bombardeada —en una cacharrería, incluso, los objetos de loza seguían horneándose en el calor del verano—, todo parecía amontonado al azar, desolado, cosas moribundas y retorcidas por las balas.

Tony Wah Chong Leonetti se enjugaba el sudor de la frente, mientras aparcaba el viejo jeep bajo un combado alero cubierto de paja.

—Parece igual… ¿Por qué siempre parecen lo mismo? —murmuró.

—¿Qué es lo que siempre parece lo mismo?

Mike Donovan se llevó la cámara al hombro y tomó rápidamente una vista panorámica del campamento, con sus ojos verdes alerta, buscando los mejores ángulos, los planos que resultasen más sugestivos.

—Escondrijos de la guerrilla. Siempre es lo mismo en cualquier país, ya sea Laos, Camboya, Vietnam… Siempre consiguen parecer iguales. Supongo que los dirigentes son básicamente iguales, no importa cuál sea su nacionalidad.

Rebuscó en el asiento de atrás y sacó una bolsa con el equipo de sonido. Murmurando suavemente para sí, comprobó el micrófono, escuchó el playback por los auriculares y, finalmente, asintió satisfecho. Mientras tanto, Donovan había salido del jeep para hacer frente a una mujer de oscuro cabello que se aproximaba, con su «AK-47», sin apuntar directamente hacia ellos.

La mujer habló con voz dura, y tenía los ojos enrojecidos por el polvo y el agotamiento.

—¿Es usted Donovan? —preguntó en un inglés quebrado—. Juan nos dijo que vendría.

Donovan hizo un ademán de asentimiento.

—Carlos no está ahora aquí. Tendrá que esperar.

Donovan miró dubitativo al campamento recubierto de polvo.

—¿Cuánto tiempo?

—No lo sé. Espere.

Se volvió y se alejó con decisión.

Donovan miró de nuevo hacia Tony.

—Confiemos en que esté ya de camino. Estoy muerto de hambre, y las perspectivas de manduca no parecen aquí muy prometedoras. ¿No te parece?

Tony suspiró.

—Supongo que siempre podremos birlar alguna de esas gallinas que se ven por ahí.

Donovan sonrió, pareciendo de repente mucho más joven.

—No sería la primera vez, ¿verdad?

—No…

Leonetti se volvió.

—¿No estoy oyendo un motor?

—Seguro que sí…

Donovan empezó a comprobar los indicadores de su cámara.

Un camión, cargado con guerrilleros armados, irrumpió en el campamento dando tumbos. Los gritos de los heridos se mezclaron con exclamaciones de saludo que rompieron el cálido silencio, mientras otros combatientes salían de los derruidos edificios y echaban a correr hacia el vehículo. Donovan y Leonetti les siguieron, haciéndose a un lado cuando hombres y mujeres, que transportaban camillas, pasaron junto a ellos.

—Parece que no han tenido tanta suerte como esperaban —observó Tony, escuchando el vocerío en español y los lamentos de los heridos.

Algunas de las formas que yacían en el camión permanecían inmóviles.

Donovan enfocó su cámara hacia un rostro ensangrentado, sintiéndose, y no por primera vez, como un profanador que viviera del sufrimiento y la muerte de los demás. Luego, también como de costumbre, pensó que el sufrimiento y la muerte no servirían para nada útil si nadie los conocía. Su trabajo consistía en asegurarse que la gente supiese lo que estaba sucediendo.

Un hombre gritaba órdenes por encima de aquel tumulto. Tony echó un vistazo.

—¿Carlos?

Mike Donovan asintió.

—Debe de ser él.

Alzando la voz, preguntó:

—Por favor… ¿Es usted Carlos? Juan me dijo que quería hablar con nosotros acerca del ataque de anoche. ¿Cómo ha ido? ¿Cuántas bajas ha tenido?

El hombre bajó del camión. Tendría unos treinta y cinco años, y hubiera resultado bien parecido de no ser por el sudor y la sangre que le estriaban el rostro. Se frotó, irritado, una herida en el ojo izquierdo, con lo cual le goteó de nuevo la sangre. Ante el saludo de Donovan, se volvió y se quedó mirando a los dos hombres.

—Claro que hemos sufrido bajas, tío. No se puede pensar en combatir contra una fuerza como la de ellos sin tener bajas…

Se volvió airadamente y se alejó a buen paso del camión. El dormido campamento era ahora un hormiguero de actividad, a medida que los hombres y las mujeres se atareaban cargando el equipo en camiones y jeeps.

Leonetti desplazó su micrófono haciendo un círculo, con lo cual captó los ruidos del campamento: el de pies corriendo, el cacareo de las asustadas gallinas, los sordos ruidos de los combatientes que cargaban los camiones. Echó un vistazo hacia Donovan:

—Mira, Mike, parece que se marchan. ¿Crees que deberíamos captar la indirecta?

Donovan, absorto en su filmación, asintió abstraído y luego enfocó al jefe. Éste gritaba:

¡Saquen primero los camiones de municiones![1].

Tony meneó la cabeza.

—¿Qué es lo que dice?

Donovan echó a andar detrás de Carlos.

—Dice que hay que sacar en primer lugar los camiones de municiones…

—¡Mierda! —musitó Tony—. Sin duda sospechan que habrá problemas.

Donovan estaba ya demasiado lejos como para oírle. Al llegar al lado del comandante de la guerrilla, le gritó:

—¿Cuántas bajas?

La boca del hombre se retorció en una fea mueca.

—Siete hombres y mujeres muertos. Una docena de heridos.

Volviendo la mirada hacia sus combatientes, aulló:

¡Jesús, mueve el jeep…! ¡Lo está tapando todo…!

Donovan miró hacia aquel vehículo para cerciorarse de que Carlos no se refería al viejo cacharro que él y Tony habían trampeado; se tranquilizó al comprobar que era otro. Hizo una toma en primer plano del rostro del hombre, mientras éste dirigía la evacuación.

—También usted está herido…

Como si sólo entonces se diese cuenta de que le filmaban y de que cuanto dijese llegaría a millones de televidentes, Carlos miró directamente al objetivo y pareció como si, al hablar, mordiera las palabras:

—Estas heridas no son nada en comparación con las que han infligido a mi país.

Uno de los sanitarios se acercó, tratando de curarle el ojo, pero Carlos le apartó a un lado y continuó:

—Pero lucharemos contra ellos. Hasta que venzamos. ¿Ha captado eso? ¡Combatiremos hasta que El Salvador sea libre! ¡Nada podrá detenernos! ¿Ha tomado eso?

—Sí —admitió Donovan—. Lo tengo.

Un súbito alarido cortó el aire detrás de ellos. Donovan y el jefe de la guerrilla giraron sobre sí mismos y vieron a un helicóptero del Ejército que rugía en dirección a ellos, casi rozando las copas de los árboles que rodeaban el campamento. Las ametralladoras comenzaron a escupir balas, cual mortífero chaparrón, cuando la aeronave armada empezó a bombardear el polvoriento centro del campamento. Varias personas cayeron con las primeras descargas, y sus gritos parecieron desafiar al horrísono rugido del helicóptero y el staccato de las ráfagas de la ametralladora.

Sin darse cuenta de cómo había llegado hasta allí, Donovan se encontró de bruces en el suelo detrás de un muro semiderruido, con la cámara aún colgada del hombro. Comenzó a seguir el recorrido del helicóptero atacante, enfocando la cámara con cuidado mientras el helicóptero giraba para dar otra pasada. Era apenas consciente de una mancha cerca de él, algo que resultó ser Tony, que, aun jurando y cubierto de polvo, seguía agarrando con fuerza su equipo de sonido.

Apenas escuchó la voz de su compañero por encima de aquel caos:

—¡Esto no tiene buena pinta, Mike!

Donovan no llegaba a creerse la filmación que estaba consiguiendo del bombardero, con los cañones reluciendo, mientras el aparato rugía de regreso por el pueblo. La voz sonó ronca a causa del polvo que había tragado, pero su tono resultó jubiloso:

—Bromeas, tío. Esto es algo grande…

Al otro lado del campamento estalló un camión, alcanzado su depósito de gasolina, y casi en el mismo momento la mujer que les había hablado antes se dobló sobre sí misma, exhalando un grito. Varias personas se precipitaron para ayudarla, y otras comenzaron a disparar contra el aparato. Las balas levantaron regueros de polvo a pocos pasos de distancia, y Tony agarró a Donovan por el brazo.

—¡Vamos! ¡Al diablo con esa gran filmación!

Echaron a correr, vacilando y agachándose, entorpecidos por su equipo. Éste formaba parte de su persona, por lo cual ningún periodista piensa nunca en abandonarlo. Se acurrucaron detrás de otro muro, cercano a un edificio, pegados el uno al otro, para protegerse de un nuevo ataque del helicóptero.

Tony se echó hacia atrás mientras una bala silbaba por encima de él.

—Donovan…, esta vez conseguirás matarme, ya verás…

Donovan se volvió y sonrió; los dientes le brillaban en el sucio rostro.

—¡Diablos, Tony, vas a ganar otro «Emmy»…!

—Lo único que conseguiré es un balazo en mis auriculares —le gritó como respuesta Leonetti, manteniendo ferozmente en funcionamiento su equipo sonoro—. Dile a mi mujer que mis últimos pensamientos fueron…

—¡Mira!

El grito de Donovan cortó la frase de Tony.

—¡Mírale!

Carlos había corrido hasta un camarada caído en el momento en que el helicóptero regresaba, picando sobre él. Las balas comenzaron a silbar ante ellos. El jefe de los guerrilleros permaneció en pie, sujetando su pistola automática del «45» con ambas manos, y avistando fríamente a través del punto de mira el helicóptero que se aproximaba. Cuando llegó a la distancia necesaria, y bajó aún más en picado para proseguir la matanza, Carlos disparó varias balas, apuntando al piloto, claramente visible detrás de la burbuja de cristal de la carlinga.

En el preciso instante en que parecía que las siguientes ráfagas de la ametralladora conseguirían destrozar al jefe guerrillero, el piloto se desplomó fláccidamente sobre su asiento. El helicóptero se bamboleó, cayó en barrena y se deslizó por encima de las copas de los árboles, perdiendo altura por momentos. El suelo se estremeció con la fuerza de la explosión, y Donovan, incluso a aquella distancia, notó en su rostro una fuerte vaharada de aire caliente.

—¡Increíble! ¿Has visto eso?

Tony asintió enérgicamente, agarrándole del brazo.

—Lo que resulta realmente increíble es que aún estemos vivos, compañero… ¡Vamos!

Donovan se encontraba aún filmando cuando su colega tiró de él hacia su destartalado vehículo, el cual permanecía asombrosamente intacto. Leonetti puso en marcha el motor, mientras oía el fuerte zumbido de otro helicóptero que se acercaba al campamento, brillante ahora a causa de los disparos y de las llamas de los vehículos que habían sido destruidos. Soltando de golpe el embrague, dirigió el jeep, coleando, a través del campamento, encaminándolo otra vez hacia la carretera por la que habían llegado aquella mañana. Lanzó una mirada al cámara, que sonreía, admirado a medias y a medias exasperado. Donovan apuntaba su cámara hacia el camino por el que llegaron, inclinándose hacia atrás para captar una toma del helicóptero que les seguía.

—¡Me gustaría tener un soporte «Tyler»! —gritó, cuando la cámara rebotó en su hombro.

Tony Leonetti suspiró.

—Yo preferiría un tanque…

Pero Donovan, que seguía filmando, no le oyó. El jeep siguió dando bandazos, cruzó un riachuelo, levantando grandes salpicaduras de agua. De repente, el vehículo dio un violento bandazo al explotar un cohete cerca de ellos, salpicando agua sobre el jeep y sus ocupantes.

La voz de Donovan llegó débilmente a Tony, aunque el hombre del sonido sabía que su amigo estaba chillando con toda la fuerza de sus pulmones.

—¡Basta ya, Tony! ¡Esto no es mucho peor que Camboya!

El asiático se echó a reír, meneando la cabeza.

—Si me llevases allí por lo menos podría pasar por uno de ellos… ¿Dónde diablos habrá ido el helicóptero?

La pregunta fue respondida en cuanto coronaron una pequeña elevación en la carretera. El helicóptero se hallaba suspendido a muy pocos metros del suelo, aguardándoles.

Tony giró con rapidez el volante, pero no antes de que el helicóptero disparase una ráfaga. El jeep se desvió de nuevo mientras Leonetti jadeaba, agarrándose el brazo. Donovan alargó la mano con rapidez hacia el volante, manteniendo fijo el zarandeado vehículo en el momento en que el helicóptero se alzaba sobre sus cabezas. Echando un vistazo al brazo de su compañero, el cámara vio una nueva mancha escarlata en la camisa floreada de hibiscos de Tony.

—¿Estás bien? —le gritó, cuando su colega se hizo de nuevo cargo de la dirección.

—¿Bromeas?

El viento hizo ondear el negro pelo de Tony contra la badana de su sombrero.

—¡Estoy disfrutando de cada momento!

De repente, otro cohete cayó en mitad de la senda que seguían. El jeep, perdido ya por completo su equilibrio, se deslizó hacia un lado, y volcó en la cuneta. Por encima de sus cabezas oyeron el estruendo del helicóptero, que se dirigía en línea recta hacia ellos.

Donovan cayó encima de su compañero, arrojado fuera del volcado vehículo, pero el suave polvo que cubría la carretera redujo el golpe a una sacudida. Todos los instintos del cámara reaccionaron ante el batir de las palas del helicóptero. ¡Tenían que alcanzar la protección de los árboles!

Donovan se arrastró con la cámara aún firmemente agarrada. Volviéndose, ayudó a ponerse en pie al técnico de sonido, percatándose de que el conducto de la gasolina se había roto y que las llamas empezaban a prender en el derramado combustible.

Quedó alarmado por la palidez que se evidenciaba bajo la morena faz de Tony.

—¿Puedes correr?

Tony contempló el incendio.

—¿Tengo otra elección?

—Atraeré su atención sobre mí. Tú tienes que llegar hasta aquellos árboles. Te brindarán alguna protección.

Lanzó un rápido vistazo al helicóptero, que había dado la vuelta y se dirigía hacia ellos. Se lanzó hacia delante.

—¡Vamos, Tony!

—¡No, Mike! Iremos juntos…

Donovan corría ya.

—¡A toda velocidad! ¡Vamos!

Detrás de él, escuchó cómo Tony se encaminaba hacia los árboles.

Donovan avanzó en zigzag a través de aquella superficie embarrada, notando cómo las balas casi le daban en los talones. Aunque aumentó la velocidad, se percató de que no había nada delante de él, excepto la otra orilla del riachuelo, ancho y poco profundo, pero casi imposible de atravesar corriendo. Oxidados en medio del mismo se encontraban los restos de lo que en su día fuera una camioneta, y que ahora parecía un queso suizo a causa de centenares de agujeros de bala.

¿Me escondo al abrigo de eso?, se preguntó, pensando en que la camioneta le proporcionaría una muy escasa cobertura contra las balas. Pero no tenía ningún otro lugar adonde correr.

Se volvió, cogió la cámara entre sus brazos y vio cómo el helicóptero se balanceaba a escasísimos metros del agua, tan delicadamente como una gallina clueca disponiéndose a preparar su nido. ¡Mierda —pensó—. Está ahí! En abierto desafío —con el loco pensamiento de que tal vez el helicóptero no se hubiese dado cuenta de que era periodista—, Donovan alzó la cámara y filmó directamente los rostros de los dos hombres del aparato. Su ojo se pegó al visor de la cámara, mientras el helicóptero se acercaba aún más y Donovan veía muy bien al hombre sentado al lado del piloto.

No puede ser. Ham Tyler… ¿Qué diablos está haciendo ahí? El exagente de la CIA formaba ahora parte de una rama altamente secreta de la cobertura de las operaciones de seguridad de los Estados Unidos. Ya había seguido antes la pista de cerca a Donovan en Laos. Donovan había oído rumores de que aquel «patriota» derechista —el término era de Ham, no de Donovan— era responsable de algunas de las más notorias limpiezas de fuerzas guerrilleras en El Salvador, pero no se había podido demostrar.

Pero en el momento en que Mike Donovan reconocía al hombre que se encontraba en el asiento del copiloto, el helicóptero alzó el vuelo, dio la vuelta y se alejó a toda velocidad.

¡Vaya…! Y ahora, ¿qué diablos…?

Donovan se volvió y comprobó que, como una especie de milagro, un tanque había aparecido a su lado.

¿En un silencio total? Vamos, Mike, no seas idiota…

La cámara estuvo a punto de caérsele. Mientras escuchaba el bajo y pulsante zumbido, sus desconcertados ojos captaron la enorme forma que se deslizaba hacia él por encima de las distantes montañas, empequeñecidas a pesar de su enormidad.

A Donovan se le desencajó la mandíbula; su mente le gritó que aquello era imposible, que no podía seguir vivo y verlo. Automáticamente, sus dedos se engaritaron en el gatillo de filmación, y escuchó cómo la cámara grababa aquella increíble visión.

Un esferoide achatado por los polos, como los que había oído describir en aquellas historias de ovnis, pero tan grande… Su confusa mente trató de hacerse cargo de la enormidad del navío, pero a medida que se aproximaba más, su sentido de las proporciones simplemente desapareció. ¿Un kilómetro y medio de diámetro? Más… ¿Tres? Más… Enorme

Finalmente se detuvo, colgando en el aire como si se tratara de un imposible sueño. Donovan oyó a Tony gritar a sus espaldas, y se volvió para hacer un ademán tranquilizador al técnico de sonido. Mientras avanzaba con dificultad cruzando el riachuelo en dirección a su amigo, un pensamiento se fijó en la mente de Donovan como un disco rayado.

¿A cuántos hombres en la Historia un platillo volante les habrá salvado de que les peguen un tiro en el culo?

El ratón blanco se incorporó sobre sus patas traseras, con los pelos del bigote contraídos, en el momento en que oyó abrirse la puerta de la jaula. ¿Hora de comer? Su estómago le decía que no, que no había llegado el momento de la comida. En vez de ello, notó que una mano le agarraba con cariño, le alzaba con gran cuidado y luego le daba la vuelta. Reconoció el olor, la voz que le hablaba, y no se resistió.

—Vamos, Algemon. Muéstrale al doctor Metz tu barriguita…

—¡Notable!

El doctor Rudolph se inclinó hacia delante para escrutar la velluda barriga del ratón; luego tomó una lupa para inspeccionarlo con más detalle.

—¡La lesión está casi curada!

La rubia joven con bata del laboratorio sonrió, complacida, ante la reacción de Metz.

—Sí. Unos cuantos días más y se hallará normal por completo.

Acarició la cabeza del ratón con un dedo y luego, con delicadeza, lo metió de nuevo en la jaula.

El doctor Metz alzó sus pobladas cejas entrecanas, mirando a la mujer con la misma intensidad con la que había observado al ratón.

—¿Sabes cuánto tiempo hace que mi equipo de investigaciones lleva buscando esa fórmula, Juliet?

Juliet Parrish sonrió, pero meneó la cabeza.

—No todo ha sido obra mía. Ruth me ha ayudado muchísimo.

Ruth Barnes alzó la mirada de un microscopio en el otro extremo del laboratorio.

—Lo he oído; no te lo creas, Rudolph. Es ella quien lo ha hecho todo.

—Bueno, el caso es que he tenido mucha suerte.

La estudiante de Medicina de cuarto curso examinó cuidadosamente el pestillo de la jaula del ratón, para no tener que cruzar su mirada con la del hombre mayor.

Metz asintió.

—La suerte también desempeña su papel en la ciencia, pero, por lo general, sólo cuando va acompañada de un duro trabajo y de inspiración. La verdad sea dicha, Juliet, es que estás muy, pero que muy dotada. La investigación es algo natural en ti.

Viniendo del doctor Metz, aquello significaba un extraordinario cumplido, y Juliet no pudo impedir el enrojecimiento de placer que calentó su rostro. Mirando hacia Ruth, vio que la mujer mayor alzaba el pulgar en señal de aprobación.

Metz observó al ratón que retozaba en su jaula.

—Y, además, te advierto que Ruth y yo te vamos a robar a la Facultad de Medicina. Si dedicases todo tu tiempo a la bioquímica, podrías…

La puerta del laboratorio se cerró con estruendo, sobresaltándolos a todos. En el umbral se perfiló la silueta de un joven negro sin aliento.

—¿Han oído hablar de ellos?

—¿Si hemos oído hablar de quiénes, Ben?

El doctor Metz estaba intrigado.

El doctor Benjamín Taylor conectó el televisor que se encontraba en un estante del laboratorio. El pequeño aparato portátil se llenó con el bien conocido semblante de Dan Rather; en aquel momento, un semblante muy grave:

—Procedan de donde procedan los informes —de París, Roma, Ginebra, Buenos Aires, Tokio—, las descripciones del navío son idénticas. Y…

Se detuvo, obviamente escuchando una voz en sus auriculares:

—Me dicen que nuestra emisora afiliada «KXT», en San Francisco, tiene ahora imágenes.

En la pantalla se vio ahora un gran navío sobre la bahía de San Francisco, algo que llenaba por completo la pantalla, un objeto tan enorme, que el puente del Golden Gate parecía una auténtica miniatura.

Los tres del laboratorio percibieron el temor reverencial en la voz de Rather.

—Sí, aquí está… ¡Dios mío, y qué tamaño tiene! Señoras y caballeros, esta imagen llega hasta ustedes en directo desde San Francisco.

Casi en el mismo momento, los tres científicos escucharon un zumbido bajo y pulsante, apenas dentro de las posibilidades de captación del oído humano. Sin embargo, los ratones chillaron y comenzaron a correr frenéticamente dentro de sus jaulas.

Juliet miró a Ben.

—¿Crees que…?

Como respondiendo a su pregunta. Dan Rather habló desde la pantalla del televisor:

—Estoy recibiendo confirmación de que otro de esos navíos gigantes se mueve ahora encima de Los Angeles…

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Ruth.

Los tres científicos se miraron unos a otros.

El antropólogo Robert Maxwell se inclinó hacia su tesoro, frotando con cuidado la cuenca de un ojo vacío, con mucho más cariño que el que empleaba al bañar a su hija de tres años. Aun así, Arch Quinton alzó una mano cautelosa.

—Con cuidado, con cuidado, Robert. Es una dama muy especial…

Su acento escocés se acentuaba aún más cuando estaba excitado, y Maxwell sonrió para sí, pensando que nunca había visto a nadie más extático ante un descubrimiento, aunque Quinton se moriría antes de eliminar aquella apariencia de «severo escocés» que afectaba.

—¿Así que tu examen del cóndilo de la cadera ha dejado claro que era una hembra? —preguntó.

Ante el asentimiento de Quinton, continuó, dando unos ligeros golpecitos a los ennegrecidos y mellados dientes.

—Pleistoceno superior, seguro, Arch. Mucho más antiguo que cualquier otra cosa que hayamos descubierto en esta localización, ¿no estás de acuerdo?

Quinton asintió.

—Los artefactos parecen sostener tu opinión, compañero. Además, mira su frente, aquí…

Su mano, que había estado alzada para frotar con cuidado los finos fragmentos de cabello, se detuvo un momento y luego se dirigió hacia un punto:

—¡Robert, mira eso!

Incluso antes de que Robert Maxwell se hubiese vuelto, oyó el sonido: una pulsación vibrátil que atravesó su cuerpo y sus oídos. Se giró para ver a una nave gigante, de un azul plateado, que corría hacia ellos con tanta suavidad como si se deslizase por una pista invisible. Su mano se crispó convulsamente en el cepillo, y se apretó aún más contra el acantilado, como si pudiera interponerse entre su hallazgo y la nave espacial.

Elias Taylor, de cuclillas en la salida de incendios, miró rápidamente a su alrededor para asegurarse de que no le observaban. No había demasiadas probabilidades de que hubiese alguien en casa, puesto que era sólo mediodía, pero Elias nunca había sido atrapado, y no tenía la menor intención de serlo ahora. Satisfecho, sacó con rapidez el pequeño panel, con suavidad y precisión. Luego, un rápido golpe con una piedra…, y listos. Los dientes del joven parecían más blancos contra su moreno semblante cuando sonrió. Fácil. A Elias le gustaban los trabajos fáciles.

Una vez en el interior del apartamento, corrió por las habitacioncillas, en busca de cosas fáciles de transportar y sencillas de traficar después. Su mirada detectó un «Walkman», y le dio un toque, escuchando con atención para asegurarse de que sonaba bien.

Un calcetín metido debajo del colchón de una cama sin hacer contenía casi cien dólares en efectivo. Elias sonrió de nuevo mientras contaba el dinero y movía la cabeza. Siempre esconden la pasta en los mismos sitios. La mayoría de los tipos no tiene imaginación

La única otra cosa que interesó a Taylor fue un televisor portátil. Lo conectó, haciendo una mueca al percatarse de que era en blanco y negro. ¡Vaya tiparracos…!, pensó, dispuesto a apagarlo y a salir de allí. Las teles en blanco y negro eran tan baratas, que no valían ya ni el esfuerzo de robarlas. Sus dedos estaban a punto de apretar el botón de apagado, cuando quedaron paralizados ante la imagen que surgía en la pantalla, algo que parecía —¡pero no podía ser!— la imagen en directo de un gigantesco OVNI… Se apresuró a subir el sonido.

—… a lo largo de los Campos Elíseos. Repetimos, la imagen nos llega en directo desde París, donde ya sobrevuela otro ovni gigante…

Elias se sentó, con los ojos muy abiertos, mientras aparecía la imagen de una escuadrilla de cazarreactores que surcaba el aire. La voz continuó:

—Los informes del Pentágono dan cuenta de que los cazas del Mando Táctico del Aire de las bases en todos los Estados Unidos se han aproximado a esos monstruosos ovnis, pero todos los reactores han informado de interferencias en su equipo de a bordo y en los sistemas eléctricos, que han obligado a los pilotos a abandonar sus intentos.

La escena cambió luego a una multitud que corría alocadamente a lo largo de una calle, con los coches atascados en medio de la misma, emitiendo continuos bocinazos, un caos completo y absoluto. Incluso los policías parecían ajenos al asunto, y no era de extrañar, pensó Elias, al ver a otro de aquellos navíos gigantes que colgaba en el aire (¿cómo diablos podían hacer aquel truco?), por encima de sus cabezas. La escena le recordó angustiosamente otra, una que había visto en una película. Mientras la cámara enfocaba el monumento a Washington, Elias silbó suavemente.

—¡Mierda! —murmuró—. El viejo Klaatu y Gort llegan otra vez a la Tierra, y esta vez, de verdad.

El locutor seguía hablando:

—… haciendo imposible llegar a menos de un kilómetro del navío. Los misiles disparados contra los navíos simplemente se extraviaron y detonaron luego inofensivamente fuera por completo de alcance. La Policía y los soldados tratan de organizar una evacuación ordenada de la capital de la nación…

—¡Carajo! —murmuró Elias—. ¡Pues a mí no me parece nada ordenado!

Señaló hacia el «Walkman», preguntándose cómo este nuevo desarrollo afectaría a los precios que Reggie le daría por aquello…

—… y muchas otras ciudades se han visto amenazadas por este suceso sin precedentes, pero las carreteras y las autopistas están en todas partes atascadas. Los accidentes han paralizado todas o casi todas las arterias principales. Se sabe que otros navíos se acercan o están encima de, por lo menos, otras siete ciudades estadounidenses importantes: Houston, Nueva York, San Francisco, Nueva Orleans… Sí… Se ha confirmado… También Los Ángeles.

¿Los Angeles?

Elias casi dejó caer el «Walkman», despertando a la realidad de que se hallaba en una sala de estar extraña y de que el propietario podría reaparecer en cualquier momento. Se apresuró a deslizar una pierna en el antepecho de la ventana, temeroso de alzar la mirada.

Lo oyó antes de verlo. Agarrando el «Walkman», Elias decidió tomarse libre el resto del día.

Mike Donovan cubrió cuidadosamente con una manta a Tony, que roncaba ruidosamente, y avanzó hacia la carlinga del «Learjet». Dejándose caer en el asiento del copiloto, se quedó mirando los instrumentos.

—Con adelanto respecto a lo planeado —comentó.

Joa Harnell, el piloto, asintió:

—¿Cómo se encuentra tu amigo?

—Está bien. El escocés y la codeína le han dejado fuera de combate. Me puedo hacer cargo de esto durante un rato, si es que quieres estirar las piernas.

—¿Ya has volado antes?

El piloto miró rápidamente hacia Donovan.

—En un momento u otro he pilotado casi todo, excepto la lanzadera espacial. Solía hacer vuelos de reconocimiento en Vietnam. ¿Ya has averiguado dónde podremos aterrizar?

El piloto se puso en pie, observando cómo Donovan se encargaba de los controles; luego asintió aprobadoramente, antes de responder a la pregunta.

—Sí. Siempre y cuando el Dulles esté abierto. Será mejor que elijamos ése. Los están cerrando en todas partes.

Donovan consideró el asunto.

—No, tengo el presentimiento de que Nueva York va a ser el lugar más interesante en lo referente a noticias. ¿Qué me dices del JFK?

—Cerrado…

Donovan se encogió de hombros, sonriendo.

—Pues abrámoslo. No pueden bloquear las pistas, ¿verdad?

—¡Diablos, claro que sí! La Federación de Aviación Civil puede tener nuestro…

Donovan chascó los dedos.

—No, tengo una idea… ¡La Guardia es aún mucho mejor…!

Harnell se lo quedó mirando.

—¿Tienes huevos para hacerlo? Eso significa hacer volar este trasto exactamente por debajo de esa maldita cosa…

—Sí… ¡Piensa en las filmaciones que conseguiríamos…!

—No hay modo de hacerlo, Mike.

Donovan le sonrió.

—Vamos, piensa en los papiros que valdría eso… Y compartiría la fama contigo…

Harnell se lo quedó mirando con incredulidad. Donovan le guiñó un ojo y se dirigió en busca de su cámara.

A la mañana siguiente, la familia Berstein, Stanley, Lynn, su hijo Daniel, y el padre de Stanley, Abraham, observaron, asombrados, la película de Mike Donovan, que mostraba una vista de la parte inferior de la gran nave que había estado colgando sobre Nueva York. Al igual que el de Los Angeles, donde vivían los Berstein, había permanecido estacionaria y silenciosa durante la larga y —por lo menos en el caso de Lynn Berstein— insomne noche.

Daniel, de dieciocho años, estaba fascinado con la nave. Toda su vida había aguardado que le sucediera algo excitante, y finalmente había ocurrido. No importaba que le ocurriese también al resto del mundo: algo le decía que aquello era lo que había estado esperando. Se volvió, excitado, hacia su padre, un hombre de escaso cabello y ojos tristes, con permanente inclinación de hombros y una incipiente barriga.

—¡Dicen que tiene sus buenos ocho kilómetros de diámetro, papá!

Su madre, Lynn, una mujer nerviosa que resultaría atractiva de no ser por las profundas arrugas que tenía entre los ojos y los delgados labios, se llevó las manos al regazo, diciendo por enésima vez, sin dirigirse a nadie en particular:

—Deberíamos salir de la ciudad, ¿no os parece?

Stanley Bernstein miró fijamente a su hijo.

—Ya te lo he dicho antes, Lynn… ¿Dónde podríamos ir? Las carreteras están colapsadas, según dicen. Además, como el presidente ha señalado, debemos evitar el pánico. No han hecho nada que indique que son hostiles.

El viejo Abraham se removió, incómodo, en el sofá.

—Me pregunto si queda algún lugar donde se pueda uno esconder. Ni siquiera los alemanes, durante la guerra, tenían unas naves como ésas…

—Padre —replicó Stanley con desaprobación—, eso no sirve precisamente de ayuda.

De repente, su atención volvió a la pantalla del televisor. Un ronco, pero aún muy profesional, Dan Rather, estaba diciendo:

—Nos informan de que ha ocurrido lo mismo en Roma…, y en Río de Janeiro… En Moscú… Sí, los informes nos están inundando… Y se oye el mismo tono en todo el mundo, desde la nave espacial que cuelga sobre nuestras ciudades…

Los Bernstein escucharon, simultáneamente, la señal pulsante por el altavoz del televisor y desde la parte exterior de su hogar suburbano en Los Angeles. Un tono, con un delicado eco, que fue sustituido por una voz:

—Veintiuno…, veinte…, diecinueve…, dieciocho…

Aquella voz extrañamente resonante prosiguió la cuenta atrás, mientras el comentarista explicaba que, en todo el mundo, la gente comenzaba a escuchar lo mismo…, y cada cual en su respectiva lengua.

—… cinco…, cuatro…, tres…, dos…, uno…

Tras un segundo de pausa, la voz continuó:

—Ciudadanos del planeta Tierra… Os hacemos llegar nuestros saludos… Venimos en son de paz. Respetuosamente, pedimos que el secretario general de vuestras Naciones Unidas tenga la amabilidad de acudir a la última planta del edificio de las Naciones Unidas, en Nueva York, a las 0100, hora de Greenwich, esta noche… Gracias…

Stanley parpadeó.

—¿Y qué hora es ésa?

Dan Rather respondió, como es natural, desde la televisión.

—La voz que acabamos de oír ha requerido la presencia del secretario general en lo más alto del edificio de las Naciones Unidas, en la ciudad de Nueva York, a las ocho de esta noche.

Lynn asió frenéticamente la mano de su marido.

—¿Qué significa eso, Stanley?

Daniel le brindó una sonrisa, en pleno éxtasis.

—Significa que algo está a punto de pasar, mamá… ¡Al fin! ¿No te parece grande?

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