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CAPÍTULO II

La puesta de sol era un difuso recuerdo rojo en el cielo occidental de Nueva York cuando Mike Donovan enfocó su cámara más allá de las luces de Manhattan. El viento de fines de verano azotaba su ya enmarañado cabello: la brisa era bastante fuerte a aquella altura. En lo alto del edificio de las Naciones Unidas, Donovan comprobó de nuevo su reloj. Las siete y cincuenta minutos, con cuarenta y cinco segundos. No quedaban ni siquiera diez minutos para que todo empezase.

La puerta del terrado se cerró con fuerza, tras admitir a otra multitud de periodistas y técnicos. Mike localizó una familiar cabeza negra y se apresuró a saludar a Tony Leonetti, ayudando a su amigo a llevar su equipo más allá de la zona acordonada. Donovan percibió la mueca de Leonetti al mover el hombro.

—¿Estás seguro de que podrás hacerlo, Tony?

Éste sonrió.

—¿Para el notición del siglo? ¡Tío, no quiero perdérmelo!

—¿Mike?

Los dos hombres se dieron la vuelta cuando la voz de una mujer llegó hasta ellos.

Los ojos de Donovan contuvieron las lágrimas al dirigirse hacia ellos una mujer alta, muy acicalada, de treinta y pocos años. Todo en ella, desde su maquillaje, muy diestramente aplicado y su cabello, hasta su fija y tranquila mirada, la proclamaban como una de las más prominentes periodistas de televisión en activo.

—Hola, Kristine…

—Hola, Mike. Hola, Tony…

Hizo un ademán cariñoso a Tony, el cual le devolvió el saludo.

—Me he enterado de que llevas el servicio de la tele. Yo también.

Donovan sonrió, aprobador.

—Creía haber reconocido tu tarjeta en el montón que hay abajo. Ya me figuraba que no te perderías esto.

Devolvió la sonrisa al hombre, un poco tímidamente.

—Entonces, ¿dónde nos colocaremos?

Señaló más allá de la zona acotada, en la que se encontraba un contingente de la Policía Militar de la ONU. Con un asentimiento Tony se excusó para instalar su equipo. Donovan titubeó, mirando hacia la confusión de cámaras, con rostros que iban desde la preocupación reprimida hasta una agitada alegría. De allá abajo llegaba el sonido de las omnipresentes sirenas de la Policía.

Kristine le tomó por el brazo.

—¿Mike? Instalémonos.

Él comenzó a hablar:

—Sí, estaba sólo… pensando…

En la mirada de la mujer se advirtió su aprobación.

—Yo también. Por lo menos hubieras podido despedirte esta mañana antes de marcharte.

—Lo hice. Pero estabas hablando por teléfono con alguien respecto de una misión; parecías muy concentrada y por eso no me oíste.

Hizo una pausa y, después, se volvió hacia él, con una elocuente mirada de sus verdes ojos.

—Lo siento.

Donovan sonrió, algo tenso.

—Y yo también.

Sus miradas se cruzaron durante varios segundos; luego, la mujer apartó la vista.

—¿Qué hora es?

Donovan miró su reloj.

—Las siete y cincuenta y seis.

Kristine se apartó a toda prisa para realizar sus preparativos de última hora. Donovan se atareó también con los mecanismos de su cámara. Los minutos parecían arrastrarse.

A las siete y cincuenta y nueve apareció un hombre distinguido, de blanco cabello, flanqueado por escoltas armadas. Donovan le reconoció como el secretario general de la ONU, y observó cómo saludaba a los soldados que estaban en el terrado, indicándoles que bajasen sus armas. Donovan enfocó la cámara hacia la forma gigantesca inundada de luz de la nave alienígena, que oscilaba a gran altura, tan enorme, que ridiculizaba al más alto de los rascacielos. Escuchó cómo alguien desgranaba la cuenta atrás conteniendo el aliento.

Uno de los periodistas hablaba ante un micrófono:

—… y se ha hecho el silencio…, no sólo aquí, sino en todo el mundo.

—Nueve…, ocho…, siete…, seis…

Cinco —pensó Donovan—, cuatro, tres, dos, uno

—… cuando dan las ocho…, las 0100 hora de Greenwich.

Donovan miró hacia arriba, con el visor de la cámara oprimido contra su ojo, el cual se llenó de lágrimas al tratar de no parpadear.

¡Allí! Algo, una cosa difícil de distinguir en aquella vastedad azulplateada, una pequeña abertura negra… Donovan se permitió parpadear y luego miró, con ojos entreabiertos, hacia la nave.

Hizo funcionar el zoom, enfocándolo directamente a la abertura y observando cómo se llenaba de algo, algo que se convirtió en una forma aerodinámica que se separó, osciló y cayó hacia ellos. Donovan escuchó el tono frío, profesional, de Kristine, y la admiró por el autocontrol que demostraba; sabía que estaba tan nerviosa como cualquiera de ellos, pero su apariencia daba fe de que hacía aquellas cosas todos los días.

—La nave más pequeña se mueve en un ángulo hacia abajo y ahora, más allá de la Tercera Avenida y la Calle 39, avanza directamente hacia el edificio de las Naciones Unidas.

Donovan giró sobre sí mismo para seguir el movimiento de la nave cuando ésta enlenteció la marcha antes de aterrizar. Brillaba con deslumbradora blancura, con unos pequeños triángulos oscuros que podrían tratarse de opacas ventanillas situadas a intervalos regulares. En lo que parecía el morro se hallaba una especie de símbolo rojo, una combinación de puntos y líneas, que no se parecía a nada de lo que el cámara hubiese visto antes, pero que resultaba de una mágica familiaridad. La nave descendió con apenas un ligero zumbido de aire desplazado que indicara su paso.

Kristine continuó su comentario:

—Ahora, la nave está procediendo a detenerse a unos tres metros, en el aire, por encima de nuestras cabezas… Ahora aterriza… Hasta el aire parece extraño…, vibra levemente…

Se abrió un panel en la parte inferior del navío, en el preciso instante en que los reunidos escucharon una voz, una voz extrañamente resonante, y que apenas alzaba eco.

Herr General Sekreterare

Donovan alzó la cámara para captar al secretario general en el momento en que el hombre daba un paso y se apartaba de la muchedumbre con la espalda muy recta, reflejando en su rostro una tranquila determinación.

La voz continuó:

Var intre radd kom upp for trappan.

En el mismo instante, una corta rampa sobresalió en el terrado y reposó con seguridad en el suelo.

La voz de Kristine llegó hasta Donovan aún segura, calmada, pero con una rigidez nueva.

—Creo que la voz habla en sueco, la lengua materna del secretario general…

Escuchó atentamente por un pequeño auricular que mantenía en el oído.

—Sí, ahora tengo la traducción… «Señor secretario general…, no tenga miedo… Haga el favor de subir por la rampa».

Debajo de sus blancos cabellos, el rostro del anciano apareció compuesto, y sus pasos mostraron una firme precisión. Llegó hasta la rampa y comenzó a trepar por ella, paso a paso, hasta llegar arriba; luego desapareció. Los guardias alzaron sus armas. Donovan se percató de que había estado conteniendo la respiración sólo cuando su visión se le volvió borrosa. Exhaló el aire lentamente, con el ojo pegado al visor de la cámara, y aguardó.

Se produjo una conmoción en lo alto de las escaleras, y unas sombras se movieron en la oscuridad. Luego…, surgió un rostro. El secretario general avanzó rápidamente y con decisión, en violento contraste con los pasos rígidos que había dado al dirigirse a la nave.

Los murmullos llenaron el terrado, pero el tono autoritario de Kristine los superó.

—¡Aquí está! ¡El secretario general ha reaparecido! Al parecer se encuentra incólume, saludando jubilosamente a la gente congregada en el terrado del edificio de las Naciones Unidas… Un momento… Parece que va a dirigirse a la multitud…

El tono educado del anciano, con leve acento, llegó con claridad a Donovan al enfocar éste el rostro del orador.

—Conciudadanos de la Tierra…, estos visitantes me han asegurado que vienen en paz y que desean acatar todas las cláusulas de la carta de las Naciones Unidas. Como podrán ver, son muy parecidos a nosotros…, aunque sus voces son inusuales. En un principio me han pedido que hable en su nombre, pero me parece que todo el mundo se sentiría más cómodo si su Comandante Supremo, que se encuentra a bordo de esta nave, hablase directamente a todos ustedes. Su voz será escuchada en todo el mundo, en cuantos idiomas sean necesarios.

El secretario general se volvió y alzó la mirada hacia las escaleras. Donovan enfocó más allá de él, a la oscura abertura en el vientre de la lanzadera. Movimiento… En el visor se perfilaron unos pies provistos de botas, unas piernas, un tronco de apariencia normal, dos brazos, una cabeza…

Donovan jadeó, mientras sus dedos aferraban con fuerza la cámara. ¡Esperaba diferencias… y no había ninguna! A primera vista, el alienígena parecía un varón humano normal, de mediana edad, de recio pelo gris y unos amables ojos azules. Llevaba altas botas negras, muy semejantes a unas corrientes botas inglesas de montar, y un mono de color rojizo, que tenía la apariencia del traje de vuelo de un piloto. A lo largo del pecho aparecían cinco rayas negras en diagonal.

El comentario de Kristine fue analítico y preciso:

—Más o menos un metro ochenta de estatura… Y estimo que de unos ochenta kilos de peso. Parece tener algunas dificultades a causa del resplandor de las luces que hay aquí… Ahora se ha detenido en mitad de la rampa… Creo que está a punto de hablar…

La voz del hombre les llegó con claridad, pero con un timbre inusual —una especie de resonancia vibrante—, que daba la sensación de ser algo viviente, como si estuviese más allá de las ondas del aire.

—Confío en que me perdonen…, pero nuestros ojos no están acostumbrados a este tipo de brillo…

Metiéndose la mano en un bolsillo del mono, sacó unas gafas de sol de aspecto sorprendentemente normal, y se las puso.

—Como les ha dicho el secretario general, hemos venido en son de paz ante toda la Humanidad del planeta Tierra… Nuestro mundo es el cuarto más alejado de la estrella a la que ustedes llaman Sirio… Se encuentra a 8,7 años-luz de la Tierra. Es el primer viaje que hacemos por nuestro sistema, y ustedes son la primera forma de vida inteligente con la que hemos topado.

Hizo una pausa, y luego, una muy cálida sonrisa iluminó sus facciones.

—¡Nos alegra mucho conocerles!

Donovan percibió el murmullo de alivio y de bienvenida que se alzó, audiblemente, de entre los reunidos allí, periodistas y dignatarios. Continuó filmando, accionando el zoom para conseguir primeros planos, mientras el hombre daba unos cuantos pasos hacia él antes de continuar.

—Nuestros nombres les parecerían bastante peculiares, por lo que mis colegas y yo hemos elegido nombres corrientes de la Tierra. Yo me llamo John…

El Visitante sonrió de nuevo.

—El secretario general se ha referido a mí llamándome «Comandante Supremo». En realidad, sólo soy una especie de almirante. Soy el responsable de esta pequeña flota que rodea su planeta…

¿Pequeña flota?

Donovan sujetó con más fuerza su cámara, consciente de que le sudaban las manos.

—Antes de acudir personalmente hemos estado mandando otras naves sin tripulación, algunas de las cuales vigilaron la Tierra durante un tiempo, para aprender sus idiomas; pero no todos somos igual de hábiles, por lo cual confío en que tendrán paciencia con nosotros. Hemos llegado aquí en representación de Nuestro Gran Jefe…, el que gobierna nuestro planeta unido con benevolencia y sabiduría… Venimos porque necesitamos de vuestra ayuda…

Benevolencia y sabiduría —pensó Donovan cínicamente—. Esto suena a partido político. Tendrán mucho éxito aquí. John puede acabar convirtiéndose en nuestro próximo presidente

—Nuestro planeta atraviesa serias dificultades de medio ambiente. Peor, mucho peor que el de ustedes. Ha alcanzado un estadio en el que somos incapaces de subsistir sin una ayuda inmediata. Existen ciertos productos químicos y compuestos que necesitamos fabricar…; sólo ellos pueden salvar nuestra tambaleante civilización. Y, a cambio, nos gustaría compartir con ustedes los frutos de nuestros conocimientos.

Los frutos de nuestros conocimientos… ¿Dónde habrán conseguido al que les escribe los discursos?

—Ahora que el contacto ha sido establecido, nos agradaría entrevistarnos con los Gobiernos individualmente, para presentar nuestras peticiones de que algunas plantas en funcionamiento en todo el mundo sean provistas de nuevo utillaje y fabriquen los compuestos que necesitamos…

Donovan pensó fugazmente en la fábrica de su padrastro; llegó a visualizar a su madre, Eleanor, aguijoneada para que aquel infeliz hijo de perra de Arthur consiguiese un contrato con un Visitante.

Me gustaría saber de qué clase de compuestos están hablando…

—Y recompensaremos vuestra generosidad, como ya he dicho, ayudando a vuestros complejos industriales y científicos para que alcancen los límites de nuestro saber —ayudándoles a resolver sus problemas de entorno, agrícolas y de salud—: luego les dejaremos, como hemos venido, en son de paz.

Está hablando de ofrecernos en bandeja de plata toda clase de cosas estupendas… ¿Qué harían si les dijésemos que todo eso nos importa un rábano?

—Si las circunstancias fuesen a la inversa, y ustedes hubiesen acudido a visitarnos, yo sentiría una enorme curiosidad por ver en seguida el interior de su nave espacial. Teniendo eso en cuenta, nos gustaría que el secretario general y cinco de sus periodistas nos acompañasen para regresar a bordo de nuestra Nave Madre, en lo que será la primera de muchas oportunidades de conocernos mejor.

Donovan sintió un golpecito en los hombros y alzó la mirada del visor de su cámara: comprobó que uno de los ayudantes del secretario general se había situado a su lado.

—Su tarjeta ha salido, Mr. Donovan —dijo el hombre en un inglés con acento.

—¡Maldita sea!

Donovan se apresuró a comprobar su equipo y luego pasó bajo la cuerda de la zona acotada ante una señal de aquel hombre. Cuando echó a andar hacia la nave, Kristine y Tony aparecieron a su lado.

—¿Qué ha querido decir con eso de que ha salido mi tarjeta? —les preguntó Donovan en voz baja, mientras cruzaban el terrado.

—Han elegido por sorteo a los periodistas —le explicó Kristine—. Sam Egan y Jeri Taylor también lo han conseguido.

—¡Pues realmente hemos tenido suerte!

—Sí —convino secamente Tony.

Donovan se volvió para preguntarle qué quería decir, pero Leonetti subía ya por la rampa. Donovan se apresuró detrás de ellos.

El Visitante jefe, John, les aguardaba en la parte superior de la rampa. Donovan fue el último en subir, pues se agachó para obtener una buena filmación de cómo los otros periodistas saludaban y estrechaban la mano del alienígena. Luego subió a toda velocidad por la rampa cuando le tocaba a él el turno, apresurándose a descansar la cámara sobre el hombro izquierdo, para tener libre la mano derecha.

¡Dios mío! —pensó, impresionado sin quererlo—, voy a estrechar la mano de alguien que ha nacido bajo otro sol…, pues aunque parezca humano no lo es.

La mano de John resultaba notablemente fría, de piel firme y suave. Asintió complacido.

—Mr. Donovan, he visto sus películas de la parte inferior de nuestra Nave Madre… Son impresionantes…, y muy atrevidas…

Donovan se sintió como un chiquillo que recibiese unas risitas y unos golpecitos en el hombro por parte de un adulto.

—Es cierto, puesto que ha dicho que permanecían vigilando nuestra televisión. ¿Durante cuánto tiempo han estado haciendo eso?

Detrás de las gafas oscuras del Visitante, Donovan comprobó que los ojos azules del hombre le valoraban fríamente. John sonrió.

—Hace ya varios de vuestros años solares. Te prometo que satisfaremos tu curiosidad, Mike. Tendremos mucho tiempo para comunicarnos durante nuestra estancia aquí.

—Me alegra mucho oír eso.

Donovan siguió adelante. Dio unos pasos en la lanzadera, consiguiendo un primer plano del rostro de John mientras éste sonreía graciosamente a Kristine, antes de sentarse al lado de la periodista.

Este tipo rezuma tanta autoridad como una mortaja, pensó Donovan, apartando sus ojos del jefe con un casi visible esfuerzo físico.

El interior de la nave resultaba decepcionante. Parecía un cruce entre el «Learjet», y uno de aquellos vehículos-lanzadera que transportan los viajeros hasta los aviones. Asientos alineados en las paredes, asientos almohadillados cubiertos de lo que parecía ser (y probablemente lo era) una tela muy corriente de color castaño. Una buena elección del color —pensó Donovan, recordando la compra de su propia alfombra cuando amuebló su apartamento el año anterior, tras el divorcio—. Así no se ve el polvo.

Al recordar su divorcio, Donovan pensó que hacía casi tres días que no llamaba a Sean, lo cual le proporcionó un estremecimiento de culpabilidad. Desde antes de comenzar todo esto. El suceso del siglo y ni siquiera has telefoneado para ver cómo está reaccionando tu único hijo. Se hizo la rápida promesa mental de que la primera cosa que haría al día siguiente sería llamarle, y visitarle luego durante el fin de semana. Se preguntó si Sean le habría visto subir por aquellas escaleras y entrar en la lanzadera alienígena… Luego sonrió. Sabía que así había sido. Sean era la cosa más querida para su papá. Ni siquiera la amargura de Marjorie puede cambiar eso.

Kristine Walsh estaba sentada en el lado opuesto de la cabina en que se hallaba él, aún en animada conversación con John. Donovan se preguntó de qué hablarían; la mujer mostraba aquella amplia sonrisa, tan cándida, que, como Mike sabía, reservaba para las personas que le gustaban de veras. Sintió un irracional acceso de celos.

¡Corta ya, idiota! Estás aquí para un trabajo, no para un interludio romántico.

Rápidamente, enfocó la cámara por el interior, deseando tener más luz. Evidentemente, los Visitantes mantenían sus niveles de iluminación a lo que la mayoría de los humanos llamarían «penumbra para ver la televisión a altas horas de la noche». Donovan veía con suficiente claridad, pero leer más de unos minutos hubiera resultado muy incómodo.

Creía que Sirio era una estrella realmente brillante… Tendré que comprobarlo en el observatorio cuando regrese… Supongo que su planeta estará cubierto por densas nubes o algo parecido…

Otros dos Visitantes, unos varones jóvenes, aproximadamente de la edad de Donovan, asomaron la cabeza por la cabina principal, y John asintió. Momentos después, Donovan notó un ligero movimiento, como si la nave despegase. Deseó que las ventanillas no hubiesen estado oscurecidas: ¡qué magnífica filmación, captar el terrado del edificio de la ONU retrocediendo, y el gigantesco platillo aproximándose cada vez más!

La nave alienígena era silenciosa, y parecía estar casi inmóvil. Donovan se preguntó qué energía emplearían los Visitantes en sus naves. La jerga de los episodios de Cosmos, y otras historias de ciencia ficción, pasaron por su mente: materia/antimateria, impulso de iones, alabeo del espacio

Tony se volvió hacia él.

—¿Asustado, Mike?

—¿Y tú?

—Sí, tal vez un poco. Es un gran día para todo el Planeta.

—Es curiosa la forma en que empieza uno a pensar de este lugar como un planeta…, uno más de sabe Dios cuántos, desde que ellos han venido.

—Ya me he percatado. Supongo que tú lo llamarías una provocación de consciencia cósmica.

—Sí. Pero, respondiendo a tu pregunta, sí… Estoy también algo asustado.

Se produjo una casi imperceptible sacudida y la nave se detuvo. Donovan tomó de nuevo su cámara, preparándola para compensar, tanto como fuera posible, la previsible carencia de iluminación.

—Ya estamos…

Salieron a una zona más grande y abierta. Se hallaban alineadas a cada lado filas de lanzaderas como aquella en la que habían viajado. El amplio lugar de atraque parecía muy similar a aquellos que Donovan había visto a bordo de los mayores portaaviones de la Marina norteamericana. La blanca nave relucía débilmente, reflejando un leve azul procedente de la iluminación del techo y del pintado suelo. John explicó que cada lugar de atraque contenía unas tres docenas de lanzaderas, y que había doscientas o más de ellas esparcidas por las grandes Naves Madre que constituían la flota. Donovan oyó cómo Kristine pasaba esta información a la grabadora, mientras él enfocaba la cámara, dando lentamente la vuelta.

El jefe Visitante tocó el brazo de Kristine.

—Por aquí. La llevaré a ver la sala principal de control.

Donovan siguió tras ellos para filmar la pasarela superior, por la que trepaban los periodistas. Luego, se apresuró para alcanzarlos.

Mientras caminaban por encima del atracadero, por una puerta lateral apareció una mujer de cabello oscuro y atractiva en extremo, y se quedó allí de pie, aguardándoles. Donovan la enfocó con el zoom. Incluso con aquel bajo nivel de iluminación, resultaba imposible confundir la autoridad en sus oscuros ojos, una autoridad que parecía formar parte de sus salientes pómulos y generosa boca. La voz de Kristine le llegó a Donovan, mientras se acercaban a la mujer Visitante.

—¿Está compuesta su tripulación tanto por hombres como por mujeres?

John pareció levemente sorprendido.

—Pues…, sí, claro que sí. Ésta es Diana… Es la segunda al mando.

La morena asintió complacida. Donovan le dedicó un primer plano. La mujer se volvió para acompañarles en la visita.

La sala de control se parecía un poco a la torreta de mando de un submarino nuclear, aunque más grande, con tal vez una docena de hombres y mujeres atareados ante unas enormes consolas multiiluminadas, compuestas por pantallas.

Unas cuantas mostraban entrevisiones de Manhattan, que estaba bajo ellos, pero la mayor parte aparecían llenas de gráficas y de datos. Todos los miembros de la tripulación iban vestidos con monos rojizos, con pequeñas variantes en los diseños del pecho que, aparentemente, mostraban sus rangos y estación. Mike apuntó la cámara rápidamente, puesto que el Comandante Supremo no se detuvo y siguió su marcha.

—A continuación veremos lo que ustedes llamarían la sala de máquinas.

—¿Esas pantallas les mantienen en contacto con las otras naves de su «pequeña flota»?

John se volvió para saber qué lecturas indicaba Kristine.

—Sí, Kristine.

La voz de Diana, por encima de la reverberación alienígena, era la de una poderosa contralto.

—La mayor parte de los restantes monitores activan las funciones de la nave. Es algo del todo rutinario y, realmente, poco espectacular.

Claro que sí —pensó Donovan, activando el zoom al filmar a las dos mujeres—. Cuando uno procede de otra estrella

Avanzaron por la pasarela hasta alcanzar un túnel. El oscurecido camino se extendía a lo largo de casi cuarenta pasos. Donovan los contó. Se percató, mientras se le erizaban los pelillos del cogote, que se comportaba como si explorase terreno enemigo.

No seas paranoico, Mike. ¿No recuerdas que han venido en son de Paz?

Los únicos detalles dignos de mención en el túnel lo constituían varias puertas pintadas de un amarillo brillante. Donovan las examinó con ayuda del visor, pero no vio nada, más allá de su color, que indicase algo especial.

—¿Y esas puertas que acabamos de pasar? —preguntaba Kristine a Diana.

—Áreas restringidas… Hay mucha radiactividad. Nuestro impulso gravitatorio, como habéis podido observar, es del todo efectivo, pero ocupa casi la mitad de la nave.

—¿A cuánta velocidad puede ir este bebé? —preguntó Donovan.

Era la primera vez que hablaba, y Diana se volvió para mirarle.

—Podemos viajar a velocidades muy próximas a la luz.

Donovan pensó en preguntarle si habían demostrado o no la teoría de Einstein, pero no lo hizo al percatarse de que tal vez no supiesen quién era Einstein.

Emergieron a una pasarela situada muy por encima de un número considerable de cilindros brillantes de tonos dorados. El lugar se parecía vagamente a una refinería, con indicios de tuberías que corrían por todas partes. Unos cuantos técnicos se movían entre los gigantescos cilindros, examinando y grabando información con ayuda de gráficos y diales.

Diana seguía explicando cosas.

—La otra mitad de la nave contiene los habitáculos de la tripulación, así como las zonas de almacenamiento para guardar los productos químicos que seguiremos fabricando aquí en la Tierra. Están conservados dentro de enormes depósitos criogénicos…

—¿Criogénicos?

Kristine paró momentáneamente su grabadora.

—Superenfriados. Para la máxima eficiencia en el almacenamiento.

John se rió por lo bajo.

—Tendrás que perdonar a Diana, Kristine. Al igual que todos los científicos, tiende a olvidarse a veces de que no todos nosotros estamos tan versados en el lenguaje técnico como ella.

—Hace un momento has mencionado los alojamientos para la tripulación —continuó grabando Kristine—. ¿Cuántos sois en esta nave?

Diana titubeó apenas un segundo, pero Donovan no pasó por alto su rápida mirada de reojo hacia su comandante.

—Pues… varía… Varios millares…

¿Sólo en esta nave? ¿Pues cuántos habrá en esos cincuenta navíos o más?

Donovan se mordió los labios, mirando hacia Kristine, pero ésta se hallaba ocupada en formular su siguiente pregunta.

—¿Podemos hablar con algunos de ellos?

John sonrió.

—Claro que sí. Tendrás un montón de oportunidades para eso.

La visita acabó unos minutos después en el atracadero. Diana, y no John, acompañó a los periodistas y al secretario general de regreso al edificio de las Naciones Unidas.

Sentado a bordo de la lanzadera Visitante (por cuanto Donovan conocía, era la misma en la que habían venido, pero resultaba imposible estar seguro) Donovan se desentumeció, frotándose los músculos de la nuca.

—¿Qué hora es? —preguntó a Tony, al ver que su amigo comprobaba el reloj.

El técnico de sonido sonrió.

—Casi las nueve y media. La noche es aún joven, mi viejo compañero Mike.

Donovan contuvo un bostezo.

—¿Sólo? Diablos, ¿por qué estoy tan cansado? Me siento como si no hubiese dormido durante días.

—Así ha sido. A menos que dieses cabezadas en el avión de regreso desde El Salvador.

—¡Y un cuerno…! Estaba demasiado ocupado convertido en tu enfermera.

—¡Caramba…! He visto esos primeros planos de la Nave Madre. Has estado de nuevo jugando a ser un piloto temerario y un cámara de primera.

—Así soy yo…

Donovan comprendió que le tomaba el pelo. Dio unos golpecitos a la cámara.

—Ardo en deseos de lanzar al aire todo esto.

—¿Qué crees que será de valor?

Tony, el práctico en la sociedad, quería conocer los detalles.

—Pues cualquier cosa sobre la que queramos saber algo. De todos modos, lo dejo en tus manos, ya que eres el director comercial…

Tony asintió pensativamente; luego, con una calculadora de bolsillo, se ocupó de la placentera tarea de poner en cifras el margen de ganancias que podría dejarles aquella aventura.

Los cinco periodistas y el secretario general se encontrarían relativamente al abrigo de la Prensa hasta que entregasen sus cintas y películas a las cadenas de televisión. Donovan, Tony y Kristine, veían su documental en un «Boletín especial» emitido vía satélite.

—¿Crees que nos situaremos los primeros en los «Nielsen»?

Con una amplia sonrisa, Tony contempló la película rodada por Donovan en el atracadero.

—Tal vez… —Kristine le devolvió la sonrisa—. ¿Qué me dices al respecto, Mike? ¿Crees que conseguiremos desbancar a «Dallas»?

—Así lo espero.

Donovan tomó un pequeño trago de su tercera lata de «Coors».

—Estás hablando de una competencia muy dura, señora mía. Me refiero a que éste es sólo el notición del siglo.

En cuanto acabó la emisión, alguien sacó botellas de champán. Los tapones parecían hacer el mismo ruido y con igual frecuencia que las balas de ametralladora tan recientes. ¿Ayer? ¿Anteayer? A Donovan le parecía que el tiempo se había desviado, convertido en serpenteante, que se había hecho sideral.

Reflexionó sobre viajar a la velocidad de la luz, de lo que eso podría significar. ¿Cómo sería pilotar una de esas grandes Naves Madre? Probablemente constituiría un esfuerzo tan grande, que no se podría captar la emoción de pilotar el navío por uno mismo.

—¿Mike?

Alzó la vista, un tanto borrosa, para ver a Kristine, de pie ante él, percatándose de que casi se había adormilado.

—¿Qué hora es?

Miró a su alrededor. Todos se hallaban en pleno ajetreo.

—Casi medianoche. ¿Quieres venir a mi casa a tomarte la última copa?

Casi se negó. Estuvo a punto de decir que sería mejor que buscase un hotel, que se encontraba cansado, pero reconoció que se mostraba de acuerdo.

—Claro que sí… ¿Has conseguido algún vídeo?

—Naturalmente. ¿Traerás la cinta?

—Ya lo creo…

Hacía varios meses que no visitaba el apartamento de Kristine. La vista desde la parte alta del East Side quitaba el aliento. Vio el cabrilleo del agua, observando el juego de luces que había abajo. Y arriba, desde luego, estaba la enorme iluminación de la nave Visitante. Donovan permaneció un momento contemplándolo todo, apenas capaz de creer que se hubiese encontrado allí hacía sólo unas horas.

Kristine salió de la cocina con varias botellas verdes y dos copas de delicado pie. Donovan sonrió:

—¿Más champán?

El tapón saltó con un pequeño estruendo y el champán burbujeó. Se apresuró a poner su copa debajo de la botella mientras se sentaban juntos en su lujoso sofá de terciopelo.

Kristine se echó a reír.

—¡No faltaba más! No siempre podemos celebrar el haber cubierto el suceso del siglo.

—Sí…

Donovan meneó la cabeza y luego sorbió con cuidado el champán.

—No me acabo de creer que los tres hayamos tenido tanta suerte.

Kristine rió entrecortadamente. Mike no la había visto nunca beber tanto.

—La suerte nada tiene que ver con eso. Me encontraba en el lugar y el momento oportunos, y así fue cómo pudimos unirnos a la partida.

—¡Oh, vamos!

No sabía si creerla o no, si abrazarla o darle una conferencia… ¿El momento oportuno?

—Sí, realmente fue así…

La mujer se echó a reír y se quitó de un puntapié los zapatos. Llevaba aquel blazer oscuro tipo oficina, y la blusa que se había puesto era suave, femenina. Se percató de que se había desabrochado los botones de arriba.

Donovan se apartó de ella, mientras seguía bebiendo champán. La mujer se acercó a Donovan en el sofá, al tiempo que tomaba el mando a distancia del televisor.

—¿Ya has puesto la cinta, Mike?

—Pero si ya lo has visto por la tele…

—Sí, pero era tan estupendo… Ponla otra vez, Sam. Una vez más…

La mujer puso en marcha el aparato, alargando a la vez el brazo en busca de la botella. Donovan notó que algo le caía sobre la pierna y dio un grito.

—¡Kris! ¡Coño, trata de no derramarlo!

Kristine hizo una mueca al presentador que aparecía en la pantalla.

—No te queremos oír a ti… ¡Vamos a adelantar la cinta!

La pantalla del televisor quedó borrosa y aparecieron unas ondas.

Donovan se echó a reír.

—Es tu propia vida la que siempre va hacia delante, cariño…

Observaron su visita a la Nave Madre, tal y como la había captado la cámara de Donovan. Kristine volvió un rostro burlón hacia Mike cuando Diana apareció en la pantalla.

—Aquí está… Tu novia… ¡Le has hecho más primeros planos que a mí!

Donovan sonrió, sin hacer el menor intento por negarlo…

—Es una mujer que lo tiene todo… Cerebro… Buena apariencia…

—Y un tipo que no está nada mal —añadió risueña Kristine, observando a Diana de perfil—. Pero ¿te gustaría que tu hermana se casase con un siriano?

Oprimió otra vez el avance rápido y, cuando la imagen volvió a aparecer en la pantalla, Diana les estaba mirando directamente, en primer plano.

—¡Mira!

Kristine se volvió hacia Donovan, con una copa amenazadoramente inestable.

—¡Otro primer plano!

Donovan, que seguía riendo, trató de desviar el golpe, pero ella fue más rápida y le vertió un frío chorro de champán por el pescuezo. Trató de agarrarla, intentando no verter su propio champán, y, al final, logró sujetarla por una de las muñecas. La vacía copa de Kristine se estrelló contra la gruesa alfombra.

Ambos reían mientras forcejeaban por la copa de champán intacta. De alguna forma, Mike se encontró tendido en el sofá, con Kristine encima de él…, pero con el champán aún en su posesión. La copa, milagrosamente, se hallaba aún llena, pero Donovan había perdido el interés por beber más. Se sentía demasiado consciente de la mirada de Kristine. Sus ojos se hallaban a escasos centímetros de distancia.

Su voz resultó ronca.

—Mike…, ¿Por qué no funcionó lo nuestro antes?

Él meneó la cabeza y se encogió de hombros sin decir una sola palabra, percatándose de que si no tenía intenciones de pasar la noche aquí, debería detener los acontecimientos ahora mismo. De otro modo, no sería justo con Kristine. De todas formas, no pudo reunir las palabras.

—Me gustaría intentarlo de nuevo, Mike.

Se había inclinado hacia él. Sus labios sabían dulces a causa del champán.

Donovan le devolvió el beso, cerrando los ojos. Su cuerpo se apretaba cálido contra el de Mike, cuando éste la atrajo hacia sí. Una mano cayó sobre el revoltijo del pelo de la mujer al acercarla Mike aún más hacia sí. Su otra mano buscó el borde de la mesa. Consiguió dejar la copa sin verter ni una sola gota.

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