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CAPÍTULO III

Robert Maxwell frunció el ceño a su mujer, Kathleen.

—¡Pensé que Robin ya estaría aquí!

Kathleen se veía claramente desconcertada, pero realizó un esfuerzo para aparentar su acostumbrada confianza y serenidad.

—Tómatelo con calma, cariño. Estará lista dentro de un momento. ¿Has preparado el coche?

—¡Sí!

Maxwell sabía que se estaba mostrando huraño, pero no podía evitarlo. Era la primera oportunidad que tenía de echar un vistazo de cerca a los Visitantes, y su hija lo estaba estropeando. ¡Adolescentes!

—¿Y a qué se debe el retraso, Kathy?

—Ha encontrado una mancha en su uniforme de la banda, y está tratando de quitarla. Cálmate, cariño.

Su hija de doce años, Polly, bajó las escaleras trayendo a su hermana de tres años, Katie. Maxwell cogió a la más pequeña y le dio un cariñoso beso, disfrutando de su limpieza, lograda a base de agua y jabón.

—Vaya… Estás muy guapa, cariñito. Gracias por estar ya preparada, Polly.

—Está bien, papá. Lo más seguro es que no desease llevar el vestido rosa y esas braguitas de encaje…

Polly sonrió a Katie, que compartía las ideas tan claras de su hermana mayor sobre vestuario.

Kathleen meneó la cabeza hacia Maxwell cuando éste se inclinó para dejar en el suelo a la niñita.

—No lo hagas. Limítate a llevarla. Si la dejas en el suelo, estará sucia en treinta segundos.

Maxwell se enderezó, mientras Kate sonreía por lo bajo en sus brazos.

—Tu madre es muy lista, ¿no te parece, tesoro? Eres el mayor imán que conozco para atraer la porquería… ¿No crees? ¿Eh?

Katie sonrió imperturbable a su padre y le plantó un beso húmedo en el labio superior.

—Mamá, ¿dónde está mi sombrero?

El diecisieteañero Robin irrumpió por las escaleras en un destello de blanco y castaño, adornado liberalmente con galones negros. Polly tomó el estuche de la flauta de su hermana y se la tendió.

—Aquí está, querido.

Kathleen tomó el sombrero de piel color escarlata.

—¡Andando, pandilla! Se supone que deberíamos estar allí hace cinco minutos…

Maxwell sacó rápidamente la rubia, dirigiéndola con mano segura hacia la factoría de la que era director su vecino, Arthur Dupres. En las tres semanas desde que los Visitantes habían llegado, habían seleccionado cierto número de plantas que debían ser provistas de nuevas herramientas para la producción de los componentes químicos que precisaban con tanta urgencia. La «Richland Chemical Corporation» fue la primera de tales plantas declaradas operativas por Diana, la comandante científica de los Visitantes. Por consiguiente, el lugar estaba asediado por los medios de difusión, y la multitud aguardaba el aterrizaje de la lanzadera Visitante. Afortunadamente, Maxwell pudo aparcar la rubia cerca de los autobuses de la escuela que transportaban al equipo de la banda.

Apresurándose, tendió a Robin la funda de su flauta, mientras Kathleen ajustaba el sombrero de piel del uniforme en la morena cabeza de su hija.

—¿Tengo buen aspecto?

Robin se miró en el espejo retrovisor externo de la rubia.

—Estás magnífica, chica —le contestó su padre, pensando en que su habitual respuesta se estaba convirtiendo en más verídica cada vez.

Con sus ojos azul-verdosos, su moreno cabello esponjoso y sus bien parecidos rasgos, su hija conseguía llamar la atención de la mayoría de los chicos de su clase en la «Rosemont High School». Por desgracia, Robin era a su vez muy consciente de ello…, lo cual no dejaba de perturbar a Maxwell.

Viéndola correr hasta donde se estaba formando la banda, suspiró.

Aún tenemos una chiquilla —pensó—, pero no durante demasiado tiempo.

Llevando a Katie sobre los hombros, Maxwell, su mujer y Polly se encaminaron hacia el estrado del desfile. Aunque habían llegado tarde para presenciar la formación de la banda, la mayoría de la muchedumbre se presentó después, por lo cual pudieron conseguir buenos asientos. Maxwell se descolgó la funda de los prismáticos y los sacó.

—Bob…

Kathleen frunció el ceño, apartándose de la frente su cabello rubio oscuro.

—No irás a usarlos, ¿verdad?

Maxwell enfocó los prismáticos, entreabriendo los ojos, para conseguir la mejor visión del estrado que habían instalado para la ceremonia de apertura.

—Claro que sí —respondió.

—¿No te parece un poco burdo?

—Nadie se fijará en mí. Y estamos demasiado lejos del estrado como para que alguien mire hacia aquí.

Kathleen pareció nerviosa.

—Está bien, pero sigo pensando que…

Maxwell guardó de nuevo los prismáticos en la funda.

—Cariño, nadie va a estar mirándome… Todo el mundo estirará el cuello para ver a los Visitantes… Arch Quinton me dijo la semana pasada que las instantáneas tomadas con teleobjetivo de alguno de los visitantes mostraban ciertas «interesantes anomalías», tal y como él lo expresó. Quiero ver si descubro a qué se refería.

—¿Y por qué no se lo preguntaste?

—Ya sabes cómo es Arch cuando tiene algo en la cabeza. Se muestra tan explícito como una piedra…

—¡Maxwell!

Los Maxwell se volvieron en la dirección de la que llegó aquel grito y vieron a un hombre calvo, vestido con un traje caro, que les hacía señas desde el otro lado del estrado del desfile. Mientras lo observaban, una mujer ataviada con un sombrero y un vestido muy elegantes se había reunido con él.

Con Polly y Katie a remolque, Robert y Kathleen se abrieron paso por las gradas. Al pie de las mismas, Maxwell extendió la mano.

—Hola, Arthur. Felicidades por este gran día. Hoy todos los ojos del mundo están puestos en «Richland», ¿no te parece?

—Claro que sí…

Eleanor Dupres asió orgullosamente el brazo de su marido.

—Fui yo quien lo sugirió. La primera noche, cuando John mencionó que necesitaban productos químicos, le dije a Arthur que debía dar el nombre de «Richland» y prestar voluntariamente su fábrica para que la usasen los Visitantes. Señalé que era para él un deber cívico, por así decirlo. Me hizo caso y he aquí los resultados… ¡Me parece algo maravilloso!

—Y lo es… —se apresuró a comentar Kathleen, rozando deliberadamente el brazo de Robert con el suyo, cuando alargó la mano para estrechar cálidamente la de Eleanor.

Maxwell respiró hondo y, con esfuerzo, consiguió suavizar la amplia sonrisa que los discursos de Eleanor, invariablemente, suscitaban en él.

—¡Oh, a propósito, Robert y Kathleen! —prosiguió Eleanor, sin tener en cuenta la representación escénica de los Maxwell—. Doy una pequeña fiesta esta noche en honor de los Visitantes. Varios de ellos se han mostrado de acuerdo en venir, y me pregunto si también os gustaría asistir a vosotros.

Maxwell trató de no mostrar su excitación.

—Nos gustaría muchísimo, Eleanor. ¿A qué hora?

—A eso de las ocho. No es una cosa demasiado formal… Sólo se requiere traje de noche. Así que os esperamos…

Eleanor y Arthur se marcharon en dirección al estrado para la ceremonia. Maxwell aguardó hasta que estuviesen a una distancia en que no pudiesen oírle. Luego mostró su satisfacción:

—¡Estupendo…! Al fin podré verlos en auténtico primer plano…

Kathleen le dirigió una mirada burlona.

—Tú y tu gran bocaza, Bob…

Su timbre de voz ligero se convirtió en una perfecta imitación del de Eleanor, tan efusivo.

—«Sólo se requiere traje de noche…» ¿Y qué diablos me voy a poner para algo que me anuncian con sólo seis horas de anticipación?

—Estarás maravillosa, cariño… Siempre lo consigues… —respondió Maxwell de una manera automática, con su mente ya repleta de las imágenes de conversaciones con los Visitantes acerca de sus orígenes evolutivos.

Hasta el momento no se había invitado a ningún observador científico a subir a bordo de las naves de los Visitantes, sino sólo a periodistas y políticos. ¡Qué oportunidad más estupenda para él!

—Y aunque consiguiera apañarme alguna cosa para mí, no me imagino qué te pondrás

—¿Qué te parece aquella chaqueta deportiva que llevábamos la primavera pasada?

Kathleen le soltó un bufido.

—¿Ya no recuerdas cómo dejaste los puños aquella vez en que tú y Arch os detuvisteis para visitar la excavación «sólo unos minutos», y esos minutos se convirtieron en tres horas? ¡Como para hablar de los profesores distraídos…!

—Oh, sí…

Maxwell puso cara de circunstancias.

—Tal vez debería salir y comprarme una nueva esta tarde, después de la ceremonia de inauguración…

Kathleen meneó la cabeza.

—Lo siento, cariño. No nos lo podemos permitir. Pero no te preocupes. Creo que aquella antigua azul marino está limpia, y servirá.

Maxwell le plantó un impulsivo beso en la frente.

—Gracias, cielo. No te merezco, ¿lo sabías?

Los ojos verde claro de su mujer se suavizaron un poco.

—Claro que sí… Y yo también te amo, Bob.

—Y yo a ti…

Intercambiaron una orgullosa mirada, interrumpida por un grito de Polly:

—¡Mamá! ¿Podría Katie beberse una gaseosa?

—Más tarde, Polly.

Volvieron a subir por las gradas.

—Pero, mamaíta… Estoy sedienta

Kathleen suspiró.

—He dicho que después, Katie. ¿Por qué no te comes las uvas que ha traído mamá?

La banda comenzó a tocar, y las gradas se llenaron con rapidez. Maxwell vio detenerse una camioneta blanca, y varios técnicos comenzaron a preparar el equipo. Unas personas bajaron de la furgoneta, y Maxwell, que empleaba de nuevo sus prismáticos, reconoció inmediatamente a dos de ellos.

—Mira, cariño… Michael Donovan y Kristine Walsh…

—Déjame ver…

Kathleen se apresuró a arrebatarle los prismáticos.

—Vaya… Parecen un poco más bajos que por televisión.

—Ella es muy atractiva —comentó Maxwell, observando con atención a la periodista.

Kathleen le miró divertida.

—¿A quién te gustaría conocer? ¿A Mrs. Walsh, o a Diana?

—A Diana —sonrió Maxwell—. Preferiblemente en un portaobjetos.

La mujer se echó a reír.

—Antropólogo hasta el final… ¿Estás tratando de decirme que no te has percatado de lo hermosa que es?

Maxwell rió por lo bajo.

—Yo no diría eso

La banda empezó a tocar una titubeante, pero reconocible, versión del tema de La guerra de las galaxias. En las gradas, alguien gritó:

—¡Aquí está!

Maxwell alzó la mirada para ver una de las naves-lanzadera de los Visitantes, que se aproximaba desde la nave gigante que pendía sobre Los Angeles. La Nave Madre resultaba ahora una vista normal en el cielo de Los Angeles, que ya hubiera parecido extraña sin él.

—¿Sabe qué usan para conseguir las materias primas de sus productos químicos? —preguntó a Maxwell el hombre sentado a su lado.

—He creído entender que emplean basuras y otros desperdicios —respondió Maxwell—. Pero nunca he escuchado una buena explicación de qué productos químicos se trata, o de qué van a emplear para hacerlos.

El hombre, un fornido negro de cincuenta y tantos años, emitió un gruñido.

—Esto me recuerda un chiste muy malo que he escuchado: Los alienígenas comen basura y mean gasolina… ¿No se ha preocupado nunca por todo esto?

Maxwell frunció el ceño a través de los prismáticos cuando se abrió la puerta de la lanzadera y los técnicos Visitantes comenzaron a salir y a agruparse en hileras. Cada uno de ellos llevaba una especie de grande y pesado contenedor. Su mente se distrajo intentando estudiar sus rasgos bajo sus gorras y gafas de sol, por lo cual casi se había olvidado de la pregunta de aquel hombre, hasta que Kathleen le dio un codazo.

—¿Preocuparse? ¿De qué? Ya han mostrado sus intenciones pacíficas.

El negro se frotó el entrecano bigote.

—No sé… ¿Qué es lo que nos han mostrado realmente? ¿Dónde están todas esas cosas científicas que se supone que iban a enseñarnos? Llevan ya aquí tres semanas, y apenas sabemos algo más acerca de ellos que el primer día, cuando hablaron con nosotros.

Maxwell entreabrió los ojos, al reconocer a Diana entre la multitud. Los técnicos Visitantes continuaron desfilando desde la nave. Ahora estaba aterrizando una nueva lanzadera, que comenzó a vomitar Visitantes con atuendo rojo. Polly le dio otro codazo.

—¡Eh, papá…! Acabo de oír un chiste…

—Hum…

Maxwell trató de enfocar los prismáticos sobre el grupo de Visitantes. ¿Cuántos habían salido ya? La banda continuaba esforzándose en la interpretación de La guerra de las galaxias. Maxwell hizo una mueca cuando oyó cómo el flautista emitía una nota en falso, y confió fervientemente en que no se tratase de Robin.

—¿Cuántos Visitantes hacen falta para cambiar una bombilla?

Maxwell estiró el cuello.

—No lo sé… ¿Cuántos?

Polly se echó a reír con todo el entusiasmo de sus doce años.

—¡Ninguno! Les gusta la oscuridad…

Maxwell se rió también comedidamente, mientras oía cómo el hombre negro lo hacía asimismo por lo bajo. Los Visitantes continuaron desfilando y saliendo del aparato, y la banda siguió tocando.

—¿Cuántos hay aquí, Robert? —le preguntó Kathleen.

El negro se había vuelto hacia ella.

—Eso mismo me estoy preguntando yo. ¿Cuántos ha contado usted?

Maxwell se quedó mirando el creciente mar de monos rojos y frunció el ceño.

—No lo sé. Un montón…

—Sí —replicó el hombre negro—. Un condenado montón…

Robin Maxwell se esforzaba cuanto podía por tocar al unísono de la banda, mientras su cabeza se volvía para observar a los Visitantes que desfilaban ante ella. ¡No se iba a perder la oportunidad de verlos tan de cerca! Desafinó una nota e hizo una mueca, confiando en que el resto de la banda hubiese cubierto su error. Pero, de todos modos, no pudo apartar la mirada de los técnicos Visitantes que pasaban delante de ella.

Había un montón… Robin se preguntó qué significarían las diferentes barras negras e insignias que llevaban en los uniformes. ¿Qué había dicho Daniel Bernstein? Algo acerca de que aquellas señales señalaban el rango y el tipo de trabajo…

Arrugó su atractiva nariz, al pensar en Daniel. Se había estado portando de una forma tan tonta desde que habían llegado los Visitantes… No sabía hablar de otra cosa. Constituía el único tema de sus conversaciones, saliera ella o no con él…, lo que Robin no tenía la menor intención de hacer… Daniel era un chiquillo agradable, incluso bien parecido, pero no pasaba de ser eso: un chiquillo. Si bien tenía casi diecinueve años, cerca de dieciocho meses más que Robin, actuaba igual que un chiquillo.

En los seis meses que habían pasado desde que papá le permitiese acudir a auténticas citas en coche con chicos, ya había decidido que no desperdiciaría su tiempo saliendo con chiquillos. La última vez que había ido en coche a la biblioteca de la Universidad con papá, dos atractivos estudiantes de primer año trataron de abordarla mientras atravesaba el patio.

Robin sonrió en torno a la boquilla de su flauta al recordar aquello. La guerra de las galaxias continuaba rodeándola. Mr. Elderbaum, el director de la banda, no se encontraba particularmente complacido con la interpretación. «Pero ¡diablos!, han tenido menos de una semana para ensayar…»

Un montón de Visitantes estaban de verdad desfilando ante ella, pensó Robin. Se preguntó vagamente cuántos serían; a continuación dio una nota en falso sin apenas darse cuenta de ello y, un segundo después, bajó la flauta y, simplemente, se quedó allí, mirando.

Era el muchacho más apuesto que hubiera visto nunca —pelo bronceado, ¡y qué ojos!—; aunque resultaba difícil asegurarlo, detrás de las gafas de sol, Robin se esforzó por imaginarlo. Azules. Un hermoso azul celeste. Estaba de pie al lado de la portilla de la lanzadera, dirigiendo evidentemente a alguno de los técnicos Visitantes mientras éstos se ponían en fila.

Durante un momento, Robin se quedó mirando, inconsciente de que sonreía. Un momento antes de dar un paso, los ojos del Visitante se encontraron con los suyos durante un segundo. Robin sintió un repentino rubor en las mejillas cuando la mirada de él se cruzó con la suya.

Luego desapareció, y la chica se halló una vez más sola con la banda, y con aquella tonada, al parecer interminable, de La guerra de las galaxias, Robin se llevó la flauta a los labios, ocupando de nuevo su lugar, pero su interpretación resultó por completo automática.

¡Qué tío! —pensó—. ¡Todo un tío! Confió en que de alguna forma, pudiese verle de nuevo algún día.

En la pasarela superior, dos hombres con casco se encontraban observando a aquellas formas con mono rojo. Uno de ellos, un hombre negro de anchos hombros, sacudió la cabeza.

—¡Maldita sea!

Su compañero, un blanco de fino cabello —cuyo estómago proclamaba lo mucho que le gustaba la cerveza y ver el rugby sentado desde una butaca— se volvió hacia él.

—¿Qué ocurre, Caleb?

—¿Que qué ocurre?

Caleb Taylor señaló indignado:

—¡Míralos, tío! Hay tantos de esos chupones, que difícilmente caben en el aparcamiento… Primero tuvimos que defender nuestro trabajo de los blancos como vosotros, luego de los mexicanos…, y ahora esos desgraciados han venido a trabajar con nosotros, y ni siquiera son del planeta…

Bill Graham se echó a reír.

—¡No te portes como un paranoico, Caleb!

Al cabo de un segundo, Taylor sonrió tímidamente:

—Si hubieras tenido que preocuparte por el paro como me ha ocurrido tantas veces a mí, Bill, también tú serías un paranoico. Ya sabes que los negros son siempre los primeros en ser despedidos, y no trates de decirme que no. Durante el tiempo en que tenía una mujer y dos chicos que alimentar, solía pasarlo realmente mal cada vez que las cosas aflojaban un poco aquí, en «Richland».

—Bueno, seguramente todo será distinto para ti ahora —señaló Bill—. Ben lo está haciendo tan estupendamente en el hospital, que no hace falta que toques tu pensión de este sitio si no quieres.

—No quiero saber nada de eso —replicó pensativamente Caleb—, Nunca he vivido de otra persona, y no estoy preparado para empezar ahora. Aunque Ben sea médico. ¡Mierda, puede casarse y trasladarse a Boston o a cualquier otro sitio! ¿Y qué haríamos Elias y yo entonces?

—¿Está interesado Ben por alguien?

Caleb Taylor pegó un bufido.

—¿Bromeas? Está tan metido en eso de la medicina, que la única vez que ve a una mujer es cuando está destripada en la mesa de reconocimiento…

Graham emitió un sonoro ruido con los labios.

—Bueno, por cuanto sé, ésa es una forma como otra cualquiera de conseguir…

—¡Mierda, no te atrevas nunca a sugerirle eso a Ben…! Es tan fiel al juramento hipocrático, que no llegaría a darse cuenta de que sólo bromeas. Probablemente, te pondría las manos encima antes de que tuvieses la oportunidad de explicárselo…

Ambos hombres se echaron a reír.

—Hablando de Elias… ¿Qué hace? —preguntó Graham.

Caleb Taylor volvió a mirar con atención las hileras de Visitantes.

—Diablos, Bill, no lo sé. Ahora apenas duerme en casa. Hace ya muchos meses que no trabaja. Le pregunté si podía pagar al repartidor de periódicos, y se sacó de los pantalones un fajo con el que podrías ahogar a un caimán…

—Caramba…

—Eso es lo mismo qué dije yo, créeme, tío. No sé qué hace durante el día, ni adónde va… Y estoy demasiado asustado para preguntárselo, por miedo a que me lo diga. Y en ese caso, ¿qué haría yo?

—Lo siento, Caleb. Es divertido lo de esos dos chicos. Todo el éxito de Ben, y Elias…

—Sí. No sé cómo es…

Observaron en silencio durante varios minutos la ceremonia de presentación. Graham cambió de tema.

—¿Te has enterado de que casi la mitad de las factorías que han decidido utilizar, serán usadas para desalinizar el agua del mar y no para elaborar productos químicos?

—¿Sí? ¿Y qué van a hacer aquí, en «Richland»?

—Las dos cosas.

—¿Y cuántas plantas emplearán?

—No lo sé. Aún siguen negociando. Un montón de ellas. Por lo que sé han entrado en contacto con cada fábrica que se encuentre al borde del mar. Todos se preguntan con cuántas se quedarán.

Caleb frunció el ceño, mirando intensamente a las hileras de Visitantes, con sus labios moviéndose sin hacer el menor ruido.

—¿Qué haces, Caleb? —le preguntó Graham, tratando de seguir la mirada de su amigo.

—Contar a esos chupones. ¡Maldita sea, son un auténtico montón…!

Juliet Parrish miró por encima de los musculosos y bronceados hombros de Dennis Lowell hacia la pantalla del televisor, que mostraba a uno de los jefes Visitantes, «Steven», hablando con la bien conocida periodista de televisión, Kristine Walsh. El Visitante estaba explicando que la mayor parte de las fábricas elegidas por ellos estarían localizadas en las zonas costeras de la Tierra.

Mientras Juliet miraba, sus dedos continuaban su rítmico masaje en los hombros de Lowell.

—Mira cuánta gente, Denny. Me alegro de que decidiésemos quedarnos aquí y verlo por la tele. Si estuviéramos allí no nos enteraríamos de nada.

Denny, absorto en el Wall Street Journal, se limitó a gruñir. Juliet sonrió a su oscura cabellera, continuando su masaje. Sus dedos se movieron de un lado a otro, frotando en cortos y circulares movimientos por encima de la zona de las vertebrae lumbaris. La acometió una imperiosa necesidad de besarle el cuello, pero se contuvo. A Denny no le gustaba que le interrumpiesen mientras estudiaba el mercado y, aunque las acciones y los bonos aburrían francamente a Parrish, consiguió siempre arreglárselas para que él no se enterase.

—Hum… ¡Qué bueno! —musitó Denny.

Juliet sonrió de nuevo.

—En realidad, tras cinco años de anatomía, no podía ser de otra forma…

—No…, me refiero al mercado. En verdad está resurgiendo. Los Visitantes han sido buenos para la economía. Creo que se nos presentan buenos tiempos.

Juliet suspiró, sonriendo tristemente. A Denny le gustaba su trabajo como agente de Bolsa, lo mismo que ella adoraba la Medicina. Algún día, sin duda, él sería rico, muy rico, pues era muy bueno en lo que hacía. Si se casaban —si…—, ella compartiría todo esto con él. Pero a Juliet no le había preocupado nunca el dinero. Si no hubiese sido por la beca que había conseguido, se encontraría más endeudada de lo que estaba…

Si dependía de su elección, se uniría al Vista[2] o a los Cuerpos para la Paz —o tal vez a la OMS— una vez que finalizara el internado. O regresar a China, donde había estudiado, en un programa de intercambios, durante seis meses. Pero si tomaba esa decisión, perdería a Denny. Era consciente de ello, aunque nunca había sacado el tema a colación. Denny no era de la clase de personas que pudiesen esperar dos o tres años. Juliet hizo una mueca. Muy pocos hombres eran pacientes en aquellos tiempos. Muchos tipos que la habían atraído, se volatilizaron al enterarse de que era estudiante de Medicina y la primera de su clase. Sus investigaciones de Bioquímica con el doctor Metz habían empeorado aún más las cosas. Luego conoció a Denny…

Era uno de los pocos hombres conocidos por ella que disfrutaba al estar con una mujer, a la que reconocía ser más lista que él. Y Juliet, tras meses y años de dedicado estudio, comprendió que le gustaban los cambios que él había introducido en su vida. Tranquilas comidas caseras y restaurantes íntimos, en vez de cenas de productos anunciados por la tele y libros de texto. Fiestas con algunos amigos con los que congeniaban. Camping cuando tenía un fin de semana libre. Viejas películas de Bogart y de Cable en vídeo.

Estudió el rostro del Visitante en la pantalla del televisor con los ojos levemente entreabiertos, deseando poder conocer a uno de ellos, y hablar con él o con ella para que le facilitase algunas muestras de sangre. ¿Cómo sería su ADN? Suponiendo que tuviesen ADN…

Probablemente lo tenían. A fin de cuentas, se parecen mucho a nosotros. Excepto por sus voces, podrías ponerle a uno un traje, dejarlo caer por Wall Street y nadie se daría cuenta…

En cierta forma —pensó Juliet Parrish— hubiera preferido que tuviesen tentáculos de color púrpura o algo así. Se percató de la presencia de un rostro negro entre los Visitantes que se alineaban en el exterior de la lanzadera, y frunció el ceño. ¡Qué raro! Tienen incluso las mismas diferencias raciales. ¿Lo estará observando Ben Taylor?

Sus ojos siguieron fijos en aquellas hileras de monos rojos, buscando alguna anomalía, percatándose de la carencia de cicatrices faciales visibles o cualquier tipo de imperfección. Son tantos…, y, sin embargo, todos son perfectos… No se percató de que sus dedos se habían puesto rígidos en la espalda de Dennis Lowell, hasta que éste jadeó y dio un salto.

—¡Eh, ten cuidado, cariño…! Aprietas demasiado.

Ella le besó en el cuello, sintiendo, aliviada, la solidez y el tacto cálido de su carne.

—Lo siento, Ben. Apagaremos el televisor, ¿conforme?

—¿Por qué? Se trata de una ocasión histórica…

La mujer alargó la mano para coger el mando a distancia y apagó el televisor, mientras sus manos aún seguían de una forma u otra deslizándose con lentitud por el cuerpo del hombre.

—Porque tengo algo mejor que hacer que preocuparme sólo por la Historia…

—¿Ah, sí?

Ninguno de los dos se percató de que estaban arrugando el Wall Street Journal.

El aire nocturno resultaba vigorizante y delicioso, lo suficientemente frío como para hacer que Robert Maxwell olvidase su acostumbrado disgusto por tener que llevar chaqueta y corbata. Sostuvo el brazo de Kathleen mientras caminaban por la calle y entraban, luego, por la puerta de la casa de los Dupres. La casa en sí se encontraba, en gran parte, escasamente iluminada; risas y conversaciones surgían del jardín, situado en la parte trasera. Se encaminaron por la senda empedrada que rodeaba la casa.

El jardín estaba festoneado por faroles, mosquitos y gente. Maxwell aspiró apreciativamente el aroma; había vuelto a casa, después de las ceremonias, demasiado tarde para comer.

Tomó un par de copas de vino de una bandeja cuando el camarero pasó junto a él, y tendió una de ellas a Kathleen.

—Gracias —le susurró su mujer, cuyos verdosos ojos evaluaban los vestidos de las mujeres.

—¿Tengo buen aspecto?

—Estás magnífica. Ese vestido te sienta realmente muy bien, cariño.

Y no mentía. El rojo era uno de los colores que más favorecían a Kathy, y el brillante chal que se había traído del Pakistán le sentaba a las mil maravillas.

Una oleada de gasa azul que resultó ser Eleanor, con los brazos abiertos ampliamente y sepultándoles, surgió, al parecer, de ninguna parte.

—¡Robert, Kathleen! ¡Cuánto me alegra que hayáis podido venir! Tenéis que conocer a nuestros invitados de honor…

—Es una bonita fiesta, Eleanor —le respondió Maxwell, zafándose discretamente de un mosquito.

—Deliciosa —murmuró Kathleen.

—¿Verdad que las ceremonias se desarrollaron espléndidamente? Steven me decía hace un momento que las ceremonias y la fiesta han sido de las mejores a las que ha asistido. Le he dicho a Arthur que deberíamos repetirlo…

—Madre… —exclamó una voz masculina, casi al oído de Maxwell.

Se volvió, al igual que Eleanor y Kathleen, y se encontró frente a los periodistas que habían visto aquella tarde: Mike Donovan, Kristine Walsh y un hombre asiático. Al lado de este último había una mujer esbelta y de cabello castaño.

—¿Decía usted? —comentó Maxwell, pero Eleanor, con un movimiento enojado, le atajó:

—¿Qué pasa, Michael?

—Kris, Tony y yo tenemos que irnos. Hemos de grabar una entrevista especial con Diana.

—¡Oh…! Había confiado que podría presentarte a todos, Michael.

Eleanor se hallaba obviamente disgustada. Pero, como es natural, Donovan no quedó afectado por su resentimiento.

—Lo siento. Se supone que la lanzadera tiene que recogernos a las nueve, en la zona de aparcamiento de la fábrica.

Por primera vez el periodista pareció percatarse de los Maxwell, que se hallaban tímidamente a su lado, y extendió la mano.

—Me llamo Mike Donovan. Kristine Walsh, Tony y Fran Leonetti. Mucho gusto en conocerle…

Maxwell estrechó su mano, al tiempo que asentía.

—Robert Maxwell. Mi esposa, Kathleen. El placer es nuestro…

Los murmullos de los saludos llenaron el aire, hasta que fueron sustituidos, casi sin interrupción, por los de las despedidas. Maxwell observó cómo los tres periodistas abandonaban la fiesta, deteniéndose brevemente para hablar con Arthur Dupres. Robert se volvió hacia su anfitriona.

—Eleanor, no tenía la menor idea de que Donovan, el periodista, fuese tu hijo. ¡Es uno de los cámaras más famosos del país!

—Lo que debía haber hecho —replicó, molesta— era quedarse el tiempo suficiente para conocer al resto de mis invitados.

—Oh, sí…

Desconcertado, Maxwell miró de reojo a Kathleen, quien, hábilmente, aprovechó la ocasión.

—Hablando de invitados, Eleanor: ¿no está por aquí uno de tus invitados de honor? ¡A Robert y a mí nos gustaría mucho conocerle!

Eleanor se animó.

—Te refieres a Steven, claro. Ha traído consigo a una joven, una muchacha en extremo atractiva. Te los presentaré.

Se abrieron paso a través de la multitud, tras la estela azul de su anfitriona, hasta que llegaron junto a un hombre delgado, de cabello oscuro y con mono rojo. Con aquella leve iluminación de los faroles del patio, se había quitado sus gafas oscuras. Asentía y sonreía mientras Arthur le presentaba a los invitados.

Eleanor cogió del brazo al Visitante.

—Querido Steven, aquí hay dos personas a las que deberías conocer. Robert Maxwell y su esposa, Kathleen. Robert es un eminente antropólogo.

Maxwell extendió la mano y sintió sus dedos sujetados con firmeza por una carne fría y elástica. Notablemente fría —pensó Maxwell, mientras estrechaba su mano—. Su temperatura corporal debe de ser de unos treinta grados.

Kathleen, sonriendo cálidamente, le estrechó también la mano. Steven sonrió y habló con aquella voz resonante, parecida a un eco, Que sonaba tan extraña en unos labios humanos.

—¿An-tro-pó-lo-go? ¿Qué clase de trabajo es el que usted hace, Mr. Maxwell?

—Robert —replicó Maxwell—. Por favor, llámame Robert, Steven. Un antropólogo es un científico que estudia el desarrollo del hombre desde sus primeros antepasados homínidos hasta nuestra versión actual del Homo sapiens.

Mientras Maxwell hablaba, Steven se quedó visiblemente rígido y su sonrisa se extinguió. ¿Qué diablos habré dicho?, se preguntó Robert. Lanzó una mirada de reojo a Kathleen, sólo para percatarse, por su ansiosa expresión, de que ella también había advertido la reacción del Visitante.

Sólo duró un momento, pues luego el alienígena volvió a sonreír.

—Debe perdonarnos… Hemos estudiado detenidamente su idioma, pero, como es natural, existen algunas palabras que no conocemos.

—No se preocupe —repuso Maxwell, mientras se zafaba de un molesto zumbido cerca de su oído—. ¡Malditos mosquitos…!

Eleanor, que se había eclipsado unos segundos antes, reapareció de pronto, con una bandeja de entremeses. Maxwell le dio las gracias, tratando de no parecer demasiado glotón, mientras se servía varios bocaditos. Mientras masticaba una mezcla de jugosa castaña, beicon e hígado de gallina, Steven, con educada sonrisa, seleccionó cuidadosamente una zanahoria y la masticó con cautela. Meneó cortésmente la cabeza al ver que Eleanor prefería albóndigas, teriyaki de alones de gallina y salchichas; cada vez que la mujer ofrecía algo, se encontraba con los movimientos negativos de la cabeza de Steven y con una educada sonrisa.

Evita por completo alimentos cocinados y carnes —pensó Maxwell, intentando alejarse, sin éxito, de otro zumbido—. Y nosotros estamos siendo comidos por los mosquitos… pero él no

Abriéndose paso a través de la multitud hasta situarse a la altura del Visitante, Maxwell se aclaró la garganta:

—¿Tenéis muchos científicos en vuestras naves?

Steven asintió.

—Sí. Lo que vosotros llamaríais ingenieros, de todas clases: químicos, de criogenia, de estructuras, además de otras muchas especialidades.

—¿Tenéis científicos equivalentes a nuestros antropólogos?

—Sí, naturalmente. Pero no son necesarios en esta misión, que requiere sólo habilidades técnicas.

—¿Te importaría que te hiciese unas cuantas preguntas acerca de vuestra cultura?

Steven sonrió.

—En absoluto…

—¿Cómo es vuestro planeta?

—Muy parecido al vuestro. Es algo mayor, lo mismo que nuestra estrella es también más grande. Pero está compuesto casi por la misma clase de minerales.

—¿Y la evolución? ¿Ha evolucionado tu pueblo a partir de un antepasado común a otros antropoides? Ya sabes, monos parecidos al hombre y otros simios…

—¡Oh, entiendo…! Verás, no soy antropólogo, como puedes comprender, pero me parece que nuestros antropólogos han llegado a la conclusión de que nuestra evolución es del todo semejante a la vuestra.

—¡Estupendo! —asintió con vigor Maxwell—. ¿Y qué clase de Gobierno tenéis?

—No tenemos naciones, como vosotros. Simplemente, todos los pueblos de nuestro mundo están unidos bajo la jefatura de nuestro Gran Líder.

—¿Y cómo gobierna?

—Adivinando lo que desea la gente y empleando sus facultades para regirnos de forma efectiva.

—Comprendo. ¿Y qué clase de unidad social existe?

—¿Unidad social?

Steven inclinó la cabeza, interrogativamente.

—Verás, nuestra célula básica es la familia. Un varón y una hembra, que convienen en vivir y trabajar juntos en su mutuo beneficio y en el de la progenie resultante.

—Y las relaciones con los extraños, ¿son consideradas indeseables?

—Eso es. Monogamia.

El Visitante asintió.

—La monogamia es también nuestro sistema. Un varón y una hembra, niños, vivir juntos…

—Realmente aprecio mucho la oportunidad de hablar contigo, Steven.

Los ojos del Visitante se apartaron de Maxwell para posarse en una mesa en medio del patio, cerca de la piscina. Kathleen estaba sentada a la mesa, sonriendo a una mujer joven, de larga cabellera rubia y mono rojo.

—¿Tu mujer? —preguntó Robert, pensando en cuán atractiva era la mujer Visitante.

—No —sonrió Steven—. Barbara es la subjefa de la unidad que yo mando. Ha sido asignada para ayudarme. Trabajamos juntos…

—Comprendo… —contestó Maxwell.

Trataba de elegir entre las preguntas que se le agolpaban en la mente.

—¿Qué clase de…?

—¡Hola, Robert! —atronó Arthur Dupres, mientras estrechaba manos calurosamente—. Ya veo que has conocido a Steven. ¿Te importa si te lo robo?

Guiñó al alienígena.

—Han venido algunos compañeros de «Richland» y arden en deseos de verte. Y como ya conozco a Robert, aquí presente, te estará acosando a preguntas acerca de vuestra estructura social y costumbres, ¿verdad?

Maxwell forzó una sonrisa.

—No puedes culparme por ser curioso, Arthur. Es la primera vez que conozco a un caballero que, casualmente, es extraterrestre…

Cogiendo a Steven del brazo, Arthur se lo llevó hasta un grupo de hombres y mujeres que se hallaban cerca de la entrada del jardín. Cuando pasaban al lado de la jaula en que estaban los preciados periquitos de Eleanor, las aves piaron desesperadamente, arrojándose contra los barrotes.

¡Qué cosa más rara! —pensó el antropólogo, mientras observaba cómo se calmaba la agitación de los pájaros—. ¿Qué ha podido causar esto?

Frunciendo el ceño, se acercó para examinar las aves, preguntándose si habría algún gato merodeando entre los arbustos. Pero no, no había nada, excepto algunas flores caídas y colillas de cigarrillos.

Arthur regresaba ya, y Maxwell, rápidamente, se hizo a un lado mientras su anfitrión, con Steven a su lado, pasaba por delante de él.

A partir de entonces, Robert Maxwell siguió con la mirada fija durante todo el rato en los periquitos, y ya no le cupo la menor duda de lo que les causaba pánico. Ninguna duda en absoluto.

Era Steven, el Visitante.

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