Underworld

Underworld


Capítulo 14

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Capítulo 14

En la mohosa atmósfera del archivo reinaba el peso de las edades. Las estanterías de roble oscuro se inclinaban bajo el peso de incontables volúmenes de saber e historia. Manuscritos miniados, trabajosamente ilustrados y copiados por monjes medievales, compartían las abarrotadas estanterías con los abundantes frutos literarios de las generaciones posteriores a Gutenberg. Memorias, historias y códices encuadernados en piel se guardaban en dobles filas o se amontonaban sobre el suelo en pilas en precario equilibrio que amenazaban con volcarse en cualquier momento. Había polvorientos artefactos —recuerdos de los siglos pasados— desperdigados aquí y allá entre numerosos registros escritos: un cáliz de bronce del siglo XIII, la curva cimitarra de un príncipe otomano muerto hacía siglos, una placa de plata en relieve que conmemoraba la Batalla de Vezekeny de 1654, un cetro de filigrana dorada con el símbolo regio de Transilvania… reliquias preciosas todas ellas de novecientos siglos de historia vampírica.

Selene tenía toda la apartada biblioteca para ella sola. No era nada nuevo; Kraven y su séquito de hedonistas sentían más interés por los placeres del presente que por los restos acumulados del pasado. Los arcaicos tomos estaban cubiertos de polvo y telarañas, lo que demostraba lo raro que era que el archivo recibiera la visita de alguno de los sibaritas que habitaban en Ordoghaz. Ni siquiera las numerosísimas criadas de la mansión entraban más que en raras ocasiones en aquellas estancias polvorientas. Por regla general, eran elegidas más por la belleza de su rostro y su figura y por su disposición complaciente que por su diligencia.

Igual da, pensó Selene. Tenía que realizar una investigación importante y no quería que la interrumpieran. Sus ojos recorrieron las atestadas estanterías en busca de los legajos específicos que necesitaba. Ataviada aún para la batalla, caminaba por la biblioteca con su traje de cuero manchado de barro. En el exterior, la tormenta todavía arreciaba. La lluvia azotaba los ventanales de medio punto de la biblioteca y proyectaba espeluznantes y acuosas sombras que danzaban sobre las paredes.

Su mirada se posó en la puerta rectangular de pino del inocente armario, encajado entre dos enormes estanterías de roble. A decir verdad, habían pasado casi setenta años desde que examinase aquellos archivos en persona pero recordaba vagamente que las crónicas referentes a las primeras décadas de la guerra se guardaban en aquel armario abandonado. En teoría, la información que buscaba debía de estar allí.

Dio un suave tirón al antiquísimo pomo de cristal y descubrió que la puerta del armario estaba cerrada. Por supuesto, pensó frunciendo el ceño. Sólo el cielo sabía qué se había hecho de la llave. Pero no estaba dispuesta a dejarse desalentar tan fácilmente, de modo que levantó la pierna y —¡Ka-boom!— arrancó la obstinada puerta de sus goznes. La luz polvorienta se arrastró hasta el interior del armario y su contenido quedó al descubierto por vez primera en varias generaciones. Selene sonrió al ver varias docenas de tomos pesados, guardados en una vitrina de grueso cristal, tal como ella recordaba.

Eureka, pensó.

La vitrina no estaba cerrada, lo que le ahorró la necesidad de seguir rompiendo cosas. Tras abrirla, cribó con la mirada los volúmenes, examinando sus lomos y tapas desgastados por el tiempo. Seleccionó cuatro o cinco de los candidatos más prometedores y llevó los gruesos textos a una mesa de arce de estilo victoriano que dominaba el centro de la biblioteca. Sopló sobre las tapas y la mesa para quitarles las décadas de polvo acumulado y a continuación se sentó para inspeccionar las antiquísimas crónicas.

En un mundo perfecto, se hubiera tomado su tiempo para examinarlos con detenimiento y poder leer con cuidado hasta la última de las palabras. Sin embargo, tenía la sensación de que se le estaba acabando el tiempo, de modo que pasó rápida pero suavemente las resecas y crujientes páginas, en busca de las respuestas que necesitaba con urgencia.

Las columnas de caligrafía intrincada estaban acompañadas por imágenes medio borradas que representaban escenas de la larga cruzada contra los hombres-lobo. Al principio, Selene asintió de aprobación al ver los retratos de Ejecutores medievales cabalgando a la batalla y su corazón no-muerto se llenó de orgullo. Sin embargo, a medida que continuaba examinando los elaboradamente detallados grabados, empezó a encontrarse, con creciente consternación, con ilustraciones que más que batallas parecían representar masacres. Imágenes espeluznantes, dignas de Doré, mostraban a hombres y mujeres-bestia (reconocibles por sus pelajes y sus zarpas) torturados y quemados en la pira por sus ancestros. Cachorros medio humanos eran arrojados como combustible a las llamas o aplastados por los cascos de plata de los corceles de los Ejecutores, para quienes su condición no suponía garantía alguna de cuartel. Desde el otro lado de un abismo de siglos, el miedo y la angustia de los licanos se escuchaba alto y claro.

Frunciendo el ceño, pasó una página y se encontró con otra ilustración igualmente inquietante que mostraba a varios licanos encadenados, lo mismo machos que hembras, obligados a arrodillarse y marcados como ganado. Crueles Ejecutores, armados con picas y ballestas, asistían a la escena mientras la plata al rojo vivo se aplicaba al cuerpo de los desgraciados licanos y dibujaba los emblemas de sus nuevos amos en su misma carne.

—¿Qué es esto? —preguntó Selene con voz entrecortada mientras se apartaba de las horripilantes imágenes. ¿Mitos de la antigüedad? ¿Propaganda medieval?

Pasó un dedo por el amarillento pergamino tratando de encontrar alguna explicación a las inquietantes ilustraciones del libro. Su frente marfileña se arrugó mientras trataba de descifrar el texto adyacente. Por desgracia, los diminutos caracteres parecían emplear una forma arcaica del magiar que estaba más allá de sus conocimientos. Contempló con frustración la diminuta e indescifrable caligrafía, que estaba astutamente entrelazada con varias imágenes en miniatura en las que se representaban los diferentes símbolos con los que se marcaba la carne de los aullantes licanos. Puede, pensó, que aquellas páginas constituyesen un catálogo de las diferentes marcas.

Al mirar con mayor detenimiento los misteriosos símbolos, no pudo dejar de observar que aunque las diferentes marcas variaban ligeramente de ilustración a ilustración, todos los diseños tenían como base una de las siguientes mayúsculas: V, A o M.

Como la insignia en las tumbas de los Antiguos.

Viktor, Amelia y Marcus.

A pesar de la ropa de cuero ajustado que vestía, un escalofrío recorrió el cuerpo de Selene. Mientras su mente le daba la espalda a las implicaciones inquietantes de los grabados medievales, apartó el volumen acusador y alargó la mano hacia un libro diferente.

Por suerte, este estaba escrito en Inglés Antiguo. Sin embargo, al pasar sus páginas se dio cuenta de que muchas de las ilustraciones y párrafos habían sido tapados con una generosa aplicación de impenetrable tinta india. Además, parecía que le habían arrancado docenas de páginas. Levantó el libro sobre la mesa y le dio la vuelta: no cayó ninguna de las páginas que faltaban.

Interesante, pensó Selene. Aquello resultaba cada vez más sospechoso. ¿Por qué se habría molestado alguien tanto en ocultar el pasado? ¿Qué oscuro secreto estaba tratando de esconder?

Mientras hojeaba el maltrecho volumen, topó con la imagen de un solitario macho licano, con las garras lupinas extendidas a ambos lados del cuerpo. Lo más curioso era que el rostro del licano había sido quemado por completo y cerca del borde superior de la imagen no quedaba más que un agujero circular.

Selene examinó con más cuidado el mutilado retrato. En el brazo derecho del licano sin cara se veía con toda claridad una marca que contenía una elaborada V mayúscula de grandes dimensiones.

V por Viktor, pensó casi sin querer.

Bajo el retrato, una leyenda borrosa rezaba:

«Lucian, azote de inmortales, señor de la horda de los licanos».

Selene esbozó una sonrisa sombría. Por fin estamos llegando a alguna parte, pensó. Eso era lo que había estado buscando.

Bajo el retrato decapitado de Lucian había otro grabado en el que se representaba una trabada batalla entre vampiros y licanos. Los vampiros, armados con espadas y ballestas de plata, atacaban una manada de licanos humanoides y lupinos, y cada bando infligía graves bajas al contrario. La caballería de los vampiros empalaba a los licanos en sus lanzas de plata, de tres en tres y hasta de cuatro en cuatro, mientras que en otra parte de la página, licántropos completamente transformados hacían pedazos a desgraciados vampiros con garras del tamaño de cuchillos y colmillos. Como fondo se veía humo y fuego que ascendían al cielo de la noche desde las bocas de varias cavernas de una montaña lejana. En el cielo, la luna, con los rasgos de un licano enfurecido, contemplaba la sanguinaria escena con rabia asesina en los ojos.

Selene reconoció, gracias a los egocéntricos relatos de Kraven, la crucial Batalla de los Alpes. Su dedo pasó sobre el párrafo de la siguiente página.

«De las docenas de almas valientes que se aventuraron en la infernal fortaleza de Lucian, sólo un vampiro sobrevivió: Kraven de Leicester, que fue recompensado con largueza, no sólo por haber entregado a las llamas el castillo sino por regresar con la prueba tangible de la caída del amo de los licanos: la piel con la marca al hierro, cortada del brazo de Lucian».

Al final de la página había lo que parecía un trozo de cuero seco de color marrón, plegado varias veces en forma de cuadrado. ¿La «prueba tangible», anteriormente mencionada? Arrugando la nariz con repugnancia, Selene desdobló con cuidado el miserable trozo de piel y encontró la estilizada V grabada en el fragmento.

Siguió la marca con la yema del dedo, consciente del significado histórico del objeto. No era un sencillo trozo de cuero, era un pedazo de piel arrancado de la carne de un licano caído. Su mirada pasó al retrato sin cara que encabezaba la página adyacente y comparó la marca del brazo de Lucian con la del repulsivo fragmento que tenía delante.

Las marcas eran idénticas.

¿Qué me dices de esto?, pensó, sin saber sí se sentía aliviada o decepcionada ahora que los archivos habían confirmado la historia de Kraven sobre la muerte de Lucian, que hacía seis siglos le había permitido ascender de inmediato a las posiciones superiores de la jerarquía del aquelarre. Por mucho que hubiera deseado coger a Kraven en una mentira, se alegraba de saber que el infame Lucian estaba realmente muerto.

¿O no lo estaba?

Al volver a mirar el retrato quemado de Lucian, Selene reparó en una mancha ennegrecida que había debajo del agujero que había reemplazado su cara. ¿Había algo bajo las antiguas cenizas? Se humedeció el dedo y limpió con mucha suavidad parte de la mancha. Un objeto de aspecto familiar apareció ante sus ojos.

¡Por todos los demonios del Infierno! Reconoció al instante el pendiente que llevaba el licano anónimo que la había herido en el hombro y había estado a punto de matarla la noche anterior. No puedo creerlo, pensó, pasmada por su descubrimiento. ¿Es posible que ése fuera… Lucian?

De ser así, quería decir que el desliz anterior de Kraven era más revelador de lo que había temido al principio… y que el mayor enemigo de su pueblo estaba vivo y coleando.

Cerró el libro con fuerza. Hasta el último de sus nervios temblaba de alarma. Tenía que hacer algo, contárselo a alguien, antes de que fuera demasiado tarde. Lucian, señor de los licanos, seguía vivo… ¡Y estaba buscando a Michael!

Se levantó de un salto y se volvió hacia la puerta. Para su sorpresa, la ubicua Erika se encontraba parada en la entrada. ¿Otra vez?, pensó Selene con impaciencia. Voy a tener que ponerle una campanilla a esta inquisitiva criada.

—Te he estado buscando por todas partes —se explicó la vampiresa rubia, aunque con voz un poco apagada. Recorrió el archivo con mirada desdeñosa, como si creyera que una vampiresa digna de ese nombre no debiera frecuentar un sitio semejante.

¿Y ahora qué pasa?, pensó Selene en respuesta a la queja de Erika.

—Ahora no —dijo bruscamente. Si Lucian había regresado y estaba urdiendo planes contra el aquelarre, complacer a Erika era la menor de sus preocupaciones.

Se dirigió a la entrada suponiendo que Erika se haría a un lado. Por el contrario, un esbelto y brazo blanco se movió con la rapidez de un rayo y bloqueó la salida.

—Lo han mordido. A tu humano —balbuceó la pequeña sirvienta—. Un licano lo ha marcado.

Selene parpadeó, sorprendida. ¿Se trataba de una especie de chiste perverso? Erika no podía estar hablando en serio.

—¿Te ha pedido Kraven que me dijeras eso? —preguntó con suspicacia.

—¡No! —Erika sacudió la cabeza—. He visto la herida con mis propios ojos. ¡Lo juro!

¿Es posible que esté diciendo la verdad? La mente de Selene regresó a toda prisa a la noche anterior, cuando había rescatado a Michael de aquel licano (¿Lucian?) en el edificio de apartamentos. Recordaba haber sacado a Michael a rastras de debajo del licano, después de que el hombre-bestia cayera encima de él en el ascensor. ¿Habría logrado el licano morderlo antes de que ella hubiera arrancado al aterrorizado humano de entre sus brazos? Puede, admitió a regañadientes. En el apresuramiento y confusión de su fuga, todo era posible.

¿Era Michael ahora uno de sus enemigos? ¿Lo había perdido irrevocablemente? No, decidió Selene de súbito. Me niego a aceptar eso. Michael era demasiado importante, para todos ellos, como para abandonar tan deprisa. La idea de verlo convertido en otro monstruo subhumano y voraz le destrozaba el corazón de un modo que ni siquiera podía empezar a comprender. De una manera o de otra, encontraré el modo de salvarlo.

Clavó la mirada en Erika y a continuación se volvió hacia el brazo extendido de la criada. Erika se encogió visiblemente ante la pétrea mirada de Selene, bajó el brazo y se hizo a un lado para permitir que Selene cruzara el umbral y saliera al pasillo.

—Pero ¿qué pasa con el Convenio? —preguntó Erika con nerviosismo mientras la otra salía de la biblioteca.

La inexperta criada no tenía que recordar a Selene el Convenio de la Sangre. Era el código sagrado por el que la vampiresa se había regido y había cazado durante toda su existencia como no-muerta. Temer por la seguridad de uno a quien los lobos habían reclamado iba en contra de todo lo que Selene había creído siempre y por lo que había luchado.

Me da igual, pensó, mientras se encaminaba a la cuestionable privacidad de sus propios aposentos. El grito de advertencia de Erika la siguió por el solitario pasillo.

—¡Ya sabes que está prohibido!

El Dr. Adam Lockwood bostezó antes de seguir con su ronda en el hospital. Estaba siendo una noche de mucho trabajo en la unidad de traumatología y la falta de personal no contribuía a mejorar las cosas. Por centésima vez aquella noche se preguntó qué habría sido de Michael Corvin. El otro norteamericano había faltado ya a dos turnos y no contestaba a las cada vez más urgentes llamadas telefónicas del supervisor. Espero que esté bien, se dijo el atareado residente. Michael siempre ha sido muy responsable, hasta ahora.

La atmósfera antiséptica del hospital llenaba sus fosas nasales mientras caminaba por la planta de camino a la salita de los médicos. Una jarra de café lo estaba llamando a gritos y Adam se dijo que una dosis de cafeína era precisamente lo que el doctor recetaba en aquel momento. Sin embargo, no hizo falta ningún estimulante para que el corazón le diera un vuelco cuando la puerta que había a su derecha se abrió de repente, unas manos poderosas lo sujetaron y lo introdujeron a la fuerza en una habitación de examen vacía.

¿Qué demonios…? Adam trató de gritar pidiendo ayuda pero una mano sudorosa le había tapado la boca. ¡No puedo creerlo!, pensó frenéticamente. ¡Me están secuestrando en mi propio hospital!

La puerta se cerró de un portazo y Adam quedó atrapado en la sala con su agresor. Una voz ronca le susurró al oído:

—No temas. ¡Soy yo, Michael!

¿Michael?

El aterrorizado doctor asintió para demostrar que había comprendido y la mano intrusa se apartó de su rostro. Adam resistió el impulso de gritar pidiendo ayuda y optó por indagar un poco más antes de apretar el botón del pánico. Al menos le debía eso a Michael por su amistad.

Michael es un buen tío, pensó. Es imposible que sea peligroso, ¿o no?

La otra mano le soltó el hombro y Adam se volvió lentamente hacia su compañero. La luz de la luna entraba en la sala de observación por una ventana cerrada y lo que la extraña iluminación plateada reveló dejó a Adam estupefacto.

Michael tenía un aspecto horroroso. Seguía vestido con la misma chaqueta y los mismos pantalones manchados de sangre que llevaba la noche pasada, después de haberse visto atrapado en un tiroteo en el metro. Su destrozada ropa tenía ahora además manchas de hierba y de barro y parecía como si la hubieran arrastrado, y al propio Michael con ella, por algún frente de guerra dejado de la mano de dios.

El rostro de Michael estaba pálido y húmedo de sudor. Tenía los ojos inyectados en sangre y un feo cardenal de color púrpura en la frente. Tiritaba de manera incontrolable y sus manos se agitaban como ramas de árbol en un vendaval. Tenía numerosos cortes y arañazos en la cara, cuello y manos y unos cercos oscuros y lívidos rodeaban sus ojos enloquecidos. Parecía enfermo, febril, fuera de control. Adam apenas reconoció al capacitado médico al que había llegado a conocer durante los últimos meses.

—Por el amor de Dios, Michael, ¿qué te ha pasado?

La explicación de Michael no satisfizo al otro médico, que escuchó con creciente alarma cómo desgranaba su atribulado colega una historia absurda e irracional sobre persecuciones de coches, tiroteos, mujeres que levitaban, perros guardianes y monstruos que gruñían desde los tejados. Era absurdo y sin embargo Michael parecía espeluznantemente sincero mientras describía cada evento de pesadilla con la vehemencia de un paranoico. Paseaba erráticamente mientras hablaba, recorriendo el cuarto de arriba abajo como un animal enjaulado.

—Y desde que él me mordió —insistió— he estado teniendo estas… eh… no sé cómo las llamarías tú… ¿alucinaciones; ilusiones? —Se asomó a su interior para contemplar unas visiones infernales que sólo él podía percibir—. Lo único que sé es que me siento como si el cráneo se me estuviera partiendo por la mitad.

Adam trató de analizar el extravagante relato.

—¿Un hombre adulto te mordió?

Michael se levantó el cuello de la camiseta y le mostró una herida de aspecto espantoso en su hombro derecho. Al acercarse un poco más para examinarla mejor, Adam comprobó que consistía en cuatro profundas incisiones en el bien desarrollado trapecio de Michael. Para su consternación, el área que las rodeaba estaba caliente y decolorada; estaba claro que la zona se había infectado.

—¿Seguro que no fue un perro? —preguntó. Miró las marcas a través de los cristales manchados de sus gafas. A juzgar por el radio del mordisco, parecía que un sabueso de gran tamaño era el responsable. Un gran danés, quizá, o un pastor alemán.

Enfurecido, Michael lo apartó de un manotazo.

—¡He dicho que fue un hombre!

Adam se apartó con cautela, sobresaltado por el arrebato de su amigo.

—Está bien —dijo con el mismo tono tranquilizador que reservaba para los parientes protestones y los drogadictos en estado de ansiedad—. Pero eres tú el que ha hablado de alucinaciones, no yo.

Michael se encogió visiblemente, como si su repentino estallido lo hubiera dejado exhausto. Mientras se preguntaba una vez más si debía llamar a seguridad, Adam lo condujo con cuidado a la mesa de examen. Un escritorio cercano y un pequeño armario completaban el escaso mobiliario del cuarto.

—Vamos, siéntate.

El papel que cubría la mesa crujió mientras Michael obedecía a regañadientes. Se sentó de lado en la mesa acolchada con las piernas varios centímetros por encima del suelo. Ahora parecía más calmado pero Adam seguía preocupado por su inquietante comportamiento de hacía unos momentos. Esta noche no es él mismo, eso está claro.

Recurriendo a sus modales más tranquilizadoras, volvió a acercarse tímidamente a él y examinó con más detenimiento la hinchazón púrpura de la frente lastimada del residente.

—Preciosa —señaló con aire sarcástico—. A juzgar por su aspecto, yo diría que tienes una conmoción leve.

Sin embargo, tenía la sospecha de que la conmoción era el menor de los problemas de Michael. ¿Estará metido en drogas?, se preguntó. Michael nunca le había parecido la clase de tío que se metía en drogas pero con estas cosas nunca se sabía. De pronto se dio cuenta de que conocía muy pocas cosas sobre su vida fuera del hospital.

¿Por qué estarían esos policías tan interesados por él anoche?

Tras sacar un termómetro digital del bolsillo de su bata, el larguirucho doctor insertó el instrumento en el oído de Michael. Mientras tanto, éste cogió un poco de material médico de una mesa cercana y empezó a limpiarse las marcas del mordisco con un algodón empapado en alcohol.

A juzgar por la decoloración de la zona que rodeaba las perforaciones, Adam sospechaba que el alcohol no iba a ser suficiente. Lo más probable era que Michael fuera a necesitar antibióticos.

—Aunque tenga una conmoción —dijo Michael con voz áspera—, ese tío iba a por mí, igual que aquellos polis…

Adam tragó salvia. Se sentía culpable. Él acababa de pensar en lo mismo, o sea, en los policías. ¿Tenía Michael problemas con la ley? ¿Estaba involucrado de alguna manera con el tiroteo del subterráneo? Cuesta creerlo, pensó. Aunque lo cierto es que él nunca había visto a Michael comportarse así o con ese aspecto.

El termómetro emitió un zumbido electrónico y Adam lo sacó de la oreja del paciente. Sus vagas sospechas con respecto a las actividades recientes de Michael se vieron aparcadas momentáneamente por la sorpresa que sufrió al ver la temperatura del joven, que alcanzaba la alarmante cifra de 40°C.

—Jesucristo —balbució—. Estás ardiendo.

Pero Michael estaba demasiado ensimismado en su enloquecida y alucinante narración como para reaccionar a la afirmación de Adam. Siguió farfullando entre dientes mientras se aplicaba un ungüento al hombro y empezaba a vendarse la herida.

—Y la mujer del metro, esa tal Selene, no estoy seguro, puede que… —sus ojos rojizos cobraron un brillo maníaco mientras su voz empezaba a aproximarse a la histeria—. ¡Demonios, por lo que yo sé, lo mismo podrían estar todos metidos!

Definitivamente había perdido la cabeza, concluyó Adam, no poco asustado por el modo en que estaba actuando su amigo.

—Por el amor de Dios, Michael —exclamó, con la esperanza de traerlo de regreso a la realidad—. ¿Metidos en qué?

—¿Es que no me has estado escuchando? —le espetó Michael. Adam se apartó de la mesa de examen—. ¡Ella me cogió como rehén!

Seguro, pensó Adam con escepticismo. Lo más probable era que la mujer de las pistolas de Michael no fuera más que una de esas alucinaciones que había mencionado. Esto es demasiado para mí solo, decidió Adam, y lanzó una mirada hacia la puerta. Está demasiado ido.

—Muy bien, muy bien —dijo, tratando de aplacar a Michael—. Cálmate. Voy a ayudarte a solucionar todo esto. —Empezó a caminar con lentitud hacia la puerta pero su intento de fuga provocó a Michael, quien saltó de la mesa y lo agarró por el brazo con mucha fuerza. Por un instante, Adam temió por su vida y el corazón empezó a palpitarle furiosamente—. ¡Au! Sólo voy a mi oficina para coger un número de teléfono. —Por favor, pensó, asustado mortalmente por su compañero, no me hagas daño, te lo ruego—. Un buen amigo mío es abogado. Él sabrá lo que tenemos que hacer.

¿Se lo tragaría Michael? Adam contuvo el aliento mientras esperaba la reacción de su amigo. Transcurrió un interminable momento, durante el cual toda su vida y su más o menos prometedora pasaron frente a sus ojos, pero al fin Michael lo soltó y volvió a dejarse caer sobre la mesa de examen.

—Lo siento —se disculpó con voz débil—. Lo que pasa es que…

Un abrumador sentimiento de alivio dejó a Adam temblando de rodillas para arriba. Ha estado cerca, pensó, y exhaló al fin. Estaba claro que Michael había perdido el control. Era capaz de cualquier cosa. Debo de estar loco por quedarme aquí solo con él. Tengo que conseguir ayuda… ¡De inmediato!

—No pasa nada —le aseguró a Michael, mientras esbozaba una tranquilizadora (y completamente fraudulenta) sonrisa. Una vez más, empezó a caminar hacia la puerta. Sus dedos tantearon torpemente a su espalda en busca del picaporte de la puerta—. Relájate. Volveré enseguida, te lo prometo.

Lo cierto es que estaba seguro de que Michael iba a abalanzarse sobre él como un loco en el preciso momento en que sus dedos giraran el picaporte pero, para su sorpresa y su deleite, el enloquecido residente le permitió abrir la puerta y salir al pasillo. Volvió a cerrar la puerta con cuidado, deseando tener una llave para cerrarla, antes de permitir que todo su miedo y su ansiedad acumulados se descargaran y lo dejaran pálido y temblando fuera de la sala de observación.

¡Lo he conseguido!, pensó mientras exhalaba un jadeo de alivio. Gracias a Dios. Bajo su bata de laboratorio, una película de sudor frío le pegaba la camiseta blanca a la espalda. Cerró los ojos y se tomó un momento para recobrarse de la tensión sicológica provocada por el inquietante encuentro con Michael antes de buscar en su bolsillo la tarjeta que aquellos dos policías le habían entregado el día anterior. ¿Dónde coño la había puesto?

Ah, ahí estaba. Sacó el móvil y marcó apresuradamente el teléfono que aparecía en ella.

Los dos oficiales, Pierce y Taylor, llegaron con sorprendente rapidez, menos de diez minutos después de haber recibido la llamada de Adam. Sea lo que sea lo que quieren de Michael, dedujo el doctor, debe de ser serio.

Estaba seguro de que había tomado la decisión apropiada al contactar con la policía.

—Gracias por venir —murmuró a los oficiales. Hablaba con voz baja por si Michael estaba escuchando. Por toda la planta, las enfermeras y los pacientes observaban con curiosidad mal disimulada cómo guiaba a los policías a la sala en la que se encontraba ahora el agitado residente—. No sé lo que le pasa —balbució Adam con tono lastimero—. Nunca lo había visto de esta manera.

Los fornidos agentes asintieron bruscamente y se acercaron a la puerta cerrada con las manos en la empuñadura de las pistolas. Adam esperaba que no fueran demasiado duros con Michael. Probablemente debería informar a la embajada americana, pensó, a no ser que sea la policía la que se encargue. No estaba familiarizado con el procedimiento. Estaban casi en la sala de observación cuando se oyó un fuerte ruido al otro lado de la puerta. Un cristal se hizo añicos y Pierce y Taylor respondieron inmediatamente. Con las armas desenfundadas, cargaron contra la puerta y la abrieron de un empujón. Adam los siguió, aunque a una prudente distancia. Temía que se produjera una pelea e incluso un tiroteo pero el único sonido que salió de la habitación era el quejumbroso susurro del viento.

No lo entiendo. No había apartado la vista de la puerta un solo momento mientras esperaba a que llegasen los policías. Michael no podía haber salido. ¿Y qué ha sido ese ruido?

Se asomó con aire asustado por la puerta de la sala de observación. El viento y la lluvia entraban por la ventana rota del otro lado de la habitación. El más alto de los policías, Pierce, corrió hasta la ventana, sacó la cabeza por el vano y miró la calle. Con el ceño fruncido, se volvió hacia su compañero y sacudió la cabeza. Adam supuso que Michael no estaba a la vista.

Los frustrados policías se volvieron hacia él con cara de pocos amigos.

—¡Estaba aquí! —insistió el doctor. Levantó las manos en un gesto que pretendía indicar impotencia. No es culpa mía, pensó a la defensiva, que su principal sospechoso haya saltado por la ventana. ¡Dado el estado mental en que se encontraba, he tenido suerte de que no me atacara!

Pierce y Taylor intercambiaron una mirada de contrariedad y a continuación salieron corriendo de la habitación sin prestar la menor atención a Adam. Un frío viento azotó la cara de éste desde la ventana abierta y cerró la puerta para cortar la corriente. Perturbado por la mirada de furia desnuda que había visto en los ojos oscuros de los policías, los siguió con la mirada.

—¡Eh! —les gritó. Corrió tras ellos para cogerlos antes de que abandonaran el edificio—. No van a dispararle, ¿verdad?

Michael esperó hasta que los pasos de Adam se perdieron en la distancia y entonces abrió cautelosamente la puerta del armario. Con cuidado de no agitar las perchas de metal que colgaban alrededor de su cabeza y sus hombros, contempló por la pequeña rendija la sala de observación iluminada por la luz de la luna. En el exterior, el estallido de un relámpago iluminó todos los rincones del cuarto.

No hay moros en la costa, decidió. Tras dar gracias a que Adam y los policías hubieran caído en su truco de la ventana, salió sigilosamente del armario. Miró a su alrededor con aprensión y se preguntó de cuánto tiempo dispondría hasta que volvieran a registrar la habitación. Tengo que irme de aquí pero ¿adónde?

Acudir a la policía estaba descartado. Según el mensaje que Adam le había dejado en el contestador el día anterior, la policía sospechaba que tenía algo que ver con el sanguinario tiroteo del metro y, teniendo en cuenta todo lo que había ocurrido, Michael no estaba seguro de poder convencerlos de lo contrario. Parecía encontrarse en medio de aquel mortal embrollo.

La embajada americana de la Plaza Libertad tampoco era una buena opción. Si hasta Adam creía que estaba loco, ¿qué pensarían los sensibles chicos de la embajada de los EE.UU. cuando tratara de explicarles lo que le había ocurrido? ¡Demonios, si hasta yo estoy empezando a cuestionar mi cordura!

Sintió un ataque de náuseas y una convulsión lo obligó a doblarse sobre sí mismo con las manos en las tripas. Apretó las mandíbulas con fuerza para no vomitar y luchó como un loco para contener el ataque. El sudor le cubrió la frente mientras en su interior se sentía como si le estuvieran dando la vuelta a las entrañas. Jesús, ¿qué es lo que me pasa?, volvió a preguntarse, angustiado. Nada de lo que había aprendido durante la carrera le ofrecía un diagnóstico razonable sobre su condición. Su visión cambió bajo la luz de la luna y por un instante perdió la noción de los colores. El hombro infectado le palpitaba en sincronía con el espantoso latido del interior de su cráneo. Le dolían los dientes como si estuvieran tratando de arrancárselos de las encías.

Pero no era sólo que estuviera físicamente enfermo. También se estaba volviendo loco. Los guerreros fantasmales, armados con ballestas y virotes de plata acechaban en los márgenes de su campo de visión.

Impresiones e imágenes fragmentarias que no tenían relación alguna con la vida que recordaba se mezclaban con los recuerdos como un as adicional en un mazo de cartas. Cerró los ojos por un instante y volvió a encontrarse en aquel bosque primitivo, perseguido entre los árboles y bajo la luz de la luna por figuras sombrías ataviadas con cota de malla y armadura.

¡Éste no soy yo!, pensó violentamente. ¡Esto no me ha ocurrido a mi! Pero seguía sintiendo el suelo húmedo del bosque bajo los pies desnudo, seguía oliendo la savia que fluía por los árboles mientras corría por su vida por aquel siniestro y boscoso paisaje onírico. La marca maldita del brazo dolía como una llama al rojo vivo. Notaba el sabor de su propia sangre en la lengua…

Estoy enfermo, comprendió, acongojado. Necesito ayuda.

¿Pero a quién podía recurrir? En medio de su desesperación, un rostro apareció en sus recuerdos. Unos inescrutables ojos castaños debajo de una melena de pelo largo y negro. Una piel tan blanca como la nieve inmaculada. Una exótica aparición, salvaje, misteriosa, sugerente…

Para bien o para mal, la única persona que podía ayudarlo a salir de aquella pesadilla.

Selene.

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