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Primera parte » Línea Marunouchi (destino a Ogikubo) » «Aquel día entré en el vagón por la puerta delanterasin ninguna razón especial»

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«Aquel día entré en el vagón por la puerta delanterasin ninguna razón especial»

SOICHI INAGAWA (64)

El cabello gris del señor Inagawa pierde densidad poco a poco, pero él sabe peinarse hábilmente. Tiene un color saludable, la cara redonda aunque no padece sobrepeso. Hace más de diez años le diagnosticaron diabetes y desde entonces sigue una dieta estricta. A pesar de todo, aún sale a beber de vez en cuando con sus amigos y confiesa su predilección por el sake.

Lleva un traje gris marengo bien planchado. Habla claro, es conciso, da la impresión de estar orgulloso de la enorme dedicación que le ha dedicado al trabajo hasta el día de hoy, de haberlo hecho durante las largas décadas de la posguerra. No parece que la jubilación esté entre sus planes más inmediatos.

Nació en Kofu, una ciudad de provincias en las montañas a dos horas de Tokio. Empezó a trabajar en 1949 en una empresa de construcción después de graduarse en una escuela técnica para electricistas. A partir de cierto momento dejó el trabajo a pie de obra y pasó a las oficinas. A los sesenta años le jubilaron como director de la división de negocios. Recibió varias ofertas, pero según él: «De pronto me di cuenta de que estaba harto de jefes». Decidió montar con dos amigos su propio negocio de equipamiento para la iluminación. Tienen la oficina justo encima de la estación de Shin-nakano.

El negocio marcha, aunque tampoco puede decirse que estén saturados de trabajo. «En cualquier caso, es una maravilla no tener que responder ante nadie», asegura. Vive con su mujer en Ichikawa, frente a la bahía de Tokio, en la prefectura de Chiba. Sus dos hijos se independizaron hace tiempo. Ya tienen nietos. El más pequeño nació un mes después del atentado.

Lleva siempre encima dos amuletos que le dio su mujer, pero dice que en realidad no cree en esas cosas…

La estación más próxima a mi casa es la de Shimousa-Nakayama, de la línea Sobu que lleva hasta Shinjuku. Salgo de casa a las 7:25 de la mañana y llego al trabajo a las 8:40. Se supone que empezamos a las 9, pero como es mi propia empresa no soy demasiado estricto con los horarios.

Aquel 20 de marzo se quedó un sitio libre en la estación de Ochanomizu. Hice transbordo en Shinjuku para cambiar a la línea Marunouchi y encontré de nuevo un sitio libre. Siempre me subo al tercer vagón. Me senté cerca de la puerta delantera. Me fijé en una especie de charco que había entre las dos filas de asientos. Había un líquido que se derramaba lentamente. Era del color de la cerveza y tenía un extraño olor. De hecho, apestaba. Por eso lo vi enseguida. Sin embargo, lo que más me sorprendió es que el tren iba vacío. No había nadie en pie, tan sólo unas cuantas personas sentadas. Al pensarlo ahora, me doy cuenta de que probablemente era aquel olor lo que mantenía alejada a la gente.

Me llamó la atención que hubiera un hombre sentado junto al charco. Pensé que dormía, pero me percaté de que tenía una postura imposible. «¿Estará enfermo?», me pregunté. Poco después, antes de entrar en la estación de Nakano-sakaue, oí un ruido sordo. Estaba concentrado en mi libro. Levanté la vista y vi que el hombre se había caído del asiento. Estaba tirado en el suelo boca arriba. «¡Esto es terrible!», fue lo primero que pensé mientras trataba de evaluar la situación. El tren prácticamente se había detenido en la estación. Tan pronto como se abrió una pequeña rendija en la puerta salté al andén. Quería pedir ayuda. Un joven pasó a toda velocidad delante de mí, llamó a uno de los encargados de la estación, que vino y sacó al hombre a rastras.

Frente a aquel hombre tirado en el suelo había una mujer postrada. Tendría entre cuarenta y cincuenta años. No sé calcular con exactitud la edad de las mujeres, pero sí le puedo decir que el hombre era bastante mayor. Llegó otro empleado del metro y se hizo cargo de la mujer. No dejaba de gritarle: «¿Se encuentra usted bien?». Yo contemplaba la escena, plantado en mitad del andén. Llegó un empleado más y se hizo cargo de la bolsa que contenía el líquido. La sacó del vagón. Nadie sabía que se trataba de gas sarín, simplemente que era algo sospechoso que había que retirar de allí lo más rápido posible. Volví a subir al tren. Arrancó. Me cambié de vagón porque no quería estar cerca de aquel olor. Me bajé en la siguiente estación, en Shin-nakano.

Caminaba por el pasillo interior del metro cuando empecé a moquear. «¡Qué extraño!», pensé, «no era consciente de que estaba acatarrado.» Estornudé, tosí, a mi alrededor todo se oscureció. Las tres cosas sucedieron de manera simultánea. «Esto sí que es raro», me dije. En cualquier caso, aún me sentía bien, estaba despierto, atento. Podía caminar por mi propio pie.

Me fui derecho a mi oficina, que se halla justo encima de la estación. Aún tenía la vista nublada, la nariz congestionada, no podía dejar de toser. Les expliqué a mis compañeros que no me sentía bien. Me tumbé en el sofá con una toalla húmeda cubriéndome los ojos. Quería refrescármelos. Un compañero me aconsejó que la calentara. Le hice caso y así estuve una hora entera. Sabe usted lo que pasó: me recuperé. Me sentía como nuevo, otra vez podía ver el cielo azul cuando apenas un momento antes todo estaba oscuro, como si fuera noche cerrada, los colores habían desaparecido.

Me puse a trabajar. Más tarde, a eso de las diez, me llamó mi mujer para decirme que había ocurrido algo grave en el metro. Me preguntó si me encontraba bien. No quería preocuparla. Le dije: «Mejor imposible». Al menos había recuperado la vista.

Llegó la hora del almuerzo. Fui a un restaurante que está cerca de la oficina para comer una sopa de tallarines. Tenían la televisión encendida. ¡Qué conmoción por todas partes! Había escuchado el ulular de las sirenas desde por la mañana, pero no había prestado demasiada atención. En la tele explicaron que uno de los síntomas que padecían las víctimas era la pérdida de visión. Nada más oírlo se me encendió una señal de alarma, pero no fui capaz de relacionar lo que me pasaba con aquellos paquetes que había visto en el metro y que olían tan mal.

Fui al Hospital General de Nakano para que me examinaran los ojos. Tan pronto como vieron las pupilas contraídas me inyectaron un antídoto y me pusieron un gotero. Los análisis de sangre revelaron que tenía el nivel de colinesterasa bajo. Me ingresaron de inmediato; me dijeron que no me darían el alta hasta que recuperase su nivel normal.

Llamé a la oficina para explicar que iba a estar unos cuantos días en el hospital. Me disculpé y les pedí por favor que recogieran mi mesa. También llamé a casa. Mi mujer me lanzó un duro reproche a través del auricular: «¿Qué significa exactamente para ti encontrarse bien?». (Risas.)

Permanecí ingresado seis días; de lunes a sábado. Prácticamente no me dolía nada. Había estado justo al lado del gas sarín y, a pesar de todo, mis síntomas fueron milagrosamente leves. No debieron de llegarme los efluvios de aquella cosa. En el vagón el aire circula de la parte delantera a la trasera. Supongo que si me hubiera colocado más atrás, aunque sólo hubiera sido en el intervalo de unas cuantas paradas, habría tenido un serio problema. Me imagino que eso es lo que llamamos «destino».

No he tenido miedo de volver a viajar en metro ni tampoco pesadillas. Quizá se deba a que soy un insensible con la piel demasiado curtida, pero creo firmemente que fue cosa del destino. No suelo subir nunca al vagón por la puerta delantera. Siempre lo hago por la segunda. De haberlo hecho así, el gas me habría llegado de lleno. Aquel día entré en el vagón por la puerta delantera sin ninguna razón especial. Pura suerte. Hasta el día de hoy el destino me ha respetado. Sencillamente, nunca me ha pasado nada. Mi vida es muy sosa, muy corriente… Y de pronto sucedió aquello.

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