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Primera parte » Línea Marunouchi (destino a Ogikubo) » «Si yo no hubiera estado allí, otra persona habría recogido los paquetes»

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«Si yo no hubiera estado allí, otra persona habría recogido los paquetes»

SUMIO NISHIMURA (46)

El señor Nishimura trabaja para la Autoridad del Metro. Concretamente como asistente de transporte. Su sede está en la estación de Nakano-sakaue. Fue él quien retiró los paquetes que contenían el gas sarín del vagón de la línea Marunouchi el día del atentado.

Nació en el campo, en la provincia de Ibaragi, y actualmente vive en la prefectura de Saitama, cerca de Tokio. Tiene dos hijos. Empezó a trabajar en el metro gracias a la mediación de un amigo de la escuela. El trabajo en cualquier tipo de transporte ferroviario goza, en general, de buena reputación entre la gente del campo. Tiene fama de seguro y por eso es muy respetado. De ahí su enorme alegría cuando aprobó los exámenes de ingreso en 1967. Recuerda los numerosos movimientos estudiantiles que se produjeron en aquella época y cómo el metro tuvo que interrumpir su servicio en más de una ocasión.

Es de mediana estatura, más bien delgado y bien proporcionado. Tiene un aspecto saludable, una mirada firme y atenta. De haberme cruzado con él en otras circunstancias, en un bar, por ejemplo, nunca habría adivinado su profesión. En cualquier caso, no lo habría tomado por un oficinista. Se nota claramente que es un hombre hecho a sí mismo, que ha trabajado duro para llegar a donde está. Un examen más atento de sus rasgos revela que su trabajo conlleva una considerable dosis de estrés diario. Por eso, una botella de sake con sus amigos después del trabajo constituye un auténtico placer para él.

El señor Nishimura aceptó contar su caso, aunque es evidente que no le gusta hablar del atentado o, como dice él: «Mejor no tocar el tema». Fue algo terrible, una pesadilla difícil de olvidar; lo mismo que le sucede al resto del personal del metro.

Mantener sin complicaciones ni accidentes el puntual funcionamiento de la red de metro de Tokio: ése es su objetivo primordial durante cada minuto del día. Ni él ni ninguno de sus colegas recuerdan de buen grado el día en el que todo se torció y funcionó horriblemente mal. Eso es, precisamente, lo que complica hasta el extremo la posibilidad de contar con testimonios de empleados del metro, aunque, por otra parte, no quieren que se olvide lo sucedido ni quedarse con el amargo sabor de boca que les produce pensar que sus compañeros murieron en vano. Por todo ello, aprovecho para expresarle mi más profundo agradecimiento por su cooperación, por el incalculable valor de su testimonio.

El horario en el metro tiene tres rotaciones: el turno de día, el de jornada completa y días libres. El turno de veinticuatro horas comienza a las 8 de la mañana y se extiende hasta la misma hora del día siguiente. Como es lógico, nadie espera que estemos listos y dispuestos para el trabajo durante todo ese tiempo. Hay ratos en los que nos podemos tomar un descanso en el cuarto de literas. Cuando acabamos el servicio, disfrutamos de un día libre. Después nos reincorporamos al turno de día. Cada semana tiene dos turnos de jornada completa y dos días libres.

Cuando te toca jornada completa, no puedes irte por la mañana nada más terminar. Los picos de la hora punta se producen entre las 8 y las 9, así que no nos queda más remedio que hacer horas extras. La mañana del 20 de marzo, yo terminaba mi jornada continua. Estaba en situación de lo que llamamos «reserva de hora punta». Fue entonces cuando se produjo el atentado. Sucedió un lunes que cayó entre dos festivos. El número de pasajeros era el habitual en un día así. Los trenes que se dirigen a Ogikubo se vacían nada más pasar la estación de Kasumigaseki. Antes de eso, desde Ikebukuro, la gente no tiene otra opción que apretujarse, pero luego se baja todo el mundo y apenas sube nadie. Estar en reserva de hora punta implica supervisar las operaciones del personal de a bordo, comprobar que no hay irregularidades, que el cambio de personal se realiza correctamente, que el tren no se retrasa… Una supervisión general, vamos.

El tren A777 entró a su hora en la estación de Nakano-sakaue: las 8:26 de la mañana. Nada más detenerse, un pasajero bajó del segundo vagón y llamó a uno de los encargados de la estación que a su vez le gritó a un compañero que estaba en el andén de enfrente: «¡Ven aquí inmediatamente! Algo no va bien».

Yo estaba en el mismo andén, a unos cincuenta metros de distancia. No entendí bien lo que gritó, pero la situación me extrañó y me apresuré hasta allí. Por muy irregular o grave que fuera lo ocurrido, el compañero del andén de enfrente no podía cruzar las vías. En lugar de eso me aproximé yo, que estaba mucho más cerca. Entré en el tren por la puerta de atrás del tercer vagón. Vi a un hombre de unos sesenta y cinco años tendido en el suelo. Frente a él había una mujer de unos cincuenta que parecía a punto de caerse del asiento. Ambos respiraban con mucha dificultad, les salía una espuma teñida de sangre por la boca. A primera vista, el hombre parecía inconsciente. Un pensamiento me cruzó la mente: «Un doble suicidio por amor». Obviamente no se trataba de eso. Tan sólo fue una ocurrencia. El hombre murió. La mujer, según tengo entendido, continúa en coma.

Le haré un croquis del vagón para que lo entienda mejor. Estaban ellos dos solos, no había nadie más. El hombre tirado en el suelo, la mujer en el asiento de enfrente. Junto a la puerta más próxima, dos paquetes. Los vi nada más entrar. Eran bolsas de plástico de unos treinta centímetros que contenían un líquido en su interior. Una estaba llena, la otra se había desparramado hasta liberar todo aquel líquido pegajoso.

Olía de forma rara, aunque no soy capaz de describirlo. En un principio le dije a todo el mundo que parecía disolvente, pero la verdad es que recordaba más bien algo quemado. Sencillamente, apestaba.

Poco después llegaron unos compañeros que me ayudaron a sacar de allí a aquellas dos personas. Sólo disponíamos de una camilla. Primero sacamos al hombre, luego a la mujer. A ella la levantamos entre varios. En esa estación cambia el revisor que viene de Ikebukuro, pero ni él ni su sustituto tenían la más mínima idea de lo que sucedía. En cuanto terminamos, dimos orden al tren de que continuara. No tuvimos más remedio que hacerlo, porque no se puede detener un tren durante mucho tiempo. No nos dio tiempo de fregar el suelo para limpiar el líquido. Tendrían que hacerse cargo en la estación de Ogikubo, al final de la línea. Llamé y les dije: «Hay que fregar el suelo del tercer vagón del tren A777. ¿Pueden ocuparse ustedes?». Poco a poco todo el mundo empezaba a sentirse mal, pasajeros y empleados. Eran las 8:40 de la mañana.

Hay cinco paradas entre Nakano-sakaue y Ogikubo. El tren tarda doce minutos en completar el trayecto. Al regresar, el tren A777 lo hacía con una nueva numeración: 877. Los pasajeros que hacían el trayecto en sentido contrario también se sentían mal. En Ogikubo habían empezado a limpiar el vagón, pero no pudieron terminar antes de que el tren tuviera que ponerse en marcha de nuevo. ¿Qué había pasado? Los compañeros que se hicieron cargo de fregar el suelo también empezaron a sentirse mal. Un subjefe de la estación estaba grave. Lo mismo que les había sucedido a los pasajeros. Se corrió la voz de que en ese tren había algo raro.

Yo sabía que en Ogikubo habían subido muchos pasajeros. Normalmente, cuando el tren regresa de allí, todos los asientos están ocupados y hay bastante gente de pie. Teníamos que revisar el tren de nuevo. Nos preparamos para cuando el 877 volviese a pasar por Nakano-sakaue a la hora prevista, a las 8:53 de la mañana. Sin embargo, lo dejaron fuera de servicio en Shin-koenji.

Bien, después de sacar del vagón al hombre y a la mujer me hice cargo de las dos bolsas de plástico que contenían el gas sarín. Lo hice con mis propias manos. Las deposité en el andén. Eran bolsas cuadradas, del mismo tipo que las que se usan para el suero intravenoso. Tan sólo llevaba unos finos guantes de nailon, como hago siempre que estoy de servicio. Traté de no tocar las partes humedecidas.

En un primer momento supuse que el hombre y la mujer habían utilizado las bolsas para suicidarse y por eso me pareció que lo mejor sería informar cuanto antes a la policía. En el portaequipajes situado sobre los asientos había un periódico. Lo extendí en el suelo, puse encima las bolsas, lo envolví todo bien, lo saqué del vagón y lo dejé junto a una columna. Vino un compañero con una bolsa de plástico, de esas que dan en los supermercados. Lo echamos todo dentro y la cerramos. Mi compañero la llevó a la oficina de la estación. Yo no lo vi, pero al parecer lo tiró a un cubo que había junto a la puerta.

Al poco tiempo, otros pasajeros empezaron a quejarse de que se sentían mal. Les llevamos a la oficina. No eran los únicos afectados, ya que a muchos empleados del metro les sucedía lo mismo. La policía y los bomberos nos preguntaron por los detalles de lo que había ocurrido. Muy pronto tuvieron claro que se trataba de algo fuera de lo común. Sacamos la bolsa del cubo. Si no me falla la memoria, creo que la policía se hizo cargo de ella.

Cuando fui a la oficina a llamar por teléfono no me di cuenta, pero moqueaba, mis ojos hacían cosas extrañas. No me dolían, simplemente veía borroso, me picaban. No veía bien. Si no fijaba la vista en algo concreto no pasaba nada, pero al hacerlo sentía una punzada de dolor. Era como mirar a través de una densa niebla. Enfocaba y me dolía. Al cabo de un rato, los fluorescentes y todo lo demás empezaron a estar borrosos.

Serían las 8:55 cuando empecé a marearme. A las 9 fui al baño a lavarme la cara. Después me tumbé un rato en el cuarto de literas. El atentado en la línea Hibiya había tenido lugar un poco antes, pero fue más o menos en ese momento cuando nos enteramos. También había problemas en otras partes. El pánico se apoderó de todos nosotros. La televisión transmitía en directo.

Me sentía mal. Decidí salir de la estación. Las ambulancias no dejaban de ir y venir a toda velocidad por el cruce de Nakano-sakaue para llevarse a los heridos. Me resultó muy difícil encontrar a alguien que me atendiera. Usaban incluso los furgones de la policía como vehículos de emergencia improvisados, ya sabe, esos que tienen el parabrisas protegido por una reja metálica. Me metieron en uno. Cuando llegué al hospital serían las 9:30 de la mañana. Ingresamos un total de seis empleados de la estación de Nakano-sakaue. Dos de ellos quedaron hospitalizados. Yo era uno de ellos.

En el Hospital General de Nakano ya sabían que lo más probable era que el atentado se hubiera producido con gas sarín. Me trataron, me lavaron los ojos, me pusieron suero. Tuvimos que escribir nuestro nombre y dirección en el registro, pero había mucha gente y a todo el mundo le costaba mucho hacerlo. Garabateé algo sin saber bien qué ponía porque no lograba enfocar.

Estuve ingresado seis días. El del atentado fue agotador. Quedé exhausto. No tenía más ropa que la que llevaba puesta. Me hicieron un montón de pruebas. Al final descubrieron que mi nivel de colinesterasa en sangre era anormalmente bajo. Fueron necesarios tres meses enteros de transfusiones para recuperar su valor normal. Hasta entonces, el iris de mis ojos no llegó a funcionar en ningún momento como era debido. Mi caso fue mucho más grave que el de los demás. Continué así hasta que me dieron el alta. El resplandor de la luz me provocaba un dolor insoportable.

Mi mujer vino al hospital a toda prisa, aunque honestamente debo reconocer que mi vida no corría peligro. No me estaba muriendo, no perdí la conciencia en ningún momento; tan sólo moqueaba sin parar y me dolían los ojos. Sin embargo, pasé muy malas noches. Estaba todo el día tumbado en la cama, con el cuerpo frío como un témpano. No era capaz de distinguir bien entre sueño y realidad. En una ocasión traté de llamar a la enfermera, pero fui incapaz de apretar el botón de llamada. Estaba dolorido, gemía todo el tiempo. Me ocurrió dos veces. Me desperté sobresaltado, intenté presionar el botón y me derrumbé.

Cuando pienso que saqué aquellas dos bolsas llenas de gas sarín con mis propias manos, me doy cuenta de la suerte que tuve de sufrir sólo lesiones leves. Quizá estuviera relacionado con la dirección del viento en el túnel del metro. Probablemente influyó cómo las levanté, de tal manera que no llegué a inhalar los efluvios del gas. Otros compañeros hicieron lo mismo y murieron. Como soy un gran bebedor, muchos colegas de trabajo sostienen que eso me salvó. Dicen que si se trata de resistir una intoxicación, soy más duro que los demás. Es posible. Quién sabe.

En cualquier caso, no me dejé impresionar por la cercanía de la muerte. Dormí días enteros. No encendí la televisión porque me dolían los ojos. Me despertaba, me aburría, no tenía nada que hacer. Por fortuna, el dolor físico desapareció pronto. Creo que eso ayudó a que no me venciera la depresión. Me dieron el alta el 25 de marzo. Me quedé en casa hasta el 1 de abril. Luego me reincorporé al trabajo. La verdad es que me aburría de estar sin hacer nada. Pensé que lo mejor sería retomar cuanto antes la actividad.

Si le soy sincero, al principio no sentí una rabia especial contra los criminales de Aum. No llegaba a entender qué pasaba, quiénes eran los verdaderos culpables. Si me hubieran golpeado de frente, habría sido capaz de reaccionar, pero así…

Sin embargo, cuantas más cosas salieron a la luz, más creció mi indignación. Atentar indiscriminadamente contra gente inocente no tiene perdón. Dos compañeros murieron. Si ahora me pusieran a esos criminales delante, no sé si sería capaz de contenerme y no destrozarlos a golpes. Creo sinceramente que deberían condenarlos a todos a la pena de muerte. Hay quien clama por la abolición de la pena capital, pero ¿cómo perdonarlos después de lo que hicieron?

En cuanto a lo de recoger las bolsas con el gas sarín, fue sólo cuestión de hallarme en el lugar oportuno. Si yo no hubiera estado allí, otra persona lo habría hecho. Trabajar implica cumplir con las responsabilidades que uno tiene. No se puede mirar a otra parte.

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