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Primera parte » Línea Marunouchi (destino a Ogikubo) » «I-ne-an (Disneylandia)»

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«I-ne-an (Disneylandia)»

SHIZUKO AKASHI (31)

Me entrevisté con el hermano mayor de Shizuko Akashi el 2 de diciembre de 1996. Mi intención era visitarla a ella al día siguiente en el hospital de los alrededores de Tokio donde estaba ingresada.

Hasta el último momento no tuve la certeza de que Tatsuo me permitiera verla. Finalmente accedió, si bien después de lo que debió de suponer para él una considerable y angustiosa reflexión, cosa que no llegó a admitir ante mí.

No es difícil imaginar lo duro que debió de resultarle dejar que un completo desconocido viera el estado en el que se encontraba su hermana. Si autorizarme a verla a título individual ya era un auténtico quebradero de cabeza, el hecho de que fuera a explicar su situación en un libro que podía leer todo el mundo, seguramente no debía hacerle ninguna gracia al resto de su familia. Por ese motivo siento una enorme responsabilidad no sólo hacia la familia, sino de manera especial hacia Shizuko.

Al margen de las consecuencias, tenía que conocer a Shizuko en persona para poder contar su historia. Su hermano me había contado la mayor parte de los detalles de lo que le sucedió, pero intuía que sólo podría ser justo y preciso con ella cuando la conociera. Si mis preguntas sólo obtenían silencio por respuesta, al menos habría tratado de obtener su versión de los hechos.

Lo digo con toda honestidad: no estaba seguro de ser capaz de escribir sobre Shizuko sin herir de algún modo los sentimientos de alguien. Cuando esa misma tarde después de nuestro encuentro me senté en mi escritorio, seguía sin encontrar la suficiente confianza en mí mismo para hacerlo. Al final, sólo pude escribir sobre lo que vi y rogar al Cielo para no ofender a nadie. Si soy capaz de expresar con palabras lo que supuso para mí ese encuentro, quizás entonces…

Era un frío mes de diciembre. El color del invierno se había apoderado de todo a nuestro alrededor, mientras el otoño se desvanecía en silencio. Los ginkgos de Jingu-gaien habían perdido las hojas y los transeúntes las machacaban con las suelas de sus zapatos hasta convertirlas en una harina amarilla que arrastraba el viento frío. El fin de año estaba cerca. Había empezado con el trabajo previo de preparación del libro en diciembre del año anterior, hacía ya casi un año. Shizuko Akashi era la sexagésima persona que entrevistaba y, a diferencia de todas las demás, ella no podía expresarse por sí misma.

Se dio la circunstancia de que el mismo día que fui a verla, la policía arrestó a Yasuo Hayashi en la remota isla de Ishigaki, en Okinawa. Era el último de los criminales en caer. Lo apodaban la «máquina de matar». Depositó tres paquetes con gas sarín en la estación de Akihabara, en la línea Hibiya. Su acto criminal costó la vida de ocho personas y provocó lesiones de diversa consideración a dos mil quinientas. Había leído la noticia en el periódico vespertino. Tomé el tren de las 17:30 hasta el hospital donde estaba ingresada Shizuko. En la información se decía que el propio Hayashi, tras su detención, había reconocido a la policía que estaba extenuado por culpa de su vida de fugitivo.

Su detención fue para mí un motivo de profunda emoción, ya que había conocido en persona a muchas de «sus» víctimas y había comprobado hasta qué punto había afectado a sus vidas. Leí el informe que se publicó sobre él. Traté de emular todas sus acciones el día del atentado. Al final, sincronicé en mi mente sus actos con las bolsas del gas sarín y con las víctimas.

Obviamente, la captura de Hayashi no iba a remediar en absoluto el daño que había causado, las vidas que se había llevado por delante, las que había malogrado sin remedio. Lo que se perdió aquel 20 de marzo no se recuperará nunca. Antes o después alguien tenía que atar los cabos sueltos y atraparle. Tenía que haber pensado: «¡Al fin han detenido al último de los criminales sueltos!», pero no se me ocurrió nada semejante. Más bien me invadió una especie de desfallecimiento, un gran vacío. Es probable que en realidad fuera la angustia que me hacía temer lo peor, que a partir de ese momento fuera a empezar otro episodio nuevo parecido al que se cerraba. Ya llevaba mucho tiempo con las entrevistas y quizás había incorporado a mi sensibilidad, sin darme cuenta, el punto de vista de las víctimas. No sentí nada remotamente parecido a la alegría, más bien el sabor amargo de la bilis cuando a uno ya no le queda nada que vomitar.

No puedo divulgar ni el nombre ni la localización del hospital donde está ingresada Shizuko y debo añadir que tanto Shizuko como Tatsuo Akashi son seudónimos que utilizo por deseo expreso de la familia. Como ya he dicho anteriormente, el único deseo de la familia es que los dejen en paz. Espero que todos sepamos respetar sus deseos. Los periodistas trataron de colarse en una ocasión en el hospital. Si sucediera de nuevo algo así, tendría consecuencias muy negativas en la evolución de su terapia, sin mencionar el caos y la molestia que eso le supondría al hospital. A su hermano Tatsuo le preocupaba especialmente esa posibilidad.

Trasladaron a Shizuko al centro de terapia y rehabilitación en agosto de 1995. Hasta ese momento, es decir, los cinco meses posteriores al atentado, estuvo ingresada en la UCI de otro centro hospitalario donde el objetivo fundamental fue mantenerla con vida, por lo que fue imposible iniciar cualquier tipo de rehabilitación. Allí, los médicos estaban convencidos de que era prácticamente imposible que Shizuko pudiera llegar a sentarse en una silla de ruedas. Se pasó todo ese tiempo postrada en una cama con su mente en blanco. No abría los ojos, sus músculos apenas se movían. Sin embargo, en cuanto la trasladaron al centro de rehabilitación, su recuperación superó todas las expectativas. Actualmente se mueve por las salas en una silla de ruedas con la ayuda de las enfermeras. Es capaz incluso de mantener conversaciones sencillas. «Milagroso.» Ésa es la palabra que define su evolución.

A pesar de su evidente mejoría, su memoria prácticamente ha desaparecido. Por desgracia no recuerda nada de su vida anterior al atentado. El médico asegura que su mente corresponde a la de una chica que cursa grado elemental, pero su hermano Tatsuo no sabe en realidad lo que significa eso exactamente. Yo tampoco. ¿Se refiere al conjunto de sus procesos mentales? ¿A sus sinapsis, al hardware de los circuitos de su pensamiento? ¿O se trata, por el contrario, de que ha perdido el software, el conocimiento y la información que almacenaba? Así las cosas, sólo se pueden hacer dos afirmaciones ciertas:

1) Ha perdido algunas de sus facultades mentales.

2) Continúa siendo un misterio si será capaz de recuperarlas o no en algún momento.

Shizuko recuerda la mayor parte de las cosas que le han sucedido después del atentado, pero no todo. Tatsuo, por su parte, es incapaz de predecir lo que recordará o lo que olvidará.

Tiene el brazo y la pierna izquierda casi paralizados por completo, especialmente la pierna. No poder mover ciertas partes del cuerpo conlleva numerosos problemas. El verano pasado tuvo que soportar una dolorosa intervención en la que le cortaron un tendón en la parte posterior de la rodilla izquierda para lograr que la estirase. No puede ingerir alimentos ni líquidos por la boca. Tampoco puede mover la lengua ni la mandíbula.

En condiciones normales no somos conscientes de las maniobras tan complejas que llevamos a cabo cuando comemos o bebemos. Sólo cuando perdemos esas funciones tomamos plena conciencia de su trascendencia. Ésa es la situación actual de Shizuko. Puede tragar comidas blandas como yogur o helado, aunque le ha llevado meses de práctica conseguirlo. A Shizuko le gusta el yogur de fresa, tanto ácido como dulce. Por desgracia, la mayor parte de la dieta que constituye su alimentación se la tienen que introducir por la nariz mediante un tubo. Aún lleva en la garganta una válvula de aire que le colocaron cuando estuvo conectada a un respirador artificial. Es una placa metálica redonda, un triste recuerdo de su lucha con la muerte.

Su hermano empuja despacio la silla de Shizuko hasta la sala de estar. Es menuda, lleva el flequillo corto. Se parece a su hermano. Resulta muy difícil leer la expresión de su cara, pero al menos tiene buen color y las mejillas ligeramente sonrojadas. Parece adormilada, como si se acabara de despertar. Si no fuera por el tubo de plástico que asoma por su nariz, no parecería una mujer discapacitada.

Ninguno de sus ojos está completamente abierto, a pesar de lo cual se aprecia un brillo en ellos. Un destello en lo más profundo de las pupilas que, al contemplarlo, permite ir más allá de su apariencia externa y adivinar algo en su interior que parece al margen del sufrimiento.

—Hola —le digo a modo de saludo.

—Hola —me responde ella con un sonido que más bien suena como o-a.

Me presento con la ayuda de su hermano. Shizuko asiente. Le habían avisado de mi visita.

—Pregúntele lo que quiera —dice Tatsuo.

Me quedo en blanco. ¿Qué puedo decir?

—¿Quién le ha cortado el pelo? —me decido por fin.

—La enfermera —responde. En realidad dice algo como… fee… ra, pero en el contexto en el que nos encontramos resulta sencillo de interpretar. Responde rápido, sin titubear. Su mente está ahí, presente, se mueve a toda velocidad en el interior de su cabeza; sólo que su lengua y su mandíbula no son capaces de seguirle el paso.

Al principio está nerviosa, intimidada por mi presencia. No soy capaz de captar su timidez, pero a su hermano Tatsuo le resulta obvio.

—¿Qué te pasa hoy? ¿Por qué estás tan tímida? —le dice él medio en broma.

Me pregunto qué mujer joven que no se sienta bien y medianamente atractiva, no se mostraría tímida al conocer a alguien por primera vez. A decir verdad, yo también estoy un poco nervioso.

Antes de nuestra entrevista, Tatsuo le había hablado de mí: «El señor Murakami, el escritor, dice que quiere escribir sobre ti en un libro. ¿Qué te parece? ¿Estás de acuerdo? ¿Le puedo hablar yo de ti? ¿Puede venir a verte?». Shizuko contestó inmediatamente: «Sí».

Al hablar con ella, lo primero que me llama la atención son sus contundentes síes y noes, la velocidad con la que juzga las cosas. No creo que una niña de primaria fuese capaz de algo así. Se forma rápidamente una idea general de la situación, sin apenas titubeos. Le he traído unas flores amarillas porque me parece que ese color lo inunda todo de vida. Por desgracia, Shizuko no puede verlas. A plena luz del día sólo alcanza a intuir formas. Mueve ligeramente la cabeza y dice algo que no soy capaz de interpretar. Sólo espero que un poco de ese color que, a mis ojos al menos, ilumina la habitación, la impregne también a ella.

Lleva una bata rosa de algodón abrochada hasta el cuello, una manta fina sobre el regazo y un ligero chal cubre sus hombros. Por debajo de la manta asoma su mano derecha, rígida. Tatsuo se la coge de vez en cuando y la acaricia con cariño. La mano siempre está ahí cuando las palabras fallan.

Tiene el pelo alborotado debido a que pasa mucho tiempo en cama. Si se dieran cuenta las enfermeras, vendrían enseguida a arreglárselo, ya que su pelo corto resulta fácil de peinar.

Su hermano explica con una sonrisa que hasta hace poco sólo utilizaba unas pocas palabras para expresarse. No le costaba trabajo entenderla, pero recientemente ha empezado a formar frases más largas y a veces reconoce que no puede seguirla. Al menos eso significa que hace progresos, aunque a su boca aún le cueste seguir a su mente.

En mi caso, apenas puedo entender la mitad de lo que dice, pero Tatsuo, obviamente, comprende mucho más. Las enfermeras cuentan aún con más ventaja.

—Las enfermeras de aquí son jóvenes, honestas y amables —asegura Tatsuo—. Tenemos que estarles muy agradecidos. Son buena gente, ¿verdad, Shizuko?

Aayiih-ee-uh (Buena gente) —confirma Shizuko.

—A veces —explica Tatsuo—, si no entiendo lo que dice, se enfada mucho. No me deja irme hasta que lo entienda, como la última vez, ¿verdad, Shizuko?

Se produce un silencio. Un silencio embarazoso.

—¡Oye! ¿De qué te avergüenzas? —le regaña Tatsuo—. Eso es lo que me dijiste, ¿o no? No querías que tu hermano se marchase sin entender lo que le estabas diciendo.

Al escucharle, Shizuko sonríe y, cuando lo hace, se le ilumina el rostro. Sonríe más que la mayoría de la gente, aunque es posible que se deba en parte a que no controla del todo los músculos de la cara. En cualquier caso, imagino que siempre ha sonreído de esa manera; encaja a la perfección con su cara. De pronto se me ocurre que es probable que su hermano y ella hayan estado así desde niños.

—Hasta hace poco —continúa Tatsuo—, solía gritar cuando llegaba la hora de marcharme. Me suplicaba: «No te vayas, no te vayas». Yo siempre le contestaba lo mismo: «Tu hermano tiene que irse a casa porque los niños están solos. No sólo te echan de menos a ti, a mí también». Cada vez comprendía mejor lo que le decía y sólo eso ya representaba un gran progreso, ¿no le parece? Me doy cuenta de que aquí debía de sentirse terriblemente sola.

Silencio.

—Por eso vengo a menudo al hospital, para hablar con mi hermana —dice para retomar la conversación.

Las actuales circunstancias de la vida de Tatsuo, sin embargo, complican sus visitas. Tiene que realizar un trayecto de cincuenta minutos en coche desde el trabajo y luego volver. Es un vehículo que le deja la empresa, consciente de lo difícil de su situación y de su firme voluntad de visitar a su hermana todas las semanas. Algo que él agradece enormemente. Cuando viene, se sienta durante una hora a hablar con ella. Toma su mano, le da yogur de fresa con una cucharilla, conversan, le ayuda a llenar poco a poco los espacios en blanco de su memoria: «Fuimos todos juntos e hicimos… ¿Te acuerdas?».

—Lo más difícil de aceptar es que los recuerdos que compartimos como familia se han perdido —se lamenta Tatsuo—. Es como si los hubieran cortado con un cuchillo. A veces, cuando recuerdo cosas del pasado junto a mi hermana, me tiembla la voz y ella me pregunta si me encuentro bien.

La hora de visita termina oficialmente a las ocho de la tarde, pero con Tatsuo son menos estrictos. Cuando se marcha, se lleva la ropa sucia de su hermana; conduce de regreso a la oficina, camina desde allí cinco minutos hasta la boca del metro y viaja durante una hora más, incluyendo tres transbordos, antes de llegar a casa. Cuando llega los niños duermen hace rato. Para alguien como él que le da tanta importancia a la familia resulta muy duro. Ésa es su rutina desde hace un año y ocho meses. Mentiría si dijera que no está exhausto y nadie puede decir a ciencia cierta cuánto tiempo más tendrá que seguir así.

—Si todo esto se debiera a un accidente o algo por el estilo —me dirá más tarde Tatsuo sin soltar las manos del volante en el camino de regreso—, podría llegar a aceptarlo. Habría una causa, una razón, pero lo que sucedió es absurdo, estúpido, un acto criminal… Es intolerable, insoportable… —Al decirlo mueve ligeramente la cabeza, de manera que silencia cualquier comentario por mi parte.

—¿Podría mover un poco la mano derecha? —le pido a Shizuko. Levanta ligeramente los dedos. Es un intento. Los mueve despacio, los encoge con paciencia, luego los extiende—. Si no le molesta, ¿podría intentarlo agarrando mi mano?

A-e (Vale) —contesta ella.

Pongo cuatro de mis cinco dedos en la diminuta palma de su mano, no más grande que la de una niña. Los envuelve cuidadosamente, como si fueran los pétalos de una flor que se cierra para dormir. Son dedos suaves, ligeramente mullidos, femeninos, pero mucho más fuertes de lo que había supuesto en un principio. Atrapan mi mano con la determinación de un niño al que le dan algo importante que no puede perder. En su gesto se aprecia una fuerte voluntad, un objetivo. Parece muy concentrada, como si buscara algo o a alguien. Es probable que no sea yo al que busca, sino a otro que está más allá de mí y que, sin embargo, acaba por traerle de vuelta hasta mí. Pido disculpas por una explicación tan imprecisa de algo provocado por una impresión fugaz.

Hay algo en ella que intenta salir a la superficie. Puedo sentirlo. Algo importante que no encuentra el camino. Aunque sólo sea temporalmente, ha perdido la capacidad y los medios que le permitirían sacarlo a la luz; y, a pesar de todo, ese algo continúa ileso, intacto, protegido entre los muros de su interior. Agarrar la mano de otra persona es todo lo que puede hacer para comunicarlo. Mantiene la mía sujeta durante mucho tiempo. Le digo: «Gracias». Poco a poco sus dedos se relajan.

—Su recuperación es muy lenta. Si fuera a verla todos los días no tendría la sensación de que avanza —me explica Tatsuo más tarde en el coche—. Sin embargo, al dejar pasar unos días o un periodo de tiempo más o menos largo, soy consciente de lo evidente de su mejoría. Si no viera su evolución, no sé si podría continuar con esta rutina. Me doy cuenta de que tiene el firme propósito de recuperarse lo antes posible. Eso es lo que me ha sostenido hasta ahora. Los médicos que se encargan de su rehabilitación están admirados por su voluntad y paciencia. Shizuko nunca dice «dolor» o «cansancio». Hace terapia todos los días, entrena brazos y piernas, acude a la logopeda. También participa en programas de otras especialidades. Ninguna de esas cosas resulta sencilla, pero de todas las veces que los médicos o las enfermeras le han preguntado si estaba cansada, ella sólo ha respondido que sí en tres ocasiones. Tres. Por eso ha llegado donde está. Al menos eso es lo que dicen los profesionales a cargo de su rehabilitación. De estar postrada en cama, inconsciente, atada a un respirador artificial, ha logrado volver a hablar. Es como un sueño hecho realidad.

—¿Qué te gustaría hacer cuando te recuperes? —le pregunto a Shizuko.

¡Aaah-eeeh! —No entiendo lo que quiere decir.

—Viajar, quizás —dice Tatsuo tras reflexionar unos instantes.

Ii… (Sí) —confirma ella con una ligera inclinación de cabeza.

—¿Y adónde le gustaría ir? —vuelvo a preguntar.

I-ne-an. —Al principio ninguno de los dos entendemos, pero tras un poco de ensayo y error queda claro que se refiere a Disneylandia.

Ii —dice Shizuko con énfasis.

No resulta fácil asociar la idea de viajar con Disneylandia. Cualquiera que viva en Tokio, seguramente no considera que ir a Disneylandia sea un viaje. Pero según su forma de entender las cosas, sin una idea clara de lo que representan las distancias, ir a Disneylandia debe de ser lo mismo que vivir una gran aventura. Conceptualmente no es muy distinto al deseo de cualquiera de nosotros de ir, pongamos por caso, a Groenlandia. En la práctica, a ella le tiene que resultar mucho más difícil ir a Disneylandia que a cualquier otra persona al fin del mundo.

Los dos hijos de Tatsuo, de ocho y cuatro años, recuerdan bien la ocasión en la que fueron con su tía. Cuando van a verla al hospital, le hablan de aquello: «Nos lo pasamos muy bien», le dicen siempre. Quizá por eso Disneylandia representa para ella un lugar que simboliza libertad y salud. Nadie sabe exactamente si se acuerda o no de haber ido alguna vez. Es posible que se trate de un recuerdo implantado a posteriori. Después de todo, ni siquiera recuerda la habitación de la casa donde ha vivido tantos años.

Real o imaginario, Disneylandia ocupa un lugar nítido en su mente. Podemos acercarnos a esa imagen, pero no ver lo que ella ve.

—¿Te gustaría ir a Disneylandia con toda tu familia? —le pregunto.

Ii —responde ella alegremente.

—¿Con tu hermano, tu cuñada y los niños?

Asiente.

—Cuando pueda comer y beber con normalidad en lugar de hacerlo por ese tubo que tiene en la nariz —dice Tatsuo— quizá vayamos todos juntos.

Al decirlo aprieta ligeramente la mano de Shizuko.

—Espero que puedas ir muy pronto —le deseo a Shizuko.

Vuelve a asentir. Me mira, pero su mirada parece fija en algo que está más allá de mí.

—Cuando vayas, ¿en qué atracción te vas a subir? —le pregunta Tatsuo.

—¿En la montaña rusa? —le propongo yo.

—¿En la montaña espacial? —sugiere Tatsuo—. Son las atracciones que más le gustan.

Antes de marcharme, le pregunté:

—¿Podrías darme la mano por última vez?

Ii —contestó ella claramente.

Me levanté para acercarme a la silla de ruedas donde estaba sentada. Le ofrecí mi mano. Ella la tomó con más fuerza que la vez anterior, como si quisiera transmitirme algo con mayor insistencia. Estuvimos así mucho rato. Desde hacía mucho tiempo que nadie me apretaba la mano con tanto vigor como ella. Fue una sensación que conservé hasta mucho después de haber regresado a casa, como el recuerdo de un lugar cálido y soleado en una tarde de invierno. Honestamente, aún conservo una vaga memoria táctil que quizá guarde para siempre. Mientras escribo estas palabras sentado a mi mesa de trabajo, siento cómo ese calor me ayuda a hacerlo, como si lo que tengo que escribir estuviera cifrado en esa calidez. Trato de capturar lo que ella vio, hacerlo mío; sigo inconscientemente su mirada, pero al final sólo me encuentro con la pared.

Tenía la esperanza de que mi visita le infundiera cierto ánimo, pero no sabía cómo lograrlo. En un primer momento pensé que dependía por entero de mí, aunque no sucedió así en absoluto. Fue ella la que terminó infundiéndome a mí ánimo y valor.

Durante el proceso de escritura de este libro he pensado mucho en la que en mi opinión es la gran pregunta: ¿qué significa estar vivo? Si yo estuviera en la piel de Shizuko, ¿tendría su misma fuerza de voluntad, esa fuerza imprescindible para seguir vivo? ¿Tendría su coraje, su perseverancia, su determinación? ¿Podría tomar la mano de alguien con esa misma calidez? ¿Me salvaría el amor de los demás? No lo sé. Sinceramente, no estoy seguro.

Gente de todo el mundo vuelve la vista hacia las religiones como un modo de encontrar la salvación. Pero cuando la religión hiere y mutila, ¿a qué clase de salvación se dirigen? Mientras hablaba con Shizuko, la miré a los ojos para tratar de verla como era antes. ¿Qué es lo que ella ve? ¿Qué ilumina sus ojos? Si alguna vez consigue volver a hablar sin trabas, hay algo que me gustaría preguntarle: el día que fui a visitarla, ¿qué vio en ese instante fugaz en el que parecía mirar más allá de mí?

Pero ese día aún está lejos. Antes tiene que ir a Disneylandia.

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