Una breve historia de casi todo

Una breve historia de casi todo


V. La vida misma » 20. Un mundo pequeño

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20  UN MUNDO PEQUEÑO

PUEDE QUE NO SEA UNA BUENA IDEA que uno se tome un interés demasiado personal por sus microbios. El gran químico y bacteriólogo francés Louis Pasteur llegó a interesarse tanto por los suyos que se dedicaba a examinar críticamente cada plato que le ponían delante con un cristal de aumento[1], una costumbre que es de suponer que no le proporcionó muchas invitaciones repetidas a cenar.

No tiene ningún sentido, en realidad, que intentes esconderte de tus bacterias, ya que están siempre dentro de ti y a tu alrededor, en cantidades que te resultarían inconcebibles. Si gozas de buena salud y eres medianamente diligente respecto a la higiene, tendrás un rebaño de unos 1.000 billones de bacterias pastando en las llanuras de tu carne[2], unas 100.000 por cada centímetro cuadrado de tu piel. Están ahí para zamparse los 10.000 millones o así de escamas de piel de las que te desprendes cada día, más todos los sabrosos aceites y los minerales fortalecedores que afloran de poros y fisuras. Eres para ellos el mejor bufé, con la ventaja añadida de calor y movilidad constante. Y ellas te dan para agradecértelo el «olor corporal».

Y ésas son sólo las bacterias que viven en la piel. Hay billones más alojadas en el intestino y en los conductos nasales, aferradas a tu cabello y a tus pestañas, nadando por la superficie de tus ojos, taladrando el esmalte de dientes y muelas. El sistema digestivo alberga él solo más de 100 billones de microbios, de 400 tipos como mínimo[3]. Unas bacterias se dedican a los azúcares, otras a los almidones, las hay que atacan a otras bacterias… Un número sorprendente de ellas, como las ubicuas espiroquetas intestinales, no tienen absolutamente ninguna función apreciable[4]. Parece que les gusta simplemente estar contigo. El cuerpo humano consta de unos 10.000 billones de células, pero alberga unos 100.000 billones de células bacterianas[5]. Son, en suma, una gran parte de nosotros. Desde el punto de vista de las bacterias, claro, nosotros somos una parte bastante pequeña de ellas.

Como los humanos somos lo suficientemente grandes y listos para fabricar y utilizar antibióticos y desinfectantes, es fácil que nos creamos que hemos arrinconado ya a las bacterias en los márgenes de la existencia. No lo creas. Puede que las bacterias no sean capaces de construir ciudades y que no tengan una vida social interesante, pero estarán aquí cuando estalle el Sol. Éste es su planeta, y nosotros estamos en él sólo porque ellas nos permiten estar.

Las bacterias, nunca lo olvides, se pasaron miles de millones de años sin nosotros. Sin ellas no podríamos sobrevivir un solo día[6]. Procesan nuestros desechos y hacen que vuelvan a ser utilizables; sin su diligente mordisqueo nada se pudriría. Purifican nuestra agua y mantienen productivos nuestros suelos. Sintetizan vitaminas en nuestros intestinos, convierten las cosas que comemos en azúcares y polisacáridos útiles y hacen la guerra a los microbios foráneos que se nos cuelan por la garganta.

Dependemos totalmente de las bacterias para obtener nitrógeno del aire y convertirlo en nucleótidos y aminoácidos útiles para nosotros. Es una hazaña prodigiosa y gratificante. Como dicen Margulis y Sagan, para hacer lo mismo industrialmente (como cuando se fabrican fertilizantes) hay que calentar las materias primas hasta los 500 °C centígrados y someterlas a presiones trescientas veces superiores a las normales. Las bacterias hacen lo mismo continuamente sin ningún problema, y menos mal que lo hacen, porque ningún organismo mayor podría sobrevivir sin el nitrógeno que le pasan. Y sobre todo los microbios siguen proporcionándonos el aire que respiramos y manteniendo estable la atmósfera. Los microbios, incluidas las versiones modernas de cianobacterias, suministran la mayor parte del oxígeno respirable del planeta. Las algas y otros pequeños organismos que burbujean en el mar aportan unos 150.000 millones de kilos al año[7].

Y son asombrosamente prolíficas. Las más frenéticas de ellas pueden producir una nueva generación en menos de diez minutos; Clostridium perfringens, el pequeño y desagradable organismo que causa la gangrena, puede reproducirse en nueve minutos[8] y luego empieza inmediatamente a reproducirse otra vez. A ese ritmo, una sola bacteria podría producir en teoría más vástagos en dos días que protones hay en el universo[9]. «Si se da un suministro adecuado de nutrientes, una sola célula bacteriana puede generar 280 billones de individuos en un solo día[10]», según el bioquímico y premio Nobel belga Christian de Duve. En el mismo periodo, una célula humana no conseguiría efectuar más que una división.

Aproximadamente una vez por cada millón de divisiones, producen un mutante. Eso significa mala suerte para el mutante —el cambio siempre es arriesgado para un organismo—, pero de cuando en cuando la nueva bacteria está dotada de alguna ventaja accidental, como, por ejemplo, la habilidad para eludir o rechazar el ataque de un antibiótico. Esta capacidad de evolucionar rápidamente va acompañada de otra ventaja aún más temible. Las bacterias comparten información. Cada una de ellas puede tomar piezas del código genético de cualquier otra. En el fondo, como han dicho Margulis y Sagan, todas las bacterias nadan en una sola charca genética[11]. Cualquier cambio adaptativo que se produzca en un sector del universo bacteriano puede transmitirse a cualquier otro. Es como si un ser humano pudiese acudir a un insecto para obtener el material genético necesario para generar alas o poder andar por el techo. Significa que, desde un punto de vista genético, las bacterias se han convertido en un solo supraorganismo… pequeño, disperso, pero invencible.

Vivirán y prosperarán con casi cualquier cosa que derrames, babees o te sacudas de encima. Basta que les proporciones un poco de humedad (como cuando pasas un paño húmedo por un mostrador) y brotarán como surgidas de la nada. Comerán madera, la cola del empapelado, los metales de la pintura endurecida… Científicos de Australia encontraron microbios conocidos como Thiobacillus concretivorans[12] que vivían —en realidad no podían vivir sin— en concentraciones de ácido sulfúrico lo suficientemente fuertes para disolver metal. Se descubrió que una especie llamada Micrococcus radiophilus vivía muy feliz en los tanques de residuos de los reactores nucleares, atracándose de plutonio y cualquier otra cosa que hubiese allí. Algunas bacterias descomponen materiales químicos de los que no obtienen beneficio alguno, que sepamos[13].

Se las ha encontrado viviendo en géiseres de lodo hirviente y en lagos de sosa cáustica, en el interior profundo de rocas, en el fondo del mar, en charcos ocultos de agua helada de los McMurdo Dry Valleys de la Antártida y a 11 kilómetros de profundidad en el océano Pacífico, donde las presiones son más de mil veces mayores que en la superficie, o el equivalente a soportar el peso de 50 reactores Jumbo. Algunas de ellas parecen ser prácticamente indestructibles. Según The Economist, la Deinococcus radiodurans es «casi inmune a la radiactividad». Destruye con radiación su ADN y las piezas volverán a recomponerse inmediatamente «como los miembros desgarbados de un muerto viviente de una película de terror[14]».

La supervivencia más extraordinaria, de la cual por el momento tenemos constancia, tal vez sea la de una bacteria, Streptococcus, que se recuperó de las lentes selladas de una cámara que había permanecido dos años en la Luna[15]. Hay, en suma, pocos entornos en los que las bacterias no estén dispuestas a vivir. «Están descubriendo ahora que cuando introducen sondas en chimeneas oceánicas tan calientes que las sondas empiezan realmente a fundirse, hay bacterias incluso allí», me contó Victoria Bennett.

En la década de 1920 dos científicos de la Universidad de Chicago comunicaron que habían aislado cepas de bacterias de los pozos de petróleo, que habían estado viviendo a 600 metros de profundidad. Se rechazó la idea como básicamente ridícula (no había nada que pudiese seguir vivo a 600 metros de profundidad) y, durante sesenta años, se consideró que las muestras habían sido contaminadas con microbios de la superficie. Hoy sabemos que hay un montón de microbios que viven en las profundidades de la Tierra, muchos de los cuales no tienen absolutamente nada que ver con el mundo orgánico convencional. Comen rocas, o más bien el material que hay en las rocas (hierro, azufre, manganeso, etcétera). Y respiran también cosas extrañas (hierro, cromo, cobalto, incluso uranio). Esos procesos puede que cooperen en la concentración de oro, cobre y otros metales preciosos, y puede que en la formación de yacimientos de petróleo y de gas natural. Se ha hablado incluso de que sus incansables mordisqueos hayan podido crear la corteza terrestre[16].

Algunos científicos piensan ahora que podría haber hasta 100 billones de toneladas de bacterias viviendo bajo nuestros pies, en lo que se conoce como ecosistemas microbianos litoautótrofos subterráneos. Thomas Gold, de la Universidad de Cornell, ha calculado que si cogieses todas las bacterias del interior de la Tierra y las vertieses en la superficie, cubrirían el planeta hasta una altura de 15 metros[17], la altura de un edificio de cuatro plantas. Si los cálculos son correctos, podría haber más vida bajo la tierra que encima de ella.

En zonas profundas, los microbios disminuyen de tamaño y se vuelven extremadamente lentos e inactivos. El más dinámico de ellos puede dividirse no más de una vez por siglo[18], algunos puede que sólo una vez en quinientos años. Como ha dicho The Economist: «La clave para una larga vida es, al parecer, no hacer demasiado[19]». Cuando las cosas se ponen realmente feas, las bacterias están dispuestas a cerrar todos los sistemas y esperar que lleguen tiempos mejores. En 1997, los científicos consiguieron activar unas esporas de ántrax que habían permanecido aletargadas ochenta años en la vitrina de un museo de Trondheim, Noruega. Otros microorganismos han vuelto a la vida después de ser liberados de una lata de carne de 118 años de antigüedad o de una botella de cerveza de 166 años[20]. En 1996, científicos de la Academia Rusa de la Ciencia afirmaron haber revivido bacterias que habían permanecido congeladas en el permafrost siberiano tres millones de años[21]. Pero el récord lo ostenta, por el momento, la bacteria que Russell Vreeland y unos colegas suyos de la Universidad de West Chester, Pensilvania[22], comunicaron que habían resucitado una bacteria de 250 millones de años de antigüedad, Bacillus permians, que había quedado atrapada en unos yacimientos de sal a 600 metros de profundidad en Carlsbad, Nuevo México. Si es así, ese microbio es más viejo que los continentes.

La noticia se acogió con un comprensible escepticismo. Muchos bioquímicos consideraron que, en ese lapso de tiempo, los componentes del microbio se habrían degradado hasta el punto de resultar ya inservibles a menos que la bacteria se desperezase de cuando en cuando. Pero, si la bacteria se despertaba de cuando en cuando, no había ninguna fuente interna plausible de energía que pudiese haber durado tanto tiempo. Los científicos más escépticos sugirieron que la muestra podía haberse contaminado[23], si no durante la extracción sí mientras estaba aún enterrada. En 2001 un equipo de la Universidad de Tel Aviv aseguró que Bacillus permians era casi idéntico a una cepa de bacterias modernas, Bacillus marismortui, halladas en el mar Muerto. Sólo diferían dos de sus secuencias genéticas, y sólo ligeramente.

«¿Debemos creer —escribieron los investigadores israelíes— que, en 250 millones de años, Bacillus permians ha acumulado la misma cantidad de diferencias genéticas que podrían conseguirse en sólo un plazo de tres a siete días en el laboratorio?». Vreeland sugirió como respuesta que «las bacterias evolucionan más deprisa en el laboratorio que en libertad».

Puede ser.

Un hecho notable es que bien entrada la era espacial, la mayoría de los libros de texto aún dividía el mundo de lo vivo en sólo dos categorías: plantas y animales. Los microorganismos apenas aparecían. Las amebas y otros organismos unicelulares similares se trataban como protoanimales y, las algas, como protoplantas. Las bacterias solían agruparse también con las plantas[24], aunque todo el mundo supiese que ése no era su sitio. El naturalista alemán Ernst Haeckel había sugerido a finales del siglo XIX que las bacterias merecían figurar en un reino aparte, que él denominó mónera, pero la idea no empezó a cuajar entre los biólogos hasta los años sesenta e incluso entonces sólo entre algunos de ellos. (He de añadir que mi leal diccionario de mesa American Heritage de 1969 no incluye el término).

Muchos organismos del mundo visible tampoco acababan de ajustarse bien a la división tradicional. Los hongos (el grupo que incluye setas, mohos, mildius, levaduras y bejines) se trataban casi siempre como objetos botánicos, aunque en realidad casi nada de ellos (cómo se reproducen y respiran, cómo se forman…) se corresponda con el mundo de las plantas. Estructuralmente tienen más en común con los animales porque construyen sus células con quitina, un material que les proporciona su textura característica. Esa sustancia es la misma que se utiliza para hacer los caparazones de los insectos y las garras de los mamíferos, aunque no resulte tan gustosa en un escarabajo ciervo como en un hongo de Portobello. Sobre todo, a diferencia de todas las plantas, los hongos no fotosintetizan, por lo que no tienen clorofila y no son verdes. En vez de eso, crecen directamente sobre su fuente de alimentación, que puede ser casi cualquier cosa. Los hongos son capaces de comer el azufre de una pared de hormigón o la materia en descomposición que hay entre los dedos de tus pies… dos cosas que ninguna planta hará. Casi la única característica que comparten con las plantas es que tienen raíz.

Aún era más difícil de categorizar ese grupo peculiar de organismos oficialmente llamados mixomicetos, pero conocidos más comúnmente como mohos del limo. El nombre tiene mucho que ver sin duda con su oscuridad. Una denominación que resultase un poco más dinámica («protoplasma ambulante autoactivado», por ejemplo) y menos parecida al material que encuentras cuando penetras hondo en un desagüe atascado, habría otorgado casi seguro a estas entidades extraordinarias una cuota más inmediata de la atención que se merecen, porque los mohos del limo son, no nos confundamos, uno de los organismos más interesantes de la naturaleza. En los buenos tiempos, existen como individuos unicelulares, de forma muy parecida a las amebas. Pero cuando se ponen mal las cosas, se arrastran hasta un punto central de reunión y se convierten, casi milagrosamente, en una babosa. La babosa no es una cosa bella y no llega demasiado lejos (en general desde el fondo de un lecho de hojas a la parte superior, donde se encuentra en una posición un poco más expuesta), pero durante millones de años ése puede muy bien haber sido el truco más ingenioso del universo.

Y no para ahí la cosa. Después de haberse aupado a un emplazamiento más favorable, el moho del limo se transforma una vez más, adoptando la forma de una planta. Por algún curioso proceso regulado, las células se reconfiguran, como los miembros de una pequeña banda de música en marcha, para hacer un tallo encima del cual se forma un bulbo conocido como cuerpo frugífero. Dentro del cuerpo frugífero hay millones de esporas que, en el momento adecuado, se desprenden para que el viento se las lleve y se conviertan en organismos unicelulares que puedan volver a iniciar el proceso.

Los mohos del limo fueron considerados durante años protozoos por los zoólogos y hongos por los micólogos, aunque la mayoría de la gente se daba cuenta de que no pertenecían en realidad a ningún lugar. Cuando llegaron los análisis genéticos, la gente de los laboratorios descubrió sorprendida que los mohos del limo eran tan distintivos y peculiares que no estaban directamente relacionados con ninguna otra cosa de la naturaleza y, a veces, ni siquiera entre ellos. En un intento de poner un poco de orden en las crecientes impropiedades de clasificación[25], un ecologista de Cornell llamado R. H. Whittaker expuso en la revista Science una propuesta para dividir la vida en cinco ramas principales (se llaman reinos) denominadas animales, plantas, hongos, protistas y móneras. Protistas era una modificación de un término anterior, protoctista, que había propuesto John Hogg, y pretendía describir los organismos que no eran ni planta ni animal.

Aunque el nuevo esquema de Whittaker era una gran mejora, los protistas permanecieron mal definidos. Algunos taxonomistas reservaron el término para organismos unicelulares grandes (los eucariotas), pero otros lo consideraron una especie de cajón de sastre de la biología, incluyendo en él todo lo que no encajaba en ningún otro sitio. Incluía —dependiendo del texto que consultases— mohos del limo, amebas e incluso algas, entre otras muchas cosas. Según una estimación, incluía un total de hasta 200.000 especies diferentes de organismos[26]. Un cajón de sastre verdaderamente grande.

Irónicamente, justo cuando esta clasificación de cinco reinos de Whittaker estaba empezando a abrirse camino en los libros de texto, un despreocupado profesor de la Universidad de Illinois estaba abriéndoselo a su vez a un descubrimiento que lo cambiaría todo. Se llamaba Carl Woese y, desde mediados de los años sesenta (o más o menos todo lo pronto que era posible hacerlo), había estado estudiando tranquilamente secuencias genéticas de bacterias. En aquel primer periodo se trataba de un proceso extraordinariamente laborioso. Trabajar con una sola bacteria podía muy bien significar un año. Por entonces, según Woese, sólo se conocían unas 500 especies de bacterias[27], que es menos que el número de especies que tienes en la boca. Hoy el número es unas diez veces más, aunque no se aproxime ni mucho menos a las 26.900 especies de algas, las 70.000 de hongos y las 30.800 de amebas y organismos relacionados cuyas biografías llenan los anales de la biología.

No es simple indiferencia lo que mantiene el total bajo. Las bacterias suelen ser exasperantemente difíciles de aislar y de estudiar. Sólo alrededor de un 1 % crecerá en cultivo[28]. Considerando que son adaptables hasta la desmesura en la naturaleza, es un hecho extraño que el único lugar donde parecen no querer vivir sea en una placa de cultivo. Échalas en un lecho de agar, mímalas cuanto quieras y la mayoría de ellas se limitará a quedarse tumbada allí, rechazando cualquier incentivo para crecer. La bacteria que prospere en un laboratorio es por definición excepcional y, sin embargo, eran bacterias, casi exclusivamente, los organismos que estudiaban los microbiólogos. Era, decía Woese, como «aprender sobre los animales visitando zoos[29]».

Pero los genes permitieron a Woese aproximarse a los microorganismos desde otro ángulo. Y se dio cuenta, mientras trabajaba, de que había más divisiones fundamentales en el mundo microbiano de las que nadie sospechaba. Muchos de los organismos que parecían bacterias y se comportaban como bacterias eran, en realidad, algo completamente distinto… algo que se había ramificado de las bacterias hacía muchísimo tiempo. Woese llamó a esos organismos arqueobacterias, término que se abrevió más tarde en arqueas.

Hay que decir que los atributos que diferencian a las arqueas de las bacterias no son del género de los que aceleran el pulso de alguien que no sea un biólogo. Son principalmente diferencias en sus lípidos y la ausencia de una cosa llamada peptidoglicano. Pero, en la práctica, la diferencia es enorme. Hay más diferencia entre las arqueas y las bacterias que la que hay entre tú y yo y un cangrejo o una araña. Woese había descubierto él solo una división insospechada de la vida, tan fundamental que se alzaba por encima del nivel de reino en la cúspide del Árbol Universal de la Vida, como se le conoce un tanto reverencialmente.

En 1976, Woese sobresaltó al mundo —o al menos al trocito de él que estaba prestando atención— reelaborando el Árbol Universal de la Vida para incorporar no cinco divisiones principales sino 23. Las agrupó en tres nuevas categorías principales (bacterias, arqueas y eucarias), que él llamó dominios. La nueva ordenación era la siguiente:

Bacteria

: cianobacterias, bacterias púrpuras, bacterias Gram positivas, bacterias verdes no sulfurosas, flavobacterias y termotogales.

Archea

: arqueanos halofílicos, metanosarcinas, metanobacterias, metanococo, termocéler, termoproteo y pirodictio.

Eukarya

: diplomónadas, microsporidias, tricomónadas, flagelados, entamoebas, mohos del limo, ciliados, plantas, hongos y animales.

Las nuevas divisiones de Woese no conquistaron inmediatamente el mundo biológico. Algunos desdeñaron su sistema considerando que daba una importancia excesiva a lo microbiano. Muchos se limitaron a ignorarlo. Woese, según Frances Ashcroft, «se sintió amargamente decepcionado[30]». Pero, poco a poco, empezó a asentarse entre los microbiólogos su nuevo esquema. Los botánicos y los zoólogos tardaron mucho más en apreciar sus virtudes. No es difícil ver por qué. En el modelo de Woese, los mundos de la botánica y de la zoología quedan relegados a unas pocas ramitas del extremo exterior de la rama eucariana. Todo lo demás corresponde a los seres unicelulares.

«A esa gente la educaron para clasificar de acuerdo con grandes diferencias y similitudes morfológicas —explicó Woese a un entrevistador en 1996—. La idea de hacerlo de acuerdo con la secuencia molecular es algo que les resulta un poco difícil de asimilar a muchos de ellos».

En suma, si no podían ver una diferencia con sus propios ojos, no les gustaba. De modo que siguieron fieles a la división más convencional en cinco reinos… una ordenación que Woese calificó de «no muy útil» en sus momentos de mayor moderación y «claramente engañosa» la mayor parte del resto del tiempo. «La biología, como la física antes que ella —escribió—, ha pasado a un nivel en que los objetos de interés y sus interacciones no pueden a menudo apreciarse por observación directa[31]».

En 1998, el veterano y gran zoólogo de Harvard, Ernst Mayr (que tenía por entonces noventa y cuatro años y que, en el momento en que escribo esto, se acerca a los cien y aun sigue estando en forma), agitó todavía más el caldero declarando que no debía haber más que dos divisiones principales de la vida, a las que llamó «dominios». En un artículo publicado en Proceedings of the National Academy of Sciences, Mayr decía que los descubrimientos de Woese eran interesantes pero engañosos en último término, comentando que «Woese no tiene formación como biólogo y no está familiarizado, como es natural, con los principios de la clasificación[32]», que es quizá lo más que un científico distinguido se puede aproximar a decir de otro que no sabe de lo que está hablando.

Los detalles de las críticas de Mayr son sumamente técnicos (se refieren a temas de sexualidad meiótica, clasificación hennigiana e interpretaciones discrepantes del genoma de Methanobacterium thermoautrophicum, entre muchísimas cosas más), pero lo que alega es básicamente que la clasificación de Woese desequilibra el Árbol Universal de la Vida. El reino bacteriano, dice Mayr, consta de sólo unos cuantos miles de especies, mientras que el arqueano no tiene más que 175 especímenes denominados, con tal vez unos cuantos miles más por descubrir… pero «difícilmente más que eso».

Sin embargo, el reino eucariota (es decir, los organismos complejos con células nucleadas, como nosotros) cuenta ya con millones de especies. Mayr, en pro de «el principio de equilibrio», se muestra partidario de agrupar los sencillos organismos bacterianos en una sola categoría, procariotas, situando los organismos más complejos y «altamente evolucionados» restantes en el imperio eucariota, que se situaría a su lado como un igual. Dicho de otro modo, es partidario de mantener las cosas en gran medida como estaban antes. En esta división entre células simples y células complejas «es donde reside la gran diferenciación en el mundo de lo vivo».

Si la nueva clasificación de Woese nos enseña algo es que la vida es realmente diversa y que la mayor parte de su variedad es pequeña, unicelular y extraña. Constituye un impulso humano natural concebir la evolución como una larga cadena de mejoras, un avance interminable hacia el mayor tamaño y la complejidad… en una palabra, hacia nosotros. Nos halagamos a nosotros mismos. La mayor parte de la auténtica diversidad en la evolución ha sido de pequeña escala. Nosotros, las cosas grandes, sólo somos casualidades… una rama lateral interesante. De las 23 divisiones principales de la vida, sólo tres (plantas, animales y hongos) son lo suficientemente grandes para que puedan verlas ojos humanos[33] y hasta ellas incluyen especies que son microscópicas. De hecho, según Woese, si sumases toda la biomasa del planeta (todos los seres vivos, plantas incluidas), los microbios constituirían como mínimo el 80 % de todo lo que hay[34], puede que más. El mundo pertenece a lo muy pequeño… y ha sido así durante muchísimo tiempo.

¿Por qué, entonces, tienes que preguntarte en algún momento de tu vida, quieren tan a menudo hacernos daño los microbios? ¿Qué posible satisfacción podría haber para un microbio en hacernos tener fiebre o escalofríos, desfigurarnos con llagas o sobre todo en matarnos? Después de todo, un anfitrión muerto difícilmente va a poder seguir brindando mucha hospitalidad.

En primer lugar, conviene recordar que casi todos los microorganismos son neutrales o incluso beneficiosos para el bienestar humano. El organismo más devastadoramente infeccioso de la Tierra, una bacteria llamada Wolbachia[35], no hace absolutamente ningún daño a los humanos (ni, en realidad, a ningún otro vertebrado), pero, si fueses una gamba, un gusano o una mosca de la fruta, podría hacerte desear no haber nacido. En total, sólo aproximadamente un microbio de cada mil es patógeno para los humanos[36], según National Geographic… aunque, sabiendo lo que algunos de ellos pueden hacer, se nos podría perdonar que pensásemos que eso ya es bastante. Y aunque la mayoría de ellos sean benignos, los microbios son aún el asesino número tres del mundo occidental[37]… e incluso algunos que no nos matan nos hacen lamentar profundamente su existencia.

Hacer que un anfitrión se sienta mal tiene ciertos beneficios para el microbio. Los síntomas de una enfermedad suelen ayudar a propagarla. El vómito, el estornudo y la diarrea son métodos excelentes para salir de un anfitrión y disponerse a entrar en otro. La estrategia más eficaz de todas es solicitar la ayuda de un tercero móvil. A los organismos infecciosos les encantan los mosquitos porque su picadura los introduce directamente en un torrente sanguíneo en el que pueden ponerse inmediatamente a trabajar, antes de que los mecanismos de defensa de la víctima puedan darse cuenta de qué les ha atacado. Ésa es la razón de que tantas enfermedades de grado A (malaria, fiebre amarilla, dengue, encefalitis y un centenar o así de enfermedades menos célebres, pero con frecuencia muy voraces) empiecen con una picadura de mosquito. Es una casualidad afortunada para nosotros que el VIH (virus de la inmunodeficiencia humana), el agente del sida, no figure entre ellas… o aún no, por lo menos. Cualquier VIH que pueda absorber el mosquito en sus viajes lo disuelve su propio metabolismo. Si llega el día en que el virus supere esto mediante una mutación, puede que tengamos problemas muy graves.

Pero es un error considerar el asunto demasiado meticulosamente desde una posición lógica, porque es evidente que los microorganismos no son entidades calculadoras. A ellos no les preocupa lo que te hacen más de lo que te puede preocupar a ti liquidarlos a millones cuando te enjabonas y te duchas o cuando te aplicas un desodorante. La única ocasión en que tu bienestar continuado es importante para un patógeno es cuando te mata demasiado bien. Si te eliminan antes de que puedan mudarse, es muy posible que mueran contigo. La historia, explica Jared Diamond, está llena de enfermedades que «causaron en tiempos terribles epidemias y luego desaparecieron tan misteriosamente como habían llegado[38]». Cita, por ejemplo, la enfermedad del sudor inglés, potente pero por suerte pasajera, que asoló el país de 1485 a 1552, matando a decenas de miles a su paso y despareciendo luego completamente. La eficacia excesiva no es una buena cualidad para los organismos infecciosos.

Muchas enfermedades surgen no por lo que el organismo infeccioso te ha hecho a ti sino por lo que tu cuerpo está intentando hacerle a él. El sistema inmune, en su intento de librar el cuerpo de patógenos, destruye en ocasiones células o daña tejidos críticos, de manera que muchas veces que te encuentras mal se debe a las reacciones de tu propio sistema inmune y no a los patógenos. En realidad, ponerse enfermo es una reacción razonable a la infección. Los que están enfermos se recluyen en la cama y pasan a ser así una amenaza menor para el resto de la comunidad.

Como hay tantas cosas ahí fuera con capacidad para hacerte daño, tu cuerpo tiene un montón de variedades diferentes de leucocitos defensivos, unos diez millones de tipos en total, diseñado cada uno de ellos para identificar y destruir un tipo determinado de invasor. Sería de una ineficacia inadmisible mantener diez millones de ejércitos permanentes distintos, así que cada variedad de leucocito sólo mantiene unos cuantos exploradores en el servicio activo. Cuando invade un agente infeccioso (lo que se conoce como un antígeno), los vigías correspondientes identifican al atacante y piden refuerzos del tipo adecuado. Mientras tu organismo está fabricando esas fuerzas, es probable que te sientas maltrecho. La recuperación se inicia cuando las tropas entran por fin en acción.

Los leucocitos son implacables y atrapan y matan a todos los patógenos que puedan encontrar. Los atacantes, para evitar la extinción, han ideado dos estrategias elementales. Bien atacan rápidamente y se trasladan a un nuevo anfitrión, como ocurre con enfermedades infecciosas comunes como la gripe, o bien se disfrazan para que los leucocitos no las localicen, como en el caso del VIH, el virus responsable del sida, que puede mantenerse en los núcleos de las células durante años sin causar daño ni hacerse notar antes de entrar en acción.

Uno de los aspectos más extraños de la infección es que microbios que normalmente no hacen ningún daño, se introducen a veces en partes impropias del cuerpo y «se vuelven como locos», en palabras del doctor Bryan Marsh, un especialista en enfermedades infecciosas del Centro Médico Dartmouth-Hitchcock de Lebanon, New Hampshire. «Pasa continuamente con los accidentes de tráfico, cuando la gente sufre lesiones internas. Microbios que en general son benignos en el intestino entran en otras partes del cuerpo (el torrente sanguíneo, por ejemplo) y organizan un desastre terrible».

El trastorno bacteriano más temible y más incontrolable del momento es una enfermedad llamada fascitis necrotizante, en la que las bacterias se comen básicamente a la víctima de dentro a fuera[39], devorando tejido interno y dejando atrás como residuo una pulpa tóxica. Los pacientes suelen ingresar con males relativamente leves (sarpullido y fiebre, son característicos) pero experimentan luego un deterioro espectacular. Cuando se les abre suele descubrirse que lo que les pasa es sencillamente que están siendo consumidos. El único tratamiento es lo que se llama «cirugía extirpatoria radical», es decir, extraer en su totalidad la zona infectada. Fallecen el 70 % de las víctimas; muchos de los que se salvan quedan terriblemente desfigurados. El origen de la infección es una familia corriente de bacterias llamada estreptococo del grupo A, que lo único que hace normalmente es provocar una inflamación de garganta. Muy de cuando en cuando, por razones desconocidas, algunas de esas bacterias atraviesan las paredes de la garganta y entran en el cuerpo propiamente dicho, donde organizan un caos devastador. Son completamente inmunes a los antibióticos. Se producen unos mil casos al año en Estados Unidos, y nadie puede estar seguro de que el problema no se agrave.

Pasa exactamente lo mismo con la meningitis. El 10 % al menos de los adultos jóvenes, y tal vez el 30 % de los adolescentes, porta la mortífera bacteria meningocócica, pero vive en la garganta y es completamente inofensiva. Sólo de vez en cuando (en una persona joven de cada 100.000 aproximadamente) entra en el torrente sanguíneo y causa una enfermedad muy grave. En los peores casos puede llegar la muerte en doce horas. Es terriblemente rápida. «Te puedes encontrar con que una persona esté perfectamente sana a la hora del desayuno y muerta al anochecer», dice Marsh.

Tendríamos mucho más éxito con las bacterias si no fuésemos tan manirrotos con nuestra mejor arma contra ellas: los antibióticos. Según una estimación, un 70 % de los antibióticos que se utilizan en el mundo desarrollado se administran a los animales de granja, a menudo de forma rutinaria con el alimento normal, sólo para estimular el crecimiento o como una precaución frente a posibles infecciones. Esas aplicaciones dan a las bacterias todas las posibilidades de crear una resistencia a ellos. Es una oportunidad que han aprovechado con entusiasmo.

En 1952, la penicilina era plenamente eficaz contra todas las cepas de bacterias de estafilococos, hasta el punto de que, a principios de los años sesenta, la Dirección General de Salud Pública estadounidense, que dirigía William Stewart, se sentía lo suficientemente confiada como para declarar: «Ha llegado la hora de cerrar el libro de las enfermedades infecciosas[40]. Hemos eliminado prácticamente la infección en Estados Unidos». Pero, incluso cuando él estaba diciendo esto, alrededor de un 90 % de las cepas estaban involucradas en un proceso que les permitiría hacerse inmunes a la penicilina[41]. Pronto empezó a aparecer en los hospitales una de esas nuevas variedades, llamada estafilococo áureo, resistente a la meticilina. Sólo seguía siendo eficaz contra ella un tipo de antibiótico, la vancomicina, pero en 1997 un hospital de Tokio informó de la aparición de una variedad capaz de resistir incluso a eso[42]. En cuestión de unos meses se había propagado a otros seis hospitales japoneses. Los microbios están empezando a ganar la batalla otra vez en todas partes: sólo en los hospitales estadounidenses mueren de infecciones que contraen en ellos catorce mil personas al año. Como comentaba James Surowiecki[43] en un artículo de New Yorker, si se da a elegir a los laboratorios farmacéuticos entre producir antibióticos que la gente tomará a diario durante dos semanas y antidepresivos que la gente tomará a diario siempre, no debe sorprendernos que opten por esto último. Aunque se han reforzado un poco unos cuantos antibióticos, la industria farmacéutica no nos ha dado un antibiótico completamente nuevo desde los años setenta.

Nuestra despreocupación resulta mucho más alarmante desde que se descubrió que pueden tener un origen bacteriano muchas otras enfermedades. El proceso de descubrimiento se inició en 1983, cuando Harry Marshall, un médico de Perth, Australia Occidental, demostró que muchos cánceres de estómago y la mayoría de las úlceras de estómago los causaba una bacteria llamada Helicobacter pylori. Aunque sus descubrimientos eran fáciles de comprobar, la idea era tan revolucionaria que no llegaría a aceptarse de forma generalizada hasta después de más de una década. Los Institutos Nacionales de Salud de Estados Unidos, por ejemplo, no la respaldaron oficialmente hasta 1994[44]. «Cientos de personas, miles incluso, han debido de morir de úlceras que no deberían haber tenido[45]», explicaba Marshall a un periodista de Forbes en 1999.

Posteriores investigaciones han demostrado que hay, o puede haber, un componente bacteriano en muchos otros trastornos de todo tipo[46]: enfermedad cardíaca, asma, artritis, esclerosis múltiple, varios tipos de trastornos mentales, muchos cánceres, incluso se ha sugerido (en Science nada menos), en la obesidad. Tal vez no esté muy lejano el día en que necesitemos desesperadamente un antibiótico y no tengamos ninguno al que podamos recurrir.

Quizá sea un pequeño alivio saber que también las bacterias son capaces de ponerse malas. Se quedan a veces infectadas con bacteriófagos (o simplemente fagos), un tipo de virus. Un virus es una entidad extraña y nada bonita, «un trozo de ácido nucleico rodeado de malas noticias[47]», según la memorable frase del premio Nobel Peter Medawar. Más pequeños y más simples que las bacterias, los virus no están vivos. Cuando están aislados son inertes e inofensivos. Pero introdúcelos en un anfitrión adecuado y empiezan inmediatamente a actuar, cobran vida. Hay unos 5.000 tipos de virus conocidos[48], y nos afligen con muchos cientos de enfermedades, que van desde la gripe y el catarro común a las más contrarias al bienestar humano: viruela, rabia, fiebre amarilla, ébola, polio y sida.

Los virus prosperan apropiándose de material genético de una célula viva y utilizándolo para producir más virus. Se reproducen de una forma fanática y luego salen en busca de más células que invadir. Al no ser ellos mismos organismos vivos, pueden permitirse ser muy simples. Muchos, incluido el VIH, tienen 10 genes o menos, mientras que hasta la bacteria más simple necesita varios miles. Son también muy pequeños, demasiado para que puedan verse con un microscopio convencional. La ciencia no pudo ponerles la vista encima hasta 1943, cuando se inventó el microscopio electrónico. Pero pueden hacer un daño inmenso. Se calcula que la viruela mató sólo en el siglo XX a 300 millones de personas[49].

Tienen, además, una capacidad inquietante para irrumpir en el mundo de una forma nueva y sorprendente y esfumarse luego otra vez con la misma rapidez con que aparecieron.

En 1916, en uno de estos casos, la gente empezó a contraer en Europa y en América una extraña enfermedad que acabaría conociéndose como encefalitis letárgica. Las víctimas se iban a dormir y no despertaban. Se las podía inducir sin demasiado problema a ingerir alimentos o a ir al retrete y contestaban razonablemente a las preguntas (sabían quiénes eran y dónde estaban), aunque su actitud fuese siempre apática. Pero, en cuanto se les permitía descansar, volvían inmediatamente a hundirse en un adormilamiento profundo y se quedaban en ese estado todo el tiempo que los dejaran. Algunos continuaron así varios meses antes de morir. Un puñado de ellos sobrevivió y recuperó la conciencia, pero no su antigua vivacidad. Existían en un estado de profunda apatía, «como volcanes extintos» en palabras de un médico. La enfermedad mató en diez años a unos cinco millones de personas y luego, rápidamente, desapareció[50]. No logró atraer mucha atención perdurable porque, en el ínterin, barrió el mundo una epidemia aún peor, de hecho la peor de la historia.

Se le llama unas veces la epidemia de la gran gripe porcina y otras la epidemia de la gran gripe española, pero, en cualquier caso, fue feroz. La Primera Guerra Mundial mató 21 millones de personas en cuatro años; la gripe porcina hizo lo mismo en sus primeros cuatro meses[51]. Casi el 80 % de las bajas estadounidenses en la Primera Guerra Mundial no fue por fuego enemigo sino por la gripe. En algunas unidades la tasa de mortalidad llegó a ser del 80 %.

La gripe porcina surgió como una gripe normal, no mortal, en la primavera de 1918, pero lo cierto es que, en los meses siguientes —nadie sabe cómo ni dónde—, mutó convirtiéndose en una cosa más seria. Una quinta parte de las víctimas sólo padeció síntomas leves, pero el resto cayó gravemente enfermo y muchos murieron. Algunos sucumbieron en cuestión de horas; otros aguantaron unos cuantos días.

En Estados Unidos, las primeras muertes se registraron entre marineros de Boston a finales de agosto de 1918, pero la epidemia se propagó rápidamente por todo el país. Se cerraron escuelas, se cancelaron las diversiones públicas, la gente llevaba mascarillas en todas partes. No sirvió de mucho. Entre el otoño de 1918 y la primavera del año siguiente murieron de gripe en el país 584.425 personas. En Inglaterra el balance fue de 220.000, con cantidades similares en Francia y Alemania. Nadie conoce el total mundial, ya que los registros eran a menudo bastante pobres en el Tercer Mundo, pero no debió de ser de menos de veinte millones y, probablemente, se aproximase más a los cincuenta. Algunas estimaciones han elevado el total mundial a los cien millones.

Las autoridades sanitarias realizaron experimentos con voluntarios en la prisión militar de la isla Deer, en el puerto de Boston[52], para intentar obtener una vacuna. Se prometió a los presos el perdón si sobrevivían a una serie de pruebas. Estas pruebas eran, por decir poco, rigurosas. Primero se inyectaba a los sujetos tejido pulmonar infectado de los fallecidos y, luego, se les rociaba en los ojos, la nariz y la boca con aerosoles infecciosos. Si no sucumbían con eso, les aplicaban en la garganta secreciones tomadas directamente de los enfermos y de los moribundos. Si fallaba también todo esto, se les ordenaba que se sentaran y abrieran la boca mientras una víctima muy enferma se sentaba frente a ellos, y un poco más alto, y se le pedía que les tosiese en la cara.

De los trescientos hombres (una cifra bastante asombrosa) que se ofrecieron voluntarios, los médicos eligieron para las pruebas a sesenta y dos. Ninguno contrajo la gripe… absolutamente ninguno. El único que enfermó fue el médico del pabellón, que murió enseguida. La probable explicación de esto es que la epidemia había pasado por la prisión unas semanas antes y los voluntarios, que habían sobrevivido todos ellos a su visita, poseían una inmunidad natural.

Hay muchas cosas de la gripe de 1918 que no entendemos bien o que no entendemos en absoluto. Uno de los misterios es cómo surgió súbitamente, en todas partes, en lugares separados por océanos, cordilleras y otros obstáculos terrestres. Un virus no puede sobrevivir más de unas cuantas horas fuera de un cuerpo anfitrión, así que ¿cómo pudo aparecer en Madrid, Bombay y Filadelfia en la misma semana?

La respuesta probable es que lo incubó y lo propagó gente que sólo tenía leves síntomas o ninguno en absoluto. Incluso en brotes normales, aproximadamente un 10 % de las personas de cualquier población dada tiene la gripe pero no se da cuenta de ello porque no experimentan ningún efecto negativo. Y como siguen circulando tienden a ser los grandes propagadores de la enfermedad.

Eso explicaría la amplia difusión del brote de 1918, pero no explica aún cómo consiguió mantenerse varios meses antes de brotar tan explosivamente más o menos a la vez en todas partes. Aún es más misterioso el que fuese más devastadora con quienes estaban en la flor de la vida. La gripe suele atacar con más fuerza a los niños pequeños y a los ancianos, pero en el brote de 1918 las muertes se produjeron predominantemente entre gente de veintitantos y treinta y tantos años. Es posible que la gente de más edad se beneficiase de una resistencia adquirida en una exposición anterior a la misma variedad, pero no sabemos por qué se libraban también los niños pequeños. El mayor misterio de todos es por qué la gripe de 1918 fue tan ferozmente mortífera cuando la mayoría de las gripes no lo es. Aún no tenemos ni idea.

Ciertos tipos de virus regresan de cuando en cuando. Un desagradable virus ruso llamado H1N1 produjo varios brotes en 1933, de nuevo en los años cincuenta y, una vez más, en la de los setenta. Dónde estuvo durante ese tiempo, no lo sabemos con seguridad. Una explicación es que los virus permanezcan ocultos en poblaciones de animales salvajes antes de probar suerte con una nueva generación de seres humanos. Nadie puede desechar la posibilidad de que la epidemia de la gran gripe porcina pueda volver a levantar cabeza.

Y si no lo hace ella, podrían hacerlo otras. Surgen constantemente virus nuevos y aterradores. Ébola, la fiebre de Lassa y de Malburg han tendido todos a brotar de pronto y apagarse de nuevo, pero nadie puede saber si están o no mutando en alguna parte, o simplemente esperando la oportunidad adecuada para irrumpir de una manera catastrófica. Está claro que el sida lleva entre nosotros mucho más tiempo del que nadie sospechaba en principio. Investigadores de la Royal Infirmary de Manchester descubrieron que un marinero que había muerto por causas misteriosas e incurables en 1959 tenía en realidad sida[53]. Sin embargo, por la razón que fuese, la enfermedad se mantuvo en general inactiva durante otros veinte años.

El milagro es que otras enfermedades no se hayan propagado con la misma intensidad. La fiebre de Lassa, que no se detectó por primera vez hasta 1969, en África occidental, es extremadamente virulenta y se sabe poco de ella. En 1969, un médico de un laboratorio de la Universidad de Yale, New Haven, Connecticut, que estaba estudiando la fiebre, la contrajo[54]. Sobrevivió, pero sucedió algo aún más alarmante: un técnico de un laboratorio cercano, que no había estado expuesto directamente, contrajo también la enfermedad y falleció.

Afortunadamente, el brote se detuvo ahí, pero no podemos contar con que vayamos a ser siempre tan afortunados. Nuestra forma de vida propicia las epidemias. Los viajes aéreos hacen posible que se propaguen agentes infecciosos por todo el planeta con asombrosa facilidad. Un virus ébola podría iniciar el día, por ejemplo, en Benin y terminarlo en Nueva York, en Hamburgo, en Nairobi o en los tres sitios. Esto significa también que las autoridades sanitarias necesitan cada vez más estar familiarizadas con prácticamente todas las enfermedades que existen en todas partes, pero, por supuesto, no lo están. En 1990, un nigeriano que vivía en Chicago se vio expuesto a la fiebre de Lassa durante una visita que efectuó a su país natal[55], pero no manifestó los síntomas hasta después de su regreso a Estados Unidos. Murió en un hospital de Chicago sin diagnóstico y sin que nadie tomase ninguna precaución especial al tratarle, ya que no sabían que tenía una de las enfermedades más mortíferas e infecciosas del planeta. Milagrosamente, no resultó infectado nadie más. Puede que la próxima vez no tengamos tanta suerte.

Y tras esa nota aleccionadora, es hora de que volvamos al mundo de lo visiblemente vivo.

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