Una breve historia de casi todo

Una breve historia de casi todo


V. La vida misma » 21. La vida sigue

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21  LA VIDA SIGUE

NO ES FÁCIL CONVERTIRSE EN UN FÓSIL. El destino de casi todos los organismos vivientes[1] (alrededor del 99,9 % de ellos) es descomponerse en la nada. Cuando se te apague la chispa, todas las moléculas que posees se desprenderán de ti, o se dispersarán, y pasarán a utilizarse en algún otro sistema. Así son las cosas. Aunque consigas figurar en el pequeño grupo de organismos, ese menos del 0,1 %, que no resulta devorado, las posibilidades de que acabes convertido en un fósil son muy pequeñas.

Para convertirse en un fósil tienen que suceder varias cosas. Primero, tienes que morir en el lugar adecuado. Sólo el 15 % de las rocas aproximadamente puede preservar fósiles[2], así que de nada sirve desplomarse sobre un futuro emplazamiento de granito. En términos prácticos, el difunto debe acabar enterrado en un sedimento en el que pueda dejar una impresión, como la de una hoja en el barro, o descomponerse sin exposición al oxígeno, permitiendo que las moléculas de sus huesos y partes duras (y muy de cuando en cuando partes más blandas) sean sustituidas por minerales disueltos, creándose una copia petrificada del original. Luego, cuando los sedimentos en los que yace el fósil sean despreocupadamente prensados, plegados y zarandeados de un lado a otro por los procesos de la Tierra, el fósil debe mantener de algún modo una forma identificable. Finalmente, pero sobre todo, después de decenas de millones o tal vez centenares de millones de años ocultos, debe encontrarlo alguien e identificarlo como algo digno de conservarse.

Se cree que sólo un hueso de cada mil millones aproximadamente llega a fosilizarse alguna vez. Si es así, significa que el legado fósil completo de todos los estadounidenses que viven hoy (es decir, 270 millones de individuos con 206 huesos cada uno) sólo serán unos 50 huesos, la cuarta parte de un esqueleto completo. Eso no quiere decir, claro, que vaya a encontrarse realmente alguna vez alguno de esos huesos. Teniendo en cuenta que se pueden enterrar en cualquier parte dentro de un área de algo más de 9,3 millones de kilómetros cuadrados, poco de la cual va a ser excavado alguna vez, mucho menos examinado, sería una especie de milagro que se encontrasen. Los fósiles son en todos los sentidos evanescentemente raros. La mayor parte de lo que ha vivido en la Tierra no ha dejado atrás el menor recuerdo. Se ha calculado que sólo ha conseguido acceder al registro fósil menos de una especie de cada diez mil[3]. Eso es ya por sí solo una porción clamorosamente infinitesimal. Sin embargo, si aceptas la estimación común de que la Tierra ha producido 30.000 millones de especies de criaturas a lo largo de su periodo de existencia, y la afirmación de Richard Leakey y Roger Lewin (en La sexta extinción) de que hay 250.000 especies de criaturas en el registro fósil[4], eso reduce la proporción a sólo una de cada 120.000. En suma, lo que poseemos es una muestra mínima de toda la vida que ha engendrado la Tierra.

Además, el registro que tenemos es totalmente sesgado. La mayoría de los animales terrestres no muere en sedimentos, claro. Caen en campo abierto y son devorados o se pudren y se descomponen sin dejar rastro. Así que el registro fósil está casi absurdamente sesgado en favor de las criaturas marinas. Aproximadamente, el 95 % de todos los fósiles que poseemos son de animales que vivieron en tiempos bajo el agua[5], casi todos ellos en mares poco profundos.

Menciono todo esto con la finalidad de explicar por qué un día gris de febrero acudí al Museo de Historia Natural de Londres a ver a un paleontólogo alegre, levemente arrugado y muy agradable, llamado Richard Fortey.

Fortey sabe muchísimo de muchísimas cosas. Es el autor de un libro irónico y espléndido titulado La vida: una biografía no autorizada, que cubre todo el panorama de la creación animada. Pero su primer amor es un tipo de criatura marina, los llamados trilobites, que llenaban en tiempos los mares ordovícicos pero que no han existido durante mucho tiempo más que como forma fosilizada. Todos los trilobites comparten un plano corporal básico de tres partes, o lóbulos (cabeza, cola, tórax), al que deben su nombre. Fortey encontró el primero cuando aún era un niño que andaba trepando por las rocas de la bahía de St. David, en Gales. Quedó enganchado de por vida.

Me llevó a una galería de altos armarios metálicos. Estaban todos ellos llenos de cajones de poco fondo, y cada cajón estaba lleno a su vez de trilobites pétreos… había 20.000 especímenes en total.

—Parece un número muy grande[6] —aceptó—, pero tienes que recordar que millones y millones de trilobites vivieron durante millones y millones de años en los mares antiguos, así que veinte mil no es un número tan inmenso. Y la mayoría de ellos son sólo especímenes parciales. El hallazgo de un fósil de trilobites completo aún es un gran acontecimiento para un paleontólogo.

Los trilobites aparecieron por primera vez (totalmente formados, al parecer de la nada) hace unos 540 millones de años, en fechas próximas al inicio de la gran explosión de vida compleja vulgarmente conocida como la explosión cámbrica, y luego se desvanecieron, junto con muchas cosas más, en la gran, y aún misteriosa, extinción pérmica unos 300 millones de años después. Como sucede con todas las criaturas extintas, se siente uno, como es natural, tentado a considerarlos un experimento fallido, pero en realidad figuraron entre los animales de mayor éxito que hayan existido. Reinaron a lo largo de 300 millones de años, el doble que los dinosaurios, que figuran también entre los grandes supervivientes de la historia. Los humanos, señala Fortey, han sobrevivido hasta ahora el 0,5 % de ese periodo[7].

Con tanto tiempo a su disposición, los trilobites proliferaron prodigiosamente. La mayoría se mantuvieron de pequeño tamaño, más o menos de la talla de los escarabajos modernos, pero algunos llegaron a ser tan grandes como bandejas. Formaron en total un mínimo de 5.000 géneros y 60.000 especies… aunque aparecen continuamente más. Fortey había estado hacía poco en una conferencia en Suramérica donde le había abordado una profesora de una pequeña universidad argentina de provincias.

—Tenía una caja que estaba llena de cosas interesantes… trilobites que no se habían visto hasta entonces en Suramérica, ni en ninguna otra parte en realidad, y muchísimas cosas más. No disponía de servicios de investigación para estudiarlas ni de fondos para buscar más. Hay zonas extensas del mundo que están aún inexploradas.

—¿Por lo que se refiere a los trilobites?

—No, por lo que se refiere a todas las cosas.

Los trilobites fueron casi las únicas formas conocidas de vida compleja primitiva a lo largo del siglo XIX, y fueron coleccionados y estudiados por esa razón. El gran misterio que planteaban era su aparición súbita. Hoy incluso, como dice Fortey, puede resultar asombroso acercarse a una formación apropiada de rocas y abrirte paso hacia arriba a través de los eones, sin encontrar absolutamente ninguna vida visible y, luego, de pronto, «saltará a tus manos expectantes un Profallotaspis entero o un Elenellus, grande como un cangrejo[8]». Eran criaturas con extremidades, agallas, sistema nervioso, antenas sondeadoras, «una especie de cerebro», en palabras de Fortey, y los ojos más extraños que se hayan visto jamás. Hechos de varillas de calcio, el mismo material que forma la piedra caliza, constituyen el sistema visual más antiguo que se conoce. Aparte de esto, los trilobites más antiguos no formaban una sola especie audaz, sino docenas, y no aparecieron en uno o dos sitios sino por todas partes. Mucha gente reflexiva del siglo XIX consideró esto prueba de la intervención de Dios y una refutación de los ideales evolucionistas de Darwin. Si la evolución procedió con lentitud, preguntaban, cómo explicaba Darwin esa aparición súbita de criaturas complejas plenamente formadas. La verdad es que no podía.

Y así parecían destinadas a seguir las cosas para siempre hasta que, un día de 1909, tres meses antes del quincuagésimo aniversario de la publicación de El origen de las especies de Darwin, un paleontólogo llamado Charles Doolittle Walcott hizo un descubrimiento extraordinario en las Rocosas canadienses.

Walcott había nacido en 1850 y se había criado cerca de Utica, Nueva York, en una familia de medios modestos, que se hicieron más modestos aún con la muerte súbita de su padre cuando Charles era muy pequeño. Descubrió de niño que tenía una habilidad especial para encontrar fósiles, sobre todo trilobites, y reunió una colección lo suficientemente importante como para que la comprara Louis Agassiz[9] para su museo de Harvard por una pequeña fortuna, unos 65.000 euros en dinero de hoy. Aunque apenas poseía una formación de bachiller y era en ciencias un autodidacta, Walcott se convirtió en una destacada autoridad en trilobites y fue la primera persona que demostró que eran artrópodos, el grupo en el que se incluyen los insectos y crustáceos modernos.

En 1879, Walcott consiguió un trabajo como investigador de campo[10] en el recién creado Servicio Geológico de Estados Unidos. Desempeñó el puesto con tal distinción que, al cabo de quince años, se había convertido en su director. En 1907 fue nombrado secretario del Instituto Smithsoniano, cargo que conservó hasta 1927, en que murió. A pesar de sus obligaciones administrativas siguió haciendo trabajo de campo y escribiendo prolíficamente. «Sus libros ocupan todo el estante de una biblioteca[11]», según Fortey. Fue también, y no por casualidad, director fundador del Comité Nacional Asesor para la Aeronáutica, que acabaría convirtiéndose en la NASA, y bien se le puede considerar por ello el abuelo de la era espacial.

Pero, por lo que se le recuerda hoy, es por un astuto pero afortunado descubrimiento que hizo en la Columbia Británica, a finales del verano de 1909, en el pueblecito de Field, encima de él más bien, muy arriba. La versión tradicional de la historia es que Walcott y su esposa iban a caballo por un camino de montaña, y el caballo de su esposa resbaló en unas piedras que se habían desprendido de la ladera. Walcott desmontó para ayudarla y descubrió que el caballo había dado la vuelta a una losa de pizarra que contenía crustáceos fósiles de un tipo especialmente antiguo e insólito. Estaba nevando —el invierno llega pronto a las Rocosas canadienses—, así que no se entretuvieron. Pero al año siguiente Walcott regresó allí en la primera ocasión que tuvo. Siguiendo la presunta ruta hacia el sitio del que se habían desprendido las piedras, escaló unos 228 metros, hasta cerca de la cumbre de la montaña. Allí, a 2.400 metros por encima del nivel del mar, encontró un afloramiento de pizarra, de la longitud aproximada de una manzana de edificios, que contenía una colección inigualable de fósiles de poco después de que irrumpiera la vida compleja en deslumbrante profusión… la famosa explosión cámbrica. Lo que Walcott había encontrado era, en realidad, el grial de la paleontología. El afloramiento pasó a conocerse como Burgess Shale (la «losa» o «pizarra» de Burgess), por el nombre de la montaña en que se encontró, y aportaría durante mucho tiempo «nuestro único testimonio del comienzo de la vida moderna[12] en toda su plenitud», como indicaba el difunto Stephen Jay Gould en su popular libro La vida maravillosa.

Gould, siempre escrupuloso, descubrió[13], leyendo los diarios de Walcott, que la historia del descubrimiento de Burgess Shale parecía estar un poco adornada (Walcott no hace mención alguna de que resbalase un caballo o estuviese nevando), pero no hay duda de que fue un descubrimiento extraordinario.

Es casi imposible para nosotros, para los que el tiempo de permanencia en la Tierra será de sólo unas cuantas décadas fugaces, apreciar lo alejada en el tiempo de nosotros que está la explosión cámbrica. Si pudieses volar hacia atrás por el pasado a la velocidad de un año por segundo, tardarías una media hora en llegar a la época de Cristo y algo más de tres semanas en llegar a los inicios de la vida humana. Pero te llevaría veinte años llegar al principio del periodo Cámbrico. Fue, en otras palabras, hace muchísimo tiempo, y el mundo era entonces un sitio muy distinto.

Por una parte, cuando se formó Burgess Shale, hace más de 500 millones de años, no estaba en la cima de una montaña, sino al pie de una. Estaba concretamente en una cuenca oceánica poco profunda, al fondo de un abrupto acantilado. En los mares de aquella época pululaba la vida, pero los animales no dejaban normalmente ningún resto porque eran de cuerpo blando y se descomponían después de morir. Pero en Burgess el acantilado se desplomó y las criaturas que había abajo, sepultadas en un alud de lodo, quedaron aplastadas como flores de un libro, con sus rasgos conservados con maravilloso detalle.

Walcott, en viajes anuales de verano, entre 1910 y 1925 (en que tenía ya setenta y cinco años), extrajo decenas de miles de especímenes (Gould habla de 80.000; los comprobadores de datos de National Geographic, que suelen ser fidedignos, hablan de 60.000), que se llevó a Washington para su posterior estudio. Era una colección sin parangón, tanto por el número de especímenes como por su diversidad. Algunos de los fósiles de Burgess tenían concha, muchos otros no. Algunas de las criaturas veían, otras eran ciegas. La variedad era enorme, 140 especies según un recuento[14]. «Burgess Shale indicaba una gama de disparidad en el diseño anatómico que nunca se ha igualado[15] y a la que no igualan hoy todas las criaturas de los mares del mundo», escribió Gould.

Desgraciadamente, según Gould, Walcott no fue capaz de apreciar la importancia de lo que había encontrado. «Walcott, arrebatándole la derrota de las fauces a la victoria —escribió Gould en otra obra suya, Ocho cerditos—, pasó luego a interpretar aquellos magníficos fósiles del modo más erróneo posible». Los emplazó en grupos modernos, convirtiéndolos en ancestros de gusanos, medusas y otras criaturas de hoy, incapaz de apreciar su carácter distinto. «De acuerdo con aquella interpretación[16] —se lamenta Gould—, la vida empezaba en la sencillez primordial y avanzaba inexorable y predeciblemente hacia más y mejor».

Walcott murió en 1917 y los fósiles de Burgess quedaron en gran medida olvidados. Durante casi medio siglo permanecieron encerrados en cajones del Museo Americano de Historia Natural de Washington, donde raras veces se consultaban y nunca se pusieron en entredicho. Luego, en 1973, un estudiante graduado de la Universidad de Cambridge[17] llamado Simon Conway Morris hizo una visita a la colección. Se quedó asombrado con lo que encontró. Los fósiles eran mucho más espléndidos y variados de lo que Walcott había explicado en sus escritos. En taxonomía, la categoría que describe los planos corporales básicos de los organismos es el filum, y allí había, en opinión de Conway Morris, cajones y cajones de esas singularidades anatómicas… y, asombrosa e inexplicablemente, el hombre que las había encontrado no había sabido verlo.

Conway Morris, con su supervisor Harry Whittington y un compañero también estudiante graduado, Derek Briggs, se pasaron varios años revisando sistemáticamente toda la colección y elaborando una interesante monografía tras otra mientras iban haciendo descubrimiento tras descubrimiento. Muchas de las criaturas tenían planos corporales que no eran sólo distintos de cualquier cosa vista antes o después, sino que eran extravagantemente distintos. Una de ellas, Opabinia, tenía cinco ojos y un hocico como un pitorro con garras al final. Otra, un ser con forma de disco llamado Peytoia, resultaba casi cómico porque parecía una rodaja circular de piña. Una tercera era evidente que había caminado tambaleante sobre hileras de patas tipo zancos y era tan extraña que la llamaron Hallucigenia. Había tanta novedad no identificada[18] en la colección que, en determinado momento, se dice que se oyó murmurar a Conway Morris al abrir un cajón: «Joder, no, otro filum».

Las revisiones del equipo inglés mostraban que el Cámbrico había sido un periodo de innovación y experimentación sin paralelo en el diseño corporal. Durante casi 4.000 millones de años, la vida había avanzado parsimoniosamente sin ninguna ambición apreciable en la dirección de la complejidad, y luego, de pronto, en el transcurso de sólo cinco o diez millones de años, había creado todos los diseños corporales básicos aún hoy vigentes. Nombra una criatura, desde el gusano nematodo a Cameron Diaz, y todos utilizan una arquitectura que se creó en la fiesta cámbrica[19].

Pero lo más sorprendente era que hubiese tantos diseños corporales que no habían conseguido dar en el clavo, digamos, y dejar descendientes. Según Gould, 15 al menos y tal vez hasta 20[20] de los animales de Burgess no pertenecían a ningún filum identificado. (El número pronto aumentó en algunos recuentos populares hasta los 100… bastante más de lo que pretendieron nunca en realidad los científicos de Cambridge). «La historia de la vida —escribió Gould— es una historia de eliminación masiva seguida de diferenciación dentro de unos cuantos linajes supervivientes, no el cuento convencional de una excelencia, una complejidad y una diversidad continuadas y crecientes». Daba la impresión de que el éxito evolutivo era una lotería.

Una criatura que sí consiguió seguir adelante, un pequeño ser gusaniforme llamado Pikaia gracilens, se descubrió que tenía una espina dorsal primitiva, que lo convertía en el antepasado más antiguo conocido de todos los vertebrados posteriores, nosotros incluidos. El Pikaia no abundaba ni mucho menos entre los fósiles de Burgess, así que cualquiera sabe lo cerca que pueden haber estado de la extinción. Gould, en una cita famosa, deja muy claro que considera el éxito de nuestro linaje una chiripa afortunada: «Rebobina la cinta de la vida[21] hasta los primeros tiempos de Burgess Shale, ponla en marcha de nuevo desde un punto de partida idéntico y la posibilidad de que algo como la inteligencia humana tuviese la suerte de reaparecer resulta evanescentemente pequeña».

Gould publicó La vida maravillosa en 1989 con aplauso general de la crítica y fue un gran éxito comercial. En general no se sabía que muchos científicos no estaban en absoluto de acuerdo con sus conclusiones y que no iban a tardar mucho en ponerse muy feas las cosas. En el contexto del Cámbrico, lo de «explosión» pronto tendría más que ver con furias modernas que con datos fisiológicos antiguos. Hoy sabemos, en realidad, que existieron organismos complejos cien millones de años antes del Cámbrico como mínimo. Deberíamos haber sabido antes mucho más. Casi cuarenta años después de que Walcott hiciese su descubrimiento en Canadá, al otro lado del planeta, en Australia, un joven geólogo llamado Reginald Sprigg encontró algo aún más antiguo e igual de notable a su manera.

En 1946 enviaron a Sprigg, joven ayudante de geólogo de la administración del estado de Australia del sur[22], a inspeccionar minas abandonadas de las montañas de Ediacaran, en la cordillera de Flinders, una extensión de páramo calcinado por el Sol situado unos 500 kilómetros al norte de Adelaida. El propósito de la inspección era comprobar si había alguna de aquellas viejas minas que pudiese ser rentable reexplotar utilizando técnicas más modernas, por lo que Sprigg no estaba estudiando ni mucho menos rocas superficiales y aún menos fósiles. Pero un día, cuando estaba almorzando, levantó despreocupadamente un pedrusco de arenisca y comprobó sorprendido (por decirlo con suavidad) que la superficie de la roca estaba cubierta de delicados fósiles, bastante parecidos a las impresiones que dejan las hojas en el barro. Aquellas rocas databan de la explosión cámbrica. Estaba contemplando la aurora de la vida visible.

Sprigg envió un artículo a Nature, pero se lo rechazaron. Así que lo leyó en la siguiente asamblea anual de la Asociación para el Progreso de la Ciencia de Australia y Nueva Zelanda, pero no consiguió la aprobación del presidente de esa entidad[23], que dijo que las huellas de Ediacaran no eran más que «marcas inorgánicas fortuitas»…, dibujos hechos por el viento, la lluvia o las mareas, pero no seres vivos. Sprigg, que aún no daba por perdidas sus esperanzas, se fue a Londres y presentó sus hallazgos en el Congreso Geológico Internacional de 1948, donde tampoco consiguió despertar interés ni que se le creyera. Finalmente, a falta de una salida mejor, publicó sus descubrimientos en Transactions of the Royal Society of South Australia. Después dejó su trabajo de funcionario del estado y se dedicó a la prospección petrolera.

Nueve años después, en 1957[24], un escolar llamado Roger Mason, iba andando por Charnwood Forest, en las Midlands inglesas, y encontró una piedra que tenía un extraño fósil, parecido a un pólipo del género Pennatula, que se llama en inglés pluma de mar, y que era exactamente igual que algunos de aquellos especímenes que Sprigg había encontrado y que llevaba desde entonces intentando contárselo al mundo. El escolar le llevó la piedra a un paleontólogo de la Universidad de Leicester, que la identificó inmediatamente como precámbrica. El pequeño Mason salió retratado en los periódicos y se le trató como a un héroe precoz; aún figura en muchos libros. Al espécimen se le llamó en honor suyo Charnia masoni.

En la actualidad, algunos de los especímenes ediacarianos originales de Sprigg, junto con muchos de los otros 1.500 que se han encontrado por la cordillera de Flinders desde entonces, se pueden ver en Adelaida, en una vitrina de una habitación de la planta superior del sólido y encantador Museo de Australia del Sur, pero no atraen demasiada atención. Los dibujos delicadamente esbozados son bastante desvaídos y no demasiado fascinantes para ojos inexpertos. Suelen ser pequeños, con forma de disco y parecen arrastrar a veces vagas cintas. Fortey los ha descrito como «rarezas de cuerpo blando».

Aún hay muy poco acuerdo sobre lo que eran esas cosas y cómo vivían. No tenían, por lo que podemos saber, ni boca ni ano por los que introducir y expulsar materiales digestivos, ni órganos internos con los que procesarlos a lo largo del camino.

—Lo más probable es que la mayoría de ellos —dice Fortey—, cuando estaban vivos, se limitasen a permanecer echados sobre la superficie del sedimento arenoso, como lenguados o rodaballos blandos, sin estructura e inanimados.

Los más dinámicos no eran más complejos que una medusa. Las criaturas ediacaranas eran diploblásticas, que quiere decir que estaban compuestas por dos capas de tejido. Los animales de hoy son todos, salvo las medusas, triploblásticos.

Algunos especialistas creen que ni siquiera eran animales, que se parecían más a las plantas o a los hongos. Las diferenciaciones entre vegetales y animales no siempre son claras, ni siquiera hoy. La esponja moderna se pasa la vida fijada a un solo punto y no tiene ojos ni cerebro ni corazón que lata y, sin embargo, es un animal.

—Cuando retrocedemos hasta el Precámbrico es probable que fuesen aún menos claras las diferencias entre las plantas y los animales —dice Fortey—. No hay ninguna regla que diga que tengas que ser demostrablemente una cosa o la otra.

No hay acuerdo en que los organismos ediacaranos sean en algún sentido ancestros de algún ser vivo actual (salvo posiblemente alguna medusa). Muchas autoridades en la materia las consideran una especie de experimento fallido, un intento de complejidad que no cuajó, tal vez debido a que los lentos organismos ediacaranos fueron devorados por los animales más ágiles y más refinados del periodo Cámbrico o no pudieron competir con ellos.

«No hay hoy nada vivo que muestre una estrecha similitud con ellos[25] —ha escrito Fortey—. Resultan difíciles de interpretar[26] como ancestros de cualquier tipo de lo que habría de seguir».

La impresión era que no habían sido en realidad demasiado importantes para el desarrollo de la vida en la Tierra. Muchas autoridades creen que hubo un exterminio masivo en el paso del Precámbrico al Cámbrico y que ninguna de las criaturas ediacaranas (salvo la insegura medusa) consiguió pasar a la fase siguiente. El verdadero desarrollo de la vida compleja se inició, en otras palabras, con la explosión cámbrica. En cualquier caso, era así como Gould lo veía.

En cuanto a las revisiones de los fósiles de Burgess Shale, la gente empezó casi inmediatamente a poner en duda las interpretaciones y, en particular, la interpretación que Gould hacía de las interpretaciones. «Había por primera vez un cierto número de científicos que dudaba de la versión que había expuesto Stephen Gould, por mucho que admirasen su forma de exponerla», escribió Fortey en Life. Esto es una forma suave de decirlo.

«¡Ojalá Stephen Gould pudiese pensar con la misma claridad que escribe!»[27] aullaba el académico de Oxford Richard Dawkins en la primera línea de una recensión (en el Sunday Telegraph) de La vida maravillosa. Dawkins reconocía que el libro era «indejable» y una «hazaña literaria», pero acusaba a Gould de entregarse a una distorsión de los hechos «grandilocuente y que bordea la falsedad», y comentaba que las revisiones de Burgess Shale habían dejado atónita a la comunidad paleontológica. «El punto de vista que está atacando (que la evolución avanza inexorablemente hacia un pináculo como el hombre) es algo en lo que hace ya cincuenta años que no se cree», bufaba Dawkins.

Se trataba de una sutileza que se le pasó por alto a la mayoría de los críticos del libro. Uno de ellos, que escribía para la New York Times Book Review[28], comentaba alegremente que, como consecuencia del libro de Gould, los científicos «están prescindiendo de algunas ideas preconcebidas que llevaban generaciones sin examinar. Están aceptando, a regañadientes o con entusiasmo, la idea de que los seres humanos son tanto un accidente de la naturaleza como un producto del desarrollo ordenado».

Pero los auténticos ataques a Gould se debieron a la creencia de que muchas de sus conclusiones eran sencillamente erróneas o estaban imprudentemente exageradas. Dawkins, que escribía para la revista Evolution, atacó las afirmaciones de Gould[29] de que «la evolución en el Cámbrico fue un tipo de proceso diferente del actual» y manifestó su exasperación por las repetidas sugerencias de que «el Cámbrico fue un periodo de “experimentación” evolucionista, de “tanteo” evolucionista, de “falsos inicios” evolucionistas… Fue el fértil periodo en que se inventaron todos los grandes “planos corporales básicos”. Actualmente la evolución se limita a retocar viejos planos corporales. Allá en el Cámbrico, surgieron nuevos filums y nuevas clases. ¡Hoy sólo tenemos nuevas especies!».

Comentando lo a menudo que se menciona esa idea (la de que no hay nuevos planos corporales), Dawkins dice: «Es como si un jardinero mirase un roble y comentase, sorprendido: “¿No es raro que haga tantos años que no aparecen nuevas ramas grandes en este árbol? Últimamente todo el nuevo crecimiento parece producirse a nivel de ramitas”».

—Fue un periodo extraño —dice ahora Fortey—, sobre todo si te paras a pensar que era todo por algo que pasó hace quinientos millones de años, pero la verdad es que los sentimientos eran muy fuertes. Yo decía bromeando en uno de mis libros que tenía la sensación de que debía de ponerme un casco de seguridad antes de escribir sobre el periodo Cámbrico, pero lo cierto es que tenía un poco esa sensación, la verdad.

Lo más extraño de todo fue la reacción de uno de los héroes de La vida maravillosa, Simon Conway Morris, que sorprendió a muchos miembros de la comunidad paleontológica al atacar inesperadamente a Gould en un libro suyo, The Crucible of Creation [El crisol de la creación[30]]. «Nunca he visto tanta cólera en un libro de un profesional[31] —escribió Fortey más tarde—. El lector casual de The Crucible of Creation, que ignora la historia, nunca llegaría a saber que los puntos de vista del autor habían estado antes próximos a los de Gould (si es que en realidad no eran coincidentes)».

Cuando le pregunté a Fortey sobre este asunto, dijo:

—Bueno, fue algo muy raro, algo absolutamente horrible, porque el retrato que había hecho Gould de él era muy halagador. La única explicación que se me ocurrió fue que Simon se sentía avergonzado. Bueno, la ciencia cambia, pero los libros son permanentes y supongo que lamentaba estar tan irremediablemente asociado a puntos de vista que ya no sostenía. Estaba todo aquel asunto de «Joder, no, otro filum», y yo supongo que lamentaba ser famoso por eso. Nunca dirías leyendo el libro de Simon que sus ideas habían sido antes casi idénticas a las de Gould.

Lo que pasó fue que los primeros fósiles cámbricos empezaron a pasar por un periodo de revaloración crítica. Fortey y Derek Briggs (uno de los otros protagonistas del libro de Gould) utilizaron un método conocido como cladística para comparar los diversos fósiles de Burgess. La cladística consiste, dicho con palabras sencillas, en clasificar los organismos basándose en los rasgos que comparten. Fortey da como ejemplo la idea de comparar una musaraña y un elefante[32]. Si considerases el gran tamaño del elefante y su sorprendente trompa, podrías extraer la conclusión de que no podría tener gran cosa en común con una diminuta y gimoteante musaraña. Pero si los comparases a los dos con un lagarto, verías que el elefante y la musaraña están construidos en realidad en el mismo plano. Lo que quiere decir Fortey es, básicamente, que Gould veía elefantes y musarañas donde Briggs y él veían mamíferos. Las criaturas de Burgess, creían ellos, no eran tan extrañas y diversas como a primera vista parecían.

—No eran con frecuencia más extrañas que los trilobites —dice ahora Fortey—. Lo único que pasa es que hemos tenido un siglo o así para acostumbrarnos a los trilobites. La familiaridad, comprendes, genera familiaridad.

Esto no se debía, conviene tenerlo en cuenta, a dejadez o falta de atención. Interpretar las formas y las relaciones de animales antiguos, basándose en testimonios a menudo deformados y fragmentarios, es, sin lugar a dudas, un asunto peliagudo. Edward O. Wilson ha dicho que, si cogieses especies seleccionadas de insectos modernos y los presentases como fósiles estilo Burgess, nadie adivinaría jamás que eran todos del mismo filum, por lo diferentes que son sus planos corporales. Ayudaron también en las revisiones los hallazgos de otros dos yacimientos del Cámbrico temprano, uno en Groenlandia y el otro en China, amén de otros hallazgos dispersos, que aportaron entre todos muchos especímenes más y a menudo mejores.

El resultado final es que se descubrió que los fósiles de Burgess no eran tan diferentes ni mucho menos. Resultó que Hallucigenia había sido reconstruido al revés. Las patas como zancos eran en realidad unas púas que tenía a lo largo de la espalda. Peytoia, la extraña criatura que parecía una rodaja de piña, se descubrió que no era una criatura diferenciada, sino sólo parte de un animal mayor llamado Anomalocaris. Muchos de los especímenes de Burgess han sido asignados ya a filums vivientes… precisamente donde los había puesto Walcott en un principio. Hallucigenia y algunos más se cree que están emparentados con Onychophora, un grupo de animales tipo oruga. Otros han sido reclasificados como precursores de los anélidos modernos. En realidad, dice Fortey:

—Hay relativamente pocos diseños cámbricos que sean totalmente originales. Lo más frecuente es que resulten ser sólo elaboraciones interesantes de diseños bien establecidos.

Como él mismo escribió en Life: «Ninguno era tan extraño como el percebe actual[33], ni tan grotesco como una termita reina».

Así que, después de todo, los especímenes de Burgess Shale no eran tan espectaculares. No es que eso los hiciera, como ha escrito Fortey, «menos interesantes, o extraños, sólo más explicables[34]». Sus exóticos planos corporales eran sólo una especie de exuberancia juvenil… el equivalente evolutivo, digamos, del cabello punk en punta o los aretes en la lengua. Finalmente, las formas se asentaron en una edad madura seria y estable.

Pero eso aún deja en pie la cuestión de que no sabemos de dónde habían salido todos aquellos animales, cómo surgieron súbitamente de la nada.

Por desgracia resulta que la explosión cámbrica puede que no haya sido tan explosiva ni mucho menos. Hoy se cree que los animales cámbricos probablemente estuviesen allí todo el tiempo, sólo que serían demasiado pequeños para que se pudiesen ver. Fueron una vez más los trilobites quienes aportaron la clave… en concreto, esa aparición desconcertante de diferentes tipos de ellos en emplazamientos muy dispersos por el globo, todos más o menos al mismo tiempo.

A primera vista, la súbita aparición de montones de criaturas plenamente formadas pero diversas parecería respaldar el carácter milagroso del brote cámbrico, pero en realidad hizo lo contrario. Una cosa es tener una criatura bien formada como un trilobites que brote de forma aislada[35] (lo que realmente es un milagro), y otra tener muchas, todas distintas pero claramente relacionadas, que aparecen simultáneamente en el registro fósil en lugares tan alejados como China y Nueva York, hecho que indica con toda claridad que estamos pasando por alto una gran parte de su historia. No podría haber una prueba más firme de que tuvieron por necesidad que tener un ancestro… alguna especie abuela que inició la línea en un pasado muy anterior.

Y la razón de que no hayamos encontrado esas especies anteriores es, según se cree ahora, que eran demasiado pequeñas para que pudieran conservarse. Fortey dice:

—No es necesario ser grande para ser un organismo complejo con un funcionamiento perfecto. Los mares están llenos hoy de pequeños artrópodos que no han dejado ningún residuo fósil.

Cita el pequeño copépodo, del que hay billones en los mares modernos y que se agrupa en bancos lo suficientemente grandes como para volver negras vastas zonas del océano y, sin embargo, el único ancestro de él de que disponemos es un solo espécimen que se encontró en el cuerpo de un antiguo pez fosilizado.

—La explosión cámbrica, si es ésa la expresión adecuada, probablemente fuese más un aumento de tamaño que una aparición súbita de nuevos tipos corporales —dice Fortey—. Y podría haber sucedido muy deprisa, así que en ese sentido supongo que sí, que fue una explosión.

La idea es que, lo mismo que los mamíferos tuvieron que esperar un centenar de millones de años a que desaparecieran los dinosaurios para que les llegara su momento y entonces irrumpieron, profusamente según parece por todo el planeta, así también quizá los artrópodos y otros triploblastos esperaron en semimicroscópico anonimato a que a los organismos ediacaranos dominantes les llegase su hora.

—Sabemos —dice Fortey— que los mamíferos aumentaron de tamaño muy bruscamente después de que desaparecieron los dinosaurios… aunque cuando digo muy bruscamente lo digo, claro, en un sentido geológico. Estamos hablando de millones de años.

Por otra parte, Reginald Sprigg acabó recibiendo una parte del reconocimiento que merecía. Uno de los principales géneros primitivos, Spriggina, fue bautizado así en su honor lo mismo que varias especies más, y el total pasó a conocerse como fauna ediacarana por las montañas por las que él había investigado. Pero, por entonces, los tiempos de Sprigg como cazador de fósiles hacía mucho que habían quedado atrás. Después de dejar la geología fundó una empresa petrolera con la que tuvo mucho éxito y acabó retirándose a una finca en su amada cordillera de Flinders, donde creó una reserva natural de flora y fauna. Murió, convertido en un hombre rico, en 1994.

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