Una breve historia de casi todo

Una breve historia de casi todo


VI. El camino hasta nosotros » 28. El bípedo misterioso

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28  EL BÍPEDO MISTERIOSO

JUSTO ANTES DE LA NAVIDAD DE 1887[1], un joven médico holandés, con un nombre tan poco holandés como Marie Eugène François Thomas Dubois[*], llegó a Sumatra, entonces parte de las Indias Orientales Holandesas, con la intención de encontrar los restos humanos más antiguos de la Tierra.

Había en todo esto varias cosas extraordinarias. Para empezar, nadie había ido nunca antes en busca de huesos humanos antiguos. Todo lo que se había encontrado hasta entonces se había encontrado por accidente, y no había nada en los antecedentes personales de Dubois que indicase que pudiera ser el candidato ideal para plantearse aquello deliberadamente. Era un anatomista sin ninguna formación paleontológica. Tampoco había ninguna razón especial para suponer que las Indias Orientales albergasen restos humanos primitivos. La lógica dictaba que, si se podían encontrar restos de gente antigua, se encontrarían en masas continentales pobladas desde hacía mucho tiempo, no en el aislamiento relativo de un archipiélago. A Dubois no le condujo a las Indias Orientales nada más sólido que un barrunto, un empleo disponible y el conocimiento de que Sumatra estaba llena de cuevas, el entorno en que se habían encontrado hasta entonces la mayoría de los fósiles importantes de homínidos[*]. Lo más extraordinario de todo esto (casi milagroso, realmente) es que encontró lo que estaba buscando.

En la época en que Dubois concibió su plan de buscar un eslabón perdido, el registro fósil humano consistía en muy poco: cinco esqueletos incompletos de neandertales, parte de una quijada de procedencia incierta y media docena de humanos de la Edad del Hielo que habían encontrado recientemente unos obreros ferroviarios en una cueva de un barranco llamado Cro-Magnon[2], cerca de Les Eyzies (Francia). De los especímenes de neandertales, el mejor conservado estaba en Londres, colocado en una estantería. Lo habían encontrado unos trabajadores que extraían piedra de una cantera en Gibraltar en 1848, así que su preservación era un milagro, pero por desgracia nadie había llegado a darse cuenta de lo que era. Se había descrito en una reunión de la Sociedad Científica de Gibraltar y se había enviado luego al Museo Hunteriano, donde nadie se ocupó de él más que para limpiarle el polvo de vez en cuando durante más de medio siglo. La primera descripción oficial[3] no se redactó hasta 1907, y lo hizo un geólogo llamado William Sollas «con conocimientos superficiales de anatomía».

Así que el nombre y el crédito por el descubrimiento de los primeros restos humanos primitivos fueron para el valle de Neander, en Alemania[4] (lo que no tenía nada de impropio, ya que, por una extraña coincidencia, Neander significa en griego «hombre nuevo»). Allí, en 1856, trabajadores de otra cantera hallaron en la pared de un barranco, sobre el río Düssel, unos huesos de extraño aspecto que entregaron a un maestro de la zona que sabían que estaba interesado por la historia natural. Este maestro, Johann Karl Fuhlrott tuvo el mérito de darse cuenta de que se trataba de un tipo nuevo de «ser humano», aunque qué era y lo especial que era serían motivo de polémica durante un tiempo.

Hubo muchos que se negaron a aceptar que los huesos de neandertal fuesen antiguos. August Mayer, profesor de la Universidad de Bonn y hombre influyente, insistió en que aquellos huesos no eran más que los de un soldado cosaco mongol, que había resultado herido en combate en Alemania en 1814, y se había arrastrado hasta aquella cueva para morir en ella. T. H. Huxley se limitó a comentar[5] desde Inglaterra al oír esto que le resultaba muy notable el que un soldado, pese a estar mortalmente herido, hubiese trepado veinte metros por la pared de un precipicio, se hubiese desprendido de la ropa y de los efectos personales, hubiese cerrado la entrada de la cueva y se hubiese enterrado bajo 60 centímetros de tierra. Otro antropólogo desconcertado por la gran cresta superciliar, explicó que era debido a que el sujeto había mantenido el ceño fruncido durante mucho tiempo debido al dolor que le causaba una fractura de antebrazo mal curada. Las autoridades en la materia, en su afán de rechazar la idea de humanos primitivos, estaban a menudo dispuestos a aferrarse a las posibilidades más singulares. Más o menos al mismo tiempo que Dubois se disponía a zarpar para Sumatra, se dictaminó resueltamente que un esqueleto hallado en Périgueux era el de un esquimal. Nunca se llegó a dar una explicación satisfactoria de qué podía estar haciendo un antiguo esquimal en el suroeste de Francia. Se trataba, en realidad, de un antiguo cromañón.

Éste fue el telón de fondo con el que Dubois inició su búsqueda de huesos humanos antiguos. No efectuó personalmente ninguna excavación, utilizó para ello a cincuenta convictos que le prestaron las autoridades holandesas[6]. Trabajaron durante un año en Sumatra y luego se trasladaron a Java. Y allí, en 1891, Dubois encontró (o más bien su equipo, ya que él rara vez visitaba las excavaciones) una sección de un cráneo humano antiguo, conocido hoy como casquete de Trinil. Aunque era sólo parte de un cráneo, revelaba que el propietario había tenido rasgos claramente no humanos pero un cerebro mucho mayor que el de cualquier simio. Dubois le llamó Anthropithecus erectus (se cambió más tarde, por razones técnicas, por Pithecanthropus erectus) y proclamó que era el eslabón perdido entre simios y humanos. El nombre se popularizó enseguida como hombre de Java. Hoy lo conocemos como el Homo erectus.

Al año siguiente, los trabajadores de Dubois encontraron un fémur casi completo que parecía sorprendentemente moderno. En realidad, muchos antropólogos creen que es moderno y que no tiene nada que ver con el hombre de Java[7]. Si es un hueso de erectus, es diferente a todos los que se han encontrado desde entonces[8]. Sin embargo, Dubois utilizó el fémur para deducir (correctamente, como se vería) que el Pithecanthropus caminaba erguido. Construyó también, partiendo sólo de un fragmento de cráneo y un diente, un modelo del cráneo completo[9] que resultó también asombrosamente exacto.

Dubois regresó a Europa en 1895, esperando una recepción triunfal. En realidad, se encontró casi con la reacción opuesta. A la mayoría de los científicos le desagradó tanto sus conclusiones como la forma arrogante con que las expuso. La bóveda craneana, decían, era la de un simio, probablemente un gibón, y no la de un humano primitivo. Dubois, con la esperanza de reforzar sus teorías, permitió en 1897 que un prestigioso anatomista de la Universidad de Estrasburgo, Gustav Schwalbe, hiciese un molde de la bóveda craneal. Pero Schwalbe, para gran disgusto de Dubois, escribió una monografía[10], que recibió mucha más atención favorable que todo lo que había escrito él, y emprendió a continuación una gira dando conferencias en la que se le alabó casi tan encarecidamente como si él hubiese desenterrado el cráneo. Consternado y amargado, Dubois puso punto final a su carrera aceptando una modesta plaza de profesor de geología en la Universidad de Amsterdam y, durante las dos décadas siguientes, no quiso que nadie más volviera a ver sus valiosos fósiles. Murió amargado en 1940.

Entretanto, en 1924 y a medio mundo de allí, Raymond Dart, el jefe del departamento de anatomía de origen australiano de la Universidad de Witwatersrand, Johannesburgo, recibió el cráneo, pequeño pero muy completo, de un niño, con la cara intacta, una mandíbula inferior y lo que se denomina un endomolde (un molde natural del cerebro), procedente de una cantera de piedra caliza situada al borde del desierto de Kalahari, en un lugar polvoriento llamado Taung. Dart se dio cuenta inmediatamente de que el cráneo de Taung no era de un Homo erectus[11] como el hombre de Java de Dubois, sino de una criatura anterior, más simiesca. Le asignó una antigüedad de dos millones de años y lo denominó Australopithecus africanus u «hombre mono meridional africano». En un artículo que escribió para Nature, Dart calificaba los restos de Taung de «asombrosamente humanos» y explicaba que era necesaria una familia completamente nueva, Homo simiadae («los simios hombres») para acomodar el hallazgo.

Las autoridades en la materia se mostraron aún menos favorablemente dispuestas hacia Dart de lo que se habían mostrado con Dubois. Les molestaban casi todos los aspectos de su teoría y les molestaba, en realidad, casi todo en él. En primer lugar se había comportado de un modo lamentablemente presuntuoso efectuando él mismo el análisis en vez de pedir ayuda a especialistas más prestigiosos. Hasta el nombre que eligió, Australopithecus, indicaba una falta de precisión científica, al mezclar como lo hacía raíces griegas y latinas. Sobre todo, sus conclusiones hacían caso omiso de los criterios imperantes. Todos aceptaban que humanos y simios se habían separado hacía como mínimo 15 millones de años atrás en Asia. Si los humanos hubiésemos surgido en África, eso nos habría hecho a todos negroides, por amor de Dios. Era como si alguien proclamase hoy que había encontrado huesos ancestrales de humanos, por ejemplo, en Misuri. Era sencillamente algo que no se ajustaba a lo que se sabía.

El único apoyo importante con que contó Dart fue el de Robert Broom, médico y paleontólogo de origen escocés, hombre de notable inteligencia y de carácter encantadoramente excéntrico. Tenía, por ejemplo, la costumbre de hacer su trabajo de campo desnudo cuando hacía calor, lo que era frecuente. Se decía también de él que realizaba experimentos anatómicos sospechosos con sus pacientes más pobres y más dóciles. Cuando se morían los pacientes, lo que era también frecuente, enterraba a veces los cadáveres en el huerto de detrás de su casa para poder desenterrarlos más tarde y estudiarlos[12].

Broom era un paleontólogo consumado y como vivía también en Suráfrica, pudo examinar personalmente el cráneo de Taung. Se dio cuenta inmediatamente de que era tan importante como suponía Dart y habló con vigor en defensa de éste, pero sin resultado. Durante los cincuenta años siguientes, el criterio imperante fue que el niño de Taung era un simio y nada más. La mayoría de los libros de texto no lo mencionaba siquiera. Dart se pasó cinco años redactando una monografía, pero no pudo encontrar a nadie que se la publicara[13]. Finalmente renunció por completo a publicarla (aunque siguió buscando fósiles). El cráneo (considerado hoy uno de los máximos tesoros de la antropología) estuvo muchos años haciendo de pisapapeles en el escritorio de un colega[14].

En 1924, cuando Dart comunicó su hallazgo, sólo se conocían cuatro categorías de homínidos antiguos (Homo heidelbergensis, Homo rhodesiensis, neandertales y el hombre de Java de Dubois), pero todo eso estaba a punto de cambiar radicalmente.

Primero, un aficionado canadiense de grandes dotes llamado Davidson Black se puso a husmear en China, en un lugar llamado Colina del Hueso de Dragón, que era famoso en la zona entre los que buscaban huesos antiguos. Desgraciadamente, los chinos, en vez de preservar los huesos para su estudio, los trituraban para hacer medicamentos. Nunca sabremos cuántos huesos de Homo erectus, de valor incalculable, acabaron como una especie de equivalente chino de los polvos de Beecham. El lugar había sido muy expoliado en la época en que Black llegó allí, pero encontró un molar fosilizado y, basándose sólo en él, proclamó brillantemente el descubrimiento del Sinanthropus pekinensis[15], que no tardó en conocerse como el hombre de Pekín.

Se efectuaron luego, a instancias de Black, excavaciones más decididas y se hallaron muchos más huesos. Desgraciadamente se perdieron todos en 1941, al día siguiente del ataque japonés a Pearl Harbor, cuando un contingente de infantes de Marina estadounidenses intentaba sacarlos (y escapar) del país y fueron capturados por los japoneses. Los soldados japoneses, al ver que aquellas cajas sólo contenían huesos, las dejaron a un lado de la carretera. Fue lo último que se supo de ellas.

Entretanto, en el viejo territorio de Dubois, en Java, un equipo dirigido por Ralph von Koenigswald había encontrado otro grupo de humanos primitivos que pasaría a conocerse como la gente de Solo, por hallarse el yacimiento en el río Solo, en Ngandong. Los descubrimientos de Koenigswald podrían haber sido más impresionantes aún, pero se reparó en ello demasiado tarde. Koenigswald había ofrecido a los habitantes de la zona 10 centavos por cada fragmento de hueso de homínido que le llevasen. Acabaría descubriendo horrorizado que se habían dedicado afanosamente a romper piezas grandes para convertirlas en muchas pequeñas y ganar más dinero[16].

En los años siguientes, a medida que fueron encontrándose e identificándose más huesos, se produjo una riada de nuevos nombres: Homo aurignacensis, Australopithecus transvaalensis, Paranthropus crassidens, Zinjanthropus boisei y muchísimos más, casi todos relacionados con un nuevo tipo de género además de una nueva especie. En la década de los cincuenta el número de los tipos de homínidos designados se había elevado a bastante más del centenar. Para aumentar la confusión, las formas individuales pasaban a menudo por una serie de nombres diferentes a medida que los paleontólogos perfeccionaban y reestructuraban las clasificaciones y se peleaban por ellas. La gente de Solo recibió denominaciones tan diversas como Homo soloensis, Homo primigenius asiaticus[17], Homo neanderthalensis soloensis, Homo sapiens soloensis, Homo erectus erectus y, finalmente, sólo Homo erectus.

En 1960, F. Clark Howell, de la Universidad de Chicago, con el propósito de introducir cierto orden, propuso, siguiendo las sugerencias que habían hecho en la década anterior Ernst Mayr y otros más[18], que se redujese el número de géneros a sólo dos (Australopithecus y Homo) y que se racionalizasen muchas de las especies. Los hombres de Java y de Pekín se convirtieron en Homo erectus. El orden prevaleció durante un tiempo en el mundo de los homínidos. Pero no duró mucho.

Tras una década, más o menos, de calma relativa, la paleoantropología inició otro periodo de rápidos y numerosos descubrimientos, que aún no ha cesado. La década de 1960 produjo el Homo habilis, considerado por algunos el eslabón perdido entre simios y humanos, pero que otros no consideran en modo alguno una especie diferenciada. Luego llegaron (entre muchos otros), los siguientes Homo: ergaster, louisleakeyi, rudolfensis, microcranus y antecessor, así como un montón de australopitecinos: afarensis, praegens, ramidus, walkeri, anamensis, etcétera. En la literatura científica actual se aceptan en total unos 20 tipos de homínidos. Desgraciadamente, casi no hay dos especialistas que acepten los mismos 20.

Algunos siguen fieles a los dos géneros de homínidos que propuso Howell en 1960, pero otros colocan a los australopitecinos en un género diferente llamado Paranthropus, y hay otros incluso que añaden un grupo anterior llamado Ardipithecus. Hay quien asigna praegens a los Australopithecus y quien lo asigna a una nueva clasificación, Homo antiquus, pero la mayoría no acepta, de ninguna manera, praegens como especie diferenciada. No hay ninguna autoridad central que decida sobre estas clasificaciones. La única manera de que se acepte una denominación es por consenso, y de eso suele haber muy poco.

Paradójicamente, la causa del problema es en gran parte la escasez de pruebas. Han vivido desde el principio de los tiempos varios miles de millones de seres humanos (o de humanoides), y cada uno de ellos aportó un poco de variabilidad genética a la reserva humana general. De este vasto número, el total de nuestro conocimiento de la prehistoria humana se basa en los restos, a menudo excesivamente fragmentarios, de tal vez unos 5.000 individuos[19].

—Podrías meter todo lo que hay en la parte de atrás de una furgoneta si no te importase mucho que estuviese todo revuelto[20] —me explicó Ian Tattersall, el barbudo y amable conservador del Museo Americano de Historia Natural de Nueva York, cuando le pregunté por el tamaño del archivo total de huesos de homínidos y humanos primitivos.

La escasez no sería un problema tan grave si los huesos estuviesen distribuidos de un modo equitativo a lo largo del tiempo y del espacio, pero por supuesto no lo están. Aparecen al azar, a menudo de la forma más enrevesada. El Homo erectus anduvo por la Tierra durante más de un millón de años y habitó en un territorio que abarcaba desde el borde atlántico de Europa hasta las costas chinas del Pacífico, pero si volvieses a la vida a todos los Homo erectus individuales de cuya existencia podemos dar fe no podríamos llenar un autobús escolar. De Homo habilis disponemos de menos restos aún, sólo de dos esqueletos incompletos y de una serie de huesos aislados de extremidades. Algo tan efímero como nuestra civilización es casi seguro que podría no conocerse en absoluto a través del registro fósil.

—En Europa —explicó Tattersall a modo de ejemplo—, disponemos de cráneos de homínidos de Georgia fechados hace unos 1,7 millones de años, pero luego tenemos un vacío de casi un millón de años hasta los restos siguientes que aparecen en España, justo al otro extremo del continente. Después hay otro vacío de 300.000 años hasta un Homo heidelbergensis de Alemania… y ninguno de ellos se parece demasiado a cualquiera de los demás —sonrió—. A partir de ese tipo de piezas fragmentarias es como tenemos que intentar descubrir la historia de especies enteras. Es mucho pedir. La verdad es que tenemos muy poca idea de la relación entre muchas especies antiguas… que conducen a nosotros y que fueron callejones evolutivos sin salida. Algunas no hay ninguna razón para considerarlas especies diferenciadas.

Es lo fragmentario del registro lo que hace que cada nuevo hallazgo parezca tan inesperado y tan distinto de todos los demás. Si tuviésemos decenas de miles de esqueletos distribuidos a intervalos regulares a lo largo del registro histórico, habría una gama de matices mucho mayor. Las nuevas especies no surgen completas instantáneamente, como parece decirnos el registro fósil, sino de un modo gradual, a partir de otras especies existentes. Cuanto más te remontas a un punto de divergencia, mayores son las similitudes, de manera que resulta extraordinariamente difícil, y a veces imposible, diferenciar a un Homo erectus tardío de un Homo sapiens primitivo, puesto que es probable que los restos correspondan a ambos y a ninguno. Pueden surgir a menudo discrepancias similares sobre cuestiones de identificación de restos fragmentarios, cuando hay que decidir, por ejemplo, si un hueso determinado corresponde a una mujer Australopithecus boisei o a un Homo habilis varón.

Los científicos, con tan poco de lo que pueden estar seguros, suelen tener que formular suposiciones basadas en otros objetos hallados cerca, y esas suposiciones pueden no ser más que audaces conjeturas. Como han comentado secamente Alan Walker y Pat Shipman, si correlacionases el descubrimiento de herramientas con la especie de criatura que con mayor frecuencia se encuentra cerca, tendrías que llegar a la conclusión de que las herramientas manuales primitivas eran principalmente obra de antílopes[21].

Tal vez no haya nada que ejemplifique mejor la confusión que el fardo fragmentario de contradicciones que fue el Homo habilis. Hablando con claridad, los huesos de habilis no tienen sentido. Si se ordenan en secuencia, muestran machos y hembras evolucionando a ritmos distintos y en direcciones distintas[22]: los machos haciéndose menos simiescos y más humanos con el tiempo, mientras que las hembras del mismo periodo parecen estar alejándose de la condición humana y reforzando la condición simiesca. Algunas autoridades en la materia no creen en absoluto que habilis sea una categoría válida. Tattersall y su colega Jeffrey Schwartz lo rechazan como una simple «especie cubo de basura[23]», en la que se «podían echar cómodamente» fósiles no relacionados. Ni siquiera los que consideran habilis una especie independiente están de acuerdo en si es del mismo género que nosotros o de una rama lateral que acabó en nada.

Por último, pero tal vez por encima de todo, la naturaleza humana es un factor en todo esto. Los científicos tienen una tendencia natural a interpretar los hallazgos del modo más halagüeño para su prestigio. Es realmente raro que un paleontólogo comunique que ha encontrado un depósito de huesos, pero que no tienen nada de particular. Como comenta sobriamente John Reader en el libro Eslabones perdidos: «Es notable la frecuencia con que las primeras interpretaciones de nuevos testimonios han confirmado las ideas previas de su descubridor[24]».

Todo esto deja un amplio espacio para las discusiones, claro está, y no hay gente a la que le guste más discutir que los paleontólogos. «Y de todas las disciplinas de la ciencia, la paleoantropología es tal vez la que exhibe un mayor porcentaje de egos[25]», dicen los autores del reciente Java Man… [Hombre de Java] un libro, por cierto, que dedica pasajes largos y maravillosamente despreocupados a atacar la incompetencia de otros científicos, en especial la de Donald Johanson, antiguo amigo de los autores.

Así pues, teniendo en cuenta que hay poco que puedas decir sobre la prehistoria humana que no haya alguien en algún sitio que lo discuta, aparte del hecho de que es seguro que tuvimos una, lo que creemos saber sobre quiénes somos y de dónde venimos es más o menos esto:

Durante el primer 99,99999 % de nuestra historia como organismos, estuvimos en la misma línea ancestral que los chimpancés[26]. No se sabe prácticamente nada de la prehistoria de los chimpancés, pero, fuesen lo que fuesen, lo éramos nosotros. Luego, hace unos siete millones de años sucedió algo importante. Un grupo de nuevos seres salió de los bosques tropicales de África y empezó a moverse por la sabana.

Se trataba de los australopitecinos y, durante los cinco millones de años siguientes, serían la especie de homínidos dominante en el mundo. (Austral significa en latín «del sur» y no tiene ninguna relación en este contexto con Australia). Había diversas variedades de australopitecinos, unos esbeltos y gráciles, como el niño de Taung de Raymond Dart, otros más fornidos y corpulentos, pero todos eran capaces de caminar erguidos.

Algunas de estas especies vivieron durante más de un millón de años, otras durante un periodo más modesto de unos pocos cientos de miles, pero conviene no olvidar que hasta los que tuvieron menos éxito, contaron con historias mucho más prolongadas de la que hemos tenido nosotros hasta ahora.

Los restos de homínidos más famosos del mundo son los de un australopitecino de hace 3,18 millones de años hallados en Hadar, Etiopía, en 1974, por un equipo dirigido por Donald Johanson. El esqueleto, conocido oficialmente como A. L. (Localidad de Afar) 288-1, pasó a conocerse más familiarmente como Lucy, por la canción de los Beatles «Lucy in the Sky with Diamonds». Johanson nunca ha dudado de su importancia. «Es nuestro ancestro más antiguo, el eslabón perdido entre simios y humanos[27]», ha dicho.

Lucy era pequeña, de sólo 1,05 metros de estatura. Podía caminar, aunque es motivo de cierta polémica lo bien que podía hacerlo. Es evidente que era también buena trepadora. No sabemos mucho más. No tenemos casi nada del cráneo, por lo que se puede decir poco con seguridad del tamaño de su cerebro, aunque los escasos fragmentos de que disponemos parecen indicar que era pequeño. La mayoría de los libros dicen que disponemos de un 40 % del esqueleto, pero algunos hablan de casi la mitad y uno publicado por el Museo Americano de Historia Natural de Nueva York dice que disponemos de dos tercios de él. La serie de televisión de la BBC Ape Man llega a decir que se trata de «un esqueleto completo» aunque mostraba que no era así ni mucho menos.

El cuerpo humano tiene 206 huesos, pero muchos de ellos están repetidos. Si tienes el fémur izquierdo de un espécimen, no necesitas el derecho para conocer sus dimensiones. Si prescindes de todos los huesos superfluos, el total son 120, que es lo que se llama medio esqueleto. Incluso con este criterio bastante acomodaticio, considerando el más pequeño fragmento como un hueso completo, Lucy constituye sólo el 28 % de medio esqueleto (y sólo aproximadamente el 20 % de uno entero).

Alan Walker cuenta, en The Wisdom of the Bones [La sabiduría de los huesos], que le preguntó una vez a Johanson de dónde había sacado la cifra del 40 % y éste replicó tranquilamente que había descontado los 106 huesos de las manos y de los pies[28]… más de la mitad del total del cuerpo, y una mitad bastante importante, además, sin lugar a dudas, ya que el principal atributo definitorio de Lucy era el uso de manos y pies para lidiar con un mundo cambiante. Lo cierto es que se sabe de Lucy bastante menos de lo que generalmente se supone. Ni siquiera se sabe en realidad si era una hembra. Su sexo es una suposición basada en su diminuto tamaño.

Dos años después del descubrimiento de Lucy, Mary Leakey encontró en Laetoli, Tanzania, las huellas dejadas por dos individuos de (se supone) la misma familia de homínidos. Las huellas las habían dejado dos australopitecinos que habían caminado sobre ceniza cenagosa tras una erupción volcánica. La ceniza se había endurecido más tarde, conservando las impresiones de sus pies a lo largo de unos 23 metros.

El Museo Americano de Historia Natural de Nueva York tiene un fascinante diorama que reseña el momento del paso de las dos criaturas por la ceniza cenagosa. Aparecen en él reproducciones de tamaño natural de un macho y una hembra caminando, uno al lado del otro, por la antigua llanura africana. Son peludos, parecidos a chimpancés en las dimensiones, pero tienen un porte y un paso que sugieren la condición humana. El rasgo más sorprendente es que el macho tiene echado el brazo izquierdo protectoramente sobre los hombros de la hembra. Es un gesto tierno y afectuoso, que sugiere un estrecho vínculo.

Este cuadro vivo se representa con tal convicción que es fácil no acordarse de que prácticamente todo lo que hay por encima de las pisadas es imaginario. Casi todos los aspectos externos de los dos personajes, la densidad del vello, los apéndices faciales (si tenían narices humanas o de chimpancés), las expresiones, el color de la piel, el tamaño y la forma de los pechos de la hembra, son inevitablemente hipotéticos. Ni siquiera podemos saber si eran una pareja. El personaje femenino podría haber sido, en realidad, un niño. Tampoco podemos estar seguros de que fuesen australopitecinos. Se supone que lo son porque no hay ningún otro candidato conocido.

Me habían dicho que se les representó así porque, durante la elaboración del diorama, el personaje femenino no hacia más que caerse, pero Ian Tattersall insistió con una carcajada en que esa historia es falsa.

—Es evidente que no sabemos si el macho le tenía el brazo echado por encima del hombro a la hembra o no, pero sabemos, por las mediciones del paso, que caminaban uno al lado del otro y muy juntos… lo suficiente para que estuvieran tocándose. Era una zona bastante expuesta, así que es probable que se sintieran vulnerables. Por eso procuramos que tuvieran expresiones que reflejasen cierta preocupación.

Le pregunté si le preocupaba a él lo de que se hubiesen tomado tantas libertades en la reconstrucción de los personajes.

—Hacer reproducciones es siempre un problema —aceptó sin reparos—. No te haces idea de lo que hay que discutir para llegar a decidir detalles como si los neandertales tenían cejas o no las tenían. Y lo mismo pasó con las imágenes de Laetoli. La cuestión es que no podemos conocer los detalles de su apariencia, pero podemos transmitir su talla y su porte. Si tuviese que hacerlo otra vez, creo que tal vez los habría hecho un poquito más simios y menos humanos. Esas criaturas no eran humanas. Eran simios bípedos.

Hasta hace muy poco se consideraba que éramos descendientes de Lucy y de las criaturas de Laetoli, pero ahora muchas autoridades en la materia no están tan seguras. Aunque ciertos rasgos físicos (por ejemplo, los dientes) sugieran un posible vínculo entre nosotros, otras partes de la anatomía de los australopitecinos son más problemáticas. Tattersall y Schwartz señalan en su libro Extinct Humans [Humanos extintos] que la porción superior del fémur humano es muy parecida a la de los monos, pero no es como la de los australopitecinos; así que, si está en una línea directa entre los monos y los humanos modernos eso significa que debemos de haber adoptado un fémur de australopitecino durante un millón de años o así y que, luego, volvimos a un fémur de simio al pasar a la fase siguiente de nuestro desarrollo. No sólo creen que Lucy no fue antepasada nuestra, sino que ni siquiera caminaba demasiado bien.

Lucy y su género no tenían una locomoción que se pareciese en nada a la forma humana moderna[29] —insiste Tattersall—. Esos homínidos sólo caminaban como bípedos cuando tenían que desplazarse entre un hábitat arbóreo y otro, viéndose «forzados» a hacerlo por su propia anatomía[30].

Johanson no acepta esto. «Las caderas de Lucy y la disposición de los músculos de su pelvis[31] —ha escrito— le habrían hecho tan difícil trepar a los árboles como lo es para los humanos modernos».

La confusión aumentó aun más en los años 2001 y 2002 en que se hallaron unos especímenes nuevos y excepcionales. Uno de ellos, descubierto por Meave Leakey, de la famosa familia de buscadores de fósiles, en el lago Turkana[32], en Kenia, recibió el nombre de Kenyanthropus platyops («hombre de Kenia de rostro-plano»), es aproximadamente de la misma época que Lucy y se plantea la posibilidad de que fuese ancestro nuestro y Lucy sólo una rama lateral fallida. También se encontró en 2001 el Ardipithecus ramidus kadabba, al que se atribuye una antigüedad de entre 5,2 y 5,8 millones de años y el Onorin turegensis, al que se le atribuyeron 6 millones de años, con lo que se convirtió en el homínido más antiguo… aunque lo sería por poco tiempo[33]. En el verano de 2002, un equipo francés que trabajaba en el desierto de Djurab, en el Chad (una zona que no había proporcionado nunca huesos antiguos), halló un homínido de casi siete millones de años de antigüedad[34], al que llamaron Sahelanthropus tchadensis. (Algunos críticos creen que no era humano sino un mono primitivo[35] y, que por ello, debería llamarse Sahelpithecus). Se trataba, en todos los casos, de criaturas antiguas y muy primitivas, pero caminaban erguidas y lo hacían mucho antes de lo que anteriormente se pensaba.

El bipedismo es una estrategia exigente y arriesgada. Significa modificar la pelvis, convirtiéndola en un instrumento capaz de soportar toda la carga. Para preservar la fuerza necesaria, el canal del nacimiento de la hembra ha de ser relativamente estrecho. Eso tiene dos consecuencias inmediatas, muy importantes, y otra a largo plazo. Significa en primer lugar mucho dolor para cualquier madre que dé a luz y un peligro mucho mayor de muerte, tanto para la madre como para el niño. Además, para que la cabeza del bebé pueda pasar por un espacio tan pequeño, tiene que nacer cuando el cerebro es aún pequeño y, por tanto, mientras el bebé es aún un ser desvalido. Eso significa que hay que cuidarlo durante mucho tiempo, lo que exige a su vez un sólido vínculo varón-hembra.

Todo esto resulta bastante problemático cuando eres el dueño intelectual del planeta, pero, cuando eres un australopitecino pequeño y vulnerable, con un cerebro del tamaño de una naranja[*], el riesgo debe de haber sido enorme[37].

¿Por qué, pues, Lucy y los de su género bajaron de los árboles y salieron del bosque? Probablemente no tuviesen otra elección. El lento afloramiento del istmo de Panamá había cortado el flujo de las aguas del Pacífico al Atlántico, desviando las corrientes cálidas del Ártico y haciendo que se iniciase un periodo glacial extremadamente intenso en las latitudes septentrionales. Esto habría producido en África una sequía y un frío estacionales que habría ido convirtiendo gradualmente la selva en sabana. «No se trató tanto de que Lucy y los suyos quisieran abandonar los bosques —ha escrito John Gribbin—, como de que los bosques los abandonaron a ellos[38]».

Pero salir a la sabana despejada de árboles dejó también claramente mucho más expuestos a los homínidos. Un homínido en posición erguida podía ver mejor, pero también se le podía ver mejor a él. Ahora, incluso, somos una especie casi ridículamente vulnerable en campo abierto. Casi todos los animales grandes que puedas mencionar son más fuertes, más rápidos y tienen mejores dientes que nosotros. El hombre moderno sólo tiene dos ventajas en caso de ataque. Un buen cerebro, con el que podemos idear estrategias, y las manos, con las que podemos tirar o blandir objetos que hagan daño. Somos la única criatura capaz de hacer daño a distancia. Podemos permitirnos por ello ser físicamente vulnerables.

Da la impresión de que todos los elementos hubiesen estado dispuestos para la rápida evolución de un cerebro potente y, sin embargo, no parece haber sucedido así. Durante más de tres millones de años, Lucy y sus compañeros australopitecinos apenas cambiaron[39]. Su cerebro no aumentó de tamaño y no hay indicio alguno de que se valiesen ni siquiera de los útiles más simples. Y lo que resulta más extraño aún es que sabemos ahora que, durante aproximadamente un millón de años, vivieron a su lado otros homínidos primitivos que utilizaban herramientas, pero los australopitecinos nunca sacaron provecho de esa tecnología tan útil que estaba presente en su medio[40].

En un momento concreto situado entre hace tres y dos millones de años, parece haber habido hasta seis tipos de homínidos coexistiendo en África. Pero sólo uno estaba destinado a perdurar: el Homo, que emergió de las brumas hace unos dos millones de años. Nadie sabe exactamente qué relaciones había entre los australopitecinos y el Homo, pero lo que sí se sabe es que coexistieron algo más de un millón de años, hasta que todos los australopitecinos, los robustos y los gráciles, se esfumaron misteriosa y puede que bruscamente hace más de un millón de años. Nadie sabe por qué desaparecieron. «Tal vez nos los comiésemos», sugiere Matt Ridley[41].

La línea Homo se inicia convencionalmente con el Homo habilis, una criatura sobre la que no sabemos casi nada, y concluye con nosotros, los Homo sapiens (literalmente «hombre que sabe»). En medio, y dependiendo de las opiniones que tengas en cuenta, ha habido media docena de otras especies de Homo: ergaster, neanderthalensis, rudolfensis, heidelbergensis, erectus y antecessor.

Homo habilis («hombre hábil») es una denominación que introdujeron Louis Leakey y sus colegas en 1964, por tratarse del primer homínido que utilizaba herramientas, aunque muy simples. Era una criatura bastante primitiva con mucho más de chimpancé que de humano, pero con un cerebro un 50 % mayor que el de Lucy en términos absolutos y no mucho menos grande proporcionalmente, por lo que era el Einstein de su época. Aún no se ha aducido ninguna razón persuasiva que explique por qué los cerebros humanos empezaron a crecer hace dos millones de años. Se consideró durante mucho tiempo que había una relación directa entre los grandes cerebros y el bipedismo (que el abandono de los bosques exigía astutas y nuevas estrategias que alimentaron o estimularon el desarrollo cerebral), así que constituyó toda una sorpresa, después de los repetidos descubrimientos de tantos zoquetes bípedos, comprobar que no había absolutamente ninguna conexión apreciable entre ambas cosas.

—No hay sencillamente, que sepamos, ninguna razón convincente que explique por qué los cerebros humanos se hicieron grandes —dice Tattersall.

Un cerebro enorme es un órgano exigente: constituye sólo el 2 % de la masa corporal, pero devora el 20 % de su energía[42]. Si no volvieses a comer nunca otro bocado de grasa, tu cerebro no se quejaría porque no toca la grasa. Lo que quiere es glucosa, y en grandes cantidades, aunque eso signifique una injusticia para otros órganos. Como dice Guy Brown: «El cuerpo corre constantemente el peligro de que lo consuma un cerebro ávido[43], pero no puede permitirse dejar que el cerebro pase hambre porque eso lleva enseguida a la muerte». Un cerebro grande necesita más alimento y más alimento significa un mayor peligro.

Tattersall cree que la aparición de un cerebro grande puede haber sido simplemente un accidente evolutivo. Piensa, como Stephen Jay Gould, que si hicieses volver atrás la cinta de la vida (incluso si la hicieses retroceder sólo un poco, hasta la aparición de los homínidos) hay «muy pocas» posibilidades de que hubiese aquí y ahora humanos modernos ni nada que se les pareciese.

«Una de las ideas que más les cuesta aceptar a los seres humanos —dice Jay Gould— es que no seamos la culminación de algo. No hay nada inevitable en el hecho de que estemos aquí. Es parte de nuestra vanidad como humanos que tendamos a concebir la evolución como un proceso que estaba, en realidad, programado para producirnos. Hasta los antropólogos tendían a pensar así hasta la década de 1970». De hecho, en una fecha tan reciente como 1991, C. Loring Brace se aferraba tozudamente en el texto divulgativo Los estadios de la evolución humana a la concepción lineal[44], aceptando sólo un callejón sin salida evolutivo, los australopitecinos robustos. Todo lo demás constituía una progresión en línea recta, en la que cada especie de homínido iba portando el testigo de la evolución un trecho y se lo pasaba luego a un corredor más joven y fresco. Ahora, sin embargo, parece seguro que muchas de esas primeras formas siguieron senderos laterales que no llevaban a ningún sitio.

Por suerte para nosotros, una acertó, un grupo de usuarios de herramientas que pareció surgir de la nada y coincidió con el impreciso y muy discutido Homo habilis. Se trata del Homo erectus, la especie que descubrió Eugène Dubois en Java en 1891. Vivió, según la fuente que se consulte, entre hace aproximadamente 1,8 millones de años y una fecha tan reciente como 20.000 años atrás.

Según los autores de Java Man, el Homo erectus es la línea divisoria[45]: todo lo que llegó antes que él era de carácter simiesco; todo lo que llegó después de él era de carácter humano. El Homo erectus fue el primero que cazó, el primero que utilizó el fuego, el primero que fabricó utensilios complejos, el primero que dejó pruebas de campamentos, el primero que cuidó de los débiles y frágiles. Comparado con todos los que lo habían precedido, esa especie era extremadamente humana tanto en la forma como en el comportamiento, sus miembros tenían largas extremidades y eran delgados, muy fuertes (mucho más que los humanos modernos) y poseían el empuje y la inteligencia necesarios para expandirse con éxito por regiones enormes. Debían de parecer a los otros homínidos aterradoramente grandes, vigorosos, veloces y dotados. Su cerebro era muchísimo más refinado que todo lo que el mundo había visto hasta entonces.

El Erectus era «el velocirraptor de su época», según Alan Walker, de la Universidad de Penn State, una de las primeras autoridades del mundo en este campo. Si le mirase a uno a los ojos, podría parecer superficialmente humano, pero «no conectarías: serías una presa». Según Walker tenía el cuerpo de un humano adulto pero el cerebro de un bebé.

Aunque el Homo erectus ya era conocido desde hace casi un siglo, lo era sólo por fragmentos dispersos, insuficientes para aproximarse siquiera a poder construir un esqueleto entero. Así que su importancia (o su posible importancia al menos) como precursor de los humanos modernos no pudo apreciarse hasta que no se efectuó un descubrimiento extraordinario en África en los años ochenta. El remoto valle del lago Turkana (antiguamente lago Rodolfo) de Kenia es uno de los yacimientos de restos humanos primitivos más productivos del mundo, pero durante muchísimo tiempo nadie había pensado en mirar allí. Richard Leakey se dio cuenta de que podría ser un lugar más prometedor de lo que se había pensado, porque cierto día iba en un vuelo que se desvió y pasó por encima del valle. Se envió un equipo a investigar y al principio no encontró nada. Un buen día, al final de la tarde, Kamoya Kimeu, el buscador de fósiles más renombrado de Leakey, encontró una pequeña pieza de frente de homínido en una colina a bastante distancia del lago. No era probable que aquel lugar concreto proporcionase mucho, pero cavaron de todos modos por respeto a los instintos de Kimeu y se quedaron asombrados cuando encontraron un esqueleto casi completo de Homo erectus. Era de un niño de entre nueve y doce años que había muerto 1,54 millones de años atrás[46]. El esqueleto tenía «una estructura corporal completamente moderna», dice Tattersall, lo que en cierto modo no tenía precedente. El niño de Turkana era «muy enfáticamente uno de nosotros[47]».

Kimeu encontró también en el lago Turkana a KNM-ER 1808, una hembra de 1,7 millones de años de antigüedad, lo que dio a los científicos su primera clave de que el Homo erectus era más interesante y complejo de lo que se había pensado anteriormente. Los huesos de la mujer estaban deformados y cubiertos de toscos bultos, consecuencia de un mal torturante llamado hipervitaminosis A, que sólo podía deberse a haber comido el hígado de un carnívoro. Esto nos indicaba, en primer lugar, que el Homo erectus comía carne. Era aún más sorprendente el hecho de que la cantidad de bultos indicase que llevaba semanas o incluso meses viviendo con la enfermedad. Alguien había cuidado de ella[48]. Era el primer indicio de ternura en la evolución homínida.

Se descubrió también que en los cráneos de Homo erectus había (o, en opinión de algunos, posiblemente había) un área de Broca, una región del lóbulo frontal del cerebro relacionada con el lenguaje. Los chimpancés no tienen esa característica. Alan Walker considera que el canal espinal no tenía el tamaño y la complejidad necesarios para permitir el habla, lo más probable era que el Homo erectus se hubiese comunicado más o menos del modo en que lo hacen los chimpancés modernos, otros, especialmente Richard Leakey están convencidos de que podían hablar.

Parece ser que, durante un tiempo, el Homo erectus fue la única especie homínida. Se trataba de unas criaturas con un espíritu aventurero sin precedentes que se esparcieron por el globo aparentemente con lo que parece haber sido una rapidez pasmosa[49]. El testimonio fósil, si se interpreta literalmente, indica que algunos miembros de la especie llegaron a Java al mismo tiempo que dejaban África, o incluso un poco antes. Esto ha llevado a algunos científicos optimistas a decir que tal vez el hombre moderno no surgió ni mucho menos en África, sino en Asia… lo que sería notable, por no decir milagroso, pues nunca se ha hallado ninguna especie precursora posible fuera de África. Los homínidos asiáticos habrían tenido que aparecer por generación espontánea, como si dijésemos. Y de todos modos, un inicio asiático no haría más que invertir el problema de su expansión; aún habría que explicar cómo la gente de Java llegó luego tan deprisa a África.

Hay varias alternativas más plausibles para explicar cómo el Homo erectus se las arregló para aparecer tan pronto en Asia después de su primera aparición en África. En primer lugar, hay sus más y sus menos en la datación de restos humanos primitivos. Si la antigüedad real de los huesos africanos es el extremo más elevado del ámbito de estimaciones o la de los de Java el extremo más bajo, habría habido tiempo de sobra para qué el Homo erectus africano pudiese llegar hasta Asia. Es también muy posible que aún puedan descubrirse huesos de Homo erectus más antiguos en África. Además, las fechas de Java podrían ser completamente erróneas.

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