Trueno

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SEGUNDA PARTE » 12 El puente roto

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El puente roto

El Año del Ave Rapaz tocó a su fin; el Año del Íbice había dado comienzo. Pero el puente (o lo que quedaba de él) no sabía de tales distinciones.

Se trataba de una reliquia de otra época, una colosal obra de ingeniería perteneciente a unos tiempos complicados y estresantes, en los que la gente se mesaba los cabellos y se rasgaba las vestiduras tras enloquecer por algo que llamaban tráfico.

Las cosas eran más sencillas en el mundo posmortal, pero el estrés y las complicaciones habían regresado con energías renovadas. Todos se preguntaban qué regresaría a continuación.

El gran puente colgante recibía su nombre del explorador mortal Giovanni da Verrazzano y daba entrada a Manhattan, que ya no se llamaba así. El Nimbo había decidido rebautizar la ciudad de Nueva York como Ciudad Lenape, en honor a la tribu que la vendió a los holandeses años atrás. Los ingleses se la habían quitado a los holandeses, y los recién nacidos Estados Unidos de América se la quitaron a los ingleses. Pero ninguna de aquellas naciones existía ya, y Ciudad Lenape pertenecía a todos: era un lugar imponente repleto de museos y exuberantes parques elevados que envolvían como cintas de regalo los pináculos de los rascacielos. Un lugar que aunaba esperanza e historia.

En cuanto al puente de Verrazano, dejó de servir a su función inicial hacía mucho tiempo. Como en Lenape ya nadie tenía prisa por ir de un lado a otro y como la llegada a la gran ciudad arrebataba el aliento, se decidió que la única forma aceptable de llegar a Ciudad Lenape era en ferri. Así que se cerraron los distintos puentes y, a partir de aquel momento, los visitantes tenían que pasar a través de The Narrows, como los inmigrantes de antaño que acudían en busca de una vida mejor y allí se topaban con la gran estatua que todavía se llamaba Libertad…, aunque habían sustituido el cobre verde por oro reluciente y su llama estaba cuajada de rubíes.

«El cobre aspira a ser oro y el cristal, a ser una piedra preciosa —fueron las famosas palabras del último alcalde de Nueva York antes de retirarse para permitir que el Nimbo se hiciera con el control absoluto—. Así que nuestra mayor gloria será de rubíes engarzados en oro».

Con todo, antes incluso de que los visitantes vieran a la señorita Libertad y los relucientes rascacielos de Lenape, tenían que pasar junto a las dos enormes torres de Verrazano. La zona central del puente, abandonada y sin el mantenimiento adecuado, se había derrumbado durante una tormenta antes de que el Nimbo aprendiera a atemperar los extremos meteorológicos. Pero los arcos monolíticos a ambos lados permanecían en su sitio. Al Nimbo le agradaba su simetría, así que estableció equipos de mantenimiento. Pintados de un apagado color cerúleo muy similar al cielo de Lenape en un día nublado, las torres del Verrazano lograban la proeza arquitectónica de fundirse con el paisaje y destacar sobre él.

La carretera que se dirigía al arco occidental no había caído con el resto del puente, así que los visitantes podían recorrer a pie el mismo fragmento de calzada por el que los coches circulaban durante la edad mortal, hasta llegar a un maravilloso mirador situado justo bajo el arco desde el que tomar una foto de la gran ciudad a lo lejos.

No obstante, en aquellos momentos recibían a unos visitantes diferentes, ya que ese lugar había adoptado un nuevo significado y un nuevo propósito. Varios meses después del hundimiento de Perdura y de la Gran Resonancia, los tonistas reclamaron las torres como reliquia de importancia religiosa. Decían que había muchas razones, aunque una sobresalía sobre las demás: las torres parecían diapasones invertidos.

Era allí, debajo del arco de la torre occidental, donde la misteriosa figura conocida como el Trueno concedía audiencia.

—Dígame por qué desea una audiencia con el Trueno, por favor —le dijo la coadjutora tonista al pintor.

La mujer estaba en una edad a la que nadie en su sano juicio debería llegar: la piel le colgaba de los pómulos y toda ella, en general, estaba arrugada como una pasa. Los rabillos de los ojos eran dos diminutos acordeones que se habían abierto por un lado. La textura de su rostro era asombrosa. El artista sintió el impulso de pintar su retrato.

Todos esperaban que el Año del Íbice fuera mejor que el del Ave Rapaz. El artista era una de las muchas personas que solicitaban audiencia con el Trueno al inicio del nuevo año. Lo que buscaba no eran grandes respuestas, sino un objetivo en la vida. No era tan tonto como para pensar que un místico cualquiera sería capaz de eliminar de un plumazo los problemas a los que se había enfrentado toda su vida; pero si el Trueno de verdad hablaba con el Nimbo, como afirmaban los tonistas, al menos merecía la pena intentarlo.

Así que ¿qué podía decirle Ezra van Otterloo a la anciana con el poder de concederle la oportunidad de hablar con su hombre santo?

El problema era y siempre había sido su arte. Desde que tenía memoria, había sentido la necesidad insaciable de crear algo nuevo, algo nunca visto. Pero se encontraba en un mundo en el que todo se había visto, estudiado y archivado. En su época, la mayoría de los artistas se sentían satisfechos pintando bellos cuadros o copiando a los maestros mortales.

«Bueno, pues ya he pintado la Mona Lisa —le dijo una de sus novias cuando estaban en la escuela de arte—. No es para tanto». Su obra era idéntica a la original. Pero no era la original. Ezra no entendía de qué servía aquello, pero, al parecer, era el único, porque la chica sacó un sobresaliente en la clase, mientras que él se quedó en el aprobado.

«Tu inquietud te supone un obstáculo —le había dicho el profesor—. Encuentra la paz y encontrarás el camino». Sin embargo, lo único que encontró fue la futilidad y el descontento, incluso en sus mejores obras.

Sabía que los grandes habían sufrido por su trabajo. Intentó sufrir. Cuando era adolescente y oyó que Van Gogh se había cortado una oreja en un delirante ataque de ira, él también lo intentó. Le picó unos segundos, hasta que sus nanobots le aliviaron el dolor y se dispusieron a reparar el daño. A la mañana siguiente le había crecido la oreja, que estaba como nueva.

El hermano mayor de Ezra, que no era ni mucho menos Theo van Gogh, les chivó a sus padres lo que había hecho, así que lo enviaron a la Escuela de Exigencia, donde enseñaban los placeres de la disciplina a los chavales que corrían peligro de caer en el estilo de vida indeseable, El centro no impresionó a Ezra porque, al final, resultó no ser tan exigente.

Como nadie suspendía en la Escuela de Exigencia, se graduó con una nota de «satisfactorio». Le había preguntado al Nimbo qué significaba aquello exactamente.

«Satisfactorio es satisfactorio —le respondió—. Ni bueno ni malo. Aceptable».

Pero, como artista, Ezra quería ser más que aceptable; quería ser excepcional. Porque, si no podía serlo, ¿qué sentido tenía?

Al final encontró trabajo, como todos, ya que los artistas muertos de hambre eran cosa del pasado. Se dedicaba a pintar murales para patios de recreo: niños sonrientes, conejos de grandes ojazos y peludos unicornios de color rosa bailando sobre arco iris.

«No sé de qué te quejas —le había dicho su hermano—. Tus murales son maravillosos, a todo el mundo le gustan».

Su hermano se había convertido en banquero de inversiones, pero, como la economía del mundo ya no sufría fluctuaciones de mercado, no era más que otro patio de recreo con conejitos y arcoíris. Cierto, el Nimbo creaba dramas financieros, pero eran todos falsos y la gente lo sabía. De modo que, para sentirse más realizado, había decidido aprender una lengua muerta. Ya sabía hablar un sánscrito fluido, cosa que hacía una vez a la semana en el local del Club de las Lenguas Muertas.

«Suplántame —le había suplicado Ezra al Nimbo—. Ten piedad de mí y conviérteme en otra persona, por favor».

La idea de que le borraran por completo los recuerdos y los sustituyeran por otros nuevos (recuerdos ficticios que parecerían tan reales como los suyos) le resultaba muy atractiva. Pero no pudo ser.

«Sólo suplanto a los que se quedan sin otras opciones —le había dicho el Nimbo—. Date tiempo. Encontrarás una vida que te guste. Todo el mundo acaba por hacerlo».

«¿Y si no es así?».

«En ese caso, yo te guiaré en la dirección necesaria para que te sientas realizado».

Y entonces el Nimbo lo etiquetó de indeseable, como a todos los demás, y se acabó del todo su guía.

Evidentemente, no le podía contar todo aquello a la anciana coadjutora tonista. Le daría igual. Lo único que quería la mujer era una excusa para rechazarlo, y un monólogo sobre sus penas era motivo más que de sobra para hacerlo.

—Espero que el Trueno me ayude a aportar significado a mi arte.

—¿Eres un artista? —le preguntó ella; de repente, se le habían iluminado los ojos.

—Pinto murales públicos —respondió él tras suspirar, casi como si se disculpase.

Al final resultó que eso era justo lo que necesitaban los tonistas.

Cinco semanas después estaba en Ciudad Lenape, con una cita para una audiencia matutina con el Trueno.

—¡Sólo cinco semanas! —exclamó la persona que lo recibió en el centro de bienvenida—. Tienes que ser muy especial. ¡La gente que consigue una audiencia normalmente acaba en una lista de espera de seis meses!

No se sentía especial. Si acaso, se sentía fuera de lugar. Casi todas aquellas personas eran tonistas devotos, vestidos con sus anodinos hábitos y túnicas marrones, que entonaban juntos para encontrar armonías trascendentales o la disonancia tonal, según su motivo para estar allí. Para él era todo una tontería, pero hizo lo que pudo por no juzgar. Al fin y al cabo, él era el que había acudido a ellos, no al contrario.

Había un tonista escuchimizado con ojos de fanático que intentaba sacarle conversación.

—Al Trueno no le gustan las almendras —le dijo a Ezra—, así que he estado quemando huertos de almendros porque son una abominación.

Ezra se levantó y se trasladó al otro extremo del cuarto, con los tonistas más razonables. Supuso que todo era relativo.

No tardaron en reunir a todos los que tenían audiencia aquella mañana, y un monje tonista que no era ni mucho menos tan simpático como la persona que los había saludado les dio instrucciones estrictas.

—Si no estáis presentes cuando se os llame para la audiencia, perderéis vuestro turno. Cuando os acerquéis al arco encontraréis las cinco líneas amarillas de una clave de sol. Os quitaréis los zapatos y los colocaréis en la posición de do.

Una de las otras personas presentes que no pertenecían a la secta le preguntó qué posición era aquella. El monje decidió al instante que no era digno y lo expulsó.

—Sólo hablaréis con el Trueno cuando él os hable. Mantendréis la mirada gacha. Haréis una reverencia al saludarlo, la repetiréis cuando os dé permiso para marcharos y saldréis a paso ligero, por consideración a los que esperan.

Aquellos preámbulos le aceleraron el corazón, a su pesar.

Ezra dio un paso al frente cuando dijeron su nombre una hora más tarde, siguió el protocolo al pie de la letra, ya que recordaba de las clases de música de su infancia en qué parte de la clave estaba el do, y se preguntó, de pasada, si habría una trampilla preparada para enviar a los que fallaran a las aguas de abajo.

Se acercó despacio a la figura sentada bajo el gigantesco arco. La silla normal y corriente en la que estaba sentado no era ni mucho menos un trono. Se encontraba bajo un toldo climatizado para proteger al Trueno de los elementos, ya que en el trecho de carretera que llegaba hasta el arco hacía frío y el viento de febrero soplaba con fuerza.

El artista no sabía qué esperar. Los tonistas afirmaban que el Trueno era un ser sobrenatural, una conexión entre la ciencia pura y dura y el espíritu etéreo, significara eso lo que significara; no eran más que chorradas. Pero, llegados a ese punto, le daba igual. Si el Trueno podía ayudarlo a encontrar un objetivo en la vida que le sosegara el alma, estaba más que dispuesto a adorar a aquel hombre tanto como los tonistas. Por lo menos, así descubriría si eran ciertos los rumores de que el Nimbo le seguía hablando.

Pero, al acercarse, el artista empezó a sentirse decepcionado. El Trueno no era un hombre arrugado, sino poco más que un niño. Era delgado y mediocre, vestía una larga túnica morada de tela basta y encima llevaba un escapulario con intrincados bordados que le cubría los hombros cual bufanda y le llegaba casi hasta el suelo. No se sorprendió al comprobar que el bordado era un patrón relacionado con el sonido.

—Te llamas Ezra van Otterloo y eres pintor de murales —le dijo el Trueno, como si sacara aquel dato por arte de magia—, y quieres pintar un mural con mi retrato.

El respeto que sentía Ezra por el Trueno no hacía más que menguar.

—Si lo sabe todo, sabrá que eso no es cierto.

—Nunca he dicho que lo sepa todo —replicó el Trueno, sonriente—. De hecho, nunca he dicho que sepa nada. —Miró el centro de bienvenida—. Los coadjutores me dijeron que por eso estás aquí. Aunque… otra fuente me cuenta que ellos son los que quieren el mural y que tú has aceptado pintarme uno a cambio de esta audiencia. Pero no te obligaré a hacerlo.

Ezra sabía que aquello no era más que humo y espejos, una estafa perpetuada por los tonistas para conseguir adeptos. Veía que el Trueno llevaba un pequeño dispositivo en la oreja. Estaba claro que uno de los coadjutores le pasaba la información. Cada vez estaba más enfadado por haber perdido el tiempo con aquella visita.

—El problema con pintar un mural de mis logros es que, en realidad, no tengo ninguno —dijo el joven de la túnica morada.

—Entonces, ¿por qué está ahí sentado, como si los tuviera?

Ezra estaba harto de etiqueta y protocolo. Ya no le importaba que lo echaran ni tampoco que lo tiraran por el puente roto.

El Trueno no parecía ofendido por su grosería. Se limitó a encogerse de hombros.

—Lo que se espera de mí es que me siente aquí y escuche a la gente. A fin de cuentas, es cierto que el Nimbo me habla.

—¿Por qué me lo iba a creer?

Esperaba que el Trueno esquivara la pregunta con más humo y espejos, con tópicos sobre la fe y demás. Por el contrario, se puso serio y ladeó la cabeza como si escuchara algo por el auricular. Después habló con absoluta certeza:

—Ezra Elliot Van Otterloo, aunque nunca usas tu segundo nombre. Cuando tenías siete años, te enfadaste con tu padre e hiciste un dibujo en el que un Cegador iba a por él, pero te asustaste de que se hiciera realidad, así que lo rompiste y lo tiraste por el retrete. Cuando tenías quince años, metiste un queso apestoso en el bolsillo de tu hermano porque iba a salir con la chica que te gustaba. Nunca se lo dijiste a nadie, y tu hermano no fue capaz de localizar la fuente del olor. Y el mes pasado, a solas en tu cuarto, bebiste tanta absenta como para enviar al hospital a un hombre de la edad mortal, pero tus nanobots te protegieron de la peor parte. Te despertaste con un leve dolor de cabeza.

Ezra sintió que se le doblaban las piernas. Temblaba, y no era del frío. Los coadjutores no podían haberle pasado esa información. Eran cosas que sólo sabía el Nimbo.

—¿Te basta como prueba? —le preguntó el Trueno—. ¿O quieres que te cuente lo que pasó con Tessa Collins la noche de la fiesta de graduación?

Ezra cayó de rodillas. No porque se lo pidiera un coadjutor entrometido, sino porque ahora sabía que el Trueno era quien decía ser: la única conexión real con el Nimbo.

—Perdóneme —le suplicó—. Perdóneme por dudar de usted, por favor.

El Trueno se le acercó.

—Levanta —le dijo—. Odio que la gente se arrodille.

Ezra se levantó. Quería mirar a los ojos del Trueno para ver si contenían las infinitas profundidades del Nimbo, pero no se atrevía a hacerlo. Porque ¿y si el Trueno veía en su interior, incluso aquellos lugares que ni siquiera Ezra conocía? Tuvo que recordarse que no era omnisciente. Sólo sabía lo que el Nimbo le permitía saber. Aun así, contar con acceso a todo ese conocimiento era tremendo, sobre todo cuando era el único.

—Dime lo que quieres y el Nimbo te responderá a través de mí.

—Quiero orientación. La que me prometió que me daría antes de marcarnos a todos como indeseables. Quiero que me ayude a encontrar mi objetivo en la vida.

El Trueno escuchó, lo meditó y dijo:

—El Nimbo dice que te sentirás realizado si pintas arte indeseable.

—¿Cómo dice?

—Que pintes murales sobre lo que sientes en lugares en los que se supone que no debes pintarlos.

—¿El Nimbo quiere que incumpla la ley?

—Incluso cuando todavía hablaba con los humanos, apoyaba el estilo de vida indeseable de aquellos que lo deseaban. Ser un artista indeseable puede ser el objetivo que buscas. Pinta con aerosol un publicoche mientras todos duermen. Pinta un mural airado en la sede de tus agentes del orden locales. Sí, rompe las normas.

Ezra empezó a respirar tan deprisa que hiperventiló. Nadie le había sugerido nunca que quizá se sintiera realizado rompiendo las normas. Desde el silencio del Nimbo, la gente se desvivía por seguir las reglas. Fue como si le hubieran quitado un peso de encima.

—¡Gracias! Gracias, gracias, gracias.

Y se marchó para iniciar su nueva vida como artista irredento.

Un testamento del Trueno

Su piadoso asiento se encontraba a la entrada de Lenape, y allí proclamaba la verdad del Tono. Imponente era en su esplendor, tanto que incluso el más leve susurro procedente de sus labios resonaba como el trueno de su nombre. Los que experimentaban su presencia cambiaban para siempre y salían al mundo con un nuevo propósito, y a los que dudaban les ofrecía su perdón. Perdón incluso para el heraldo de la muerte por el que sacrificó su vida, de joven, antes de volver a alzarse. ¡Regocijaos!

Comentario del coadjutor Symphonius

No cabe duda de que el Trueno tenía un trono majestuoso, seguramente de oro, aunque algunos plantean la posibilidad de que estuviera hecho de los huesos dorados de los malvados vencidos, en Lenape, una ciudad mítica. Dicho lo cual, es importante destacar que le nappe significa «el mantel» en la lengua francesa hablada en tiempos antiguos, lo que da a entender que el Trueno preparaba una mesa para sus enemigos. La mención al heraldo de la muerte se refiere a los demonios sobrenaturales llamados segadores, a los que redimió de la oscuridad. Como el Tono, el Trueno no podía morir; en consecuencia, el sacrificio de su vida siempre conduciría a la resurrección, lo que lo convertía en un ser único entre las gentes de su época.

Análisis de Coda del comentario de Symphonius

El dato clave que se le escapa a Symphonius es la mención a que el asiento se encuentra «a la entrada, de Lenape», lo que claramente significa que el Trueno esperaba a la entrada de la ciudad y atrapaba a los que se acercaban a la hirviente urbe para evitar que los devorase. En cuanto al heraldo de la muerte, las pruebas indican que tales individuos existían, sobrenaturales o no, y que, en efecto, se llamaban segadores. Por tanto, no es disparatado pensar que el Trueno salvara a un segador o a una segadora de sus malvadas costumbres. Y, en ese caso, por una vez coincido con Symphonius cuando afirma que el Trueno era único en su habilidad de regresar de la muerte. Porque si todo el mundo pudiera revivir, ¿para qué íbamos a necesitar al Trueno?

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