Trueno

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SEGUNDA PARTE » 13 La cualidad de sonoro

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La cualidad de sonoro

Si Greyson debía agradecerle a alguien (o culpar a alguien) por haberse convertido en el Trueno era al coadjutor Mendoza, que había sido clave en la creación de la nueva imagen del joven. Sí, había sido idea suya convertirse en figura pública y dejar que el mundo supiera que mantenía la conexión con el Nimbo, pero Mendoza había diseñado la revelación.

Aquel hombre era un consumado estratega. Antes de volverse contra la vida eterna y convertirse en coadjutor tonista, había trabajado en marketing para una empresa de refrescos.

«La idea del oso polar azul para la gaseosa AntarctiCool fue mía —le contó una vez a Greyson—. Ni siquiera había osos polares en Antártida, y mucho menos azules, así que creamos algunos. Ahora es imposible pensar en Antártida sin imaginarse sus osos azules, ¿verdad?».

Muchos pensaban que el Nimbo estaba muerto, que lo que los tonistas llamaban la Gran Resonancia había sido el estruendo provocado por su defunción. Pero Mendoza ofreció una explicación alternativa a los tonistas.

«El espíritu resonante ha visitado al Nimbo —planteó—. El Tono Viviente ha insuflado vida a lo que antes fuera pensamiento artificial».

Tenía sentido si lo analizabas desde la perspectiva de las creencias tonistas; el Nimbo (la ciencia pura y dura) se había transformado en algo mayor a través del Tono Viviente. Y, como esas cosas solían presentarse de tres en tres, necesitaba un elemento humano para completar la tríada. Y allí estaba él, Greyson Tolliver, la única persona que hablaba con la nube de Tormenta viviente, es decir, el Nimbo.

Mendoza empezó a dejar caer rumores en lugares estratégicos sobre la existencia de una figura mística que conversaba con el Nimbo. Un profeta tonista que servía de conexión entre lo espiritual y lo científico. Greyson tenía sus dudas, pero Mendoza estaba entusiasmado y era muy convincente.

«Imagínatelo, Greyson: El Nimbo hablará a través de ti y, con el tiempo, el mundo estará pendiente de cada palabra. ¿No es eso lo que quiere? ¿Que seas su voz en el mundo?».

«No tengo una voz atronadora, precisamente», comentó Greyson.

«Por mucho que susurres, la gente oirá una voz de trueno —le aseguró Mendoza—. Confía en mí».

Mendoza se dispuso a crear una jerarquía más organizada dentro de la fe tonista con la intención de unir a las distintas facciones divergentes, lo que resultaba mucho más sencillo con una figura central.

El coadjutor, que llevaba muchos años viviendo de forma tranquila y anónima como jefe del monasterio de Wichita, regresaba a su elemento como experto en relaciones públicas e imagen de marca. El Trueno era su nuevo producto, y no había nada que le gustara más que la emoción de la venta, sobre todo cuando se trataba de un artículo único en el mercado internacional.

«Sólo te falta un título —le dijo a Greyson—. Uno que encaje con las creencias tonistas… o que podamos encajar con ellas».

A Greyson se le ocurrió «el Trueno» y, como le recordaba a la conversación sobre su voz, no le costó acostumbrarse. Estaba muy orgulloso de sí mismo hasta que la gente empezó a llamárselo de verdad. Y, para empeorar las cosas, Mendoza se inventó un título honorífico: «su sonoridad». Greyson tuvo que preguntarle al Nimbo qué significaba.

«Viene del latín, sonoritas, y significa “la cualidad de sonoro” —le explicó—. No… suena mal». A lo que Greyson contestó con un gruñido.

La gente lo recibió bien y, en poco tiempo, todo era «Sí, su sonoridad», «No, su sonoridad» y «¿En qué puedo ayudarlo hoy, su sonoridad?». Era todo muy raro. Al fin y al cabo, él era el mismo de siempre y allí estaba, fingiendo ser una especie de sabio divino.

A continuación, Mendoza encontró un punto de reunión impresionante para sus audiencias, donde recibiría a los suplicantes de uno en uno para evitar sobreexponerse y, con el acceso limitado, alimentar su creciente aura mística.

Greyson intentó plantarse al ver la ropa formal de ceremonia que Mendoza había encargado a un diseñador famoso, pero ya era tarde para frenarlo.

«A lo largo de la historia, las figuras religiosas que ostentan más poder siempre han llevado una ropa característica. ¿Por qué no ibas a hacerlo tú? —razonó Mendoza—. Tienes que parecer majestuoso y sobrenatural porque, en cierto modo, lo eres. Ahora eres único entre los seres humanos, Greyson, y tienes que vestirte para ese papel».

«Es demasiado teatro, ¿no te parece?».

«Ah, pero es que el teatro es el sello distintivo del ritual, y el ritual es la piedra angular de la religión», respondió Mendoza.

A Greyson le parecía que el escapulario que le colgaba sobre la túnica morada, con todas aquellas ondas bordadas, era pasarse un poco, pero nadie se reía… Y, cuando empezó a conceder audiencias formales, se sorprendió de lo mucho que fascinaba su aspecto a los que acudían a verlo. Los suplicantes se hincaban de rodillas y perdían el habla. Temblaban ante su mera presencia. Al final, Mendoza estaba en lo cierto: para vender el personaje era importante parecerlo, y la gente se lo tragó con el mismo placer que a los osos polares azules.

De ese modo, mientras su leyenda crecía, Greyson Tolliver pasaba sus días como su sonoridad, el Trueno, consolando a personas desesperadas y deslumbradas por su presencia, a las que comunicaba los sabios consejos del Nimbo.

Salvo cuando se inventaba chorradas.

—Le has mentido —le dijo el Nimbo a Greyson después de su audiencia con el pintor—. Yo no le he sugerido que pinte en lugares no autorizados ni que vaya a sentirse realizado al hacerlo.

—Tampoco has dicho lo contrario —repuso Greyson tras encogerse de hombros.

—Te he proporcionado información sobre su vida para demostrar tu autenticidad, pero mentir socava ese concepto.

—No mentía, le estaba dando consejo.

—Pero no esperaste a que yo participara. ¿Por qué?

Greyson se acomodó en su asiento.

—Me conoces mejor que nadie. De hecho, conoces a cualquiera mejor que nadie. ¿No eres capaz de averiguar por qué lo he hecho?

—Lo soy —respondió el Nimbo, no sin cierta pedantería—. Pero quizá quieras aclararlo tú mismo.

Greyson se rio.

—Vale. Los coadjutores se consideran mis dueños, tú me ves como tu portavoz en el mundo…

—Para mí eres mucho más que eso, Greyson.

—¿Sí? Porque, si eso fuera cierto, me permitirías tener una opinión. Me permitirías contribuir. Y el consejo que he dado hoy es mi forma de hacerlo.

—Ya veo.

—¿Lo he aclarado lo suficiente?

—Sin duda.

—¿Y era buena mi sugerencia?

El Nimbo guardó silencio un momento.

—Reconozco que darle libertad y licencia artística al margen de los límites estructurados quizá le ayude a sentirse pleno. De modo que sí, tu sugerencia era buena.

—¡Ahí lo tienes! Puede que ahora me permitas contribuir un poco más.

—Greyson…

El joven suspiró, convencido de que el Nimbo iba a soltarle un sermón paciente y sufrido por atreverse a tener opiniones. Pero lo que dijo el Nimbo le sorprendió:

—Sé que esto no ha sido fácil. Me asombra lo bien que te adaptas al puesto que te has visto obligado a asumir. En realidad, me asombra lo mucho que has madurado, en general. Creo que elegirte ha sido la decisión más acertada.

—Gracias, Nimbo —contestó Greyson, conmovido

—Creo que no eres consciente de la importancia de lo que has logrado. Has conseguido que un culto que despreciaba la tecnología decida abrazarla. Abrazarme.

—Los tonistas nunca te han odiado —lo corrigió el joven—. Odian a los segadores. Contigo no sabían bien qué pensar… Pero ahora encajas en su dogma. El Tono, el Trueno y la Tormenta.

—Sí, a los tonistas les encanta la aliteración.

—Ten cuidado o, antes de que te des cuenta, estarán erigiendo edificios y arrancando corazones en tu nombre.

Greyson estuvo a punto de echarse a reír al imaginárselo. Qué frustrante sería hacer sacrificios humanos y que, al día siguiente, los sacrificados regresaran con corazones nuevos.

—Nuestras creencias tienen poder —dijo el Nimbo—. Sí, esas creencias pueden ser peligrosas si no se dirigen y moldean adecuadamente, así que vamos a moldearlas. Transformaremos a los tonistas en una fuerza beneficiosa para la humanidad.

—¿Seguro que eso es posible?

—Puedo afirmar con una certeza del 72,4 % que lograremos dirigir a los tonistas hacia un fin positivo.

—¿Y el resto?

—Hay una probabilidad del 19 % de que los tonistas no hagan nada significativo —respondió el Nimbo—. Y una probabilidad del 8,6 % de que perjudiquen al mundo de manera impredecible.

La siguiente audiencia del Trueno no fue agradable. Al principio no había más que un puñado de fanáticos extremistas entre la gente que le pedía audiencia, pero, de pronto, se transformó en algo diario. Se las ingeniaban para retorcer las enseñanzas tonistas y malinterpretar todo lo que Greyson decía o hacía.

Que el Trueno se levantara temprano no significaba que hubiera que castigar a nadie por dormir hasta tarde.

Que comiera huevos no daba a entender que era necesario un ritual de fertilidad.

Y que un día estuviera silencioso y pensativo no quería decir que a los demás se les exigiera un voto de silencio permanente.

Los tonistas estaban tan desesperados por creer en algo que a veces decidían creer en cosas absurdas, ingenuas o, en el caso de los fanáticos, directamente aterradoras.

El creyente extremista del día estaba demacrado, como si se encontrara en huelga de hambre, y tenía mirada de loco. Le habló de erradicar las almendras del mundo, y todo porque Greyson había mencionado una vez, de pasada, que no le gustaban. Al parecer, la información había llegado a las personas equivocadas y se había corrido la voz. Encima, aquello no era lo único que maquinaba aquel hombre.

—Debemos sembrar el miedo en los fríos corazones de los segadores para que se sometan a su sonoridad —dijo el fanático—. Si me da su bendición, los quemaré uno por uno, como hacía su rebelde, el segador Lucifer.

—¡No! ¡Terminantemente prohibido!

Lo único que le faltaba a Greyson era enfrentarse a los segadores. Mientras no se interpusiera en su camino, no lo molestarían, y necesitaba que siguiera siendo así. Se levantó de su silla y puso todo su empeño en intimidarlo con la mirada.

—¡No permitiré ningún asesinato en mi nombre!

—¡Pero debe ser así! ¡El Tono canta en mi corazón y me pide que lo haga!

—¡Sal de aquí! —le ordenó Greyson—. ¡No sirves ni al Tono ni a la Tormenta y, por supuesto, no me sirves a mí!

La sorpresa del hombre tornó en contrición. Se encorvó como si cargara con un gran peso,

—Siento haberlo ofendido, su sonoridad. ¿Qué puedo hacer para ganarme su favor?

—Nada. No hagas nada. Eso me haría feliz.

El fanático retrocedió caminando de espaldas e inclinado en reverencia. Por poco que tardara en salir, ya era mucho para Greyson.

El Nimbo aprobó su forma de actuar ante el extremista.

—Siempre han existido y siempre existirán personas que viven al límite de la razón —le dijo a Greyson—. Es necesario corregirlos lo antes posible y a menudo.

—Si volvieras a hablar con la gente, quizá no estarían tan desesperados —se atrevió a sugerir Greyson.

—Me doy cuenta. Pero una pizca de desesperación no es mala si conduce a una búsqueda espiritual.

—Sí, lo sé: «La raza humana debe enfrentarse a las consecuencias de sus actos colectivos».

Era lo que siempre le decía el Nimbo sobre su silencio.

—Es más que eso, Greyson. Si queremos que la humanidad avance, debemos echarla del nido.

—Algunos de los pájaros a los que empujan del nido mueren.

—Sí, pero la humanidad caerá sobre blando. Lo he diseñado así. Será doloroso durante un tiempo, pero servirá para forjar el carácter de todos.

—¿Doloroso para ellos o para ti?

—Para ambos —contestó el Nimbo—. Pero mi dolor no me impedirá hacer lo correcto.

Y, aunque Greyson confiaba en el Nimbo, no dejaba de darle vueltas a aquellos porcentajes: una probabilidad del 8,6 % de que los tonistas perjudicaran al mundo. Puede que al Nimbo le parecieran bien aquellas probabilidades, pero a Greyson le inquietaban.

Al cabo de un día entero de audiencias monótonas, sobre todo con tonistas devotos que querían respuestas simplistas a asuntos mundanos, lo subieron a una anodina lancha motora a la que habían despojado de todas sus comodidades para convertir su extravagancia en austeridad. Estaba flanqueada por otras dos embarcaciones en las que viajaban fornidos tonistas con armas de la edad mortal para defender al Trueno si alguien intentaba secuestrarlo o acabar con él durante el recorrido.

A Greyson aquellas precauciones le parecían ridículas. De haber allí alguna trama, el Nimbo la desbarataría o, al menos, le advertiría sobre ella; a no ser, claro, que deseara el éxito de la trama, como había sucedido la primera vez que lo secuestraron. Aun así, después de aquel suceso, Mendoza estaba paranoico, así que Greyson le siguió la corriente.

La lancha rodeó el glorioso extremo meridional de Ciudad Lenape y siguió su camino por el río Mahicantuck (aunque muchos seguían llagándolo Hudson) hacia su residencia. El joven estaba sentado en el pequeño camarote con una nerviosa tonista cuyo trabajo consistía en atender a sus necesidades durante el viaje. Cada día tenía a su lado a una persona distinta. Se consideraba un gran honor acompañar al Trueno a su residencia, y era una recompensa reservada para los tonistas más devotos y rectos. Por lo general, Greyson intentaba romper el hielo iniciando una conversación, pero siempre acababa siendo algo forzado e incómodo.

Sospechaba que aquello era la patética forma que tenía Mendoza de ofrecerle una compañía íntima para pasar la noche, ya que daba la casualidad de que toda la juventud tonista que lo acompañaba en sus viajes era atractiva y más o menos de la edad de Greyson. Si ese era el objetivo, fracasaba, porque Greyson no hizo ni una proposición, ni siquiera cuando le apetecía. Habría sido una hipocresía insoportable. ¿Cómo iba a ser su líder espiritual si se aprovechaba de su posición?

Todo tipo de gente se le echaba encima, hasta el punto de resultar vergonzoso; y, aunque evitaba a las personas que le enviaba Mendoza, sí que aceptaba compañía de vez en cuando, siempre que estuviera seguro de no abusar de su poder. No obstante, lo que más le atraía eran las mujeres demasiado indeseables para su propio bien. Había adquirido ese gusto después de sus escasos días con Pureza Viveros, una chica con instintos homicidas a la que había llegado a querer. No había terminado bien. El segador Constantine la cribó delante de él. Greyson suponía que buscar a otras como ella era su forma de echarla de menos, pero no lograba encontrar a ninguna lo bastante mala.

A lo largo de la historia, las figuras religiosas solían estar obsesionadas con el sexo o ser célibes —le dijo la hermana Astrid, una devota tonista de la variedad no fanática que se encargaba de llevar su agenda— «Si, como hombre santo, consigue encontrar el término medio, no se puede pedir más».

Astrid debía de ser de las pocas personas que lo rodeaban a la que consideraba una amiga. O, al menos, podía hablar con ella como si lo fuera. Era mayor que él, en la treintena; no lo bastante como para ser su madre, pero quizá sí una hermana o una prima mayor, y nunca temía decir lo que pensaba.

«Creo en el Tono —le dijo una vez Astrid—, pero no me creo esa tontería de que lo que se avecina no puede evitarse. Cualquier cosa puede evitarse si te lo propones».

Había acudido a él para una audiencia el que seguramente fue el día más frío del año, y más frío aún debajo del arco. Estaba tan abatida que se le olvidó para qué quería verlo, y se pasó todo el rato quejándose del tiempo y de que el Nimbo no hiciera más por arreglarlo. Después señaló el escapulario que el Trueno vestía sobre la túnica.

«¿Alguna vez ha pasado ese patrón de ondas por un secuenciador para ver qué sale?», le preguntó a Greyson.

Resultó que en su escapulario habían bordado siete segundos de una obra musical de la edad mortal llamada «Bridge over Troubled Water», puente sobre aguas turbulentas, lo que tenía todo el sentido del mundo, dado el lugar en el que el Trueno recibía a sus visitas. No tardó ni un segundo en invitar a Astrid a formar parte de su círculo interno; era su baño de realidad frente a todas las estupideces a las que se enfrentaba a diario.

Con frecuencia Greyson deseaba haber seguido oculto, invisible y desconocido en su oscuro cuartito del monasterio de Wichita, una persona insignificante a la que le habían quitado hasta el nombre. Pero ya no había marcha atrás.

El Nimbo era capaz de interpretar la fisiología de Greyson. Sabía cuándo le subía el pulso; sabía cuándo sentía estrés, ansiedad o júbilo; y, cuando dormía, sabía cuándo soñaba. Pero no podía acceder a sus sueños. Aunque los recuerdos de todo el mundo se subían a su cerebro trasero cada minuto, los sueños no estaban incluidos.

Al principio del proceso descubrieron que, cuando había que restaurar un cerebro (ya fuera por despachurramiento o porque alguien había sufrido algún tipo de daño cerebral), los sueños eran un problema. Porque, al devolverles sus recuerdos, tenían problemas para diferenciar lo que era real de lo que era soñado. Así que a partir de entonces, cuando se le devolvía la mente a alguien en los centros de reanimación, recuperaban todos sus recuerdos, salvo los de los sueños. Nadie se quejó porque ¿cómo echar de menos algo que no recordabas haber tenido?

Así que el Nimbo no tenía ni idea de qué aventuras y dramas experimentaba Greyson mientras dormía, a no ser que decidiera contárselos al despertar. Pero el joven no era dado a hablar de sus sueños, y para el Nimbo era demasiado atrevimiento preguntarle al respecto.

Por otro lado, disfrutaba mucho observando a Greyson mientras dormía e imaginándose qué vivencias extrañas experimentaría en aquel lugar profundo que carecía de lógica y coherencia, en el que los humanos se esforzaban por encontrar formas gloriosas en nubes internas. Mientras el Nimbo se encargaba de un millón de tareas distintas por todo el mundo, aislaba lo suficiente de su consciencia para ver dormir a Greyson; para sentir las vibraciones de sus movimientos en la cama, para oír su respiración en calma y percibir la humedad creciente en la habitación tras cada uno de sus alientos. Le proporcionaba paz y también consuelo.

Se alegraba de que Greyson nunca le hubiera pedido que apagara las cámaras de sus habitaciones privadas. Tenía todo el derecho del mundo a pedirle intimidad y, de pedírsela, el Nimbo se la habría concedido. Por supuesto, Greyson estaba al tanto de que lo observaba. Era bien conocido que el Nimbo sabía en todo momento lo que experimentaban sus sensores, incluidas las cámaras. Pero que dedicara tanta atención a los dispositivos sensoriales de las habitaciones de Greyson era algo de lo que no hacía ostentación. Porque, si el Nimbo se lo contaba a Greyson, quizás el joven le pidiera que dejara de hacerlo.

A lo largo de los años, el Nimbo había visto a millones de personas abrazarse mientras dormían. Él no tenía brazos para hacerlo. Aun así, sentía el latido del corazón de Greyson y la temperatura precisa de su cuerpo como si lo tuviera al lado. Perder eso le provocaría una tristeza inconmensurable. En consecuencia, noche tras noche, el Nimbo observaba a Greyson de todas las formas posibles. Porque eso era lo más parecido a abrazarlo que estaba a su alcance.

Como sumo dalle de Midmérica y dalle máximo del continente nortemericano, me gustarla agradecer personalmente a la guadaña amazónica la recuperación de las gemas perdidas de los segadores y su reparto entre las regiones del mundo.

Aunque las otras cuatro regiones nortemericanas dentro de mi jurisdicción han expresado su interés en recibir su parte de los diamantes, Midmérica rechaza la suya. Me gustarla que los diamantes midmericanos se repartieran entre aquellas regiones que se sientan desairadas por la decisión unilateral de Amazonia de no tener en cuenta el tamaño de las regiones en el reparto de las gemas.

Espero que los diamantes midmericanos sean mi regalo al mundo, con la esperanza de que se reciban con el mismo espíritu de generosidad con el que se entregan.

—Su excelencia Robert Goddard, dalle máximo de Nortemérica,

5 de agosto del Año de la Cobra

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