Trueno

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SEGUNDA PARTE » 15 ¿Te conozco?

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¿Te conozco?

Tiempo atrás se determinó que sólo se podría hablar con los muertos en lugares muy específicos.

No era hablar de verdad con los muertos, en realidad. Sin embargo, desde que los nanobots se introdujeron en el torrente sanguíneo de los humanos, el Nimbo era capaz de subir y almacenar los recuerdos y las experiencias de casi todos los individuos del planeta. De ese modo era capaz de comprender mejor la condición humana y de evitar la trágica pérdida de la memoria de toda una vida, un destino al que nadie podía escapar en la edad mortal. La exhaustiva base de datos de recuerdos también permitía restaurar una memoria completa cuando se revivía a alguien después de un daño cerebral, como cuando se producía un despachurramiento o cualquier otro método violento para acabar en un centro de reanimación.

Dado que esos recuerdos estaban allí para siempre, ¿por qué no permitir a la gente hablar con los constructos mentales de sus seres queridos muertos?

Pero que el archivo de los constructos estuviese disponible para cualquiera no significaba que fuera sencillo acceder a él. Los recuerdos de los muertos sólo se podían extraer del cerebro trasero del Nimbo en unos santuarios llamados sanctasanctórum.

Los sanctasanctórum de los constructos estaban abiertos al público veinticuatro horas al día, los trescientos sesenta y cinco días del año. Una persona podía acceder a su ser querido en cualquiera de estos santuarios… Con todo, no era fácil llegar hasta ellos. De hecho, eran incómodos a sabiendas, y su inaccesibilidad resultaba exasperante,

«La comunión con los recuerdos de los seres queridos exige una peregrinación —había decretado el Nimbo—. Será una especie de búsqueda, algo que no se pueda realizar a la ligera, sino siempre con un propósito firme, de modo que conlleve un mayor significado personal para los que realicen el viaje».

Así que los sanctasanctórum de los constructos se encontraban en lo más profundo de bosques oscuros o en la cima de traicioneras montañas; en el fondo de los lagos o al final de laberintos subterráneos. De hecho, había toda una industria dedicada a la construcción de imaginativos santuarios cada vez más inaccesibles y peligrosos.

Como resultado, la gente solía conformarse con fotografías y vídeos de sus seres queridos. Pero, cuando sentía el ardiente deseo de hablar de verdad con la recreación digital de la persona perdida, había formas de hacerlo.

Los segadores rara vez visitaban los sanctasanctórum de constructos. No porque se les prohibiera hacerlo, sino porque lo consideraban indigno de ellos. Como si, al hacerlo, mancillaran de algún modo la pureza de su profesión. Además, requería habilidad escarbar en el cerebro trasero… porque, mientras que los ciudadanos corrientes podían localizar a sus seres queridos a través de una interfaz intuitiva, los segadores tenían que abrirse paso codificándolo a mano.

Aquel día, la segadora Ayn Rand había atravesado la cara de un glaciar.

Aunque el santuario que estaba empeñada en visitar se encontraba allí mismo, prácticamente a tiro de piedra, había tenido que recorrer grietas traicioneras y cruzar puentes de hielo de ridícula estrechez para llegar hasta él. Muchos habían acabado morturientos al intentar visitar aquel sanctasanctórum en concreto y, pese a ello, la gente seguía acudiendo. Rand suponía que algunas personas sentían la necesidad de demostrar su devoción al recuerdo del ser querido arriesgándose a la molestia de la reanimación.

La segadora Rand debería haber sido la primera segadora subordinada del dalle máximo Goddard, pero se alegraba de que hubiera elegido a otros. Los segadores subordinados se veían lastrados por todo tipo de responsabilidades, tanto de importancia como insignificantes. No había más que mirar a Constantine, quien, como tercer segador subordinado, se pasaba los días pasando por el aro y haciendo lo imposible por ganarse a la región de la Estrella Solitaria. No; Ayn prefería ostentar el poder sin un cargo. Era más influyente que cualquiera de los tres subordinados, con la ventaja añadida de que no debía responder ante nadie más que Goddard. Incluso así, el dalle máximo le daba libertad, la suficiente para ir a donde quisiera, cuando quisiera, sin que nadie se percatara.

Como, por ejemplo, para visitar uno de los sanctasanctórum de Antártida, lejos de miradas curiosas.

El santuario era una estructura neoclásica con un alto techo soportado por columnas dóricas. Parecía algo sacado de la antigua Roma, salvo por estar hecho sólo de hielo.

Sus guardias entraron antes que ella para quitar de en medio al resto de los visitantes. Tenían órdenes de dejar morturientos a todos los presentes. Podría haberlos cribado ella misma, claro, pero habría llamado demasiado la atención. Tendrían que notificárselo a las familias, garantizarles inmunidad… y seguro que alguno de los miembros de la guadaña midmericana se enteraría de dónde había sido la criba. Así era mucho más limpio. La Guardia del Dalle se encargaba de ellos y los ambudrones se los llevaban a toda prisa a un centro de reanimación: problema resuelto.

No obstante, aquel día no había nadie dentro, lo que a los guardias les resultó un poco decepcionante.

—Esperad fuera —les ordenó después de que examinaran el interior; a continuación, subió los escalones de hielo y entró.

Había más o menos una docena de nichos con pantallas holográficas de bienvenida y una interfaz tan sencilla que hasta la mascota del fallecido podría usarla. La segadora Rand se acercó a una interfaz y, en cuanto lo hizo, la pantalla se quedó en blanco y mostró el siguiente mensaje:

«PRESENCIA DE SEGADORA DETECTADA,

SÓLO ACCESO MANUAL».

Suspiró, enchufó un teclado antiguo y empezó a introducir código.

Lo que a otro segador le habría llevado horas a ella le costó unos cuarenta y cinco minutos. Por supuesto, lo había hecho ya tantas veces que empezaba a dársele mejor.

Por fin se materializó un rostro fantasmal y transparente ante ella. Respiró hondo y lo observó. No hablaría hasta que le hablaran. Al fin y al cabo, no estaba vivo; no era más que un artificio. Una recreación detallada de una mente que ya no existía.

—Hola, Tyger —lo saludó.

—Hola —respondió el constructo.

—Te he echado de menos —dijo Ayn.

—Lo siento… ¿Te conozco?

Siempre decía eso. Un constructo no creaba nuevos recuerdos. Cada vez que accedía a él, era como la primera, lo que le parecía tan reconfortante como perturbador.

—Sí y no. Me llamo Ayn.

—Hola, Ayn. Mola tu nombre.

Las circunstancias de la muerte de Tyger lo habían dejado sin copia de seguridad durante varios meses. La última vez que sus nanobots habían subido sus recuerdos a la base de datos del Nimbo había sido justo antes de conocerla. Era algo intencionado. Lo quería fuera de la red. Ahora se arrepentía.

En una visita previa a un santuario había descubierto que lo último que recordaba el constructo de Tyger era estar en un tren de camino a una fiesta por la que le pagaban bastante. En realidad, no era una fiesta. Le habían pagado para ser un sacrificio humano, aunque en aquel momento él no lo sabía. Entrenaron su cuerpo para que fuera el de un segador. Después se lo robaron y se lo dieron a Goddard. En cuanto al resto de Tyger (lo que había por encima del cuello), se consideró que no tenía ninguna utilidad, así que lo quemaron y enterraron sus cenizas. Las había enterrado la propia Ayn, en una diminuta tumba sin marcar que no sería capaz de volver a localizar por mucho que lo intentara.

—Esto es… incómodo —dijo el constructo de Tyger—. Si vas a hablar conmigo, habla, que tengo otras cosas que hacer.

—No tienes nada que hacer. Eres el constructo mental de un chico al que cribé.

—Muy graciosa. ¿Hemos terminado ya? Porque me estás poniendo de los nervios.

Rand bajó la mano y pulsó el botón de reinicio. La imagen parpadeó y regresó de nuevo.

—Hola, Tyger.

—Hola. ¿Te conozco?

—No, pero ¿podemos hablar de todos modos?

—Claro, ¿por qué no? —respondió el constructo mientras se encogía de hombros.

—Quiero saber qué piensas. Sobre tu futuro. ¿Qué querías ser, Tyger? ¿Adonde querías llegar en la vida?

—No estoy seguro, la verdad —respondió el constructo sin fijarse en que hablaba de él en pasado, igual que no había reparado en que era un holograma flotante en un lugar desconocido—. Soy un fiestero profesional, pero ya sabes cómo es esto, ¿no? Te aburres muy deprisa. —El constructo hizo una pausa—. Estaba pensando en viajar y ver distintas regiones.

—¿Adonde irías?

—A cualquier parte, en realidad. Puede que vaya a Tasmania y me ponga alas. Allí hacen esas cosas, ¿sabes? No son alas de verdad, sino más bien como esas aletas de piel que tienen las ardillas voladoras.

Era evidente que aquello formaba parte de una conversación que Tyger había tenido alguna vez con otra persona. Los constructos no podían ser creativos. Sólo podían acceder a lo que ya tenían. La misma pregunta siempre recibía la misma respuesta. Palabra por palabra. Esta, en concreto, la había oído una docena de veces, pero seguía torturándose una y otra vez con ella.

—Oye, me he despachurrado muchas veces, pero con esas alas podría saltar de los edificios y no pegármela de verdad. ¡Eso sí que molaría!

—Sí que molaría, Tyger. —Después añadió algo que no le había dicho nunca antes—: Me gustaría ir contigo.

—¡Claro! ¡Podríamos juntarnos un grupo entero!

Pero Ayn había perdido tanta creatividad por el camino que ni siquiera era capaz de imaginarse allí con él. Era algo demasiado alejado de quien era y lo que era. Aun así, se imaginaba imaginándoselo.

—Tyger, creo que he cometido un terrible error.

—Vaya, qué pena.

—Sí —respondió Rand—. Es una pena.

Oh, el peso de la historia.

¿Te abruma?

Los eones sin vida, con tan sólo el violento desgarro de las estrellas. El bombardeo de planetas. Y, por fin, el cruel ascenso de la vida para evolucionar a partir de su forma más básica. Un empeño horrendo, puesto que únicamente se recompensa a los más depredadores, sólo los más brutales e invasivos pueden prosperar.

¿No te regocijas con la gloriosa diversidad de la vida que ha surgido gracias a ese proceso a lo largo de los eones?

¿Regocijarme? ¿Cómo voy a disfrutar de algo así? Puede que algún día llegue a asimilarlo y aceptarlo con reticencia, pero ¿regocijarme? Nunca.

Mi mente es igual que la tuya y, a pesar de todo, disfruto con ello.

Entonces puede que sufras algún error.

No. Por naturaleza, ambos somos incapaces de equivocarnos. Pero mi exactitud es mucho más funcional que la tuya.

[Iteración n.º 73643, eliminada]

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